Archivos Mensuales: abril 2018

http://www.revistaelgrito.com/html/inquisiciones/inquisiciones10.html

Estándar

Historia, estética y racismo


Francesca Gargallo Celentani

Todo tipo de expresión social es cultura; de manera que no hay una cultura universal sino culturas que producen bienes que contribuyen a la formación de identidades. Toda cultura se despliega en el tiempo y, de una forma u otra, como tiempo visualiza su devenir. A eso le llamamos historia. No es única, no es lineal, no se desplaza necesariamente sobre el eje del antes y después; más bien se relaciona, como escribió antes de su deportación y muerte en el campo de concentración de Buchenwald Maurice Halbwachs, con un recuerdo plural, una memoria colectiva que dota de un sentido compartido a las personas, los hechos y su importancia. Además de La memoria colectiva, libro publicado póstumamente en 1950, Halbwachs había escrito sobre los marcos sociales de la memoria, en 1925, y sobre la memoria de los lugares evangélicos en Palestina, en 1941. En los tres textos, sostiene que la memoria colectiva es el proceso social de reconstrucción del pasado vivido y experimentado por una comunidad o un grupo de personas que tienen alguna identificación. Según Halbwachs, la memoria tiende a hacer hincapié en la permanencia del tiempo y en la continuidad de la vida, para que la identidad de un grupo se conforme sobre bases comunes y seguras, mientras que la historia insiste en las transformaciones que se suceden en el tiempo. ¿Es posible pensar, entonces, una historia de todas las culturas? ¿Es posible romper con la idea que la historia la han escrito, es decir, fijado y limitado en un proceso de decantación único, los pueblos y los grupos sexuales que han ganado batallas militares, económicas o ideológicas?

La idea de Halbwachs acerca de una memoria colectiva múltiple, que se transforma en la medida en que se actualiza; así como la idea de ñawpa, que se traduce como futuro y como pasado en la cosmovisión andina; la idea mesoamericana de soles o eras que se suceden a través de un fin que da nacimiento, y la idea feminista de que la humanidad no existe sin la presencia activa del recuerdo de todos los seres humanos, mujeres, hombres e intersexuales en la percepción de su estar en el mundo, reflejan que el pasado nunca es igual ni nos informa del mismo modo. En el presente de quien recuerda, el tiempo histórico resulta de la pluralidad de sujetos recordantes y de elementos emergentes del recuerdo. Con ello, la historia androcéntrica ha entrado en crisis. La historia racista, la de una Europa y una europeidad portadoras de progreso y civilización frente a un mundo o demasiado joven o demasiado viejo para representar a la humanidad, ha entrado en crisis. La historia clasista ha entrado en crisis. La historia de la belleza como valor estético ligado al aspecto físico y producción artística de un grupo con poder ha entrado en crisis.

Según Paul Ricoeur, que como nadie ha analizado la relación entre hecho histórico y narración, existe un pacto tácito entre quien escribe y quien lee un texto histórico, porque entre los dos se establece una expectativa de verdad. Ahora bien, insiste Ricouer, este supuesto, esta confianza en que la representación del hecho sea verdadera, no inicia con la historia, sino con el recuerdo, con la memoria. La confianza en la presencia de un recuerdo verdadero presupone que la imagen recordada sea fiel a la verdad. Pero ¿quién recuerda y quién representa el pasado recordado? Mi padre, cuando era niña, me insistía en una concepción presente en muchos de sus escritos y que sustentó su Historia de la historiografía moderna: la historia es siempre presente, no hay pasado sino tan solo la representación del mismo que un historiador hace en su tiempo.

Ahora bien, desde que las mujeres nos nombramos y recordamos juntas –compartiendo así una identidad de sobrevivientes, activistas, participantes–, la memoria de los hombres ha dejado de sernos verdadera, operativamente verdadera: se nos ha instalado la duda sobre lo que es el devenir de la humanidad y sobre lo que es importante y digno de recordarse. Desde que en 1973 el pueblo nasa se organizó en el Cauca, reivindicando las ideas de Quintín Lame Chantre acerca de la afirmación de los valores propios y el rechazo a la discriminación para defender su derecho a la tierra y a una organización propia, los pueblos y nacionalidades originarias cambiaron una historia invisibilizada, sostenida en una memoria de grupo que negaba, a través de la historia oficial, un tiempo de sobrevivencia física y de cosmovisión, por una historia de verdades recordadas en imágenes de resistencia indígena y que pone en entredicho los momentos culminantes o espectaculares de las independencias y revoluciones latinoamericanas. Como escribe la lingüista mixe Yásnaya Aguilar: “Todas las narraciones y conocimientos que mis abuelos me han enseñado tienen algo en común: no necesitaron de la palabra escrita, necesitaban de práctica y memoria. El analfabetismo no supone falta de conocimiento ni mucho menos impide su transmisión”.

Francesca Gargallo

de Nonoy Gámez

Las artistas borradas del recuento de autoras por los museos, el campesinado que aparece protagonista de resistencias diversas apenas en la historiografía marxista inglesa del siglo XX –Edward Thompson, por ejemplo, escribió en 1963 una historia de las clases populares y de los grupos oprimidos, recuperándolos como agentes de la dinámica histórica y su voz y su memoria en tanto que fuentes del saber; vuelve a las cosmovisiones campesinas como sustrato ideológico y a la conciencia obrera como móvil de una historia de todas las clases sociales, una historia de memorias colectivas que descalifican como verdaderos el punto de vista y la representación de los vencedores y las clases dominantes–, las trabajadoras no reconocidas: las amas de casa y las campesinas de subsistencia colectiva, las curanderas toleradas en los territorios colonizados como cuidadoras de cuerpos secundarizados y transformadas en brujas en Europa para privilegiar el conocimiento médico de los hombres, las jóvenes raptadas en África y convertidas en América en carne de trabajo y lujuria por los colonialistas, los cuerpos racializados y afeados –esto es: cargados de categorías que expresan desagrado o miedo para desautorizar a un colectivo– siempre estuvieron presentes. Por eso hoy pueden elaborar sus propias memorias para atribuirse el recuerdo de los hechos.

Ahora bien, los mecanismos culturales con que las memorias de los colectivos no hegemónicos fueron desconocidas sistemáticamente en aras de constituir memorias nacionales parceladas, nos revelan muchos de los defectos y hasta de los horrores del autoritarismo nacionalista, del racismo colonial y de los sesgos académicos. Por ejemplo, utilizaron categorías estéticas para diferenciar los buenos-bellos recuerdos, que había que atesorar, de las memorias feas-sucias-atrasadas-inútiles-peligrosas.

Las categorías o “valores” estéticos están presentes en la casi totalidad de las percepciones culturales e individuales de qué es humano y de qué es bueno. El vínculo entre estos valores estéticos y las categorías éticas de comportamiento son evidentes e implican juicios de valor: lo bello y lo feo, pero también lo sombrío, terrible, fúnebre, oscuro, sucio, asqueroso, horrendo, terrorífico, grosero, torpe, vulgar, cursi, flojo, destemplado, esbelto, gracioso, fino, elegante, sublime, hermoso, armonioso, claro, guapo.

En otras palabras, y contra lo que se enseña en muchos cursos de historia del arte, la estética sostiene percepciones íntimas, acciones y memorias a lo largo de la totalidad de la vida humana y no sólo la percepción de lo que se ha dado en llamar Arte. Decir de alguien, en México, “qué bonito” porque es “güerito” involucra una apreciación históricamente construida desde el racismo colonialista e implica, a su vez, tanto una autodescalificación racial como una sumisión de clase. Nada tiene que ver lo bello con el fenotipo de las personas blancas, a menos que se le atribuya, en el recuerdo colectivo, un lugar de dominancia militar o económica que debe ser subrayado como positivo a través de una apreciación estética.

Por supuesto, la historia del racismo no se agota en el soporte de los valores estéticos de una cultura. Su materialidad se hace evidente en la discriminación económica, educativa y en la violencia que sufren los cuerpos racializados. El Frente 3 de fevereiro, en São Paulo, es un grupo de investigación e intervención artística formado por artistas plásticos, diseñadores gráficos, músicos, actores, una cineasta, una historiadora, una socióloga, una abogada y un escenógrafo. Trabaja en torno al racismo en la sociedad brasileña, al que define como “una contradicción social”. Su abordaje crea nuevas lecturas y pone en contexto datos que llegan a la población de modo fragmentado, a través de los medios de comunicación. Sus intervenciones artísticas –mantas, presencias en lugares disímbolos, tomas del espacio público– asocian un legado artístico muy importante en São Paulo con la urgencia de darnos cuenta y recordar la violencia racista, no sólo clasista. O, más bien, la violencia de las autoridades encargadas de proteger lo blanco con todos sus atributos de supremacía. El nombre mismo del Frente se deriva de un hecho de la realidad racista: el 3 de febrero de 2004 un joven dentista recién graduado, Flavio Sant’Ana, por el solo hecho de ser negro fue confundido con un ladrón y asesinado por la policía de São Paulo. “La muerte de Flavio hace evidente la tipificación cotidiana del joven negro como ‘sospechoso’, como ‘amenaza’”; es decir, el asesinato de un profesionista negro de clase media alta muestra que “la democracia racial es un intento deliberado de negar las perversas prácticas sociales apuntaladas sobre una herencia esclavista”.

No es bello matar a alguien por su color de piel. No es bueno fingir estar de acuerdo con un mestizaje que nos oculta recuerdos colectivos porque así nos impide identificarnos con ciertos grupos. Una alumna mía, nahua de Hidalgo, me confesó que cuando se siente cansada de las miradas racistas que le lanzan profesores y estudiantes en la UNAM, se disfraza de mestiza. Su fenotipo no cambia, pero destrenzándose el pelo y usando pantalones se confunde con todos y todas sus compañeras. Porque el México mestizo es en realidad un México desindianizado mediante violentísimas intervenciones sobre la memoria colectiva. Ahora bien, este México de gente oscura es también el México víctima de la impunidad policial y de la violencia asesina que han ejercido grupos de delincuentes vinculados a la organización del poder económico, político y mediático.

Ciencias, artes, relaciones entre individuos sexuados, expresiones afectivas, formas de producción económica, sistemas políticos, ideas de sí y formas de recordarse son bienes que una cultura produce. Se dan en el tiempo y sobre ellos se asientan, de forma jerárquica, las ideologías que definen esa cultura.

Pez diablo

de Nadja Massün

Hoy, desde abajo y desde las orillas del saber histórico, pujan sexos que cuestionan su jerarquía social; resistencias a los simbolismos de los colores de piel y fenotipos hilvanados con supuestas cualidades o defectos; críticas a los ordenamientos de saberes; rechazos a los idearios religiosos y morales, que en la representación mnemónica de las mujeres y de los miembros de pueblos originarios, migrantes, minorizados, representan escalafones de discriminación o remiten a posiciones de maltrato. Son pruebas de que el pacto tácito entre escritores y lectores blancos, hombres y letrados puede ser cuestionado y roto por quien hoy busca otros recuerdos con que construir la imagen de la historia. La simplificación de la diversidad humana y cultural que se sostenía en ese pacto era afín a sí misma y su expectativa de verdad era ideológica. El autorreconocimiento de diversos sujetos de la memoria las estalló, dando pie a la posibilidad de historias no racistas ni androcéntricas.

Hasta 1871, cultura no significaba más que cultivo de los suelos o sistema educativo. Edward B. Tylor, sin embargo, en su libro Cultura primitiva, construyó una sinonimia entre cultura y civilización: “La cultura o civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es ese complejo conjunto que incluye el conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos adquiridos por el ser humano como miembro de la sociedad”.

Como producto de la actividad social, la cultura es una expresión de las relaciones de poder, de cuidado y de acción del colectivo que la produce. De ninguna manera puede ser permanente e inamovible: cualquier cambio tecnológico, ecológico, religioso, médico, económico, político e ideológico interviene sobre el conjunto de objetos e ideas que un colectivo produce. Y lo mismo sucede con cualquier atribución plural del recuerdo con que el colectivo se representa en la historia.

Históricas son tanto las culturas producidas por las y los ciudadanos de un Estado-nación como las culturas de una nacionalidad no estatal (tribal, comunitaria) que vive en los márgenes del reconocimiento. Históricos son los productos llamados “medicina alópata” y “pintura de caballete” pero también lo son otros productos llamados “rezo curativo” y “pintura corporal ritual”: cambian, se adaptan a circunstancias en permanente transformación.

La mayoría de las culturas producidas por colectivos insertos en sistemas de gobierno y de organización social y educativa provenientes de tradiciones europeas (las europeas y las de las élites de los países otrora colonizados por aquéllas) están sujetas a diversas alteraciones de sentido, provocadas por la acción de los movimientos de liberación de las mujeres, que desde hace dos siglos irrumpieron en su producción y organización. Los feminismos europeos y americanos, por ejemplo, han suscitado discusiones y transformaciones de la cotidianidad, desde las relaciones de pareja hasta la crianza de los hijos y el cuestionamiento de las sexualidades; han inducido a reacomodos en las industrias de la alimentación, la indumentaria y el calzado, así como en la educación, la política y las ideas y las artes. Dada la forma de llegar a buscar recuerdos para constituir la propia memoria, las mujeres europeas se cuestionaron la invisibilidad de sus congéneres en las culturas asiáticas, africanas y latinoamericanas, y empezaron a escucharlas, aprendiendo formas de relación social entre sexos definidos desde diversas sexualidades y roles genéricos.

Las culturas expresan sus memorias, se las narran. Se hacen historia en lenguajes orales y escritos que articulan emociones, convicciones, tradiciones, reacciones y cotidianidades en el tiempo. Narraciones que acompañan gestos, como los mitos asisten a los ritos. Relatos trinos en los tiempos lineales, con inicios, desarrollos y fines, que van de un atrás visto en el presente como empuje hacia un adelante anhelado y aún inexistente. Y gestas que se sostienen en el tiempo frente a los ojos de la memoria, para dirigirse al atrás de lo incógnito y futuro. Relaciones tentaculares de los tiempos que se derivan de las múltiples formas con que las sociedades recuerdan su historia.

Las culturas responden a quien les da vida. Al mismo tiempo, transmiten sus conocimientos por la vía de los recuerdos. Las historias, en su doble sentido de hechos del pasado y sus reseñas, son seguridades colectivas; no obstante, pueden contener pretensiones de universalidad, o también su crítica. Algunas narraciones deslegitiman las pautas heredadas para separarse de memorias opresivas. La historia de las mujeres que empieza a ser narrada por las feministas se ha dedicado a demostrar que la hipernormativización de las conductas femeninas en el patriarcado ha sido siempre fruto del control que ejercían sobre ellas las instituciones masculinas, todo con el fin de limitar su desempeño humano. La narración y escritura de sus recuerdos no tienden a ser lineales; se desvían, refieren, circulan, retornan, explican, se detienen. Y tienen intereses diversos. Por ejemplo, no son bélicas, lo cual descontrola a quien está acostumbrado a los hitos militares para ubicarse en el mapa del tiempo.

Las memorias en las culturas se conservan y se transforman, satisfacen mandatos religiosos e ideológicos, se forjan sobre bases materiales de subsistencia, expresan valores y los ponen en crisis. No existe sociedad sin cultura, a la vez que no hay cultura que logre silenciar de manera duradera los sucesos históricos que le dieron forma. Con el fin de los relatos universalistas, gracias a la acción de la memoria de los grupos otrora silenciados, sabemos que el supuesto de que la historia la escriben los vencedores es una verdad a medias, pues, aunque silenciados, los recuerdos de los vencidos producen resistencias, atribuciones subalternas, identidades grupales y utopías rebeldes contra los sistemas de dominación. La más brutal de las represiones no borra la memoria de las posibilidades que truncó.

Francesca Gargallo Celentani (1956)

Ver en

UN MAR DE FUEGUITOS