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Capítulo VII
Las historias del neofeminismo

En los años setenta del siglo pasado, las feministas volvieron a irrumpir con cuerpo y pancartas en el escenario político, enarbolando voces políticas más complejas, argumentos nacidos de la reflexión sobre sí mismas y pensamientos que cuestionaban algunos problemas fundamentales de la lógica formal, tales como la definición nominal y real del ser humano y como el principio del tercero excluido, al insistir que puede existir un medio entre lo verdadero y lo falso, así como una proposición que no sea ni verdadera ni falsa. Las feministas querían libertad, por ello al mismo tiempo negaban la feminidad inmanente y subordinada construida por el hombre y rechazaban la humanidad como sinónimo de masculinidad: ya no luchaban por la igualdad, reivindicaban estar dando grandes pasos en su proceso de liberación.

Eran jóvenes mujeres que alimentaban sus experiencias con las movilizaciones estudiantiles y con motivaciones autónomas, que reivindicaban las relaciones de amistad y subrayaban la centralidad en las relaciones sociales y la política de la libertad femenina, la solidaridad entre mujeres y la sexualidad. Eran artistas plásticas que desafiaban los conceptos de bello y de neutralidad de la producción artística, así como los espacios del arte para provocar reacciones entre hombres y mujeres mediante el performance, la tipografía, el disfraz, la transformación de los desechos como expresiones de una estética sexuada.[1] Eran politólogas que denunciaban la contradicción de la cultura occidental que, por un lado, proclama la igualdad y, por el otro, practica la exclusión de las mayorías. Eran antropólogas que pretendían trabajar los orígenes de la opresión y del trabajo doméstico, la prohibición del aborto y la maternidad compulsiva de las estructuras culturales occidentales. Eran críticas de los estereotipos femeninos fabricados por el “patriarcado”. Eran rebeldes. Y estaban juntas.

A mediados de la década de 1990, caído el Muro de Berlín y proclamado “el fin de la historia” por los apologistas del capitalismo unipolar, las feministas tenían cuarenta años y más, el mundo patriarcal se estaba fortaleciendo nuevamente y los cambios políticos destruían la esperanza de cualquier mejora en las condiciones de vida: se estaba consolidando el proceso, conservador en las costumbres y liberal en economía, de Globalización.

Las desenfadadas rebeldes estaban convirtiéndose en líderes (¿caudillas?, ¿especialistas?) que habían accedido tardíamente a la maternidad, cuando se permitieron (o se vieron orilladas a) una tregua en la cuestión de los roles en las parejas heterosexuales.[2] Esta transformación fue vivida como una derrota por la mayoría de las feministas latinoamericanas, pero una parte de ellas llegó a considerarla una “maduración”, el justo desenlace de un proceso de visibilización, fruto de la política de la identidad femenina. Era un hecho que a finales de los noventa, había feministas, o por lo menos mujeres en diálogo con ellas, en todos los parlamentos latinoamericanos, en la televisión y en los gabinetes, capaces de pensar como los hombres que quien está fuera del presupuesto está fuera de la realidad y que todos fuimos comunistas a los 20 años. En la actualidad, los esfuerzos para analizar los orígenes políticos de las feministas en cuanto sujetos históricos, que lleva a cabo la joven dirigente panameña Tania Rodríguez, quien ubica en la militancia el móvil de la acción que nos empujó en los setenta y en la academia, el de las que se están incorporando ahora, no desentraña el problema de la crisis de una teoría política vital de las feministas hoy.[3]

En la década de 1970, la de-santificación de la maternidad, en una América Latina convulsionada por las represiones militares y rescatada políticamente por las actuaciones de los Comités de Madres de Desaparecidas/os, no fue tan violenta como en Estados Unidos, donde la maternidad era identificada con la familia patriarcal, eje de la opresión femenina, ni como en las corrientes feministas marxistas europeas, para las que la familia era el primer peldaño de la doble construcción del capitalismo y del patriarcado. No obstante, la maternidad y la supuesta naturalidad de los valores maternos fueron cuestionadas.[4]

Muchas madres descubrieron en la autoconciencia que no habrían ejercido la maternidad sabiendo que podían evitarla sin dejar de ser mujeres. Las jóvenes rechazaron su “destino” de futuras madres y plantearon la separación de los conceptos de mujer y de madre. Marta Acevedo, en 1971, rompió con la historia de la maternidad y el lazo que la unía al deseo de las mujeres. Marta Lamas introdujo en México la idea de que las funciones de educadora, alimentadora y cuidadora se traducían en el trabajo de mothering, que ella tradujo con el término maternazgo, y tenían el carácter de una actividad laboral que mujeres y hombres pueden asumir por igual y cuyos derechos deberían ser reconocidos por el Estado. La maternidad voluntaria fue uno de los ejes sobre el que giró el movimiento feminista. El derecho al aborto fue defendido como un ejercicio de legítima defensa contra el feto devorador del proyecto de vida individual, contra el aniquilador de la independencia femenina.

El cuerpo de la mujer se des-maternizó, la función reproductiva y la salud sexual individual se separaron, los proyectos de vida se abrieron a una gama enorme de opciones laborales. En 1972, en México cien mujeres discutieron públicamente sobre este tema y examinaron la legislación relacionada con el aborto, los métodos anticonceptivos y el concepto de control de la natalidad. Un año después, el gobierno aceptó, en una nueva Ley General de Población, que “toda persona tiene el derecho de decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y espaciamiento de sus hijos”.

En 1976, el Movimiento Nacional de Mujeres –que con el Movimiento Feminista y el Movimiento de Liberación de las Mujeres integraba la Coalición de Mujeres Feministas- convocó a las primeras Jornadas por la Despenalización del Aborto, donde se sostuvo que la interrupción del embarazo era una decisión exclusiva de las mujeres y que debía ser libre y gratuita en todas las instituciones de salud pública. En los años siguientes las feministas mexicanas utilizaron diversas simbologías de impacto –se vistieron de negro en señal de luto por todas las mujeres muertas en abortos clandestinos y se manifestaron por la maternidad voluntaria en el día de la madre- para defender la voluntad de las mujeres contra la imposición de la maternidad desde la perspectiva de la reproducción de los hombres y el patriarcado.

En ese entonces, la vida política fue sacudida por la irrupción del ámbito privado e íntimo en las movilizaciones callejeras para la despenalización del aborto, mientras que, en la década de los noventa, la vida privada se retrajo por la tendencia feminista de insertar a las mujeres en la comunidad política, tendencia que se justificó volviendo a definir lo privado como doméstico.[5] Sólo para ejemplificar esta tendencia: las feministas visibles hoy luchan por la despenalización del aborto sin cuestionar la maternidad y los valores que la acompañan, así como justifican la relación, tan problematizada en los años 1970, entre el ama de casa y la trabajadora doméstica con base en el valor “público” del trabajo de la primera. Aún más, existen hoy colectivos feministas como Mujer y Desarrollo Económico Integral, en México, que ofrecen becas para que las jóvenes se inscriban a un curso de Certificación de Competencia Laboral, en donde se las instruye de acuerdo con las normas técnicas de servicios generales de limpieza, lavado y planchado de prendas y preparación de alimentos.

La política de la visibilidad pública está cruzando por terrenos pantanosos con tal de tranquilizar los ámbitos domésticos,[6] mientras los espacios públicos están siendo privatizados por las corporaciones mercantiles mundiales que rentan o compran calles, plazas y parques para sus acciones o empujan la vida civil hacia centros comerciales que fungen como plaza pública y en donde las y los ciudadanos no saben cómo denunciar que en su mundo se restringe cada vez más la libertad de opciones. Al salir a conquistar representatividad, a ganar cuotas y visibilidad política, las feministas en los años noventa empezaron a resguardar su cotidianidad de la crítica y recayeron en la familia como espacio de complementariedad y como refugio, mientras, paradójicamente, abandonaron también el análisis económico y político de la realidad para dedicarse sólo a la política de la identidad. Las no madres por definición libertaria se refugiaron en la maternidad como último reducto de los afectos y las revolucionarias, en el logro de un mayor poder de compra, aun criticando, paradójicamente, el modelo de globalización neoliberal.

¿Qué movimiento feminista, entendido como movimiento político de liberación del conjunto de las mujeres, era posible seguir impulsando con semejante transformación de las feministas de los sectores medios en mujeres hegemónicas, mientras las masas de mujeres rurales y urbanas se pauperizaban por el impacto que las crisis de la deuda externa y las políticas de ajuste estructural tenían sobre los hogares latinoamericanos?

En la década del noventa, se manifestaron tres fenómenos cuya relación ha sido poco analizada por las feministas: mientras el neoliberalismo se afianzaba e imponía su idea de que el mundo era ya una aldea global, las mayorías planetarias veían acrecentarse sus problemas de desempleo, desnutrición, cierre de escuelas y hospitales por las olas de privatizaciones. Las mujeres fueron las más afectadas por el giro de la economía, al punto que se acuñó la expresión “feminización de la pobreza”, para dar a entender que ellas eran las más pobres entre los pobres, las que más rápidamente se empobrecían y aquellas cuyas familias eran las más desprotegidas.

De ahí que, 1. Las que pudieron se unieron en organizaciones campesinas, de limosneras, de pobladoras, de pescadoras y aún de trabajadoras mal pagadas y sin derechos laborales en las maquilas, de refugiadas y de desplazadas por motivos ecológicos (sequías, inundaciones) o político-sociales (guerras de guerrilla, luchas étnicas, terror provocado por las compañías petroleras). Las organizaciones de mujeres se multiplicaron, pero no tenían ninguna relación con el movimiento feminista. 2. A la par, las feministas que en la década de 1980 se habían organizado en un movimiento social, estaban arrojando al mundo una serie de mujeres especialistas en asuntos femeninos, las así llamadas tecnócratas del género, ansiosas de “liderar” un proceso de cambio, por pequeño que eso fuera, al interior de la legalidad existente. 3. Y, finalmente, sectores numéricamente muy pequeños estaban obteniendo ganancias nunca antes concebidas y entre ellos había varias mujeres que se convirtieron en las heroínas de la visibilidad femenina en los ámbitos del poder económico.

Estos tres grupos de mujeres se convertirían en lo que algunas feministas históricas, como Virginia Vargas, afirman que es el acrecentado movimiento feminista contemporáneo. En realidad se trata de tres grupos potencialmente antagónicos, sobre todo si no encuentran en su diferencia sexual un nexo de resistencia común. ¿Cuál podría ser éste? Personalmente creo que la propia diferencia sexual, pero me temo que sin aterrizarla en la relación cuerpo de mujer-economía ni siquiera va a ser tomada en consideración por las mayorías de mujeres que ven diariamente cómo sus hijas e hijos se les mueren de hambre o son excluidos de todos los beneficios de la modernidad, porque ellas tienen prohibido trabajar o acceden únicamente a los trabajos peor remunerados.

El análisis económico de la utilización de los afectos de las mujeres en el ámbito doméstico había sido abordado desde el principio del movimiento de liberación de las mujeres. A mediados de los 70, las feministas analizaron la familia como un espacio de producción doméstica no mercantil, así como el valor económico de las actividades domésticas y su equivalente monetario. En América Latina tuvo una inmensa difusión el libro de la francesa Andrée Michel, La mujer en la sociedad mercantil,[7] cuya edición estuvo a cargo de la escritora mexicana María Luisa Puga, una de las voces más interesantes de la literatura escrita por mujeres de finales del siglo XX. La tesis fundamental del libro es que la economía no toma en cuenta los indicadores económicos de la esencial producción doméstica en el seno de la familia, porque ambos sexos creen que la producción doméstica no es una categoría económica sino una característica biológica de las mujeres. Las mujeres prestan un servicio gratuito a la familia y a la sociedad por amor y cuando entran en el sector mercantil soportan una doble explotación.[8]

En los ochenta y noventa del siglo pasado, varias economistas retomaron el estudio de la relación entre trabajo doméstico y explotación capitalista, así como de la vinculación entre el difícil acceso de las mujeres a la propiedad de la tierra y de la vivienda, y la violencia doméstica. Este segundo aspecto del estudio económico de la vida y las relaciones de las mujeres con el mundo patriarcal, se ha intensificado a finales de la década de 1980 y se diferencia del primero porque no intenta ya explicar la estructura interna del sistema con respecto al valor de la reproducción de la vida adscrito a un sexo, cuya identidad social es menospreciada.

Los estudios económicos que relacionan el género con la propiedad, presentan a las mujeres como víctimas que pueden ser organizadas alrededor de programas específicos de “empoderamiento” en la economía agraria y urbana. Empoderamiento es, como género, una mala traducción de una categoría del feminismo estadounidense, empowerment,[9] que la filósofa Rosi Braidotti emplea como sinónimo de potenciamiento o de adquisición de un mayor impulso para la acción y la reflexión, pero que la mayoría de las feministas de las políticas públicas utilizan como adquisición de poder-visibilidad por parte de las mujeres en el mundo de las finanzas y en las estructuras del Estado.[10] El empoderamiento es también una categoría con la cual se identifican los fines de muchas de las acciones de las Naciones Unidas para las mujeres. Cuando la economía femenina se vincula con el mayor o menor empoderamiento de las mujeres en el mundo público, la relación entre cuerpo, maternidad y explotación capitalista de la opresión doméstica de las mujeres se pierde de vista.

Las colombianas Carmen Diana Deere y Magdalena León, al tratar sobre la discrepancia entre la igualdad formal de los hombres y las mujeres ante la ley y el logro de una real igualdad económica entre ellos, sobre todo en el campo de la propiedad rural, han mantenido la mirada puesta en el cruce entre cultura y economía, sexo y cultura, propiedad masculina de los hijos y de la tierra y violencia contra las mujeres que deben trabajar sin derechos esa tierra y para esos hijos. Este cruce es necesario tomar en cuenta cuando se aborda el conflicto entre el capitalismo, hoy ubicado en el modelo de desarrollo neoliberal, y la liberación de las mujeres, en un momento de profunda dependencia de los mecanismos de mercado. En Género, propiedad y empoderamiento: tierra, Estado y mercado en América Latina, Deere y León argumentan que “la desigualdad de género en la propiedad de la tierra en América Latina tiene que ver con la familia, la comunidad, el Estado y el mercado”,[11] pues las principales formas para adquirir la propiedad son la herencia, las reformas agrarias del Estado y la compra en el mercado, todas ellas atravesadas por el sesgo de la preferencia masculina en la economía y los privilegios masculinos en el matrimonio, no estando excluido el uso de la violencia física y simbólica contra las mujeres.

De hecho, el control efectivo sobre la tierra incluye el control para decidir cómo debe utilizarse (lo cual implica conflictos, por ejemplo, sobre posiciones ecológicas) y cómo manejar los beneficios que produce (gastos, inversiones, reparto de las utilidades), lo cual no se logra con la propiedad simple porque en muchos casos la tierra heredada por la mujer está incorporada al patrimonio familiar que administra un jefe de hogar masculino. Sólo una transformación de las ideas de familia y de los roles de las mujeres y los hombres en su interior, es decir, una transformación cultural que se manifieste en la práctica legal, garantiza el control de la economía de la tierra: la garantía de un mecanismo formal de inclusión de las mujeres es “el reconocimiento del hogar con jefatura doble o compartida”.[12]

La doble jefatura del hogar es la pérdida de la supremacía del pater familia. Sin embargo, no se enlaza con el ejercicio de la autonomía económica de las mujeres ni garantiza la equidad entre los sexos en la distribución y la tenencia de la tierra, porque no garantiza a las mujeres la independencia de su estado civil. Tampoco mejora la situación de integridad física y moral de las mujeres, porque la menor incidencia de golpes y coacciones se da sólo donde las mujeres tienen un mayor poder de negociación que los hombres en la familia y la comunidad, es decir una autonomía real del marido.

Es interesante notar cómo Carmen Diana Deere y Magdalena León, así como la mayoría de las investigadoras sociales que se adscriben a un análisis ligado a las prácticas del feminismo de las políticas públicas -como Virginia Vargas[13] y Alejandra Massolo[14]– se dan cuenta de ello, así como de la estrecha relación que la dependencia de una figura masculina en la cultura patriarcal tiene con la pauperización de las mujeres o feminización de la pobreza en el sistema neoliberal actual. A pesar de esto, prefieren abocarse al análisis de los cambios posibles, aquellos que se dan paso a paso y bajo la dirección de un grupo de “especialistas” externas, haciendo de la posibilidad un sinónimo de superficialidad. Desechan las dudas, las reflexiones y las propuestas más radicalmente autónomas de las mujeres acerca de su economía en las zonas rurales y urbanas (ligada o no a la propiedad de la tierra y la vivienda), en nombre de la dirección, por parte de las especialistas, de una serie de acciones para “generar consenso sobre el contenido de las políticas públicas con perspectiva de género y, específicamente, sobre la necesidad de reconocimiento de los derechos de la mujer rural a la tierra”.[15] Estas especialistas relacionan el movimiento social de las mujeres urbanas y rurales con el Estado, la política formal y los organismos internacionales, fungiendo como mediadoras necesarias. Si bien es cierto, que para ellas “el movimiento de mujeres tiene que formar parte de cualquier solución que se dé a la cuestión agraria”,[16] lo cual las expone al rechazo de los tecnócratas de la economía neoliberal, no se ven como parte de ese movimiento sino como sus dirigentes.

¿Son estas actitudes las que han frenado el impulso del movimiento? ¿O es que la desaparición del movimiento feminista, su atomización en diversos movimientos de reivindicaciones específicas de sectores de mujeres, ha provocado el surgimiento de actitudes de protagonismo y especialización en algunas de las feministas del movimiento social de las mujeres de los años ochenta? La tendencia a la solución individual de los problemas afectivos y económicos, vía el acceso a la propiedad y la maternidad apolítica (nuevamente solitaria), responden al individualismo occidental de los criterios del neoliberalismo mundial, y también al repliegue del movimiento.

Desde la crisis de los valores colectivos, más que una valoración de la corporalidad femenina que incluye tanto la reproducción como la decisión de no reproducirse, entre las mujeres, que en el neoliberalismo han encontrado una visibilidad y un reconocimiento impensable dos décadas antes, hay una tendencia a asumir la maternidad como un derecho a una forma de vida válida para las mujeres heterosexuales, y últimamente también lesbianas, que se inserta en sus quehaceres políticos, filosóficos y de los tiempos de los afectos.

Una tendencia ambigua, mezcla de un sentimiento de cansancio respecto al enfrentamiento con los patrones reproductivos de la sexualidad y de una omnipotencia conservadora, la del poder creador de la gestación,[17] se empezó a elaborar cuando, en la década de 1982 a 1992, el conservadurismo político encontró en la pandemia del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (SIDA) y en la crisis del aparato soviético a sus mejores aliados.

La irrupción del miedo en la sexualidad de las y los jóvenes era algo totalmente desconocido para las feministas de los setenta. Ellas enfrentaban morales sexuales tradicionales con un desparpajo fecundo, con una actitud irreverente de las formas de represión y violencia contra la sexualidad femenina, con un gozo que no pasaba por la posesión y el control masculinos. El ejercicio de la sexualidad era entonces una manera de hacer política, de traer a la luz la confusión oculta entre lo público y lo privado, de subvertir los roles sexuales, de cancelar la frontera entre las mujeres respetables y las putas, las madres solteras, las marginadas, así como entre las mujeres de las clases y etnias dominantes y las pobres, las indias, las negras.

En los noventa, en cambio, las prácticas preventivas del SIDA, el sexo seguro, el uso del condón, los avances en los estudios genéticos y de clonación humana implicaban un discurso sobre el riesgo de la sexualidad. Seguramente se trata del primer discurso sobre la sexualidad que tuvo cabida en la radio, la televisión, las familias, pero que era, a la vez, un discurso machacón, repetitivo, castrante, muchas veces emitido por progenitores y maestros asustados o por gobiernos temerosos de los costos económicos de la atención a los y las pacientes. El placer que provocaba el estallido de la moral convencional en cada beso y en cada abrazo extramarital había desaparecido en la educación y normativización de las relaciones entre adolescentes. Paralelamente, el rechazo a la doble moral sexual del discurso heterosexual feminista –en la práctica, la denuncia de casi todas las formas de promiscuidad masculina heterosexual-, se convirtió en una censura de la heterosexualidad experimental y múltiple, que parte importante de las y los jóvenes rechazaba.

Esta actitud orilló a la mayoría de las heterosexuales, que se habían acercado a las propuestas feministas durante su juventud, a la soledad y a una ruptura generacional con las mujeres más jóvenes que ellas, muchas veces acrecentada por la búsqueda de una salida terapéutica de su conflicto individual.[18] Perdida la militancia como espacio de interacción y creación entre amigas, muchas feministas que habían cruzado la historia del movimiento, enfrentaron un vacío de relaciones amorosas horizontales que la existencia de hijas e hijos y la crisis de la menopausia exacerbaban en lugar de paliar, como si el feminismo les hubiese dado pocas oportunidades a cambio de las relaciones sexo-afectivas.

De repente, mujeres de los sectores medios que habían criticado durante décadas el consumismo, por cercanía con la cultura popular, por ideales políticos o por motivaciones ecologistas, accedieron al mundo del consumo. ¿Expresión del desencanto o rendición ante la cultura dominante? Igualmente, los núcleos temáticos sobre los que se articulaba el pensamiento feminista de los primeros años, resultaron de súbito poco atractivos para mujeres que, cada vez más, deseaban figurar, ser vistas, tener un lenguaje técnico reconocido con el cual construir una agenda pública para permear la cultura entera con su específico reclamo de igualdad jurídica, económica y de oportunidades educativas y políticas.

El resultado de esta tendencia se tradujo en la reconstitución de los colectivos feministas en grupos de debate público, en organizaciones que recogían las demandas del movimiento de mujeres y que intentaban influir sobre sus decisiones, en activistas que se sumaban a los procesos electorales para presionar por la adopción de políticas a favor de las mujeres, y en organismos no gubernamentales con un discurso específico sobre la violencia, la salud, los derechos humanos, la legislación y la participación política de las mujeres. Se tradujo, pues, en una confusión entre los ámbitos del trabajo y de la militancia que, lejos de enriquecer el movimiento, redujo la dinámica libertaria del feminismo a la producción de conocimientos catalogables y de demandas homologables a las moderadas propuestas políticas que la tendencia liberal extrema de la economía consideraba aptas para la democratización de Latinoamérica.

¿Ha entrado en crisis esta tendencia? A pesar de que sigue pareciendo el modelo de feminismo visible, me atrevo a decir que sí, desde que en 1998 se perfiló en el horizonte un movimiento de mujeres y de hombres que enarbolaron una crítica al sistema económico mundial y a todas las formas de política que le habían servido de escudo, exigiendo el pleno respeto a las diferentes formas de producción y distribución agraria y fabril existentes en el mundo, así como a los diferentes sistemas de producción de conocimientos.


[1] El Colectivo Polvo de Gallina Negra, conformado por las pintoras mexicanas Mónica Mayer y Maris Bustamante, editó un anatema brujeril para lanzar el mal de ojo a los violadores; se presentó en televisión invitando al conductor Guillermo Ochoa a vestir una panza y gozar del privilegio de ser nombrado “Madre por un día”; a través de varios envíos postales a la comunidad artística y a la prensa, desarrolló una actividad titulada “Égalité, Liberté, Maternité”, en la cual confluyeron las escritoras y poetas Perla Schwartz, Carmen Boullosa, Angélica de Icaza, Magali Tercero, Enriqueta Ochoa y Patricia Vega. Ver: Araceli Barbosa Sánchez, La perspectiva de género y el arte de mujeres en México. 1983-1993, Tesis de doctorado en Historia del Arte, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México 2000. Ver también: Inda Sáenz, “Impresiones feministas en la plástica en México”, en Griselda Gutiérrez Castañeda (coord.), Feminismo en México. Revisión histórico-crítica del siglo que termina, PUEG-UNAM, México 2002.

[2] Se trata de una generalización. En Honduras y Bolivia, las feministas son, en su mayoría, mujeres de aproximadamente treinta años. Es probable que la inexistencia de un feminismo durante las dictaduras, las represiones y las guerras de los años setenta, haya significado una entrada tardía de las mujeres a la autoconciencia o a las políticas reivindicativas. Más jóvenes son también las feministas de las provincias del interior de México y de Argentina y muchas de ellas lamentan la falta de diálogo con las mujeres mayores, más visibles, de sus ciudades capitales.

[3] Cfr. Francesca Gargallo, “IX Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe: discurso antineoliberal sin carne ni emoción”, en Triple Jornada, suplemento mensual de La Jornada, núm. 53, 6 de enero de 2003, p. 7.

[4] Y siguen siéndolo. Desgraciadamente la mayor analista de la maternidad en la construcción de las identidades femeninas, Yanina Ávila, no ha reunido y publicado sus investigaciones, que están dispersas en revistas y trabajos académicos en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y en la UNAM. También es reciente la tesis de maestría de Isabel Barranco, Impacto de los estereotipos de la maternidad utilizados en los anuncios publicitarios de la televisión comercial en el horario triple A del canal 2, Televisa, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, 2001. La antropóloga Marta Lamas, que ha debatido durante 30 años sobre la maternidad y su relación con los derechos de las mujeres y la construcción de identidad de género basadas en ella, así como con los derechos reproductivos y el aborto como frontera del derecho a decidir, acaba de publicar: Política y reproducción. Aborto: la frontera del derecho a decidir, Plaza y Janés, Barcelona 2001. En la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco, otra antropóloga, Ángeles Sánchez Bringas, dirige estudios sobre la maternidad y las prácticas que su “idea” impone en México.

[5] A pesar de que no coincido con la idea de que las feministas latinoamericanas carecieron de una visibilidad política semejante a la europea por la importancia histórica del despertar de otros movimientos como el campesino e indígena, según afirma matizadamente la historiadora Cristina González (en Autonomía y alianzas. El movimiento feminista en la Ciudad de México,1976-1986, PUEG-UNAM, México 2001), me parece interesante hacer notar que ella ubica el inicio del reflujo y la institucionalización del movimiento feminista en el primer lustro de los ochenta.

[6] Privadas pueden ser muchas relaciones libres: las relaciones de amistad, de estudio, de diálogo, de amor. Éstas inciden en la política y la economía, porque inciden en la construcción del sujeto. Domésticas son las relaciones que se dan en el interior de un espacio cerrado y opresivo, la casa entendida como espacio de las relaciones familiares tradicionales. Que alguien pueda ser el candil de la calle y la oscuridad de la casa se ha tolerado y hasta fomentado entre los hombres que hacen política, en el ámbito liberal y en el socialista, así que para el sistema patriarcal una mujer liberada en la calle, el parlamento y los organismos internacionales puede ser una mujer que trabaje para la conservación de roles y valores sexistas en su mundo doméstico. A este propósito vale la pena revisar las relaciones entre mujeres que se desempeñan como hombres en el espacio público y las mujeres que las sostienen en la reposición de su fuerza de trabajo al interior de su núcleo familiar, fungiendo socialmente como mujeres: sus madres, hermanas, hijas, empleadas domésticas, amigas y sus parejas en las relaciones lésbicas.

[7] Siglo XXI, México 1980.

[8] Lourdes Arizpe ha aplicado este análisis a los estudios antropológicos de las mujeres: La mujer en el desarrollo de México y de América Latina, UNAM-Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, México 1989. También fue muy leída la marxista estadounidense Zillah Eisenstein (Patriarcado capitalista y feminismo socialista) que intentó una teoría del feminismo socialista, sobre la base de reconocer la interdependencia entre el capitalismo y la supremacía masculina, entre las relaciones de clase y las relaciones de la jerarquía sexual. Desde 1969, Zillah Eisenstein analizó las condiciones económicas de las mujeres latinoamericanas y dictó conferencias y cursos en diversos países de la región. En 1999, Raquel Gutiérrez Aguilar insistía todavía en el componente nítidamente anticapitalista de los más vigorosos esfuerzos emancipadores de las mujeres: Desandar el laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea, op. cit,, p. 145.

[9] Ver Supra, p. 21.

[10] Por ejemplo, en el discurso del Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJER) de México.

[11] Carmen Diana Deere y Magdalena León, Género, propiedad y empoderamiento: tierra, Estado y mercado en América Latina, FLACSO-Ecuador/Programa Universitario de Estudios de Género-UNAM, México 2002, p. 3.

[12] Ibid., p. 10 y después pp. 232-235.

[13] Virginia Vargas, Saskia Wieringa y Geertje Lycklama (editoras), El triángulo del empoderamiento, Tercer Mundo editores, Bogotá 1996.

[14] Alejandra Massolo (editora), Mujeres y ciudades: participación social, vivienda y vida cotidiana, El Colegio de México, México 1992.

[15] Carmen Diana Deere y Magdalena León, Género, propiedad y empoderamiento…, op. cit., p. 231.

[16] Ibid., p. 428.

[17] La influencia de la idea expresada por Riane Eisler de que los seres humanos, mujeres y hombres, somos adictos al amor y dependemos para la armonía biológica de nuestro vivir de la cooperación y la sensualidad, no de la competencia y la lucha, ha llevado a muchas feministas a revalorizar la capacidad reproductiva, amorosa, del vientre materno, de la “sabiduría” de la madre. A pesar de que su texto más conocido, El cáliz y la espada, (Santiago de Chile, Cuatro Vientos, 1990) no plantea una posición de jerarquía, sino de vinculación ética entre los sexos y de libertad femenina, se hace una lectura conservadora del mismo, desde una óptica del poder de las madres, hecha por distintos tipos de mujeres, que ha provocado rechazo hacia la actitud antimaterna de aquellas que quieren vivir su sexualidad de manera laica, no procreadora.

[18] La relación con el psicoanálisis ha sido fundamental para una parte del feminismo, sobre todo el de la diferencia sexual francés e italiano. En América Latina, las terapeutas reichianas han trabajado mucho las implicaciones de la liberación sexual para la libertad de las mujeres. Muchas lacanianas se han interesado en el lenguaje, la vida y la escritura de las mujeres. Emilce Dio Bleichmar ha trabajado a fondo los trastornos narcisistas de la feminidad. Sin embargo, hoy existen psicoanalistas de moda, que trabajan en la difusión de temas como el machismo o la homosexualidad, para que sean reconocidos y aceptados desde un discurso conciliador que pretende sustituir la participación en un grupo o un movimiento político. Ver, por ejemplo: Marina Castañeda, El machismo invisible, Grijalbo, México 2002; y La experiencia homosexual, Grijalbo, México 2000.

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▒ Índice del libro

Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, 2a ed. revisada y aumentada, 2006.

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