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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “Ley de ligue de banqueta”, en revista Blanco móvil, Ciudad de México, n. 108, septiembre-octubre de 2008, pp. 10-12. En línea en: http://www.blancomovil.com/numerosatrasados.html
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Ley de ligue de banqueta
Francesca Gargallo
Llegó subrepticiamente al dar la vuelta a la esquina. Ahí estaba: alto, delgado, una presencia en la acera ancha sobre la que se abrían las puertas del restaurante atiborrado. Y se entremezclaba con el aroma de un huele de noche que alguna vieja señora sembró años atrás en un jardín ahora aplastado por la basura y las defecaciones de los perros. Entre sus brazos la mujer más bella que él había visto. Para su soledad, un sueño.
La oteó sin pensar en que quizá su mirada le molestaría; con sus cuarenta años a cuestas se sentía de vuelta de toda correcta urbanidad. No tenía ganas de fingir que reconoció en ella, de un vistazo, la misma plenitud inútil que lo sostenía a lo largo de sus paseos sin rumbo. Ahora, en el preciso instante en que estaba, la necesidad de una persona que lo atrajera lo empujaba al deseo de intercambiar palabras nocturnas, ni trascendentales ni estúpidas, palabras sobre el aire rarefacto de las noches de verano, la última exposición, los zapatos que rechinan.
La boca entreabierta de ella jalaba el humo del cigarrillo que sostenía entre el pulgar y el índice, no como debería hacerlo una dama, sino con un gesto de trabajador portuario o de albañil cansado. El humo que ella misma sacaba de sus pulmones, la envolvía en un abrazo lascivo y suelto. Él sintió con más fuerza que era un sueño, que estaba solo, que no iba a ninguna parte. Ella estaba ahí, apretando entre las manos una cajetilla de cartón duro y un encendedor de plata. No tenía ni bolso ni hombre ni amiga que la distrajeran del humo que echaba de su boca con displicencia y que él inhalaba a tres pasos de distancia. Suspiró. La ciudad se le había tornado extraña. Volvió para encontrarse con sus recuerdos, pero nunca pudo regresar a su comarca adolescente de pasos dados en la más altiva resonancia de su ser. Su juventud no tenía representación en el presente. Los bares, junto con los colores chillones de modas neobarrocas, respondían a leyes de protección a la salud, prohibiciones, reglas de convivencia. Los mismos cruces estaban determinados por semáforos sonoros que escantillaban el tiempo de los pasos sobre las cebras. Y en lugar de mandarse por sí mismos, los jovencitos que atravesaban la noche, se dejaban gobernar por un afán de ser admirados que les quitaba toda libertad.
Se pasó la mano por el pelo ondulado. ¿Cómo acercarse a esa diosa oscura que como él parecía sostenerse sólo de los recuerdos que un cigarrillo enciende?
Cuatro muchachas en vestidillos retro salieron en bandada de la puerta de vidrios del restaurante. Abrieron con un estruendo de risas apresuradas sus bolsos de mano y sacaron cigarreras de latón, fingiendo no esperar que de su derredor apareciera un hombre con el encendedor de sus anhelos. Él apretó su mano derecha alrededor de la caja de cerillos. Ni siquiera recordaba cuándo la había olvidado en el bolsillo de su saco de lino.
Ella dejó caer la colilla al suelo. El humo la soltó de repente y él sintió que estaba por perderla. Un milagro, necesitaba un milagro con urgencia. Cuando ya había girado el torso hacia la puerta, de repente ella soltó el cuello hacia atrás, el pelo le barrió los hombros y a pesar de la distancia él oyó cómo suspiraba por nada, intensamente.
Luego dio un paso hacia el aroma del huele de noche, hacia él. Se detuvo. Jugó por un instante con la llama alta del encendedor de plata y suspiró nuevamente.
Entonces él supo qué hacer. Sacó la mano del bolsillo como quien ha perdido un tesoro y dio dos pasos en dirección de la mujer. “Se me acabaron los cigarros; ¿podrías ofrecerme uno?”, le dijo sonriendo. Ella lo vio en su misma banqueta, presintió que venían del mismo lugar, un espacio vedado a las volutas del humo por una ley de protección civil que les negaba el placer de dejarse ir en la totalidad de los abandonos orales. Le tendió la cajetilla abierta. Él sustrajo un cigarro y ella le sonrió antes de llevarse otro a la boca. Al mismo tiempo él desenfundó sus cerillos y ella su encendedor. Se rieron. “Esta noche es tan caliente como el recuerdo de un verano”, dijo. Él sacudió afirmativamente la cabeza. “Sí, hace tanto calor que no me gustaría volver a entrar”, mintió. Ella también afirmó con la cabeza. A su alrededor se desdibujaban las muchachas, los altos hules de la banqueta, el tintineo de los vasos que llegaba desde las mesas. Sólo quedaba el aroma del huele de noche y el humo de sus respectivos cigarrillos.
Un beso seco y ceniciento como el fondo de un plato en el que descansaran las colillas de una noche de pasión. La boca de la mujer, un oasis para su lengua sedienta de emociones; sus propios labios para ella, una roca de la que detenerse antes de enfrentar nuevamente la moral de la tribu urbana que le prohibía el acceso al antro con su cigarrillo en la comisura de los labios. El humo entraba y salía de sus pulmones. Aspiraban los hilos de un deseo sin más frenos que su voluntad de alargarlo. Mi ángel azul, mi malo de película.
Cuando entre los dedos nos les quedó sino una colilla quemante, él sonrió desviando la mirada y ella se despidió abruptamente. Del interior del bar provenía una música estúpida, él entendió que en las banquetas podría volver a fantasear con el amor de una noche de verano.
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