Mis dudas políticas acerca de la familia como una entidad necesaria a la convivencia social
Francesca Gargallo Celentani
Bogotá, septiembre de 2014
En lugar de sacrificar una constelación social por cuenta de una sola persona que lo consume todo, buscamos la empatía de los amigos
Sasha Cagen, Quirkyalone: A Manifesto for Uncompromising Romantics, 2004
No es fácil verbalizar el montón de contradicciones, antipatías y reacciones que me despiertan la idea y la imagen de una familia. Ni siquiera me ayuda mi profesión de historiadora y el saber que la familia en realidad implica familias, formas de relación de parentesco diversas y cambios constantes en los vínculos afectivos, diplomáticos, de reciprocidad y económicos que engloba.
Creo que lo que más me antipatiza de la idea de familia es mi identificación de la misma con su forma dominante en el mundo capitalista occidental, la familia nuclear, que es un centro de convivencia de carácter excluyente. Sin embargo, otras formas de familia, como las familias extensas de rasgos patriarcales, donde las suegras son las principales controladoras de la sexualidad, reproducción y trabajo de sus nueras y los hombres mayores intervienen en la vida del colectivo, tomando decisiones por los miembros del mismo, me agradan aún menos. La idea, muy difusa, de que cuando nacemos el primer núcleo al que pertenecemos es la familia, me sofoca. No puedo desvincular la familia de la división sexual del trabajo y de la explotación y falta de valoración económica y epistémica del trabajo doméstico de las mujeres. Recuerdo el dicho de los antiguos griegos acerca del mucho tiempo que las personas tendrían de no tener que resolver asuntos de familia.
El ámbito de la afectividad siempre rebasa a las familias, a la vez que la sociedad no se resume en la suma de las familias que comparten un sistema político o un espacio geográfico. No obstante, muchas legislaciones sostienen que la familia es la unidad básica de la sociedad. Y agregan de una forma u otra que es en su seno que se satisfacen –se deben satisfacer- las necesidades más elementales de las personas, como comer, resguardarse, ser protegidas, recibir amor, cariño y acompañamiento hacia la vida adulta. En otras palabras, descargan en una unidad de convivencia la labor de integración de la sociedad.
La familia, además, se considera ajena a las amistades y rebaja el valor de las relaciones afectivas relacionadas con el aprendizaje en las escuelas, el compañerismo y las adhesiones a proyectos colectivos. Es tal la hipervaloración moral, religiosa y legal de la familia que se impone una reflexión acerca de si es o no un mecanismo para controlar a sus miembros, reduciendo su sociabilidad. De ahí que la intimidad legítima se corresponda con vínculos de sangre o legales (adopción y matrimonio).
De alguna manera, la familia sirve para negar simpatías, adhesiones, gustos, inclinaciones, lealtades entre las personas por su condición humana. Limita el cuidado colectivo de las personas a tutelar, en particular a las y los niños, y tiende a justificar la inobservancia de las reglas de convivencia colectiva en nombre de la satisfacción de las necesidades de los miembros del grupo de personas unidas por un vínculo de parentesco. Todo tipo de ladrón justifica sus acciones en nombre del hambre de sus familias, pero mientras los más pobres y marginados rompen la ley en casos extremos para paliar una necesidad primaria y apremiante, los grandes delincuentes, los grupos mafiosos, los corruptos de alto vuelo razonan en términos del derecho propio a garantizar un capital considerable a sus familiares por el sólo hecho de ser parientes. Ese es en síntesis lo que llamamos nepotismo.
La existencia de un colectivo tan reducido, reglamentado e hipervalorado no sólo revela la exclusión de las mayorías de sus intereses inmediatos, sino que sirve para la creación de la idea de privacidad. La privacidad es a la afectividad lo que la propiedad privada a la tierra. La exclusividad familiar de las funciones biológicas para la reproducción humana, de la función educativa y de la función económica tiende a privar a sus miembros de la solidaridad humana en sentido amplio, a la vez que excluye de la solidaridad del núcleo al resto de la sociedad.
La construcción del derecho familiar entraña la privación del derecho a la defensa colectiva de los miembros más débiles de un núcleo de convivencia. Las familias son, en otras palabras, el sistema regulatorio que construye el ámbito de lo privado, eso es de lo despojado de los intereses de la colectividad, incluyendo la protección de la vida de las mujeres. No debemos olvidar que las mujeres son esa mitad de cualquier sociedad y pueblo que la existencia misma de las familias recluye en el ámbito privado de la economía.
En la mayoría de los casos, las familias, cualesquiera ellas sean, formalizan las relaciones íntimas y limitan las caricias, los roces, los apoyos, la comprensión a un círculo de personas que bien pueden ser abusivas o frías, indiferentes y hasta adversas. Es sabido que la mayoría de las agresiones sexuales contra mujeres y niños suceden en el ámbito familiar.[1] Por ello, la mayoría de los traumas de las personas que acuden a terapias psicoanalíticas, y que son tomados en consideración por los sistemas legales como atenuantes en caso de delitos, atañen malas relaciones familiares, abusos físicos de ascendentes y desatención –en particular, desatención de la madre, una figura femenina obligada por la mayoría de los códigos morales al cuidado y la atención de sus hijos/as. Desde esta perspectiva, las tragedias personales que derivan en depresiones y agresividad social se gestan en las familias, mientras las resilencias que se producen cuando una persona abusada logra una relación con un medio, una actividad o una o varias personas que le dan afecto y comprensión fuera del ámbito privado son dificultadas cuando no impedidas por la exclusividad familiar.
Estos y el desconocimiento de la economía de las mujeres, su producción agrícola familiar de subsistencia, el trabajo de reposición de la vida y la construcción de redes de cuidado social, son los motivos principales de mi profunda antipatía hacia la idea, la imagen y las prácticas de familia. A pesar de ello, el acompañamiento de personas maltratadas, encarceladas, que denuncian desapariciones, feminicidios y abusos de poder me ha revelado que son familiares, en general madres, abuelas y hermanas, las personas que con más persistencia, denuedo y generosidad trabajan para la justicia y los derechos a la vida y la seguridad de las víctimas. Más aún, que los vínculos afectivos que persisten a la desaparición de las facilidades de encuentro, de construcción de proyectos y de intimidad sexual son aquellos que se basan en lazos de convivencia primaria, casi siempre ligados a relaciones familiares. No obstante, las amistades y los colectivos de articulación política muy profunda también reaccionan ante las injusticias que sufren sus miembros. De ello, a menos que no pertenezcamos a una agrupación que logra la liberación de una persona injustamente detenida o que rescata a un miembro de la trata, no es fácil que nos enteremos. Un ejemplo feliz: la alegría que despertó en las masas el reencuentro entre Estela de Carlotto, la fundadora de madres y abuelas de plaza de Mayo en Argentina, y su nieto Guido después de 36 años de identidad robada. Sus fotografías, sus emociones, su amor han sido visibilizadas y sostenidas por cientos de publicaciones, mismas que no reportan el reencuentro de dos amigas o de personas diversamente vinculadas después de una larga lucha por el reconocimiento de una desaparición o un encarcelamiento abusivo.
La familia es el colectivo humano al que la sociedad da la más excesiva visibilidad y valoración porque los sistemas jurídicos le otorgan unas preferencias vergonzosas. Por matrimonio o materno-paternidad se pueden adquirir o traspasar derechos a la nacionalidad, existen leyes de reunión familiar que no contemplan la reunión de amigos de mucho tiempo, son familiares quienes pueden exigir controles de tipo legal sobre los ancianos y los infantes, etcétera. Los miembros de una familia siempre tienen precedencia a otras personas en caso de herencia. La minoría de edad está vinculada a derechos de las madres y padres y de los y las abuelas. En caso de la pérdida de las facultades de una persona, son las esposas y esposos, seguidos por otros familiares directos, los que pueden optar por ella acerca de sus cuidados médicos. Las visitas a personas presas o en hospitales están consentidas básicamente a familiares. La lista de las preferencias legales hacia la familia y las subsiguientes discriminaciones hacia otras formas de convivencia y afectos podría extenderse por varios capítulos.
Lo que está detrás de todo matrimonio, procreación y adopción es el patrimonio. La trasmisión de capitales y bienes de una generación a otra al interior de un núcleo minoritario es indispensable para que exista una concentración de capitales significativa y se sostenga y crezca la división entre ricos y pobres. Una sociedad sin familias muy probablemente no sería una sociedad capitalista. Si la riqueza que el trabajo produce se distribuyera en la sociedad entera en lugar de quedarse en su “unidad básica”, la brecha entre ricos y pobres sería mínima.
Dejaría de ser tan importante también el sistema de género de la sociedad capitalista. En términos de sus relaciones de poder y riqueza, la desigualdad entre los sexos es estructural. Sus manifestaciones alcanzan la vida privada, pública e íntima. Las mujeres son dueñas de apenas el 2% de la tierra y del 14% los bienes inmuebles urbanos,[2] son responsables casi exclusivas de los trabajos de cuidados familiares teniendo menos disposición temporal para las horas de trabajo asalariado, lo cual redunda en que, como asalariadas, ganan en promedio el 30% menos que los hombres para trabajos que, además, son valorados como de diferente grado de importancia por motivos ideológicos.[3]
La pobreza estructural de las mujeres en la sociedad capitalista se deriva de la relación patriarcal con los hijos, pues desde el siglo XVI hasta el siglo XX en las sociedades occidentales y occidentalizadas a través del colonialismo a las mujeres se les restringió el derecho a legar y a heredar para garantizar el traspaso del capital familiar a los hijos varones de los matrimonios legítimos. Matrimonio forzado, exposición al riesgo de embarazo de las esposas, legitimidad de los hijos y pobreza femenina están muy estrechamente ligados. Los hijos que reciben el apellido del padre garantizan la sobrevivencia de su linaje, la transmisión de su patrimonio económico y la valoración social y moral de la capacidad de los hombres de reprimir la sexualidad y libertad femeninas. Los lazos perversos de preferencia de las madres por sus hijos varones y el maltrato de sus hijas y nueras son también parte del sistema familiar de transmisión de patrones de conducta, al que llamamos patriarcado.
La represión contra la sexualidad de las mujeres se relaciona con el terror de dispersar entre los hijos de cualquiera el patrimonio del hombre que se erige como padre de la familia.
Si se necesitan más ejemplos del porqué me es antipática la idea de familia, yo me cansé de enumerarlos.
Pero veamos algo más. En la mayoría de los casos, en el cine y en la literatura moderna, en los mitos acerca del amor y en la representación gráfica del ideal de convivencia amorosa, la familia se presenta nucleada alrededor de una pareja. De hecho, después de la crisis provocada por la explosión demográfica de la década de 1960, los medios masivos de diversión han empezado a hacer un mayor hincapié en la pareja que en la familia ampliada y nuclear. Muchos códigos morales, leyes religiosas y legislaciones apuntan perversamente a la necesidad del matrimonio para la legalización de la pareja, obviando que se trata de un instrumento legal para la apropiación de la capacidad reproductiva de las mujeres por parte de un hombre con poder simbólico, e insistiendo en que las mujeres y los hombres tienen derecho y necesidad de separarse de sus madres y padres para fundar su propio núcleo legal de reproducción.
La identificación de la voluntad de formación de una pareja con la libertad personal está en abierta contradicción con el hecho de que todavía un número muy elevado de matrimonios son pactados por las familias de los contrayentes o son impulsados por mecanismos de creación del deseo que pasan por la moda, el sistema de género, la representación social y las necesidades económicas. Enteras sociedades, desde la India a América, pasando por África, China y Europa, consideran que una mujer sin pareja (en realidad, sin hombre, pero la pareja con una persona del mismo sexo que reproduzca las pautas de una relación heterosexual puede ser tolerada) no es capaz de autorrealización y tiene algunas fallas en la moral, el comportamiento o el aspecto físico. En estas condiciones no buscar el encierro en una pareja por parte de una mujer o es un acto de abierto desafío al sistema o es una expresión de incapacidad de adaptarse a las reglas sociales. La construcción de una pareja, por lo tanto, contra todas las enseñanzas de la educación informal común, no tiene nada que ver con la libertad personal.
Símbolo de procreación, la pareja es también el núcleo de una relación patrimonial desigual en nombre de la cual se articulan y justifican actitudes de rechazo hacia la sociedad y los intereses de la misma. La pareja -tanto la pareja heterosexual procreativa de derivación religiosa, como la laica pareja entre personas del mismo sexo construida a imagen y semejanza de la primera- es el lugar donde la concentración ególatra del auto-interés por una o uno mismo se duplica para formar un núcleo dual de exclusión de todas las demás personas y formas de relación. La pareja sirve entre otras cosas para limitar el activismo social y la dedicación a las actividades no remuneradas de un hombre o una mujer. El caso que sintetiza el carácter moderno-capitalista de la pareja es la relación DINKS, Double Income No Kids. La relación DINKS ampara en la convivencia sexo-económica de dos personas el acceso a un mayor número de bienes materiales, desvinculándolo de la afectividad solidaria y de las relaciones de protección ante una sociedad que tiende a la criminalización de las y los diferentes.
Claro está que en las sociedades urbanas muy competitivas el número de personas, mujeres y hombres, que viven solas crece día tras día. Según Euromonitor International, en el mundo 277 millones de personas han decidido no convivir con otras personas. En España, 4 millones y medio de hogares son unipersonales, en Japón en el 31,5% de las viviendas vive una persona, en Francia una de cada 7 personas vive sola. Puede ser que no todas sean ensimismados clientes de fast food doblados sobre sus tablets; muchas personas solas forman colectivos con otras personas que han decidido no vivir en pareja y que colectivizan emociones y solidaridades. Pueden ser jóvenes que no quieren conocer la vida de pareja o viudas que al final de una larga vida de convivencia con un hombre descubren que pueden deshacerse de las aprendidas relaciones de complacencia, que hacen parte del curriculum oculto de las enseñanzas de sexo-género. Estar sola significa no estar obligada a facilitarle la vida a otra persona, adelantarse a los deseos de los convivientes, tener la casa limpia para las visitas y agotarse en el trabajo de ser aceptada.
No obstante, la vida encerrada en domicilios unipersonales, aunque amenizada por la existencia de amigos y lugares de encuentro, se parece más a la vida de pareja que a la formación de grupos amplios de convivencia, comunas y centros de responsabilidades colectivas en relación con el crecimiento de niñas y niños y cuidado de personas ancianas y con alguna discapacidad.
Propongo detenernos un momento en la emergencia de la horda moderna como sustituto solidario y libre de la familia.
La opción por la desaparición de los vínculos legales y de sangre para la convivencia y la reconfiguración de colectividades de responsabilidad compartida no parece atraer a la prensa, al sistema de construcción ni a los bancos. Quizá ni siquiera a abogados y psicoanalistas. Obviamente, las iglesias y los sistemas legales combaten las convivencias no reglamentadas como inmorales. Conozco pocas películas y novelas que resaltan sus características, aunque algunas excelentes como Antonia de Maleen Gorris (1995). El sistema de propiedad privada se encarga de difundir con mucha eficacia los testimonios acerca de las dificultades y los fracasos de las experiencias de vida comunitaria. Estoy casi segura de que lo hace porque se siente muy amenazado por ellas.
Y no se equivoca: para el sistema neoliberal global es un peligro que la colectividad de convivencia responsable y ampliada entre personas con y sin vínculos de parentesco abata los niveles de pánico que las personas experimentan ante la inestabilidad laboral y económica. La misma Organización Mundial del Trabajo reconoce que el estrés laboral sirve para provocar apatía política y que las deudas adquiridas tienen la ganancia secundaria de la pérdida de rebelión ante las injusticias sociales.[4]
En segundo lugar, la convivencia entre adultos libres pone en entredicho la mayoría de las reglas patriarcales sobre las que se sostienen las religiones mayoritarias y los sistemas legales laicos estatales. La colectividad de convivencia a diferencia de la familia patriarcal, nuclear o ampliada, es un espacio de seguridad para las mujeres que optan por una maternidad sin padre reconocido. A la vez, permite a los hombres ejercer la afectuosidad y la responsabilidad hacia niñas y niños sin necesidad de que se les reconozca su paternidad biológica. Todo ello redunda en una nueva relación entre mujeres, entre hombres y entre mujeres y hombres, porque facilita relaciones de afectividad no necesariamente heteronormativas. Las mujeres y los hombres que pueden convivir al margen de las relaciones familiares no están obligados a desearse y violentarse entre sí. Se convierten en personas, pueden ser amigos, colaboradores y sentirse sexualmente indiferentes. Que se gusten es una posibilidad, no una norma obligatoria. Mucho menos, un dogma.
La pareja en el sistema capitalista actual es la forma de asumir obligaciones para no tener que vivir un compromiso social, ecológico, vital (en una vida de pareja siempre se está limitada por la existencia de la otra persona con la cual se forma la pareja, un límite que nos permite no actuar en el mundo responsabilizándonos por nosotras mismas). La pareja está bien vista, recibe reconocimientos legales y apoyos crediticios, es un núcleo de circulación de capitales, y es el espacio donde con el trabajo de mantenerla pagamos tanto por la seguridad de no estar sola como por una constancia sexual que no nos deje en la privación (la sexualidad presente y pasada también puede verse como una forma de retribución para formar y mantenerse en una relación de pareja).
Si en la configuración de familias, la pareja no fuera vista como una célula inicial -una especie de protozoario dispuesto u obligado a multiplicarse como una amiba que cuando crece se subdivide para poder mantenerse en su condición de ser unicelular- la sexualidad de quien menos poder tiene a su interior no sería controlada. Los debates sobre las parejas abiertas son en realidad sofismas para mantenerlas en vida. Para darnos cuenta de ello es suficiente analizar el mecanismo de los encuentros swing; eso es, los juegos de las parejas de swingers que se intercambian en el ejercicio de la sexualidad sin romper el esquema de convivencia de los participantes. Más interesantes son las convivencias amorosas de triejas o las sexualidades abiertas con responsabilidades asumidas exclusivamente en el campo de los intercambios afectuosos, de apoyo y sexuales, sin compromisos de convivencia o de abstinencia sexual fuera del juego de las personas involucradas. Sin pareja no hay celos porque no se sostendría siquiera la idea de posesión de otra persona. Ahora bien, otros tipos de convivencias podrían verse como sanos y placenteros partiendo de la libertad de entrar y salir en ellas. Sus núcleos iniciales podrían ser de grupos de hermanas, primas o amigas recuperando el trabajo agrícola, por ejemplo, para el cual son necesarios más que dos brazos. O comunidades de afinidad ecológica, filosófica o sexual. O grupos que se unen para la sobrevivencia económica en relaciones dialogadas y pactadas donde el trabajo doméstico no se visualiza como una labor especializada asignada a un género. En fin, la horda moderna tiene múltiples maneras de encontrarse y asumir sus responsabilidades sin recurrir al esquema de la pareja sexual. Experimentos en ese sentido se han dado en todos los países, en algunos recuperando viejas prácticas ancestrales. Por supuesto, no hay estado o iglesia que reconozca derechos de familia a estas formas de convivencia.
En un debate sobre las ideologías que inciden directamente en nuestra cotidianidad, no podemos dejar fuera de la discusión las ciencias duras, en particular sus discursos normativos, asumidos por el sistema capitalistas como verdaderos en sí, y por tanto irrefutables. Sin embargo, como siempre repite mi primo que es médico, la biología y la medicina no son matemáticas. Es evidente que la investigación científica tiende a ratificar los prejuicios sociales naturalizados por una cultura u otra. En el campo del estudio de los comportamientos humanos es observable que quien tiende a privilegiar la importancia de las herencias genéticas para explicar, por ejemplo, el comportamiento de las niñas y los niños según su sexo o de los grupos humanos según su fenotipo, es generalmente un/a investigador/a de corte conservador, mientras la importancia de los elementos históricos y variables es subrayada por las biólogas y biólogos de corte progresista.
Así es factible encontrarse a genetistas que buscan el lugar de la fidelidad en los cerebros humanos, cual si ésta fuera una necesidad para la vida social, y psiquiatras que aseguran que la fidelidad es un valor que proporciona seguridad, alegría y bienestar. Por supuesto, debido a la presión y el control social, el tema de la infidelidad es tan importante en las parejas que se ha convertido en uno de los principales motivos de consulta psicoanalítica, sobre todo para poder manejar la culpa. También acuden mujeres y hombres que se sorprenden por no sentir culpa ante su libertad sexual.
Las y los investigadores que asumen que la horda es una forma primordial de convivencia política, definitivamente superada por la organización social que descansa en una célula que se reproduce en el tejido social del estado, quizá sean un tipo de científicos sociales conservadores y asustadizos ante los cambios que la sociedad organiza sin pedir permiso, ensayando diversos mecanismos de acceso a una vida mejor, una existencia a la que los miedos económico y la soledad ya no pueden paralizar.
Personalmente, me gusta constatar que, aunque minoritariamente, la horda moderna, llamada comuna u organizada alrededor de un proyecto, es una realidad en acto, que bien puede sustituir a la familia de carácter patrimonial y construir sociedades en las que las relaciones de parentesco no sean necesarias.
[1] Según el UNICEF, la violencia ejercida en el ámbito familiar tiene muchas manifestaciones: los abusos físicos, sexuales y sicológicos, incluyendo violaciones y acoso, el abandono y trato negligente, el incesto, el infanticidio, la explotación sexual y comercial infantil, la mutilación genital femenina, el matrimonio de niñas, la violencia durante el noviazgo, las relaciones sexuales impuestas por causas económicas, los abortos debido a los malos tratos y la trata de mujeres y personas menores de edad, son algunas de ellas. El 20% de las mujeres y el 5% de los hombres sufrieron violaciones por miembros de la familia durante la infancia. Igualmente, el 90% de muertes relacionadas con conflictos armados desde 1990 ha sido de civiles, y el 80% corresponde a mujeres, niños y niñas. Unicef, Violencia contra la niñez y la mujer, http://www.unicef.org/republicadominicana/protection_10456.htm
[2] Rita Bórquez y Lorena Ardito, Informe de investigación. Experiencias activas de acceso a la tierra: estrategias de empoderamiento y aseguramiento de derechos desarrolladas por organizaciones de mujeres campesinas e indígenas rurales, International Land Coalition-América Latina, Santiago de Chile, 2009: “El campo de la relación entre la mujer y la tierra es aún un territorio donde las inequidades de género se manifiestan de manera patente: 1.6 billones de mujeres habitan en el medio rural y ellas producen más de la mitad de los alimentos; sin embargo, solo el 2% de la tierra es propiedad de mujeres y el número de mujeres rurales pobres se ha duplicado desde 1970 (Rural Women’s Day, WDR 2008). Tal como lo han destacado diversos estudios y análisis feministas, los avances en materia del reconocimiento de las mujeres y sus derechos no han ido de la mano de transformaciones en el ámbito de la redistribución de recursos desigualmente asignados en función de la construcción cultural y social de la diferencia sexual (Fraser, 2000). El tema del acceso a la tierra vuelve a poner énfasis en los temas vinculados con la inequidad material en función del género, poniendo de relieve la necesidad de generar cambios en estas estructuras para avanzar en un verdadero empoderamiento de las mujeres y la construcción de una igualdad entre estas y sus pares masculinos”, p. 5.
[3] Rosalba Todaro, Aspectos de género de la globalización y la pobreza, marzo de 2000, http://www.un.org/womenwatch//daw/csw/todaro.htm
[4] Organización Mundial de la Salud, El trabajo en el mundo, OIT, Ginebra, 1993