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Referencia: Francesca GARGALLO. “La justicia, las demandas de la ciudadanía y las frustraciones ante los derechos humanos de las mujeres”, en Irma Saucedo y Lucía Melgar (coordinadoras). ¿Y usted cree tener derechos? Acceso de las mujeres mexicanas a la justicia, Colección Debates N. 6, Programa Universitario de Estudios de Género, UNAM, Unifem, Oficina Regional para México, Centroamérica, Cuba y República Dominicana, Ciudad de México, 2011, pp. 25-40. ISBN 978-607-02-2626-7.
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La justicia, las demandas de la ciudadanía y las frustraciones ante los derechos humanos de las mujeres
Francesca Gargallo
A propósito de ciudadanía de las mujeres e igualdad ante las leyes
La relación que intentan establecer las mujeres con el derecho, las ha enfrentado siempre a la brecha existente entre las expectativas de alcanzar un ideal de justicia que atañe al mundo entero visto desde su realidad sexuada y la consuetudinaria exclusión de sus cuerpos, saberes y perspectivas del diseño de las leyes y las instituciones que deberían garantizarles el acceso a la justicia en su vida diaria.
Esta brecha, esta divergencia entre deseo y derecho, demuestra la falacia de un sistema legal que se contradice cuando afirma la igualdad de las mujeres pero promulga leyes de protección especial, o peor aún, cuando la afirmación legal de igualdad de las personas –igualdad asexuada o neutra- organiza un sistema sutil de opresión de las personas que no son portadoras de genitales masculinos y de todos los símbolos, obligaciones, comportamientos a ellos asignados.
En sus aspectos prácticos, la igualdad neutra expone a las mujeres a los mismos peligros de la indefensión y la frustración social que la discriminación, sólo tras haberlas ubicado en un campo de desconocimiento de sí mismas, para ubicarlas en un mundo pensado, pactado, elaborado desde un único sujeto de ciudadanía, el sujeto masculino, que les otorga el derecho de hacer, estudiar, ser juzgadas lo mismo que él para imposibilitar que un posible sujeto político femenino se organice y lo cuestione. A la par, lo que hagan las mujeres igualadas lo harán desde la sospecha de no ser capaces (constantemente deberán demostrar su habilidad de igualarse) y con el estatuto de eternas aprendices.
El conflicto engendrado por las contradicciones prácticas entre las expectativas sociales, entre una ingeniera y un ingeniero egresados de la misma universidad con la misma preparación, pueden ir de la capacidad matemática a la forma de vestir en una reunión, o de cómo invierte sus ganancias a la manera de beber durante un cocktail; de las relaciones sociales con un jefe de empresa al trato con las y los subordinados en ésta; de lo que expresan sobre sus posibles vínculos matrimoniales a la importancia que le dan a la situación ambiental ante la construcción de una presa. En todos los casos, la feminidad de la ingeniera será al mismo tiempo un requisito para definirla como agradable y para poderla inculpar de un error laboral. La reflexión que impone esta contradicción remite por lo tanto a dónde se origina en el sistema liberal moderno: la real o pretendida ciudadanía de las mujeres, entendida como igualdad de todos y todas las ciudadanas ante la ley, y a dónde se dirige: al control de la vida de las mujeres en todos los ámbitos de su actuación.
Derechos humanos de las mujeres, igualdad ante la discriminación y universalidad de las garantías universales
Antes de enfrentarnos a otras críticas de los Derechos Humanos como suma universal de garantías individuales, sociales y ambientales de las personas del mundo, pensadas desde el derecho occidental de cuños romano, napoleónico y anglosajón, es necesario revisar tres aspectos de la legalidad del estado moderno que han sido remarcados por el feminismo, y en particular por la obra de Luce Irigaray, y en menor medida por la de Lía Cigarini: la existencia de un único sujeto de ciudadanía y de derecho, el masculino, en la cultura política y jurídica; la dificultad para definir los parámetros que permitan la constitución de una subjetividad femenina autónoma; y la inexistencia de condiciones filosóficas, lingüísticas y políticas que conduzcan a una cultura de dos sujetos jurídicos no sometidos el uno al otro (Irigaray, 1992).
Los derechos subjetivos de las mujeres sólo pueden nacer de la afirmación de una identidad humana femenina, de una valoración colectiva y personal de una genealogía femenina (a quién me remito, en quién me reconozco y con quién me alío), por lo tanto sólo pueden existir si las mujeres tienen la posibilidad de afirmar su propia identidad sexual y la autonomía de sus principios del derecho masculino (Cigarini, 1995).
Hasta este momento, la ciudadanía de las mujeres no es real, sino el fruto de una confusión entre igualdad de las personas y equivalencia de los derechos, donde por igualdad se entiende generalmente que las mujeres nieguen su identidad y no postulen como fundamentalmente equivalentes en derecho sus formas de hacer política desde la seguridad de la inviolabilidad de su cuerpo y, por ende, de su libertad.
La igualdad remite a un modelo, a la imposición de igualarse, y tiene relación con la posesión de bienes y cualidades específicas, mientras la equivalencia supone niveles prácticos de valor positivo atribuidos a identidades diferentes. La ley igual para todos es una injusticia, mientras la equivalencia de los derechos y deberes de las mujeres y los hombres –pobres y ricos, indígenas y blancos, asentados y nómadas, rurales y urbanos, jóvenes y viejos, homosexuales y heterosexuales- corresponde a un acercamiento a la justicia, al reconocimiento de diversas formas de ser.
La costarricense Alda Facio cuestiona que la equidad entre mujeres y hombres -que yo entiendo como una búsqueda de cierta equivalencia de derechos en el ámbito de una desigualdad de hecho, desigualdad que la formulación positiva de una ley universal soslaya- sea realmente más aportadora de caminos a la justicia para las mujeres que la igualdad ante la ley. Para esta abogada que dedica todas sus reflexiones a los Derechos Humanos de las Mujeres, mientras el cuerpo esté de hecho controlado por el sistema de violencias misóginas imperante –guerras, sometimiento, esclavitud sexual y laboral-en el continente más desigual del mundo, América Latina, sólo los derechos a la igualdad de las mujeres con el hombre, entendida como no discriminación, aportados por Convención Contra Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (adoptada por 185 países que sesionaban en la ONU en 1979), pueden poner un límite a la “conspiración conservadora” que actualmente está dando al traste con los tímidos avances en materia de garantías individuales logrados por las latinoamericanas durante el siglo XX (Facio, 2009). No obstante Facio, no trabaja la experiencia concreta de las mujeres y, por ello, ve que las mujeres de diversas Organizaciones No Gubernamentales que adoptaron algunos postulados feministas se están abogando acríticamente a la defensa de la equidad, pero no puede analizar de dónde proviene esa falta de crítica.
La filósofa argentina Ana María Bach, por el contrario, analiza el aporte cognoscitivo que revisten las experiencias de vida de las mujeres en relación con sus actos, sus obras y sus reivindicaciones (Bach, 2010), pero al ubicar sus experiencias de vida en una América entendida como “lugar de inmigración” no puede siquiera postular las contradicciones entre igualdad y equidad en el contexto de una ley que es heredera del colonialismo, es decir de la no interpelación de los y las sujetas en la formulación de la ley misma.
Seguramente, los postulados de igualdad, derechos y ciudadanía convergen en muchas prácticas políticas y legales desde que el liberalismo decimonónico optó por una tendencia más democrática, de origen lockiano, que oligárquica, postulada por Guizot y los liberales posrevolucionarios, monárquicos y clasistas franceses. No obstante, tuvieron siempre por enemigas las corrientes racistas, positivistas, clasistas y eficientistas que se infiltraban en el mismo liberalismo y utilizaban la igualdad como un instrumento de exclusión de quien no podía ser identificado-igualado con el modelo de ciudadano liberal (por pobre, por mujer, por ignorante, por perteneciente a etnias no occidentales, por menor de edad, por extranjero, por tener ideas políticas contrarias, por motivos religiosos, etcétera). Las activistas y pensadoras feministas se vieron enfrentadas desde sus primeras publicaciones y colectivos políticos a la exclusión de las mujeres de la ciudadanía y de la igualdad de derechos. Una parte importante de los feminismos liberal y socialista de finales del siglo XIX y principios del siglo XX se vieron involucrados en el esfuerzo para alcanzarlas.
Ciudadanía es un término moderno, del estado liberal, que tiene sus primeras manifestaciones en la Francia posrevolucionaria. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano fue escrita en 1789 y funda los principios de todas las constituciones republicanas francesas así como de los derechos humanos de primera generación o garantías individuales. Supuestamente el término ciudadano apunta a algo inherente a la condición humana frente al estado, algo común a las personas en su afán de protección de y por la autoridad. Sin embargo, en ese mismo año, el abad de Siéyès en su panfleto incendiario Qué es el Tercer Estado excluyó explícitamente de la ciudadanía a tres categorías de seres humanos: las mujeres, las y los niños y los y las extranjeras.
La ciudadanía es el derecho inalienable de las personas a ser parte de un colectivo incluyente, pero en la práctica política de la mayoría de los estados liberales la ciudadanía fue considerada en sus inicios (y de varias formas lo sigue siendo) un status que un poder confiere a aquellos miembros de la comunidad que poseen determinadas características sexuales (hombres), etarias (adultos), étnicas (las del grupo dominante o mayoritario) o nacionales (es característico que hoy se le niegue ciudadanía a las personas migrantes). Esta caracterización de la ciudadanía está en la base de la dinámica de exclusión político-jurídica de las mujeres como sujetos sociales en relación de reciprocidad con los hombres: mujeres excluidas de la ciudadanía, imposibilitadas -dado el impulso que se imprime desde la definición misma de la igualdad, libertad y fraternidad a la constitución del sujeto político a su necesidad política de igualarse con los hombres- a constituirse en sujetos sexuados de la política, y organizadas desde el binarismo de los géneros sexuales o tipificaciones de las personas correspondientes a comportamientos pretedeterminados que la sociedad asigna a los sexos y que los individuos asumen como propios, es decir, organizadas como seres de servicios para el sujeto masculino y no como sujetos mujeres en espacios de comportamiento, deberes, simbolizaciones y expectativas diferenciados rígidamente (jerarquizados) con base en la apariencia externa de sus genitales.
Las mujeres en la modernidad occidental – es decir en la temporalidad política que corresponde a prácticas (pos)colonialistas, racistas y clasistas- aspiraron y luego fueron ciudadanas (personas con derecho al voto y a la nacionalidad por sí mismas) aunque aún hoy son des-ciudadanizadas por las prácticas políticas de organización social del estado. Su reclamo por la justicia, por lo tanto, lo construyen para revertir su exclusión y se organizan para reivindicar lo que intuyen les pertenece por derecho propio (siglo XIX y primera mitad del siglo XX en Europa, la América de las naciones dominantes, Australia). No obstante, al no existir aún un sujeto mujer en relación de reconocimiento y reciprocidad con el sujeto masculino (es decir, al no existir dos sujetos de ciudadanía), intentan usar la misma ley que las margina para alcanzar una justicia que, a fin de cuentas, es la negación de toda marginación. En esa reivindicación, las mujeres pierden su autonomía jurídica, olvidan representarse a sí mismas e instalan su utopía de justicia en un horizonte de igualdad entre los sexos, cuya consecución las desgasta; aniquilando su positiva diferencia, se degradan al modelo masculino, se identifican con quien las excluye, y corren el riesgo de negarse como seres en sí.
Según José Manuel Bermudo, el debate clásico sobre la ciudadanía suele situarse en un escenario cerrado (el estado) y centrarse en su cualidad (derechos que contiene) y su diferenciación interna (tipos de ciudadanos que distingue). Normalmente no se pone en duda ese escenario, de tal manera que la ciudadanía se considera un bien particular de un estado a repartir, más o menos igualitariamente, entre sus miembros. La determinación de éstos, es decir, la pertenencia, se considera un privilegio del estado, que así protege al nosotras/os que lo constituye (Bermudo, 2001). En realidad, la ciudadanía no debería ser tomada como fuente de derechos, sino como el derecho de los seres humanos concretos, de las mujeres y los hombres de todas las edades y procedencias, a pertenecer y a refundar las veces necesarias el colectivo.
Experiencias feministas de deconstrucción: cómo aportar derecho desde la diferencia
Desde las prácticas feministas de la liberación de las mujeres que acompañaron los movimientos de deconstrucción de los autoritarismos políticos y familiares en la reorganización del capital y de los estados tras los movimientos internacionales de descolonización de las décadas de 1960 y 1970, las mujeres han empezado a cuestionar el sujeto de la ciudadanía y de los sistemas de justicia. La igualdad ya no fue su horizonte político, sino el reconocimiento de su subjetividad, su liberación del ser para otro y definida por ese otro. En los momentos de bonanza económica, esto dio pie a reflexiones y experimentos interesantes que nutrieron no sólo al feminismo, sino también a reflexiones jurídicas de organismos internacionales (por ejemplo, las que desembocaron en la definición de que “los derechos humanos de las mujeres son derechos humanos” en la Declaración de Viena, 1993, o en la Declaración de Belén do Pará, 1994, en que la Organización de Estados Americanos reconoce el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia), a movimientos ambientalistas y pacifistas, a reflexiones sobre la biología y a comunidades espirituales, ensayando prácticas relacionales distintas. Sin embargo, desde la crisis económica desatada por las formas globales de producción industrial y circulación financiera de capitales, crisis que descansa en una brutal depredación ambiental y en la brecha creciente entre un número muy reducido de ricos y una mayoría absoluta de personas de ambos sexos sin privilegios, las mujeres vuelven a sentir el peso de lo que le significa una igualdad legal con un sujeto que puede ejercer múltiples formas de violencia en su contra, en un ámbito de pérdida de seguridad, de violabilidad de sus cuerpos y de desaparición de los derechos laborales (Falquet, 2008).
Para hablar de las mujeres frente a la justicia, actualmente es necesario convenir qué es la justicia y cómo se relaciona con el derecho positivo (y con los órganos que garantizan su aplicación y que reprimen las conductas que éste determina como transgresoras del bien común). Asimismo, visualizar de qué manera los estados modernos hacen hincapié en el derecho y relegan la justicia al ámbito de un patrimonio intangible de la ciudadanía, al nivel de aspiración a la buena vida, a la protección de los abusos de autoridad y al derecho a una vida sin miedo. Con ello podremos analizar por qué las mujeres percibimos inmediatamente una fricción entre lo que debería ser y lo que es la ciudadanía afirmada por los estados modernos.
¿Es posible o necesario un contrato social de las mujeres?
Nuestra historia de demanda de la ciudadanía entendida como igualdad con el sujeto masculino ante el estado, inicia en 1791 con la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana de Olimpia de Gouges –declaración que en 1793 la llevaría a la guillotina sin haberle permitido subir a la tribuna. Y esa historia nos revela que el enunciado que identifica a la mujer como ciudadana es falso: no estuvimos en la elaboración del contrato social que nos hubiera reconocido como ciudadanas de derecho, sólo logramos serlo gracias a una larga lucha que todavía no acaba, y que sólo terminará cuando las mujeres podamos: a) asumir que el contrato social vigente llegó a incluirnos como sujetos, b) formular un nuevo contrato social entre los sexos o c) mantenernos voluntariamente fuera de todo contrato social.
Las mujeres accedimos a ser ciudadanas de manera subsidiaria en el contrato social vigente, pues no se nos consideró tales desde el inicio de su elaboración estatal moderna liberal-poscolonial (construida en América sobre el modelo de lo posfeudal europeo).
Ahora bien, la idea de ciudadanía remite al ideal de justicia, y éste al concepto de universalidad. Pero, ¿existe algo universal?
¿Acaso plantearnos la justicia como parámetro de lo justo para todas y todos no es metafísica o la imposición de una medida colectiva, represiva, de convivencia? La dimensión relacional de la justicia, su ser puente entre las personas, más que la universalidad implica diferencias constructivas, equivalencias, diálogos intersubjetivos. ¿Cuánto de lo que afirmamos universal es en realidad una imposición del grupo de poder que lo elabora como bueno para todos y todas? Si hiciéramos un símil entre justicia y educación, podríamos afirmar que la definición de una regla universal equivale al deseo de los programas educativos de superar los valores relacionales que particularizan el aprendizaje social de las niñas, para resaltar las características del sujeto masculino, su relación con el objeto (objetividad) y la adquisición de saberes y capacidades para poder competir con otros hombres.
Ahora bien, las preguntas sobre la existencia de un derecho universal, y en particular en los ámbitos de la política y la justicia, han sido formuladas desde inicios del sistema estatal liberal tanto por los demócratas críticos del sistema, como por el anarquismo y otras corrientes filosóficas. Pero es desde mediados de la década de 1960, gracias a los aportes teóricos de los movimientos feminista, lésbico gay transexual y bisexual (LGTB), de la negritud, indígena, es decir, de los movimientos sociales que ponen el ser, la propia identidad, en el centro de sus reivindicaciones políticas, que estas preguntas nos ofrecen la posibilidad de analizar el derecho a las diferencias vitales –legales, económicas, de organización de los afectos, de derechos a la sexualidades- como inherentes al ideal de justicia y a la construcción de una ciudadanía compleja. La intención es hoy ocuparse de la conquista y la conservación de una legislación apropiada para las mujeres, que no sea neutra y abstracta, sino abiertamente responsable de respetar al sujeto femenino.
La universalidad tiene una cara positiva, la de la equivalencia de trato; implica el derecho a ser considerada/o como cualquier otro, el derecho a no ser discriminada/o por ningún motivo. De ahí que en su propia definición los derechos humanos se definan como universales: garantías propias de todas las personas sin distinciones de sexo, sexualidad, edad, pertenencia étnica, religión, filiación política.
Y la universalidad tiene un envés negativo, que se hace evidente cuando algo pretendidamente universal no es repartido equitativamente o cuando pone en riesgo la buena vida de quien puede ser excluido de la definición de universal. Cuando a lo universal se le atribuyen calificativos que lo recortan, entonces es muy difícil demostrar que se está excluida/o de la universalidad o que la universalidad no es completa. Este recorte de la universalidad es el que otorga a una parte la representatividad del todo. Cuando se utiliza la palabra hombre para definir al ser humano, todo lo que no es masculino es inmediatamente excluido de la humanidad, es una excepción y no lo que la define: la depresión postparto y el derecho a la lactancia materna, la entrega amorosa y la falta de competitividad, la protección legal contra la violencia en el ámbito doméstico y el derecho a la maternidad libre y voluntaria, los cánones literarios de las mujeres y el derecho a decir que la actividad sexual no es relajante (que sólo lo es para los hombres) sino excitante, la libertad del parámetro masculino del ser y la inviolabilidad de un cuerpo para sí que socialmente no es respetado por el colectivo con poder (actual recrudecimiento de la violencia sexual, el feminicidio, la tortura y muerte de mujeres durante los conflictos militares).
Ahora bien, formular, enseñar y repetir que el derecho es universal porque se sostiene sobre la idea de igualdad de todos los ciudadanos, debería implicar la aceptación de que las ciudadanas, las que todavía no lo son por completo o que necesitan serlo desde su subjetividad, no participaron de la construcción de la legalidad, y que hoy la sufren como un marco enajenado de referencia. Detrás de la idea de orden y de la facultad de reprimir las faltas contra ese orden, está el cuerpo, la educación, la identidad, la perspectiva social, la expresión de la violencia, la organización de la economía de los hombres como legítimos portadores de la ciudadanía.
Si la ley es igual para mujeres y hombres, debe serlo también la repartición de la riqueza y del tiempo libre, la percepción de la ley (y de quien la imparte) de que gozan de los mismos derechos a la libre circulación y expresión, de la misma responsabilidad del trabajo de reposición de la mano de obra (trabajo doméstico), de idéntica permisividad y restricciones sexuales e iguales proyecciones del propio deber ser. De no ser así, todas las mujeres son presas de consideraciones acerca de una igualdad mediada, de una universalidad construida sobre la particularidad masculina negada o considerada neutra, de una ley que las obliga a portarse de una forma que es, en sí, antitética con el ideal de justicia.
La ciudadanía de la que emanan todos los derechos sigue siendo deudora de una concepción por la cual el ámbito de la vida de las mujeres es privado, es decir separado y excluido de lo que tiene importancia pública, y abocado al servicio del hombre y al cuidado de las hijas e hijos. Todos los espacios donde la ciudadanía se prepara (escuelas, universidades, familias), se explaya (instituciones políticas, empresas, finanzas) o es castigada (tribunales, cárceles), abundan en esta concepción, y perpetúan el rol de género femenino como algo que no es propio de un sujeto mujer que se afirma a sí mismo y que es jerárquicamente inferior al rol de género masculino, propio de los hombres y abocado al ámbito público con responsabilidades civiles. Las experiencias de sus vidas a las mujeres les procuran el conocimiento de una ciudadanía subalterna, sin autoridad propia y sin instituciones que las escuche y legitime sus palabras (Spivack, 1992). Ahora bien, una ciudadanía sin autoridad ubica a las mujeres en un lugar de debilidad, a la vez que les otorga un observatorio –discriminado, pero único- para postular una crítica radical al sistema. Ahí donde las mujeres no tuvieron la autoridad para afirmar su presencia ante el derecho, la ley no escuchó sus voces, no conoció su idea del mismo, y por lo tanto no puede ofrecerles ahora la justicia que debería tutelar. Ser incorporadas a un sistema que las invisibiliza ¿es realmente deseado por las mujeres o representa una ulterior violencia de género? Y si no son incorporadas en el sistema hegemónico androcéntrico occidental vigente ¿desde qué noción de ley deberían partir las mujeres para ver reflejadas en la justicia sus experiencias de vida?
La experiencia de vida como base de la autoconciencia y de la crítica a la ley
La observancia de la ley por parte de las mujeres está subsumida en el sistema hegemónico al cumplimiento del rol femenino, experiencia común a la mayoría de las mujeres que las lleva a la conclusión que no pueden obedecer normas de ciudadanía universal si deben obedecer normas privadas particulares.
Si la ley sigue siendo deudora de la concepción de las mujeres como seres complementarios, no puede considerarlas responsables al mismo nivel que los hombres entendidos como seres definitorios de la ciudadanía. Si sigue considerando a las mujeres como portadoras de un cuerpo natural a disposición del hombre y del Estado, esperará que procreen y no que se comporten en tanto ciudadanas capaces de aportar al conjunto de la sociedad sus valores de respeto a la vida y a la salud, de cuidado de la naturaleza y el medio ambiente, de gusto por el diálogo y las artes. Ahora bien, dado que en casi todo el mundo las mujeres tienen hoy en día acceso a la vida pública, urge que su identidad civil sea reconocida, que su subjetividad femenina, diferente y equivalente, sea tomada en consideración.
La brecha entre el ideal de justicia de las mujeres y su lucha por leyes que las conviertan en ciudadanas, crece cada vez que el estado afirma la igualdad de las mujeres sin garantizar las posibilidades de que realmente sean libres de tomar decisiones sobre su vida y su futuro en equivalencia de condiciones con los hombres. Sólo las personas libres pueden tomar decisiones éticas, sólo las personas libres pueden respetar las normas de convivencia de cuyo establecimiento participan (Gargallo, 2006).
Asimismo la brecha crece por la frustración que las mujeres experimentan cuando descubren que la ley que las castiga con severidad cuando la infringen en condiciones que no son iguales para ellas y para los hombres, tampoco las defiende de la violencia específica que la sociedad (colectivamente o mediante individuos masculinos) descarga sobre ellas. En particular no castiga a las autoridades que abusan de ellas por considerarlas como miembros de una ciudadanía complementaria al servicio del colectivo masculino.
Por ejemplo, en México, en octubre de 2006, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos formuló una recomendación en la que pedía que las autoridades estatales y federales realizaran investigaciones criminales sobre los numerosos abusos perpetrados durante el operativo policial en San Salvador Atenco, pero la recomendación no se ha implementado eficazmente. Varias mujeres denunciaron haber sufrido torturas, entre ellas actos de violencia sexual, a manos de agentes de la policía. Estas mujeres no han recibido una respuesta adecuada. Van ya tres años que Amnistía Internacional pide a la Fiscalía Especializada para Delitos Cometidos en Contra de las Mujeres y la Trata de Personas que investigue los casos. Sin embargo, de los casi tres mil agentes federales, estatales y municipales implicados en los operativos del 3 y 4 de mayo de 2006, sólo nueve agentes de la policía estatal han sido sometidos a sanción disciplinaria. Las autoridades federales no han concluido las investigaciones penales correspondientes por lo que los responsables no han comparecido ante la justicia.
Igualmente, todas las mujeres víctimas de tortura y violación durante los conflictos armados, en México, en América y en cualquier parte del mundo, saben que ahí donde una es abusada todas están en peligro, pues la violación sexual como forma de tortura es un atentado contra la dignidad de las personas en su condición de ciudadanas.
Mencionemos también el recrudecimiento de los feminicidios (homicidios de mujeres por ser mujeres, con alevosía y ventaja, en los ámbitos públicos, laborales y privados) en Ciudad Juárez, ciudad fronteriza entre Estados Unidos y México sin infraestructura para garantizar agua potable, transporte y vivienda digna a sus habitantes, vertedero de desechos industriales, punto de llegada de migrantes femeninas y masculinos de todo México, Centroamérica y otras regiones del mundo, cuartel de múltiples formas de delincuencia organizada desde el narcotráfico hasta el tráfico de personas, de armas y de desechos tóxicos, ejemplo de una doble reorganización de la industria de exportación en 1963 y de la industria maquiladora en 1994. El recrudecimiento de los asesinatos de mujeres y la total indefensión en el que las trabajadoras industriales, pobres y migrantes se encuentran en esa ciudad a) frente a la misoginia imperante que hace de las migrantes trabajadoras mujeres sin derecho a la protección y la valoración del colectivo masculino y b) frente a autoridades municipales, estatales y federales que solapan los crímenes contra su vida y contra la inviolabilidad de sus cuerpos y su libertad, demuestran que no son iguales por muchos motivos: su sexo, principalmente, pero también su pertenencia de clase, su pertenencia étnica, su edad. Particularmente violento es, además, el hecho que la impunidad de que gozan los feminicidas en Ciudad Juárez -impunidad garantizada por prácticas culturales de protección de la prepotencia masculina por parte de hombres, grupos, bandas, familias y autoridades, así como por algunas interpretaciones misóginas de las leyes y de los instrumentos legales y por los prejuicios de las instituciones encargadas de la justicia sobre lo femenino y lo masculino, mezcladas con eventos de corrupción económica y con incompetencias toleradas- ha actuado como incentivo para que los feminicidios se “normalizaran” o “naturalizaran” en la mayoría del país, alcanzando cifras aterradoras en ciertos municipios del Estado de México, como Chimalhuacán y Toluca, y en Michoacán, Jalisco y Chiapas.
Asimismo, el secuestro en las familias (prohibiciones de salir a estudiar o a trabajar de manera asalariada en nombre de un supuesto deber femenino de cuidados), la violación sexual en las relaciones de pareja (matrimonios, convivencias, noviazgos), la misoginia de los servidores públicos (docentes, policías, magistrados), el control de las instancias sociales (iglesias, sindicatos, círculos), la saña con que los empleadores limitan el acceso al trabajo de las mujeres o las despiden por hechos relacionados con su condición sexual precisa (embarazo, lactancia, dolores menstruales) son equiparables a crímenes contra la ciudadanía de las mujeres, pues representan mensajes de terror para alejarlas cada vez más de la posibilidad de hacer coincidir sus ideales de justicia con la posibilidad de lograr una legalidad que garantice sus demandas y proteja sus intereses como mujeres.
El miedo que controla, la mirada que paraliza, la costumbre que somete, reprimen la libertad de las mujeres y la libertad es una característica de la ciudadanía. Excluir a las mujeres del acceso a la libertad implica permitir abusos que se incrementan según descienden las jerarquías de ciudadanos al interior de un estado, jerarquías que alejan ese mismo estado del derecho. Si las mujeres en general son ciudadanas que deben esforzarse para probar su ciudadanía, las mujeres pobres, las mujeres indígenas, las mujeres negras, las niñas, las mujeres ancianas, las mujeres iletradas, las mujeres discapacitadas suman una discriminación a otra, y están más expuestas a las agresiones del colectivo masculino investido de la titularidad de la ciudadanía. La falsa universalidad de las leyes regula sus comportamientos con base en una realidad ajena a sus vidas.
En las casas, en los buses, en el trabajo, en la escuela, en la universidad, en la fábrica, en la finca, en los campos deportivos, en los centros de esparcimiento, cuando salimos a la calle, al mercado, o cuando vamos a la siembra, las mujeres experimentamos violencias sistemáticas, solapadas o invisibilizadas por las leyes y sus custodios/as, que nos confirman una ciudadanía no plena, y por lo tanto la necesidad de desconfiar de la universalidad de las leyes que se sostienen sobre la universalidad de una ciudadanía que se sostiene sobre un único sujeto masculino. Se trata de un aparato jurídico a la medida de los mismos hombres que ejercen su supremacía sobre los cuerpos de las mujeres de generación en generación, para recluirlas en su rol de género e imponerles un comportamiento de sumisión y obediencia que satisface sus intereses, y a través de ellas, para controlar a toda la jerarquía de ciudadanos que no alcanzan la igualdad y la libertad propias de la ciudadanía.
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