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Referencia: Francesca GARGALLO, “Las mujeres, sus ideas, sus escritos y sus actos en la independencia nuestroamericana”, ponencia presentada en el Coloquio Políticas de la Alteridad, organizado por la Universidad Autónoma de la Ciudad – Plantel Del Valle, Ciudad de México, 22 de abril de 2010.
Las mujeres, sus ideas, sus escritos y sus actos en la Independencia nuestroamericana[1]
Francesca Gargallo Celentani[2]
Es muy retórico iniciar una reflexión con una pregunta, lo sé. Pero para enfrentar un tema tan manoseado en este Bicentenario de las Independencias criollas de la América española como la fecha de inicio de los procesos políticos que llevarían al triunfo del republicanismo americano, me parece fundamental preguntarnos si realmente fue 1810 la fecha en que Nuestramérica se lanzó a la consecución de la independencia política y civil de la Colonia.
¿La Independencia de América se inicia el 19 de abril de 1810 en Venezuela, cuando un grupo de criollos caraqueños aprovechó la excusa de que en España estaba mandando un francés, para convocar una reunión del cabildo y proclamar un gobierno propio hasta que Fernando VII volviera al trono de España? ¿Se inicia el 25 de mayo de 1810, cuando los revolucionarios argentinos se enfrentaron a los leales al Consejo de Regencia, llamados “realistas”, en busca de más autonomía dentro del sistema colonial? ¿El 20 de julio de 1810 cuando unos cuantos conjurados en Bogotá empezaron a insultar un comerciante español porque no les había prestado un florero para adornar una mesa, gritando ¡Están insultando a los americanos! ¡Queremos Junta! ¡Viva el Cabildo! ¡Abajo el mal gobierno! y concitando a criollos, mestizos e indios, patricios, plebeyos, ricos y pobres a romper a pedradas las vidrieras y a forzar las puertas de los negocios realistas? ¿O el 16 de septiembre de 1810 cuando, en Dolores, el cura Miguel Hidalgo y sus amigos Ignacio Allende y Juan Aldama hicieron repicar la campana de la iglesia para congregar a la población y, tras un intenso sermón al final del cual proclamaron ¡Viva la virgen de Guadalupe, abajo el mal gobierno!, desconocieron la autoridad virreinal de la Nueva España? ¿O acaso el 24 de septiembre de 1810 cuando Antonio Vicente Seoane, José Andrés Salvatierra y el coronel Antonio Suárez, en franca rebeldía contra el dominio español desconocieron al gobernador Pedro José Toledo Pimentel y llamaron al pueblo a concurrir al cabildo abierto e inmediatamente proclamaron la independencia de Santa Cruz?
Puesto que en 1810, ninguna Independencia se concretó, ¿por qué asumir éstos y no otros antecedentes criollos para la Independencia de la América colonizada por los españoles? ¿Por qué no pensar por ejemplo en el arresto, el 10 de agosto de 1809, del presidente de la audiencia de Quito, el Conde Ruiz de Castilla y sus ministros, quienes fueron sustituidos por una Junta Suprema de Gobierno integrada por la elite criolla quiteña? O anteriormente ¿cómo no considerar la resistencia ante los dos intentos de invasión inglesa de Buenos Aires, en 1806 y en 1807, que llevó a milicias populares urbanas, integradas por población nativa y entrenadas por oficiales criollos al servicio del rey de España, a resistir a una potencia europea? ¿Por qué no se considera como inicio de la gesta independentista la instauración en México de la primera junta autónoma de América el 5 de agosto de 1808 por Francisco Primo de Verdad y Melchor de Talamantes, quienes recibieron el apoyo del mismo virrey José de Iturrigaray, ni a la junta parecida que se estableció el 21 de septiembre en Montevideo?
Más aún, ¿qué propósitos esconde asumir únicamente los antecedentes criollos de Independencias que resultaron marginadoras de la inmensa mayoría de los pueblos que serían gobernados por gobiernos republicanos?
Como historiadora de las ideas me he venido preguntando desde hace años qué ocultan las efemérides históricas aceptadas con demasiada facilidad y sin aparente contestación. Todas las latinoamericanistas, mujeres y hombres, sabemos que si hay acontecimientos importantes para el proceso de Independencia de América Latina éstos son, en primer término, el levantamiento quechua-aymara de 1780, aristócrata e indígena a la vez, de las parejas conformadas por Tupac Amaru y Micaela Bastida y Tupac Catari y Bartolina Sisa en las cuatro regiones andinas del antiguo Tahuantinsuyo; y, en un segundo momento, el levantamiento de los descendientes de africanos esclavizados en Haiti en 1793. Este levantamiento, a diferencia del primero que fue reprimido brutalmente y costó alrededor de 200 mil vidas, triunfó en 1805. Los haitianos y las haitianas intentaron llevar hasta las últimas consecuencias la reflexión que los movió a la Independencia, es decir que los principios de igualdad, libertad y fraternidad de la Revolución Francesa debían ser universales, propios también de los pueblos que sufrían la esclavitud por manos de los muy libres franceses y la imposición económica de sus muy libres aliados estadounidenses. El devastador terremoto de enero de 2010 que sacudió la isla, con sus brutales secuelas económicas, ha vuelto a evidenciar el altísimo costo que tuvo para la población haitiana su consecuencia antiesclavista y su radicalidad liberal. Ese pueblo solidario con Miranda, con Bolívar y con todas las causas de la Independencia fue abandonado por los débiles latinoamericanos neo-independientes al chantaje de sus ex colonizadores que le exigieron el pago de una “indemnización” exorbitante por la pérdida del territorio, bajo la amenaza de sufrir una nueva invasión.
¿Qué es, pues, lo que oculta el ocultamiento de las ideas y movimientos iniciales de las Independencia de Nuestra América? Pensar que en 1810 se consumió el inicio de las independencias latinoamericanas resulta tan poco convincente como postular que éstas se desataron en esa fecha porque Ludwig van Beethoven estrenó en 1810 la obertura de Egmont, dedicada al noble holandés que desafió a la inquisición española.
Sinceramente, creo que escoger a 1810 como fecha de los “inicios” del Movimiento Independentistas le ha permitido a las repúblicas americanas:
ligarse a la idea que sus independencias fueron liberales y republicanas, y no indígenas y negras. Eso es, afirmarse “occidentales”, de ideas iluministas, blancas y criollas, sin tener que renunciar a los elementos católicos de la Colonia española, al uso de la lengua colonial y a la preminencia del grupo social que había tenido un trato preferencial entre los otros grupos dominado por la colonia, es decir esos criollos que con el andar del tiempo fomentarían políticas liberales de corte racista en toda América, fueran liberales o conservadores, católicos o librepensadores;
actuar como los muy libres franceses y estadounidenses en el ocultamiento de la presencia militar y política de las mujeres en todos los movimientos de emancipación que antecedieron los primeros gobiernos independientes de los años 1816-1823. Es decir, actuar como Napoleón en el control de la radicalidad de las demandas republicanas, imponiendo con fuerza en la ley y en la cultura la separación entre el espacio político propio de los hombres, espacio público y por ende defendido por las leyes, y el espacio privado, pretendidamente apolítico y a-económico, propio de las mujeres, espacio abandonado por el estado a la ley del Pater Familia.
Para sostener el primer punto, bastará decir que la idea generalmente aceptada, divulgada y promovida por las academias de toda Nuestra América es que en el siglo XVIII los antecedentes de las Independencias del área, su “caldo de cultivo”, fueron dos movimientos externos: que las trece provincias británicas de América del Norte, que conformarían el núcleo inicial de los Estados Unidos, se independizaron de Inglaterra en 1776, abriendo el camino y dando la idea a otras colonias, como Venezuela, Argentina, Colombia y México; y que, en 1789, la Revolución Francesa, con su proclama de libertad, igualdad y fraternidad, tuvo un impacto definitivo entre todos los intelectuales criollos (idea de por sí insostenible, dado que se dividían entre masones y católicos, siendo éstos últimos los más numerosos y temerosísimos del anticatolicismo francés, así como del deísmo iluminista).
Las revueltas de los pueblos originarios y de las provincias americanas fuertemente mestizas, en Centroamérica, México y Suramérica, fueron olvidadas, descalificadas y negadas como antecedentes de los movimientos de liberación americana. Guatemala, de tal manera, pudo instaurar su virtual apartheid asumiendo que sus luchas de emancipación no tuvieron que ver con el levantamiento de la pareja de Atanasio Tzul y Felipa Soc.[3] En Totonicapan, en 1815, sino con la carta del Brigadier Don Gabino Gainza al absurdo “emperador” de México, Agustín de Iturbide, aceptando una independencia blanca, católica, conservadora. De igual modo de Colombia y de Paraguay podrían olvidarse los levantamientos de comuneras y comuneros en zonas rurales, de fuerte presencia indígena, y marcadamente igualitaristas en sus reivindicaciones políticas[4] (y eso a pesar de que el padre de la principal heroína de la Independencia de Colombia, Policarpa Salavarrieta, fusilada por los realistas en 1819, tuvo que salir en su juventud de Socorro para Guadua porque había estado involucrado en la lucha de los comuneros). De Perú podrían desterrarse los peligrosos planteamientos de un retorno a gobiernos de origen incaico. De México podrían incorporarse en un ideal mestizo de dominancia criolla los constantes levantamientos de las 150 naciones que nunca se conformaron con la dominación española, ni burocrática ni religiosa; levantamientos que fueron antecedentes, entre otras cosas, de que en México los pueblos originarios participaran en masa también de la revolución criolla llamada por el cura católico Miguel Hidalgo en una zona muy cristianizada, y muy mestiza, del país.[5]
Sin lugar a duda, la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa fueron detonadores para la expedición del venezolano Miranda en 1806, pero no fueron los únicos movimientos que apuntaban a un programa emancipador propio de las colonias españolas en territorio americano. Los criollos estaban molestos por las normas arancelarias impuestas por las Reformas Borbónicas,[6] tal y como lo expresó en 1815 Simón Bolívar en su Carta de Jamaica contra las: «… restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten…»,[7] pero los pueblos originarios nunca habían renunciado a su autogobierno y los africanos desterrados por el comercio de personas tenían reivindicaciones propias, entre ellas la absoluta prohibición de la esclavitud.
Además de estos motivos, la gota que derramó el vaso fue que los franceses, bajo el mando de Napoleón Bonaparte habían invadido a España, obligando al rey Carlos IV y a su hijo Fernando VII a renunciar al trono a favor de Napoleón, quien puso a su hermano, José Bonaparte, como rey de España. Los movimientos de independencia española de los invasores franceses, sus juntas en nombre de Fernando VII, fueron el detonador de reformas y cambios que se venían preparando desde diversos sectores de la población americana.
En cuanto a las mujeres, las historiografías nacionalistas latinoamericanas que sucedieron a un movimiento que se definió por la participación de los criollos han escogido dos formas de borrar sus aportes intelectuales y sus ideas políticas del proceso de Independencia. La más fácil fue reconocerles su participación como madres, hermanas y esposas, asegurándoles inmediatamente después de que era hora de que volvieran a la vida doméstica. En ocasiones esta táctica fue acompañada de violencias, sea económicas, como contra la coronela mestiza Juana Azurduy, abandonada a su suerte, sea políticas, como contra la coronela Manuela Sáenz después de que Bolívar partiera al exilio sin ella, sea de tipo ideológico y político contra su participación en la vida de la república independiente, como contra Leona Vicario. Aunque no siempre fue efectiva a corto plazo, como lo demuestran los escritos de Leona Vicario en respuesta a las agresiones contra su condición de mujer insurgente llevadas a cabo por los intelectuales conservadores Carlos María de Bustamante y Lucas Alamán, el primero además desde su poder como presidente de la república, esta estrategia impulsó que las mujeres de la generación inmediatamente posterior a las luchas emancipadoras se abstuvieran de reclamar su lugar en la política americana.
No menos efectiva fue una segunda estrategia, la de exaltar la participación de las mujeres en tonos románticos, convirtiéndolas en heroínas manejables desde una perspectiva privada del amor a la patria o a la libertad: esposas abnegadas, madres heroicas, protectoras de presos, hermanas de hombres que sacrificaron sus vidas. Grandes plumas patrioteras se decantaron en esta labor. Pocos compañeros de armas o compañeros de vida fueron capaces de reconocer las capacidades militares e ideológicas de algunas independentistas, como fue el caso del general Belgrano con la mestiza Juana Azurduy, a la que nombró coronela, y de Bolívar con Manuela Sáenz; por lo general los demás independentistas “anonimizaron” a las mujeres al reconocerlas como heroicas madres de sus soldados muertos que no impidieron que otro hijo se iniciara en la lucha, viudas de camaradas, hermanas, y no último anfitrionas que les brindaron cobijo y a las que no pudieron defender cuando se vieron en peligro por haberlo hecho.
Como bien dice Natividad Gutiérrez, no pueden analizarse las descripciones de las mujeres en la Independencia sin entender que todos los escritos decimonónicos sobre ese proceso están ligados a la exaltación del nacionalismo y que éste es un fenómeno tan complejo que a veces se le define como un movimiento y en otra como una ideología, un sentimiento, un fin o un ideal, que nacionalista puede ser una literatura, una música, una economía o una corriente de pensamiento, que hay nacionalismos agresivos y defensivos y que el nacionalismo fue considerado por los y las historiadoras del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX como el móvil de la Independencia. Las mujeres en los escritos nacionalistas son símbolos no personajes históricos, y mucho menos personas. Celebran la continuidad, la reproducción, la sobreviviencia, la posteridad; son mitos de origen y destino y ocupan papeles ligados a las estructuras patriarcales.[8]
Sólo así puede comprenderse la visión que de las mujeres tuvo Gerardo Silva, quien en 1879 escribió Glorias Nacionales, en cuyas páginas dedicó un emotivo agradecimiento a cientos de independentistas. Reconoció a Rafaela López Aguado en cuanto madre de los Rayón, a María Petra Teruel de Velazco como protectora de los insurgentes presos, a Ana García por ser esposa del coronel José Félix Trespalacios, a las hermanas González de Pénjamo porque sacrificaron su fortuna, y a muchas más, que brillan por su absoluta “normalidad” familiar, como si las mujeres sólo participaran de la vida pública como acompañantes de las ideas de sus parientes.[9] Para Silva, uno de esos románticos enamorados de la valentía “especial” de las mujeres, “la madre de nuestras madres” es la Patria. En ocasiones define a las mujeres mexicanas como “diosas protectoras”, “nobles matronas” y “heroínas mártires”, apelativos exaltados pero no menos anónimos. Sólo de pocas especifica un accionar particular e identificador; por ejemplo de Manuela Medina reconoce su grado militar, el de capitana del ejército de Morelos, por haberse encontrado en siete acciones de guerra y haber muerto en combate defendiendo su ciudad natal, Texcoco, de las tropas realistas. De la “generala” Antonia Nava y de la “esposa de sargento” Catalina González resalta su acción heroica de brindarse como alimento para las tropas insurgentes de Vicente Guerrero, cuando éstas se encontraban a punto de desfallecer de hambre, pero prefiere referirse a la abnegación de la primera, pues ofreció a sus cuatro hijos para la lucha de Morelos cuando su marido, Nicolás Catalán, cayó en combate. Al hablar de Leona Vicario, de quien resalta las acciones como informante, periodista insurgente, financiadora de los ejércitos insurgentes, reconoce que se casó con Quintana Roo por ser él un independentista y no haberse convertido en una patriota por haberse casado con él, lo cual ubica a Gerardo Silva en un lugar diferente del conservadurismo androcéntrico dominante a finales del siglo XIX.
En los pocos escritos de mujeres que participaron en la Independencia se revelan algunos de los rasgos del ocultamiento tanto de la presencia de las mujeres como de su extracción étnica. Juana Azurduy habla de mujeres a caballo, de dirigentes indígenas desaparecidos, por ejemplo, cuando le escribe a Manuela Sáenz: “Llegar a esta edad con las privaciones que me siguen como sombra, no ha sido fácil; y no puedo ocultarle mi tristeza cuando compruebo como los chapetones contra los que guerreamos en la revolución, hoy forman parte de la compañía de nuestro padre Bolívar. López de Quiroga, a quien mi Asencio le sacó un ojo en combate; Sánchez de Velasco, que fue nuestro prisionero en Tomina; Tardío contra quién yo misma, lanza en mano, combatí en Mesa Verde y la Recoleta, cuando tomamos la ciudad junto al General ciudadano Juan Antonio Álvarez de Arenales. Y por ahí estaban Velasco y Blanco, patriotas de última hora. Le mentiría si no le dijera que me siento triste cuando pregunto y no los veo, por Camargo, Polanco, Guallparrimachi, Serna, Cumbay, Cueto, Zárate y todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad”[10].
¿Cuántas eran, de qué extracción social, a qué pueblo pertenecían las mujeres que guerreaban con la coronela Azurduy? Los historiadores tienden a dar descripciones románticas de ellas. Mario “Pacho” O’Donnell, un médico que desempeñó el cargo de secretario de cultura de Buenos Aires después de la dictadura, en su biografía Juana Azurduy, la teniente coronela de 1994[11] repitió los tópicos del boliviano Joaquín Gantier,[12] quien a su vez retomaba a diversos historiadores decimonónicos, y describió a las mujeres de Chuquisaca, ciudad natal de Azurduy en 1780, en términos tan halagüeños que resultan irritantes, pues las “cualidades de la mujer chuquisaqueña” serían según él: “el hondo cariño a la tierra, la apasionada defensa de su casa y de los suyos, la viva imaginación rayana en lo artístico, la honradez y el espíritu de sacrificio”. En realidad, las mujeres sufrían brutales injusticias, por su condición de campesinas, de indígenas y de mujeres[13] y se adhirieron a un movimiento revolucionario dirigido por una pareja, la de Juana y su marido Asencio Padilla, porque les recordaba otras parejas de dirigentes, como las de Bartolina Sisa y Tupac Catari, lo cual en la tradición aymara y quechúa reconducía a la pareja creadora primordial que conforma la plenitud del ser. La belleza de Juana, tan decantada por sus contemporáneos, era un complemento idóneo para su valentía y un ingrediente de la atracción que su figura surtía sobre las tropas, en particular sobre esas mujeres que se veían vindicadas por su capacidad militar, su arrogante audacia, su condición mestiza y su hermosura. Las mujeres que a caballo hacían respetar su anhelo de libertad eran, pues, en su mayoría indígenas urgidas de manifestar su descontento por el trato que recibían de manos de los criollos y los españoles.
Este rasgo se le escapaba sólo en parte a Manuela Sáenz, criolla, pero hija ilegítima, cuando le escribía: “El sentimiento que recogí del Libertador, y el ascenso a Coronel que le ha conferido, el primero que firma en la patria de su nombre, se vieron acompañados de comentarios del valor y la abnegación que identificaron a su persona durante los años más difíciles de la lucha por la independencia. No estuvo ausente la memoria de su esposo, el Coronel Manuel Asencio Padilla, y de los recuerdos que la gente tiene del Caudillo y la Amazona”[14].
Manuela Sáenz, según la historiadora ecuatoriana Jenny Londoño, era una mujer que había vivido desde la infancia en un ambiente pro-independentista y conocía los levantamientos que en Ecuador habían protagonizado hombres y mujeres desde finales del siglo XVIII.[15] Aunque criolla no desconocía las condiciones de la población kichwa y debía saber cómo las mujeres indígenas se habían opuesto sea a la leva laboral en la selva de sus hijos sea a la usurpación de sus tierras. Juana Azurduy era una heroína conocida, la única otra coronela del ejército libertador del sur, y Manuela entendía la rabia que debía acompañar sus demandas y sus quejas. De hecho la mujer que ató su vida a la suerte de Simón Bolívar, había manifestado un espíritu rebelde y había participado en plan de igualdad con sus esclavas en apoyo a los insurgentes heridos en batalla desde antes de conocer a Bolívar en 1822. Sin saberlo aún, un destino de abandono y soledad semejante al de su colega boliviana la esperaría durante la vejez. Los insurgentes una vez en el poder no respetaron a sus viejas y gloriosas compañeras de armas.
Tampoco lo hicieron los políticos liberales que les debían a muchas mujeres su libertad y derecho a la acción política. Las agresiones que Leona Vicario vivió en el México independiente durante el gobierno del conservador Bustamante por parte de sus escritos, de sus esbirros y de su apologista Lucas Alamán, son prueba de la misoginia difusa entre esos criollos que querían dominar la radicalidad de la población mexicana que las demandas incumplidas de la revolución de independencia enardecían[16]. Las acusaciones contra Leona Vicario fueron de una simpleza aplastante: se le acusaba de haber sido una insurgente por amor; eso es de haberse entregado a la causa independentista, en la cual fungió como una de las primeras reporteras de América, como agente de inteligencia, financiadora de campañas y recaudadora de alimentos y pertrechos para las tropas, gastando en ello su entera fortuna, únicamente porque se había enamorado y casado con Andrés Quintana Roo. El amor que había sido un buen móvil para la campaña y la redacción de informes en clave para el Semanario Patriótico Mexicano en 1812 y 1813 -donde compartió las páginas con José María Morelos y Pavón, Ignacio López Rayón, Fray Servando y Francisco Lorenzo de Velasco- se convertía en épocas de paz en un impedimento para quien pretendía seguir escribiendo sus opiniones y reflexiones políticas en El Federalista Mexicano, periódico en el que colaboró desde su fundación en enero hasta su cierre en abril de 1831. Los ataques de sus poderosos enemigos se dirigieron a su persona, a las donaciones de una casa y una hacienda que recibió en 1822 en pago de sus servicios a la patria, a su marido. Móviles misóginos, envidia por su fama, resentimientos económicos, odio de parte, se mezclaban en una acciones de difamación y amenaza que difícilmente esos conservadores hubieran esgrimido ante un hombre. Al irrespeto, sin embargo, Leona Vicario respondió demostrando una cultura realmente excepcional: contradijo las teorías de Mme. de Staël esgrimidas por Lucas Alamán acerca de que las mujeres actúan en política movidas por el sentimiento, afirmando la calidad del conocimiento que su experiencia le otorgaba.
[1] Ponencia presentada en el Coloquio Políticas de la Alteridad, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 22 de abril de 2010.
[2] Novelista, feminista de la corriente autónoma del feminismo latinoamericano, historiadora de las ideas, viajera empedernida, madre de la más bella mestiza de México, es profesora fundadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde, desde 2001, es profesora-investigadora de tiempo completo de la Academia de Filosofía e Historia de las Ideas y de la Academia de Derechos Humanos. Se desempeña en las áreas de la Filosofía Feminista y de la Filosofía Nuestroamericana. Ha publicado 15 libros entre novelas, ensayos de historia de las ideas feministas latinoamericanas e historia de los garífunas, poemas y cuentos infantiles. Actualmente está terminando la elaboración de una “Antología de las feministas nuestroamericanas de los siglos XIX y XX” para la editorial Biblioteca Ayacucho de Caracas.
[3] La historia del levantamiento de Francisco Atanasio Tzul, principal kiché, es particularmente importante porque Guatemala, un país donde el 70 por ciento de la población es maya, niega la presencia de los pueblos originarios en su historia. Atanasio Tzul, su esposa Felipa Soc (a veces recordada como Teresa Soc) y su compañero Lucas Aguilar, encabezaron en 1820 el levantamiento colonial indígena de mayor trascendencia en el territorio conformado por los actuales países centroamericanos. El levantamiento se centró en la cabecera de la Alcaldía Mayor de Totonicapán y estuvo íntimamente ligado con el proceso de la independencia centroamericana, los conflictos entre conservadores y liberales de la época y la formación del Estado de los Altos.
[4] En Colombia, en 1780, el movimiento de comuneros contra las alzas de impuestos al tabaco y al aguardiente provocó un levantamiento popular, encabezado por Manuela Beltrán, que sería secundado por mujeres y hombres de las comunidades de Socorro, Simacota, Mogotes y Charalá. Constituyeron una “Junta de El Común”, de donde el nombre de comuneros. Camino a Bogotá, los comuneros sumaron a 20 000 personas.
[5] Baste recordar que la defensa del Lago de Chapala contra las tropas realistas de Calleja fue llevada a cabo por “ocho mil arqueros”. ¡Difícilmente pueden imaginarse a ocho mil criollos (¿había tantos?) armados de arco y flecha!
[6] Entre 1760 y 1808, Felipe V, Fernando VI y, especialmente, Carlos III de Borbón implementaron cambios en la administración colonial española en materia fiscal, en la producción de bienes, en el ámbito del comercio y en cuestiones militares con el fin de garantizarse un tardío absolutismo monárquico. Estos cambios beneficiaban a la Península, al aumentar la recaudación impositiva en beneficio de la Corona, reducir el poder de las elites locales y aumentar el control directo de la burocracia imperial sobre la vida económica de España, América y Filipinas. El descontento generado por estas Reformas entre las elites criollas americanas, seguramente aceleró su incorporación al proceso de emancipación política de España a principios del siglo XIX.
[7] Simón Bolívar, Carta de Jamaica (Contestación de un Americano meridional a un Caballero de esta Isla), Kingston, 6 de septiembre de 1815, cualquier edición. También en http://vidales.tripod.com/cartajam.htm
[8] Natividad Gutiérrez, “Mujeres Patria-Nación. México 1810-1920”, Ventana, n.12, Guadalajara, 2000, pp.209-240 “La metodología del nacionalismo ha estado sujeta a la confusión y a la diversidad de interpretaciones. Por ejemplo, nacionalismo puede ser una ideología, un movimiento, un sentimiento, un ideal, un estado de la mente, una política, un fin en sí mismo. Más aún, el nacionalismo puede ser político, cultural, económico o defensivo. En el nacionalismo caben los movimientos artísticos y literarios, las filosofías, los intelectuales y, desde luego, la identidad nacional. Informaciones míticas y simbólicas, mitos de origen y destino, así como orgullo por la sobrevivencia y la posteridad. no son ajenos al nacionalismo. También pensamos en los símbolos femeninos que celebran la continuidad, la reproducción y la originalidad.” Natividad Gutiérrez propone que veamos como: “En esas etapas de creación y construcción de la nación, las mujeres han ocupado un papel muy ligado todavía a la estructura patriarcal, moviéndose en ámbitos domésticos y como acompañantes de caudillos, héroes o libertadores. Privadas del espacio público, las mujeres aún patriotas o nacionalistas son madres, hijas o esposas. Una segunda categoría agrupa a aquellas mujeres ejecutoras o actoras (directa o indirectamente) de un proyecto nacionalista. Su ingreso en la vida pública responde a una vasta estrategia de integración nacional…”
[9] Gerardo Silva, Glorias Nacionales, México, 1879, citado por Luis González Obregón en Los precursores de la Independencia, capítulo LXVI, “Heroinas de la Independencia”, México, 1906, p. 633. El capítulo LXVI está precedido por un retrato de Doña Josefa Ortiz, “esposa de D. Miguel Domínguez, corregidor de Querétaro” e inicia con estos dos párrafos:
El corazón de una mujer es urna sagrada que encierra los más suaves y delicados perfumes, la santidad de la virtud, la piedad de la religión, lo mismo que el cariño abnegado de la esposa, de madre, y de hija.
La mujer mexicana ha arrullado a sus hijos á la apacible luz de la lámpara del hogar, y los ha alentado con su ejemplo en los peligros y combates, entre el fragor de las armas y á la rojiza llama de los incendios.
[10] Juana Azurduy, Carta de respuesta a la coronela Manuela Sáenz, Cullcu, 15 de diciembre de 1825, en http://elortiba.galeon.com/azurduy.html.
[11] Mario “Pacho” O ‘Donnell, Juana Azurduy, la teniente coronela, Planeta, Buenos Aires, 1994.
[12] “Valentín Abecia, señala: » Juana tenía la hermosura amazónica, de un simpático perfil griego, en cuyas facciones brillaba la luz de una mirada dulce y dominadora». Esa indiscutible belleza será en parte responsable del carismático atractivo que Juana ejerció sobre sus contemporáneos. Su madre, fue una chola de Chuquisaca, de allí su sangre mestiza, quizás por algún desliz amoroso de don Matías Azurduy, se elevó socialmente gozando de una desahogada situación económica, ya que el padre de Juana era hombre de bienes y propiedades”: Joaquín Gantier, Doña Juana Azurduy de Padilla, La Paz, 1973.
[13] Ver: Marxa Chávez y Lucila Choque et. Al, Sujeto y formas de la transformación política en Bolivia, La Paz, Tercer Piel, 2006 y Pablo Mamani, El rugir de las multitudes, El Alto Kullasuyu, Aruwiyiri, 2004.
[14] Manuela Sáenz, Carta a la coronela Juana Azurduy, desde Charcas, el 8 de diciembre de 1825, en http://elortiba.galeon.com/azurduy.html
[15] En el Levantamiento de Otavalo de 1777, por ejemplo, habían participado muchas mujeres, que mataron a un sacerdote al que confundieron con un recaudador de impuestos, lo ataron a la cola de un caballo y lo arrastraron por la Plaza Mayor ene scarnio. A estas mujeres se les conocía como “las cacicas#”, nombre que revela su pertenencia étnica y no sólo su importancia. Ver Jenny Londoño, Las mujeres en la Independencia, Colección Bicentenaria, Quito, 2009, p. 47.
[16] Sobre ella y otras mujeres que participaron en la Independencia de México: Raquel Huerta Nava, Mujeres insurgentes, Random House Mondadori, Lumen, conaculta, inah, México, 2008.
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