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Francesca GARGALLO, “La imposible tarea de definir el origen de la desigualdad y la esperanza de acabar con ella”, ponencia leída en el panel “Matrices históricas y culturales de la desigualdad en la región latinoamericana”, del Foro “Desigualdad en América Latina: las Reformas Necesarias”, organizado por la Universidad Autónoma de México, el Senado de la República, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología e Historia, Ciudad de México, 14 de marzo de 2005.

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La imposible tarea de definir el origen de la desigualdad y la esperanza de acabar con ella*

Francesca Gargallo

Se me ha asignado la imposible tarea de hablar sobre el origen de la desigualdad. En realidad sus manifestaciones son tales y tantas, tan diversas, tan graduadas que podríamos decir que formas de desigualdades se encuentran en todos los documentos históricos y que cada uno de nuestros actos ha sido marcado por ellas. No obstante, la desigualdad es un hecho histórico, pues implica una jerarquía entre simples diferencias y las jerarquías, siempre, son instrumentos de justificación de un dominio. Piensen simplemente en las estúpidas jerarquías que construyen nuestras universidades con base en los títulos universitarios: una posdoctora, por ejemplo, está en la cima de una pirámide en la que la base masiva está compuesta por estudiantes, el primer escalón, por licenciadillas/os, el segundo por maestros y maestras a las que se les impone un examen que es la clara demostración que los ritos de pasajes se vuelven más duros conforme se cristaliza la sociedad, el tercer escalón es el de las doctoras y doctores, y, finalmente, se llega a la cúspide. Los millones de seres humanos que han abandonado la escuela en la secundaria, que no han terminado la prepa, que no tienen dinero, guarderías, capacidad de abstracción o ganas de entrar a la universidad no penetran siquiera en la pirámide, son una masa amorfa de otros absolutos que se miran desde los lentes de la propia jerarquizada pertenencia: con desprecio, con desinterés, con compasión: se les pueden preparar cursillos, siempre y cuando reconozcan que la posdoctora de la cima es una superior absoluta.

Ahora bien, la pregunta que hay que formularse al intentar discernir el origen de la desigualdad es ¿cuál ha sido la jerarquización primera? Como muchas feministas estoy tentada en decir: la que se ha construido entre los sexos, superioridad del masculino, convertido en primero, inferioridad del femenino, segundo, y exclusión de todo tercero, es decir de cualquier grado de hermafroditismo.[1] Sobre esta jerarquización de los sexos, se construyen los géneros, eso es las relaciones entre los sexos primero y segundo, con la exclusión (y la criminalización) de terceras opciones como el travestismo femenino y masculino. Y de ahí en adelante, siguiendo el modelo, se edifican todas las demás desigualdades.

Sin embargo, los estudios de los y las arqueólogas que han seguido la ruta postulada por Maritza Jimbutas en los años 1960-1970, es decir la de una arqueología “de la vida cotidiana”, si se me permite el traslape, o una arqueología de los orígenes prepatriarcales de las sociedades europea y mediterránea, han reportado que en su más lejano origen la guerra no tiene más de siete mil años, aproximadamente, y que por la forma de las construcciones, el tipo de sociedad reportada por los esgrafiados murales y la distribución de los entierros,  antes de la guerra no existían ni la sumisión de las mujeres ni la esclavitud.

Si los dos más obvios elementos constitutivos de la desigualdad humana tienen un origen tan reciente, ¿por qué se absolutizan en la historia? Porque son los dos elementos más preciados sobre los que se erigen las sociedades jerárquicas que inventaron la escritura para perpetuar su modo de ser.

Ahora bien, cuando los europeos llegaron a América eran los portadores de una larga serie de desigualdades que los habían deformado para entender a cualquier otra sociedad. A su vez, las sociedades americanas se erigían sobre diferencias jerarquizadas en diversos grados, hasta llegar a la desigualdad más discriminadora. Los taínos de las Grandes Antillas enterraban la esposa principal de su jefe a la muerte de éste,[2] mientras no enterraban el esposo de una principal: no podemos considerar esta actitud una diferencia, sino una abierta desigualdad de trato que implicaba la subordinación hasta la muerte de las mujeres que tenían la mala suerte de compartir su destino con alguien de alta categoría social.

Si a los españoles les parecieron bastante igualitarios los tratos entre los caciques y sus subordinados,[3] era porque venían de siglos de una intricada red de desigualdades de hombres ligados a la tierra por pertenecer a pueblos ibéricos romanizados, a su vez dominados por germanos que se reservaron la libertad de movimiento como condición de superioridad política, empujados y reagrupados luego por árabes y españoles que adoptaron el Islam, subdivididos posteriormente en hijos de algo e hijos de la nada, con una cultura cristiana exclusivista y nuevamente constructora de jerarquías, que se sumaban a las anteriores sin borrarlas, entre cristianos viejos, cristianos nuevos, hijos de matrimonios legítimos, hijos de herejes, etcétera. Todo ello construido sobre la invariable, sólo empeorable, sumisión de las mujeres.

La inferiorización de los habitantes de América resultó casi un desquite para los españoles de las muy bajas clases sociales que acompañaban en la Conquista a un puñado de hidalgos. Y ese desquite les fue ratificado por la corona, que siendo una de las cúspide de la pirámide política de la época no tenía ninguna dificultad en reconocer, fijar y dar validez legal a las desigualdades entre las personas por los motivos que fueran: nacimiento humilde, o pertenencia a poblaciones subyugadas en una guerra de invasión y dominio, o esclavitud de pueblos que los filósofos declararan aptos para el trabajo esclavo. La infinidad de castas que se generaron de la mayor o menor cercanía del modelo español de hombre blanco, o de sangre pura, demuestran que de cualquier diferencia se puede construir una desigualdad infranqueable si ésta justifica el poder de quien está en la cúspide de la pirámide.

Por haber tomado un barco, un hombre que era despreciado en su país por ser nieto de un siervo de la gleba, en América, al ser blanco, se convertía en un ser superior a 79 castas, desde su hijo mestizo hasta el lejano sambo. Su desigualdad positiva era reconocida por otros blancos como él que lo preferían para los puestos que podían procurar una mayor  ganancia, dejando a las castas los trabajos peor remunerados, de manera que la desigualdad entre las razas construía el peldaño perfecto para saltar a la desigualdad del poder de compra, de inversión y de comodidad. No obstante, como todo los sistemas jerárquicos, el colonial tenía sus candados: también la tierra construía desigualdades y no era lo mismo ser blanco español que blanco criollo: en una generación se perdían privilegios.

En una generación también todos los indios se volvieron iguales: todos igualmente aplastados por el colonialismo, aunque a la primera generación de principales se le reconociera todavía algún derecho por ser aristócratas. Luego, nada. Los ex inferiorizados por las jerarquías nobiliarias europeas, al construir una nueva basada en la pertenencia étnica, no podían aceptar que un miembro de los inferiores le fuera superior en algo, ni siquiera por ser sobrino de un tlatoani.

Sin embargo, en el drama de la Conquista, por instantes, se dieron formas de igualdad social desesperada. Frente a la muerte, frente a la destrucción del mundo, frente al abismo de que nada nos queda sino las cenizas, al ser humano le brota la dignidad de reconocerse igual a su semejante. Dicen las crónicas que en los últimos días de la defensa de una Tenochtitlan asediada y hambrienta, los españoles pidieron hablar con los señores de la ciudad y el pueblo entero les gritó que hablaran, pues todos lo eran ya que la estaban defendiendo.[4]

Igualmente, en 1599, frente a la común condición de trabajo, tristeza, explotación y muerte por agotamiento y hambre, una india guachichila en la recién fundada ciudad de  San Luis Potosí llamó a tlaxcaltecas y chichimecas, mujeres y hombres, civilizados descendientes de los capitanes que habían ayudado a Cortés e hijos seminómadas del desierto, a tumbar los altares cristianos y rebelarse contra los españoles. Esa madre india que acababa de perder a su hija y a su tierra, a su amor y a su horizonte, provocó con su movimiento de igualdad tal pánico entre los colonizadores que fue apresada, juzgada como bruja y quemada en menos de 24 horas.[5]

Igualdad desesperada y desigualdad institucionalizada: un binomio por el que muchas corrientes filosóficas, es decir discursos reguladores de todos los discursos de una época y sociedad, justificaron la necesidad de la segunda, sea mediante la naturalización de la inferioridad de algunos grupos humanos, sea mediante la demostración que las jerarquías son inevitables.

A pesar de que las personas que sufren los embates de la discriminación que la desigualdad engendra son (y eran) la absoluta mayoría de la población, pasan por un proceso discursivo que las transforma primero en seres supernumerarios, luego en indiferentes y, finalmente, en una minoría. Así las mujeres, que componen el 52 por ciento de la humanidad, son consideradas como un agregado de la misma, con derechos específicos, de grupo especial, que no corresponden a la norma que se rige sobre la representación masculina. Así los pobres, esos seres económica y socialmente definidos por la carencia, cuyo número no ceja de crecer, pero que nunca se identifican con la población de un país aunque compongan su mayoría absoluta. No son diferentes de quien se abroga el derecho de definirse representante de la norma, son lo que ese representante no quiere ser y de quien teme ser contaminado. La desigualdad es también una construcción social de la inferioridad del otro por miedo: miedo a su número, miedo a su fuerza, miedo a su diferencia, miedo al desorden que puede provocar en su norma.

Ahora bien, aun en la lógica matemática, detectar las desigualdades no lleva a un error sino a una verdad, al reconocimiento de la no identidad. La igualdad en matemática es la identidad absoluta, aquella de una cosa que es ella misma, por ejemplo, dos más dos igual a cuatro; pero existe también una identidad relativa, cuando dos o más cosas son idénticas en algún respecto o en una cualidad, por ejemplo una mujer campesina indígena, un hombre blanco con poder económico y una niña afrodescendiente de primaria no tienen una identidad absoluta, pero relativamente son idénticos en su humanidad.

Con respecto a la desigualdad social, históricamente asentada, el problema estriba en el reconocimiento de esta cualidad humana como punto de identidad. En las sociedades esclavistas de la antigüedad clásica, egipcia y griega en particular, las y los esclavos eran  verdaderos aperos hablantes, pues la humanidad se identificaba con el hombre libre que puede aprender y demostrar su saber, viajar y enriquecerse, gobernar y ser reconocido en su autoridad. Entre los filósofos que se dignaron mencionar a los esclavos, Aristóteles consideró su condición no sólo útil para el amo, sino para el esclavo mismo, y, por lo tanto, una de las divisiones naturales de la sociedad, comparable a la que existe entre las mujeres y los hombres. Sólo Epicuro (341-270 a.e.c.) cuestionó toda desigualdad entre los seres humanos y el estoico Diógenes Laercio (siglo III) condenó sin reservas la esclavitud: la esclavitud y el padronazgo son igualmente malvados, pues ambos se identifican en el principio de sujeción.[6]

El cristianismo nulificó la esclavitud en nombre de la identidad de todas las personas en el Cristo,[7] pero reconoció la utilidad de que las personas se mantuvieran en el ámbito de cierto trabajos que correspondían a la jerarquización precedente y puso en entredicho su afirmación al excluir a las mujeres de los oficios de la nueva y muy jerarquizada institución que venía construyendo, la iglesia. Su ambigüedad entre el reconocimiento de la utilidad y la negación de la naturaleza recorre toda la filosofía europea, permitiendo el proceso de naturalización de algunas necesidades construidas por la discriminación, tales por ejemplo las necesidades de los hombres de ser servidos por las mujeres y las necesidades de los grupos políticos y militares de que los campesinos y artesanos elaboraran los alimentos y los objetos para su uso. Podríamos decir que toda la filosofía, hasta muy entrada la Modernidad, justificó la estructura social en la que se producía o, más aún, que se filosofó fundamentalmente para legitimar la necesidad de las desigualdades, planteando la existencia de una especie de servidumbre voluntaria (la de las mujeres, la de los siervos) y la necesaria sumisión de los pueblos bárbaros o “salvajes”, haciendo así del derecho el instrumento de legalización de la desigualdad. Cristo podía ser la cualidad en la que todas las mujeres y los hombres encontraban su identidad relativa, pero no era de este mundo. Incluso en Kant y en Hegel, se mantiene inalterable la distinción entre las mujeres y los campesinos -que acordaban sujetarse “voluntariamente” a la ley- y el patrón, el padre o el marido que dictaban esa ley.

Cuando en 1640, Thomas Hobbes escribe Elementos de Derecho Natural y Político,[8] y poco después El Ciudadano,[9] y habla por primera vez del carácter convencional, no natural, de la dominación del hombre sobre la mujer, afirma que hay tres modos mediante los cuales es posible la sumisión y la sujeción: el ofrecimiento voluntario, la cautividad y el nacimiento, que no se justifican como una regla de la naturaleza, sino son creados por los mismos individuos.

Se trata de una idea que pasará a la Ilustración y al Liberalismo con éxitos diferentes, pues sabemos que la filosofía de Hobbes sirvió tanto para ensalzar el absolutismo monárquico -forma última de superación del estado de naturaleza donde, al enfrentarse, los seres humanos se convierten en lobos de sí mismos- como para reivindicar la libertad de las personas frente al “dominio natural”.

El liberalismo, desde sus inicios, no pudo ocuparse de las desigualdades sociales, porque pretendía liberar a todos los seres humanos de las limitantes legales que construían las desigualdades políticas. Su idea, simplificada al máximo, cuajó en el lema revolucionario: Libertad, Igualdad, Fraternidad de 1789. Ahora bien, si todos los hombres blancos –porque sólo ellos eran iguales, como lo demostraría la prohibición de la política para las mujeres y la falta de reconocimiento de la independencia de Haití- tenían la misma igualdad frente a la ley, las desigualdades que se generarían en el campo económico y social serían el precio necesario para mantener la libertad.

El socialismo utópico, sobre todo en Kropotkin (1842-1921),[10] intentó demostrar la no contradicción entre libertad e igualdad mediante la supresión de las jerarquías sociales y la distribución de todas las tareas entre las mujeres y los hombres, sin distinciones nacionales. También el socialismo científico retomó este internacionalismo, que es sustancialmente anticolonial y antirracista, pero en la práctica fue derrotado por la corriente nacionalista y opresiva del partido comunista ruso. Este era jerárquico no sólo en términos nacionales, sino encumbró una especie de “meritocracia” partidista de la delación y el control, misma que instauró una de las más brutales –aunque localizadas- formas de desigualdad entre los miembros de una sociedad.

El liberalismo, mientras tanto, pasaba por una radicalización en sentido anarquista, también igualitarista, y por una derrota de su utopismo en sentido positivista. El positivismo era una corriente filosófica antihistórica y cientificista que ratificó la libertad como derecho individual, pero ligándola a la necesidad “científica” de un orden “constructivo”, dirigido por una burguesía educada para obtener beneficios prácticos.[11] Asimismo, instauró una analogía entre la biología y las ciencias sociales que sirvió, de nuevo, para justificar “naturalmente” las desigualdades humanas, convirtiéndolas en una demostración de la superioridad de algunos individuos o grupos sobre otros.

Podríamos decir que el positivismo es el referente filosófico del, permítaseme el oxímoron, “liberalismo conservador” contemporáneo. Este liberalismo es fruto de una falta de contraparte filosófica y económica en el momento actual del desarrollo capitalista; esgrime un falso igualitarismo con el que impone una democracia restringida para separar el legítimo ejercicio de la política de las ilegítimas reivindicaciones económicas, vitales, de los grupos más desfavorecidos del sistema capitalista y de los grupos que se resisten a entrar a la producción capitalistas.

Este liberalismo de tintes positivistas es una especie de grito de venganza de los sectores financieros que impulsan el reacomodo global de su economía –trasladando de paso el centro de la actividad capitalista de la producción de bienes a la circulación de capitales- frente a los elementos reguladores que desde la década de 1930 hasta la de 1980, aproximadamente, modificaron el capitalismo al interior de los países, sin desaparecer las desigualdades, pero reduciendo la pobreza en comparación con el tamaño de la población. Derechos sociales y laborales crearon una institucionalidad que permitió relevar tendencias positivas en los indicadores de bienestar de la población de pobre a media. Es cierto que no hay identidad absoluta entre la superación de la pobreza y la equidad social, y que la relación entre ambas no es lineal, pero el neoliberalismo, que rechaza como impropia toda acción política tendiente a la redistribución de bienes y bienestar, ha impuesto en las últimas tres décadas un aumento paralelo de la desigualdad y la pobreza, mediante una exagerada concentración de las riquezas y el concomitante crecimiento –considerado el “mal necesario” del acomodo global- de masas que viven en lacerantes condiciones de pobreza

Este liberalismo positivista es el encargado de convertir una sociedad ética y estéticamente intolerable, donde los ochenta y cuatro individuos más ricos del mundo poseen el equivalente del Producto Interno Bruto de China con mil trescientos millones de habitantes, o donde Bill Gates dispone de más riquezas que el cuarenta y cinco por ciento de los núcleos familiares estadounidenses,[12] en un planeta para el servicio y el disfrute de quien puede pagar las bellezas naturales y arquitectónicas de una ciudad robada a sus habitantes y convertida en producto para el turismo.

Para ello, este liberalismo conservador necesita: a) silenciar que nunca en la historia de la humanidad existió una distribución más desigual de las riquezas como hoy en día; b) ocultar que no va a conceder la verdadera igualdad de derechos a las mujeres con los hombres, porque necesita de su trabajo gratuito en el ámbito doméstico para asegurar la acumulación de capital; c) convencer, mediante cualquier método, que la economía de mercado es la única posible; d) demostrar que los brotes de violencia, ira, desesperanza y rechazo ligados a la insensibilidad social de trabajadores condenados al sueldo mínimo, aunque aumente al triple la calidad y productividad de su trabajo, para que la patronal pueda seguir invirtiendo y aumentando sus ganancias, son ilegítimos, delincuenciales, terroristas; e) imponer que su sistema educativo es el único válido porque es el único que recicla y funcionaliza los conocimientos. Estas necesidades ideológicas a su vez se sostienen sobre dos tipos de violencia: la física, directa, de los feminicidios, las represiones, la tortura, las guerras de invasión; y la violencia ideológica, indirecta, que afirma que la gente tiene lo que se merece, que la desigualdad es el necesario precio de la libertad y que las políticas sociales de defensa de los trabajadores son trabas para el desarrollo de su país.

Sobre todo en este último punto el vínculo del liberalismo conservador con el positivismo es directo: en 1877, un miembro de la Asociación Metodófila, el positivista Manuel Ramos utilizaba expresiones que bien podríamos encontrar en la boca de un neoliberal: decía, por ejemplo, que en la sociedad no deben sobrevivir sino los más fuertes física o intelectualmente y que el estado no tiene otra misión que la de estimular estas aptitudes y no atrofiarlas concediendo medios de subsistencia o educación a los ineptos: “Se comprenderá todo el mal que pueden causar las medidas gubernamentales que, so pretexto de remediar los padecimientos de individuos incapaces por sí mismos de luchar contra las dificultades de la existencia, les rodean de cuanto pueden necesitar, preparando así a la posteridad un triste legado de ignorantes, perezosos y criminales”.[13] Hoy en día John Rawls afirma que la distribución de las dotaciones genéticas es un activo común de la sociedad, porque sólo en su seno pueden ejercerse los talentos y las oportunidades económicas familiares con los que se viene al mundo, y que nadie merece moralmente.

En efecto, hoy, se disfraza la desigualdad entre las mujeres y los hombres mediante oportunidades para las mujeres que actúan como los hombres y tienen los medios para enfrentarse a ellos, sin nunca cuestionar el modelo masculino de dominación. La desigualdad entre ricos y pobres (y de éstos, las más pobres siguen siendo las mujeres y las familias que encabezan) se justifica como un sistema de premio y castigo: el rico merece su riqueza por su dinamismo emprendedor, porque puede potenciar su riqueza y privilegios anteriores, el pobre es castigado por su falta de aptitud y esfuerzo, por el rechazo que ha sufrido en la escuela, por su insubordinación frente a la explotación, por el desempleo que lo afecta, por el no reconocimiento de su capacidades y saberes.

El principio de la competitividad, casi en sentido evolucionista, de los positivistas ha pasado al segundo dogma del neoliberalismo conservador: que en un mundo regido por el libre mercado, asentado en el principio de la libertad de elección, un estado intervencionista impone políticas redistributivas y regulaciones igualitaristas que recortan las libertades individuales y el crecimiento de los sectores económicos pujantes.

Hoy en día, el reconocimiento de la desigualdad social puede mantenerse en la justificación neoliberal de su inevitabilidad, o ir en busca de las causas de la desigualdad, investigándolas en la organización de la vida cotidiana por parte de discursos filosóficos y  modelos de crecimiento y desarrollo que sostienen y son sostenidos por un orden antisocial, antifeminista, antijuvenil, antiecológico de propiedad (un verdadero des-orden, como dice Salvador Mendiola). El sistema económico que se proyecta en la fase global de expansión cultural occidental es el capitalismo financiero, es decir un sistema que vive de la desigualdad entre trabajo y acumulación, misma que retroalimenta y acrecienta de manera constante. Enfrentar la desigualdad ya no puede hacerse de manera parcelada, mediante el reclamo de algo parecido a lo que los libertinos franceses del siglo XVII llamaban “libertades particulares”. La historia del feminismo nos ha enseñado que cuando no se busca la radicalidad de la propia idea se cae en el reciclamiento de las propias actividades. Asimismo, el derrotado inclusivismo político de los independentistas americanos, con Tupac Amaru a la cabeza, nos habla de cómo la fuerza de los privilegiados puede volver a justificarse a los pocos años de una revolución. Durante finales del siglo XIX y el XX, los ideales de justicia e igualdad del Iluminismo se explayaron en la búsqueda de salidas revolucionarias contra la desigualdad social, pero los socialistas fueron incapaces de detectar las diferencias positivas, que no construyen desigualdades sino una forma más elevada de igualdad entre sistemas y pensamientos diversos, constructivos, no dependientes.

Hoy en día, es necesario recuperar el derecho de los diferentes (mujeres, hombres, indígenas, sociedades agrarias no capitalistas, etcétera) para la construcción de un mundo sin flagrantes desigualdades sociales. Es decir, es necesario afirmar la autonomía de grupos, individuos y comunidades sobre sus decisiones económicas que, en buena medida, son determinadas, determinan y permiten las transformaciones de las formas de pensar e interactuar.


* Leída en el panel sobre “Matrices históricas y culturales de la desigualdad en la región latinoamericana” del Foro Desigualdad en América Latina: las Reformas Necesarias, el 14 de marzo de 2005, México, Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología e Historia

[1] Una de cada cuatro mil personas nace con rasgos diversos de hermafroditismo que son “anulados” por intervenciones quirúrgicas para permitir su registro civil. Las infantes que nacen con clítoris demasiado grandes son cliterectomizadas, los niños con penes demasiado chicos son castrados, se extirpan las glándulas mamarias desarrolladas de los niños, se histerectomiza o castra a un hermafrodita total, etcétera, en nombre de una tabla de “normalidades” que en realidad es un instrumento pseudocientífico de amoldar los sexos al dualismo jerárquico de una sociedad que se sustenta entera –económica, política, científica y socialmente- en su necesidad.

[2]  Uno de estos entierros está expuesto en el Museo de Antropología de Santo Domingo, en la República Dominicana. Entierros semejantes se han encontrado en la Mixteca, en México, y entre algunos pueblos del sur de Centroamérica de influencia no maya.

[3] Puede también que no les interesara relatar las relaciones sociales indígenas: por ejemplo Gonzalo Fernández de Oviedo describe a todos los indios como simples pescadores de perlas, o buscadores de oro, o caníbales, porque eso era lo que le interesaba a él ver de seres que prácticamente no consideraba humanos. Fray Bartolomé de las Casas, a su vez, para denunciar el maltrato (“la vida de los indios que se traen para pescar perlas, no es vida, sino muerte infernal”) de los indígenas por parte de los españoles no puede detenerse en su desigualdades sociales. Cito ahora de los documentos antologados en: Historia real y fantástica del Nuevo Mundo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1992; una más profunda observación debería hacerse sobre los originales.

[4] “En una de las múltiples ocasiones en que Cortés intentó parlamentar con los guerreros tenochcas, preguntó ‘si estaban allí los señores que les mandaban’, la respuesta que obtuvo expresa bien los cambios que habían sobrevenido en la ciudad. Los guerreros respondieron que ‘todos aquellos combatientes que miraba eran los señores de México”, en Alejandra Moreno Toscano, “El siglo de la conquista”, Historia General de México, Vol. 2, El Colegio de México, México, 1976, p. 25.

[5] Ruth Behar, Las visiones de una bruja guachichil en 1599: Hacia una perspectiva indígena sobre la conquista de San Luis Potosí, Centro de Investigaciones Históricas de San Luis Potosí, SLP, 1995

[6] Diógenes Laercio, Vitae et placita philosophorum, ed. Cobet, París 1878, VII, 121

[7] Gálatas, III, 28.

[8] Thomas Hobbes, Elementos de Derecho Natural y Político, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1979.

[9] Thomas Hobbes, El Ciudadano, Editorial Debate, Madrid, 1993.

[10] Pedro Kropotkin, La conquista del pan, s.p.i, s/f. Cfr. también Palabras de un rebelde.

[11] La bibliografía al propósito es muy vasta. De Auguste Comte, su fundador, son esclarecedores: Cours de philosophie positive, París 1892; Catéchisme positiviste, París, 1892; y ha sido traducido el Discurso sobre el espíritu positivo; de Herbert Spencer, el articulador del positivismo en lengua inglesa y en sentido biologicista, cfr: El organismo social, Madrid, 1930; La beneficiencia, Madrid, s/f; El progreso, su ley y su causa, Madrid, s/f. Para el estudio de la consecuencia del positivismo en México, cfr. Leopoldo Zea, El positivismo en México: nacimiento, apogeo y decadencia, Fondo de Cultura Económica, México, 1943.

[12] The Nation, 19 de julio de 1999.

[13] Citado en Leopoldo Zea, El Positivismo en México, op. cit., p.176.

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