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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “Un acercamiento a la historicidad de las ideas feministas en América Latina”, publicado como “La historicidad de las ideas feministas en América Latina”, en Archipiélago. Revista cultural de Nuestra América, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, Vol. 13, n. 49, julio-septiembre de 2005, ISSN: 1402-3357, pp. 17-20, http://www.journals.unam.mx/index.php/archipielago/article/view/19781/18772.
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Un acercamiento a la historicidad de las ideas feministas en América Latina*
Francesca Gargallo
Hace poco más de año y medio, en el proceso de dirección de la tesis en historiografía feminista latinoamericana de Renata Rúelas Romo, para la licenciatura en Estudios Latinoamericanos, nos resultó clara la necesidad de diferenciar las historiadoras de las mujeres de las historiadoras feministas. Por ejemplo, Asunción Lavrín es una historiadora de la Colonia y de la Independencia que descubre y pone en evidencia a las mujeres en las épocas históricas que conforman su objeto de estudio, para terminar de describir y entender la complejidad de ese mundo en transformación con las mujeres como eje. Edda Gabiola, en cambio, es una historiadora feminista que estudia a las mujeres, analizando a las épocas y las geografías sociales para entender cuáles son sus condiciones específicas y cuáles sus posibilidades de acción. Ésta es la diferencia sustancial que encontramos entre las y los que hacen historia de las mujeres, entre ellos hombres de gran talento, y las historiadoras feministas.
El primer grupo es más amplio y más antiguo y, debido a la actual influencia de la tercera generación de la Escuela de los Annales en la historiografía latinoamericana, ahora totalmente aceptado por las academias. En él se encuentran los historiadores Asunción Lavrín, Solange Alberro, Pilar Gonzalbo, Josefina Muriel, Pablo Rodríguez, Sergio Ortega Noriega y Lourdes Villafuerte, entre muchos otros. El segundo grupo es bastante más reducido, relativamente marginado, aunque cuenta con representante de la talla de Julia Tuñón, Ana Arroba, Ana Lau, Edda Gabiola y Araceli Barbosa, que se dan la palabra en cuanto mujeres y se reconocen una autoridad para autorrealizarse como historiadoras, trabajando temas de interés para el colectivo femenino.
El primer grupo introdujo el tema de las mujeres en el interés historiográfico, abriéndose camino a lo largo de cincuenta años y hoy encuentra de enorme utilidad la categoría de género para ubicar a las mujeres en las construcciones económicas y simbólicas de la época estudiada. Las historiadoras del segundo grupo, aun cuando usan la categoría socio-antropológica de género para describir las relaciones entre los sexos al interior de una cultura, la cuestionan porque les queda apretada para estudiar la complejidad de los fenómenos históricos concernientes a las mujeres cuando están entre sí.
Aunque reducido, con mi alumna también visualizamos un tercer grupo de historiadoras: las que se enfrentan a un periodo o un fenómeno histórico desde la perspectiva de las mujeres, poniendo la diferencia del ser mujer en el centro del análisis político, cultural, social y económico y analizando las actividades masculinas desde su realidad de actividades parciales, que no expresan la totalidad de un momento.[1]
Desde una perspectiva filosófica latinoamericanista, crítica de la historiografía, la panameña Urania Ungo, además de registrar el tránsito de las mujeres en los espacios públicos, se cuestiona sobre qué esperaban y esperan las mujeres de los múltiples movimientos en los que se inscribieron y del movimiento feminista, tanto el autónomo como el “popular” y el que se relaciona con las organizaciones no gubernamentales de mujeres en diálogo con el Estado para el logro de “reivindicaciones de género”.
Todo este interés por la historia de las mujeres, su pensamiento y su acción política, me llevó a reflexionar sobre las esperanzas que las mujeres llevan o encuentran en su actuación, y sobre qué uso hacemos en las academias de la historia de las mujeres y de las ideas que rigen su accionar o que elaboran a partir de una primera acción social o política.
Quiero proponer aquí dos reflexiones: 1) que la existencia de ideas feministas en América Latina es más antigua que su acción en la historia; 2) que su origen histórico no está ligado a un proceso filosófico externo, sino a la reflexión sobre la propia alteridad con respecto al mundo de los hombres y con respecto al mundo colonial.
La reflexión de las mujeres sobre la propia alteridad aporta a la historia y a la filosofía latinoamericana una visión global de la diferencia, una visión desde otra realidad que la dominante. E implica que el “afuera” político de las mujeres está dentro del orden patriarcal y que el “afuera” de América Latina está hoy en día en la mundialización de los principios económicos y políticos impuestos por el modelo neoliberal euro-estadounidense.
En el siglo XVII, Juana de Asbaje había argumentado a favor de la educación y de la vida intelectual propia de las mujeres. En el siglo XVIII, Teresa Margarida da Silva e Orta, primera mujer en el mundo portugués que publicó una novela, y primera persona nacida en Brasil que editó un libro en Europa, defendió la autonomía de las tierras de los “bárbaros” (los indios) y el derecho de las mujeres a la ciencia. Flora Tristán, en el XIX, reivindicó la igualdad política de las mujeres con los hombres y el derecho a manifestar políticamente sus intereses propios. Sin embargo, la historicidad de estas ideas –su influencia en el quehacer político, cultural y social- no fue inmediata.
Solas, sin discípulas y agredidas por los filósofos de sus tiempos (teólogos en el siglo XVII, monárquicos absolutistas en el XVIII y revolucionarios en el XIX), a estas mujeres y a sus ideas no se les atribuyó importancia teórica hasta la existencia de un movimiento feminista organizado que las reivindicó. A la presencia actuante de una idea o de un movimiento en una época (contemporánea o posterior) yo la llamo historicidad y la relaciono con la necesaria memoria histórica del pensamiento, memoria que se recupera siempre desde el presente. La reconstrucción de la historia de las ideas feministas en América Latina permite reflexionar sobre un camino recorrido, organizar su interpretación, ubicar la reflexión contemporánea y hacer teoría.
A principios del siglo XX, en México se inició uno de los procesos sociales y políticos más complejos de la historia moderna latinoamericana. La Revolución Mexicana conjuntó el deseo de poner freno a un liberalismo “científico”, que desposeía a los pueblos indígenas de su identidad y de sus tierras, y el deseo de un liberalismo político pleno, con el respeto al voto y la ampliación del concepto de ciudadanía. Esta revolución era una mezcla de movimientos políticos y de movimientos armados, de reflexión sobre los derechos sociales y de participación de mujeres, muy diferentes entre sí;[2] de agitación fabril y de reflexión magisterial, de resistencia, de rebeldía, de posiciones políticas progresistas y de actitudes caciquiles.
Una revolución antisistémica, como diría Wallerstein;[3] un movimiento en que confluían movimientos que tenían como único fin el derrocamiento de una clase socio-étnico-económica dominante, y otros que expresaban un conjunto de búsquedas de cambios difusos que dio origen, entre otras cosas, a la idea de derechos sociales (el origen de la segunda generación de derechos humanos) y a una reflexión sobre la educación.
María del Rayo Ramírez Fierro, filósofa mexicana, sostiene que la filosofía propiamente latinoamericana ha iniciado con la reflexión sobre la utopía política a realizarse mediante la educación y se ha expresado siempre a través de ensayos. Desde su perspectiva, el primer filósofo americano es Simón Rodríguez. Éste, como nos recuerda el historiador colombiano Gustavo Vargas Martínez, fue maestro, inspirador y base fecunda en la “formación política e histórica”[4] del libertador Simón Bolívar. Ahora bien, el primer latinoamericanismo, fue la utopía educativa de Simón Rodríguez. Y Ramírez Fierro entiende por utopía lo mismo que Vargas cuando la define como “la fuerza que empuja al ser humano concreto hacia la trasgresión propositiva de lo dado”.[5]
La idea de educación de Simón Rodríguez se encuentra en todos los ensayos en que pretendió organizar y explicar su escuela, fundamentalmente dirigida a los sectores más desprotegidos, aunque más vitales, de las poblaciones de América: los indios, las mujeres libres (las viudas, las prostitutas, las abandonadas), los huérfanos, los malhechores y sus hijos. La Revolución Mexicana también reflexionó a fondo sobre el sentido y las formas de la educación. Y, probablemente, en este campo se dieron las primeras ideas feministas que alcanzaron plena historicidad, una concreta influencia sobre el pensamiento y las acciones de otras mujeres en la sociedad mexicana. No fueron las primeras, fueron las que alcanzaron la historicidad.
Con la llegada del general revolucionario socialista Salvador Alvarado a Yucatán, en 1915, comenzó una nueva época para esa zona maya con la introducción de reformas sociales, políticas y económicas. Junto a la lucha contra la clase dominante a la que el propio Alvarado bautizó como la “casta divina”, y que se concretó en la liberación de los peones de hacienda, Alvarado apoyó un movimiento feminista que había visto la luz en el lejano 1870, cuando la poeta y maestra Rita Cetina Gutiérrez fundó La Siempreviva, un grupo sufragista en Yucatán, compuesto fundamentalmente por maestras que teorizaban sobre la educación y, en especial, la educación de las mujeres. Asimismo, entre 1910 y 1915, ocho estudiantes de la Escuela de Derecho de Mérida presentaron tesis sobre el tema del divorcio y de los derechos de las mujeres, lo cual resulta un número asombroso teniendo en cuenta el pequeño tamaño de la escuela.
Basándose en estas presencias, Alvarado animó a las mujeres a convocar en Mérida los dos primeros congresos feministas de la historia de México (enero y noviembre de 1916). En esos dos congresos las delegadas apoyaron el derecho al voto y a la participación política de las mujeres, recibieron y divulgaron las primerísimas informaciones sobre anticonceptivos y abortivos, se pronunciaron en favor de la educación laica y progresista y desafiaron la idea de que las mujeres eran conservadoras en materia religiosa, exigiendo el fin del fanatismo, la intolerancia y la superstición.[6] Desde 1915 hasta 1918, en el gobierno de Alvarado, y luego hasta 1924, cuando fue ejecutado por sus enemigos políticos, en el del socialista yucateco Felipe Carrillo Puerto, las mujeres trabajaron en la administración pública, se defendieron entre sí obteniendo mejoras en las condiciones de trabajo de las empleadas domésticas y lograron una reforma del Código Civil para que las mujeres solteras tuviesen los mismos derechos que los hombres para abandonar la casa paterna al cumplir los veintiún años y las mujeres casadas, personalidad legal para celebrar contratos, comparecer en juicios y administrar sus bienes. En las elecciones de la legislatura del Estado, en 1923, el Partido Socialista de Yucatán tuvo tres diputadas mujeres y una suplente.[7]
En el ámbito de la educación y la política, el Primer Congreso Socialista, celebrado en Motul, ciudad natal de Carrillo Puerto, discutió diferentes temas referentes al proceso político que se desarrollaba en la península; abordó los problemas de los trabajadores, las medidas antialcohólicas, la cuestión educativa y, con mayor énfasis, la participación de la mujer en la vida social. En esa ocasión, Elena Torres, maestra y promotora de la educación racionalista de cuño anarquista, se lanzó contra cualquier “vigilancia enojosa sobre las alumnas”, declarando asimismo que en la Escuela Normal Socialista “quedan suprimidas las denigrantes prácticas que se han tenido como buenas hasta hoy, y que consisten en exámenes, premios y castigos, diplomas y títulos obtenidos por estos medios; las aptitudes serán medidas con sólo la competencia que demuestren los alumnos en las prácticas que hagan en los medios normales que existen en la escuela y en la vida”.[8]
Insisto: en los setenta, el feminismo latinoamericano ya tenía historia. Contra los intentos de los gobiernos populistas, dictatoriales y conservadores, ligados la mayoría de las veces a grupos católicos tradicionalistas, de restarle importancia y hacerla invisible, lo que hicieron las feministas de la segunda mitad del siglo XX fue recuperarla para construir con ella una primera genealogía de mujeres con las cuales identificarse. Eran necesarias madres simbólicas para sentirse hijas con derecho a reconocerse. Era necesario documentar la existencia de mujeres que pensaron y defendieron a las mujeres para saberse historiadoras.[9]
Quizá las organizaciones femeninas que por 1880, en Brasil conformaron asociaciones de mujeres abolicionistas de la esclavitud, publicaron un periódico, A familia, y propusieron la reforma de su modo de vestir;[10] que en 1910, en Argentina realizaron el Primer Congreso Feminista Internacional,[11] con delegadas extranjeras y nacionales, para tratar las mejoras sociales, la lucha por la paz, el acceso femenino a la educación superior y para expresarse en contra de la doble moral;[12] que en Colombia, en 1912, se manifestaron a favor de los derechos civiles de la mujer casada; que, en Panamá fundaron el club Ariel en 1916, primer Centro de Cultura Femenina, cuyo lema era “virtud y patria” y que promovía la educación física, el estudio y la actividad política de las mujeres;[13] que en Honduras, en 1924, se reunieron alrededor de Visitación Padilla, la maestra fundadora del Boletín de la Defensa Nacional donde denunciaba la presencia de los infantes de marina estadounidenses en territorio hondureño y centroamericano, para fundar el Círculo de Cultura Femenina para el estudio con las mujeres de los sectores populares, y que se enfrentaron machete en mano a la intervención militar norteamericana; que en Ecuador, en 1928, demandaron ante la Corte la aplicación de sus derechos políticos[14] (y obtuvieron el derecho al voto un año después); que en México, en los años treinta, volvieron a exigir el derecho a la participación política activa a Lázaro Cárdenas; que en Chile, en los cincuenta, lucharon por la consecución de sus derechos, poniendo de manifiesto las distintas formas de opresión jurídica, económica y política;[15] quizá, repito, no todas tuvieron una conciencia explícita de la necesidad de dejar de conceptuar lo femenino como naturaleza en la dicotomía mujer-hombre construida por las culturas patriarcales sobre y contra su cuerpo sexuado.
No obstante, conformaron movimientos de mujeres que reivindicaban transformaciones sociales y políticas tendientes a revertir la opresión, subordinación y explotación de las mujeres, con base en una idea de justicia entendida como igualdad de derechos y en una idea de nación que reivindicó personajes de culturas prehispánicas, de la época colonial o de la lucha independentista con quienes identificar su importancia femenina. Es interesante notar que, desde una perspectiva no puritana sino de abnegación patriótica, desde mediados del siglo XIX las mujeres mexicanas planteaban su superioridad ética con respecto a los hombres y, por lo tanto, su derecho a participar en el destino de la nación: en la invasión norteamericana de 1848 ellas eran las que habían dado sus hijos a la patria; en la intervención francesa ellas eran las que no se casaban con los soldados de Maximiliano; ellas eran las que no bebían con el enemigo, no bailaban con él, no imitaban sus costumbres, no traicionaban a sus hermanas.[16]
* Publicado originalmente en Archipiélago. Revista cultural de Nuestra América, n. 49, julio-septiembre de 2005, México, pp. 17-20
[1] A este propósito podrían verse los trabajos de Esperanza Tuñón Pablos sobre el sur de México y el Caribe continental, así como mi Garífuna, Garínagu, Caribe, Siglo XXI-UNESCO-Gobierno de Quintana Roo, México 2002; y los análisis de la ecuatoriana-costarricense Ana Arroba sobre la historia de la apropiación del cuerpo femenino por la medicina moderna.
[2] La maestra Carmen Serdán, la escritora y editora Laureana Wright, la combatiente zapatista Florinda Lazos León, la villista Guadalupe Gardea, etcétera. Véase Aurora Tovar Ramírez, Mil quinientas mujeres en nuestra conciencia colectiva. Catálogo biográfico de mujeres de México, DEMAC, México 1996.
[3] Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, , Siglo XXI-UNAM, México 1998.
[4] Gustavo Vargas Martínez, Bolívar y el poder, UNAM-CCYDEL, México 1991, p.57.
[5] María del Rayo Ramírez Fierro, Simón Rodríguez y su utopía para América, Colección El ensayo iberoamericano II, UNAM, México 1994, p.15.
[6] Ana Macías, “Felipe Carrillo Puerto y la liberación de las mujeres en México”, en Asunción Lavrín (comp.), Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas, FCE, México 1985, pp. 330-331.
[7] Elvia Carrillo Puerto, hermana menor y colaboradora de Felipe Carrillo Puerto, ganó por abrumadora mayoría el quinto distrito; Beatriz Peniche, feminista que había participado en los dos congresos convocados por Alvarado, ganó en el segundo distrito; Raquel Dzib y Guadalupe Lara fueron propietaria y suplente, respectivamente, del tercero y cuarto distritos legislativos.
[8] Citado por Carlos Martínez Assad, Los lunes rojos. La educación racionalista en México, SEP-El Caballito, México, sin fecha, pp. 29-33.
[9] La historia de la historiografía feminista de América Latina de ninguna manera es unívoca. La historiadora costarricense Virginia Mora Carvajal, autora de “Mujeres e Historia en América Latina: en busca de una identidad de género”, aunque abuse de la categoría de género, pues llega a plantear el absurdo que las mujeres actúan en la historia en busca de una identidad de género, esboza una historia de las tendencias historiográficas. Afirma que en principio existieron dos líneas de investigación: la que biografiaba vidas de mujeres notables y las contribuciones sobresalientes de aquellas mujeres consideradas socialmente excepcionales y una historia tradicional de las mujeres que se interesaba por temas como la educación, la legislación, el sufragio femenino y las luchas a favor de los derechos legales y políticos para las mujeres. A mediados de los setenta, el interés se desplazó hacia la experiencia cotidiana de las mujeres ordinarias y temas como el matrimonio, la familia, la participación económica de las trabajadoras y los valores sociales y culturales asignados a la condición femenina. En Eugenia Rodríguez Sáenz (comp.), Entre silencios y voces. Género e historia en América Central (1750-1990), Universidad de Costa Rica-Instituto Nacional de las Mujeres, San José 1997, pp. 7-8.
[10] June E. Hahner, “La prensa feminista del siglo XIX y los derechos de las mujeres en el Brasil”, en Asunción Lavrín, Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas, op. cit, pp. 319-320. Schuma Schumaher, Abrealas. O feminismo na virada do século XIX/XX, Redes de Desenvolvimento Humano-Arte sem Fronteiras, Río de Janeiro, sin fecha (probablemente 2000), pp. 11-19.
[11] La Asociación de Mujeres Universitarias Argentinas.
[12] Stella Caloni, “Pensar en América Latina”, en El Día Latinoamericano, año II, número 61, México, lunes 22 de julio de 1991, p.12.
[13] Mujeres que cambiaron nuestra historia, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia/Universidad de Panamá/Fondo Canadá-Panamá, Panamá, 1996.
[14] Magdalena Velázquez Toro (comp.), Las mujeres en la historia de Colombia, 3 vol., Norma, Bogotá 1995, pp. 183-228 del primer volumen, “Mujeres, historia y política”.
[15] En 1952 había surgido la Unión de Mujeres de Chile y, en 1953, María de la Cruz fue elegida como diputada por Concepción, con el 51% de los votos, por el Partido Femenino Chileno. Edda Gabiola et al., Una historia necesaria. Mujeres en Chile: 1973-1990, Editorial Akí i Aora, Santiago de Chile 1994, pp. 23-24.
[16] El patriotismo femenino no deja de ser una manifestación de la cultura patriarcal, pero para muchas mujeres fue la primera manifestación de su conciencia ciudadana. En México, la liberal más vehemente e “indigenista” fue Laureana Wright González, que de 1887 a 1889 dirigió Las Violetas del Anáhuac, una revista en cuyas páginas censuró la política de Porfirio Díaz y planteó el problema del sufragio femenino, defendiendo la igualdad de ambos sexos. A finales de su vida Laureana Wright fue convencidamente zapatista. Sin embargo, el patriotismo histórico más vehemente se encontraba en los artículos de El álbum de la mujer, dirigido por la española Concepción Jimeno de Flaquer, que salió de 1883 a 1890 en la Ciudad de México; y de El Correo de las señoras que, en 1875, dirigía el liberal Adrián M. Rico.
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