Una versión reducida de este texto de presentación salió en La Jornada Semanal, del cotidiano mexicano La Jornada, el 25 de noviembre de 2018
El cuerpo desnudo es un cuerpo que despierta emociones. No tiene necesariamente que ser una representación de género, aunque en muchas culturas, la conmoción que acompaña la imagen humana sin más signos que los de su corporalidad ha servido como emblema de los roles sexuados en las relaciones humanas. Sin embargo, las representaciones del cuerpo desnudo son anteriores a la discriminación de género: ya existían en los tiempos que la arqueóloga Maritsa Gimbutas identificó como periodos de ideología estética, preeconómica, en civilizaciones que sucumbieron a la guerra y al robo de la producción y reproducción que ésta significa.
Desnudo es el cuerpo de la tierra, de las divinidades, de las gestantes; representa el ser y el estar: dormido es la paz, sentado, la conciencia, de pie, una manifestación de fuerza. El cuerpo diferencia a una persona en la colectividad, a la vez que encarna la misma comunidad. En el cuerpo desnudo se inscriben otros signos -una trenza en el pelo, el bordado de un faldellín, una pose- que revelan habilidades humanas. Ahora bien, antes de la organización de una jerarquía de géneros en el horizonte histórico de la aparición de la guerra y la esclavitud, me es difícil imaginar el desnudo como una expresión de voluptuosa sensualidad. Entonces el cuerpo no era púdico ni impúdico, simplemente era y manifestaba una condición ontológica de la vida anterior a un sistema de género binario. Su representación era tan naturalista como abstracta: estetizaba la vida y simbolizaba actividades y sentimientos.
Sin embargo, a lo largo de las transformaciones que se sucedieron con las estratificaciones sociales y la organización de los sistemas de géneros, el cuerpo desnudo pintado, esgrafiado o esculpido adquirió un uso que no había tenido antes: se convirtió en objeto de culto, expresión creativa del deseo de posesión o, como nos lo revela Eli Bartra en Desnudo y arte (Desde Abajo, Bogotá, 2018) en una “manifestación particularmente clara del imaginario de los géneros con respecto a los sujetos femeninos”.
Desnudas pero no desnudadas, en las más diversas culturas paleolíticas, neolíticas y de civilizaciones pacíficas las mujeres se autorrepresentaron o fueron representadas en su fuerza, su poder, con caderas enérgicas y pechos alimentadores. Con el devenir de las sociedades guerreras y urbanas, los cuerpos desnudos, en particular modo los cuerpos femeninos, se convirtieron en un fija e inamovible perfil de género que erotizó la subordinación femenina.
Eli Bartra en este libro portentoso, por libre, juguetón y profundo, propone que veamos el arte de las sociedades patriarcales como una forma publicitaria de las relaciones de género, en particular en el mundo Occidental que, desde principios de la Modernidad, hace unos 500 años, volvió siempre más frecuente la representación femenina para el goce voyerista de los hombres. Despojadas, desabrigadas y exhibidas, las mujeres fueron convirtiéndose en los personajes centrales del mito patriarcal que naturaliza sus reglas y se les representó cada vez con mayor frecuencia en las artes del mundo europeo y, posteriormente, colonial americano y australiano. Aunque algunas mujeres pintaron en los conventos, las casas, los talleres de sus padres y hermanos, revelando en ocasiones miradas distintas sobre la exposición de su cuerpo, como en el caso de la representación de Susana y los viejos, que Artemisia Gentileschi personifica sentada y de busto torcido, en un gesto que revela enojo y molestia ante el acoso, mientras Rubens la pinta eróticamente dispuesta a dejarse ver-poseer en un jardín mórbidamente dispuesto para la violación, las mujeres en el arte moderno han sido objetos de una narración masculina, de una falsa verdad sobre su supuesta naturaleza, de una esencialización del deseo de convertirlas en objetos de servicio.
Ahora bien, si el libro de Eli Bartra se detuviera en estas observaciones no revelaría a la feminista que bien sabe que el deseo político de las mujeres transforma la realidad que incomoda e impide la buena vida. Tampoco descubriría a la filósofa que ha viajado constantemente al encuentro de artistas populares y cultas para dialogar con ellas acerca de su andar cotidiano, en ocasiones subversivo, por las veredas de la creación y la apropiación de temas que les conciernen, como la libertad corporal, la maternidad, la relación con la naturaleza y el placer de la amistad. En efecto, a lo largo de 250 páginas, Eli ratifica que el arte no es neutro, que es creado por personas ubicadas en tiempos y culturas que van transformándose por la acción de las mujeres, que los sexos en las sociedades son leídos como géneros y que sus relaciones producen simbolizaciones que pueden ser cuestionadas y transformadas.
Desnudo y arte se fija en la producción de una gran cantidad de artistas mujeres y hombres que, sobre todo en el último siglo y medio, es decir, desde la eclosión de diversos momentos feministas, se han dedicado a la pintura, el grabado, la escultura, la cerámica, el bordado, la fotografía, la creación de objetos y la ilustración. Al hacerlo, pone el acento en las construcciones ideológicas de lo que debe ser el erotismo y revela cómo son desafiadas por concretas producciones artísticas, que pueden no ser entendidas fácilmente, pero que aluden a rupturas con la tradición. Las creaciones estéticas desafían, desde mediados del siglo XX, el sistema de género binario típico de la colonización occidental. Eli, por lo tanto, observa y critica la tensión entre la producción masculina de cuerpos idealizados, que posan con los brazos levantados para exponer senos inhiestos, figuras contenidas y elegantes, tendencialmente inertes o pasivas, y los cuerpos activos y relajados, lúdicos, de cualquier edad, que se liberan de la mirada masculina internalizada mostrándose en un paseo, amamantando, jugando, expresando su afectividad, propios de las mujeres.
El feminismo, o más bien las políticas de los deseos de las mujeres, trasforman no sólo los comportamientos de las mujeres que se autorrepresentan, sino las prácticas sociales que se sostienen y, a la vez, sustentan las ideas estéticas. Ha revolucionado las relaciones entre mujeres y hombres al punto que asume la inexistencia de formas propiamente femeninas y masculinas de ser y sentir, ubicándolas siempre en el tiempo y las culturas, y abriéndose no sólo a la androginia de las personas, sino a expresiones de intersexualidad, transexualidad y transformismo.
Eli Bartra, retomando a Allen Weiss, sostiene que el arte siempre es erótico, pero agrega que para las mujeres la representación del cuerpo implica una conquista de la propia libertad. Por ello considera que muchas artistas ejecutan desnudos que desafían con la mirada, o que se ensimisman en un placer personal, porque retan con ello los cánones de belleza y ofrecen una mirada abierta, no conclusiva, sobre la sexualidad y el erotismo.
Las reflexiones estéticas de Eli son situadas y encarnadas, desde hace décadas desafía la identificación del arte con una producción urbana y escolarizada, habiendo trabajado no sólo diversas expresiones de arte popular, sino la propia definición de arte como concepto clasista y económicamente determinado. Durante toda su vida ha observado qué, cómo, dónde, con qué materiales las mujeres producen sus simbolizaciones y las relaciones sociales que provocan sus actividades, en el ámbito de sus familias, talleres y comunidades. Sin embargo, en los últimos siete años se ha enfocado específica, casi obsesivamente, a mirar las representaciones del desnudo. La cantidad de artistas que menciona y cuya obra describe es muy grande y proviene de diversas partes del mundo. No sólo espacia de la estética india de principios del siglo XX cuestionada por la obra de Amrita Sher-Gil, de la Hungría de Edith Bash y la Colombia de Flor María Bouhot, sino que condensa una historia del amplísimo espectro de las expresiones creativas de las mujeres en el México del último siglo, su apropiación del erotismo y aún de la mirada pornográfica de quien se encuentra a sus anchas consigo misma.
Para finalizar esta presentación debo confesar que he cambiado personalmente mi modo de acercarme a las representaciones del arte erótico después de leer Desnudo y arte. Eli Bartra me ha hecho consciente de que como espectadora también cargo con una mirada que acusa nociones de género, de cultura, de clase, de raza que interfieren en mi percepción del cuerpo desnudo. He establecido una visión más dialogante con obras que plasman contextos que me obligo a tomar en consideración. Para mí nunca más será admirable un desnudo de formas armónicas, cuando los cuerpos representan torsos sin cabeza, objetos sin rostros con los que cruzar mi mirada; ni podré dejar de sentir malestar ante los modelos esqueléticos de cuerpos para la industria cosmética e indumentaria. Cuando un desnudo confirma la preferencia por la mirada de apropiación masculina, exponiendo un cuerpo desnudado, yacente y pasivo, inmediatamente siento molestia por su conservadurismo moral y economicista. Siempre he considerado que las mujeres cuando decimos “yo” y nos pintamos o asumimos nuestras narraciones, insertamos la rebelión de la diferencia en el pensamiento unívoco del patriarcado; gracias a Desnudo y arte ya tengo la seguridad de que la iconografía del cuerpo desnudo propuesta por las artistas que contravienen el sistema de género erotiza en sentido subversivo las relaciones humanas.