Los poemas de Aralia López eran capaces de producir imágenes tan prodigiosas como “la nieve, menstruación de la luna” y los títulos de sus libros de análisis literario podían ofrecernos pistas sobre cómo la espiral se vuelve círculo si la reiteración adquiere el carácter de una comprobación de los hechos. Aralia escribía como si estuviese bordando el nombre de la persona amada en un pañuelo, con una sensibilidad estética y analítica que daba valor al carácter epistémico y creativo de las características del amor: cuidado, atención e interés.
Conocí a Aralia López porque mi gran amiga de esos años, Elizabeth Maier, me dijo que al escucharla en El Colegio de México había descubierto la más inteligente voz sobre la cultura de las mujeres. Han pasado más de treinta años y, por lo tanto, no recuerdo las palabras precisas, pero fue algo como que Aralia era la latinoamericanista que mejor entendía que la literatura de mujeres cruza las anécdotas con lo más profundo del discurso sociohistórico: la vida personal.
En 1989, el lanzamiento del número 40 de la revista Blanco Móvil, dedicado al feminismo, me ofreció la ocasión de conocerla personalmente. En la mesa había varias escritoras, recuerdo concretamente sólo a Ethel Krauze y a Aralia López, que debatían desde posiciones encontradas: Ethel afirmaba que, para la escritura, el hecho de ser mujer es una condición secundaria, como la estatura o el color de la piel, mientras Aralia sostenía que la condición femenina produce la comprensión de lo que la supuesta universalidad de los cánones literarios masculinos deja al margen y niega como aporte artístico. Su pasión por Rosario Castellanos la llevaba a entender que los temas en literatura no son nada inocuos y que en la escritura, de no cuidarse la estructura, la forma y el contenido, se reproduce el poder masculino, ese poder difuso que supone una sesgada visión histórica y crítica. Como si de tomar partido se hubiera tratado, yo me encontré dando un paso decidido hacia el bando de Aralia, y me quedé ahí hasta el 4 de diciembre de 2018 cuando mi amada ensayista, poeta y narradora nacida en Cuba y miembra en México del Taller de Teoría y Crítica Literaria Diana Morán, desde su fundación en 1984, falleció después de haber sufrido un malestar en la uam-Iztapalapa, la universidad donde pudo dar rienda suelta a su placer de enseñar literatura de mujeres y dialogar con todo tipo de estudiantes.
El feminismo ecuménico de Aralia
Aralia, en efecto, amaba a los seres humanos. Los había padecido, parte de su vida personal alimentaba su literatura, que hubiera podido ser tenebrosa, ácida y maldita, pero ella prefirió vivir la positiva enseñanza que recibió del encuentro con cada mujer, hombre o intersexual con quien se fue topando. En su casa era factible cruzarse con las mentes más brillantes de Cuba, Puerto Rico y México, sin ninguna discriminación de clase, sexo o, menos aún, raza. En efecto, nunca creyó que la inteligencia de la vida era una condición académica. Le rendía culto al antiguo valor de la hospitalidad y a la amistad de corazón a corazón; era capaz de adoptar amorosamente a jóvenes cuya brillantez intuía y de guiar a mujeres diversas al encuentro con su inteligencia. Conocí con ella a escritoras, directores de cine, cantantes, vendedores de paquetes turísticos, cocineros, maestras, periodistas y médicos –sí, por algún extraño motivo adoraba a los médicos; quizá, como la filósofa Vera Yamuni, les atribuía el conocimiento desnudo del ser humano. Por motivos laborales, tuve el placer de cruzarme luego con muchas de sus antiguas alumnas y alumnos, algunas excelentes escritoras como Adriana González Mateos y otras filósofas como Antonieta Hidalgo, todos y todas atentas a los detalles en las relaciones, a no ofender, a sostener lazos de comprensión y de valorar la palabra y sus formas.
En el horrible, neurótico y voraz mundo de la competencia académica, Aralia fue capaz de enseñar a cruzar ideas, a crecer en grupos de reflexión, a entretejer interpretaciones psicoanalíticas, estudios históricos, teorías del feminismo de la diferencia y análisis literarios, hasta llegar a un tejido de interpretaciones que puede compartirse. Lo hizo en El Colegio de México, en la uam y en los talleres y tertulias no institucionales que formaba o en los que participaba. Era muy radical cuando nos urgía a desmantelar la confrontación destructiva. Por ello mismo, su feminismo era ecuménico y profundo, una sutura entre los sectores construidos y separados por el patriarcado y la misoginia clasista y sexófoba.
Si para muestra de su amplitud de mirada es suficiente un botón, lo primero que leí de ella no fue un ensayo sobre literatura femenina sino un largo artículo fechado en 1986, en el número 15 de Blanco Móvil, sobre la novela del ’68 en México, que ella llamó “Literatura tlatelolca”. Una mirada de escalpelo sobre un tema histórico, parteaguas como el ’68: analizó en ese artículo no únicamente lo escrito por María Luisa Puga y María Luisa Mendoza, sino también por Arturo Azuela, Luis González de Alba, Juan García Ponce y Gustavo Sainz. Apuntaba a que la novela tlatelolca, como antes la novela de la Revolución mexicana, y después la novela feminista, narra los efectos de la realidad en la conciencia, haciendo del tiempo y el espacio concretas estructuras del sentido.
Gracias a Eduardo Mosches y a Pedro Miguel, que la querían y procuraban con frecuencia, llegué a hacerme amiga de tamaña maestra. Ir a verla, encontrarme con ella, leerla era una fuente de alegría y de compromiso intelectual. Me dio a leer su difícil novela Sema o las voces, que publicó en 1987 y dedicó a “los que tienen confianza en el sentido”. Me costó entender su triste ironía con respecto a los héroes, pero definitivamente hoy me resulta comprensible su descripción de Hércules. “Sí, el problema era muy diferente, pues Hércules buscaba el sí mismo en la maza, objeto cargado de prestigio que lo identificaba soberanamente de acuerdo con la ideología dominante a la que pertenecía.”
Hablamos mucho de narrativa; en una ocasión me confesó que mis novelas le recordaban la prosa de Rosario Castellanos porque ambas éramos escritoras y filósofas, y organizábamos como tales el relato de la conciencia. Una declaración tan grande de mi valor literario me coloreó las mejillas como un tomate: Rosario Castellanos es mi escritora mexicana favorita, tal como era para ella. Se dio cuenta de que me había intimidado y sin mediar palabra me pasó su ensayo “Narradoras mexicanas: utopía creativa y acción”, donde reflexionaba sobre la utopía, como lo hacían por esos años los filósofos Horacio Cerutti y María del Rayo Ramírez Fierro, con quienes nos reuníamos mensualmente. La matriz imaginaria de la utopía –escribió Aralia– es precisamente lo que la hace posible, permitiendo que transite por las violencias, confusiones, fragmentaciones, derrotas y logros hasta suscitar otros deseos, otras utopías.
Luego me dio a leer La espiral parece un círculo. La narrativa de Rosario Castellanos. Análisis de “Oficio de tinieblas” y “Album de familia”, que la uam publicó en 1991. De él, su amada maestra-amiga-colega Yvette Jiménez de Báez dijo que era una lectura que abría al diálogo, un hijo de la sensibilidad y la inteligencia. Aunque a Yvette no le gustara tanto, a mí me encantó la insistencia de Aralia en las ideas y los contextos históricos en los cuales se construyeron las obras literarias de Rosario Castellanos. Más fácil y menos intimidador me resultó leer y escuchar de su boca su poesía, que me llegaba llena de matices memoriosos, animaciones y regalos.
“Mi ateo nombre/ tan lleno de ventanas”
Hay mucha poesía inédita de Aralia, que espero se publique pronto en un par de tomos que reúnan todas sus obras dispersas, literarias y de análisis (si algún editor/a lee estas líneas, que se dé por enterado) para que lectoras/es y estudiantes tengan acceso a un mundo creativo personal y dialogante que ha marcado una época y transformado la concepción misma de canon literario y de análisis crítico. De sus libros publicados, el que más éxito ha tenido seguramente es Un país sin invierno, de 1998, que inaugura nombrándose: “Esta manía de contarles,/ contarme;/ decir mi ateo nombre/ tan lleno de ventanas…”
Después de leer ese poemario, donde la luna menstrúa y el calor es solar e iluminador, le regalé una cortina blanca de lino bordado para que, ligera, se moviera en su ventana. Pensé que si “el curso del tiempo retrocede”, entonces todas podemos reencontrarnos niñas ante una ventana en la que una cortina se sacude en la brisa marítima. Al final de cuentas yo, como Aralia, pertenezco, luego soy, de una isla.
Sin embargo, no me gustaron menos El agua en estas telas, publicado dos años antes por Praxis, ni la edición cartonera de Cercanías y barcos, de 1997. El porqué Aralia dejó de luchar para conseguir que le publicaran sus poemas tiene que ver quizás con que la fama nunca le interesó. No obstante que los editores no corrieran tras las obras de una escritora tan profunda y gentil, tiene que ver precisamente con lo que Aralia López siempre denunció en sus estudios: el poder de la forma masculina y su manera de nombrar lo que sostiene el poder que oprime. Aralia, a todas luces, escribía fuera del canon y producía literatura desde la libertad creativa, propia de la utopía feminista en proceso de realización. Por ello llamaba a toda la humanidad a germinar: “De sangre el riego/ germina la pisada/ granos y frutos/ antevísperas estériles/ impacientes ya de la paciencia/ aumentan los regalos/ quiero creer lo que dice la higuera/ el itinerario del polen/ en el vestido que me teje el aire.”
En el suplemento La Jornada Semanal, Ciudad de México, 20 de enero de 2019