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Francesca GARGALLO, “El feminismo y el necesario antirracismo en Nuestra América”, ponencia leída en el XIV Congreso Internacional de Filosofía Identidad y Diferencia, organizado por la Asociación Filosófica de México, Mazatlán, Sinaloa, 8 de noviembre de 2007.
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El feminismo y el necesario antirracismo en Nuestra América
Francesca Gargallo
Secretaria General de la Sociedad de Estudios Culturales Nuestra América
Academia de Filosofía e Historia de las Ideas de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México
RESUMEN
El feminismo latinoamericano, como movimiento político de liberación de las mujeres, ya en su expresión decimonónica se manifestó en contra de la esclavitud y el racismo. En su posición rebelde, de recuperación del cuerpo de las mujeres y de reivindicación del derecho a una vida no dominada por el colectivo masculino, propia de la década de 1970, también asumió que racismo y feminismo eran posiciones contrarias. No obstante, el pensamiento feminista hoy hegemónico es el que expresan mujeres blancas que trabajan en instituciones, universidades y ONG. La necesidad de asumir la tensión que la cuestión étnica impone al movimiento de mujeres, así como de integrar la producción teóricopráctica del feminismo latinoamericano con las reflexiones de las feministas negras y de los diferentes movimientos de mujeres indígenas es hoy una necesidad insoslayable.
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Feminismo y antirracismo surgieron como corrientes políticas antihegemónicas, es decir como reacciones a situaciones de injusticia reales que la cultura dominante no cuestionaba, en un momento de crisis y reajuste de las formas europeas tradicionales de ver la política y la economía. A finales del siglo XVIII, el antirracismo primero se manifestó como antiesclavismo porque en América, desde el surgimiento del capitalismo, el comercio europeo había racializado el esclavismo, convirtiéndolo en un asunto de la población africana y afrodescendiente, que por lo mismo los jesuitas mexicanos habían empezado a denunciar como una actitud antihumanitaria y no cristiana. El feminismo surgió a raíz de la Revolución Francesa, también a finales del siglo XVIII, como un movimiento emancipador de las mujeres, reivindicando derechos económicos, la custodia de los hijos/as, la educación y, finalmente, la plena ciudadanía, sufragio electoral incluido, de ahí que se le conociera como sufragismo.
El origen igualitario de los movimientos feminista y antirracista los insertaba en las corrientes ilustrada y romántica de renovación de la Modernidad, misma que respondió al giro hacia el liberalismo del capitalismo conservador. Ambos fueron movimientos euro-estadounidenses-australianos, es decir del eje occidental que se fue conformando en contraposición con Asia y África y que tendía a englobar o aniquilar todas las culturas que no se identificaban con sus parámetros de verdad, y que tuvieron éxitos que se institucionalizaron a lo largo de todo el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.
En América, el antiesclavismo fue una piedra angular del pensamiento y la acción emancipadora: de Bolivia a California, independencia, republicanismo y fin de la esclavitud coincidieron. Sólo en Argentina hubo un pasaje de la esclavitud a la libertad de vientre y de ella a la emancipación total de las personas esclavizadas, en Brasil la esclavitud se conservó hasta finales de la monarquía y en Estados Unidos se mantuvo durante casi un siglo por las contradicciones internas de su desarrollo económico y la influencia del cristianismo conservador contraria al pensamiento liberal anglosajón.
La totalidad de las sufragistas durante el siglo XIX fueron fervientes antiesclavistas, aunque los hombres antiesclavistas en pocas ocasiones fueron feministas. En América Latina, el triunfo de los movimientos independentistas coincidió en la mayoría del continente con la abolición de la esclavitud y el amplio desarrollo de las ideas republicanas y liberales, lo cual no implicó un reconocimiento de los derechos de las mujeres ni de sus aportes a la política. En Argentina, por ejemplo, la liberal Juana Manso no sólo escribió contra todo esclavismo sino lo comparó con la condición de sumisión generalizada en la que vivían las mujeres de su generación. Aunque indispensable para el proyecto liberal como maestra y activista, sus compañeros de ideología se mofaron de ella y la describieron como fea y de mal carácter, debido a su pluma mordaz y siempre consideraron sus opiniones acerca de las mujeres como un disparate.
Ahora bien, ni el racismo se acabó con el fin de la esclavitud ni la cultura misógina cambió con el voto femenino. De modo que, durante el siglo XX, el feminismo y el antirracismo renacieron no sólo como expresiones de grupos o partidos emancipadores, sino como actividades políticas que ponían en juego lo heterogéneo (las mujeres, las indígenas, las negras) para manifestarse contra las divisiones del orden de lo visible y lo decible, ese orden que hace que tal palabra sea entendida como perteneciente a su discurso y tal otra sea desechada como carente de fundamento (Rancière, 1996, p.45). Actividades políticas de protagonistas que entendían su irrupción en la escena vedada como un proceso de liberación, eso es como un conjunto de reflexión, autoanálisis y acciones que se prolonga en el tiempo y toma en consideración los cambios objetivos, históricos, de la condición de las personas como individuos y en colectivo.
El movimiento de liberación de las mujeres asumió la centralidad del cuerpo, del cuerpo sexuado y del cuerpo marcado por condiciones concretas, como lo que es heterogéneo al sistema y convirtió su desigualdad estructural en el lugar de emisión de su pensamiento político. Puso en escena, por lo tanto, el cuerpo real y simbólico de las mujeres, es decir los cuerpos de las mujeres jóvenes, ancianas, negras, enfermas, pobres, sexualmente disidentes, locas, gordas, presas y los cuerpos identificados con el deseo masculino y la representación de lo femenino.
El feminismo como movimiento de liberación vio en las marcas de la diferencia sexual una construcción discursiva hegemónica que garantizaba la exclusión de las mujeres del ejercicio del poder, así como el espacio donde se había podido construir una visión de la realidad ajena a la dominación masculina, blanca y rica sobre la sociedad mundial entera. La lucha contra el dolor de las mujeres no sólo se llevó a cabo en los hospitales donde embarazadas y no reivindicaban el derecho a la anestesia para las parturientas, sino también en las denuncias de las torturas sexuales y la cliterectomía, el matrimonio forzado y la prostitución infantil, la violencia intrafamiliar y la violencia policíaca en todo el mundo. Nunca hizo una denuncia para victimizar a las mujeres (que es una forma de la otrización ordenadora de la persona diferente de sí), sino para luchar contra el dolor como instrumento de la misoginia y del racismo hegemónicos. Por primera vez se dijo que ahí donde la violencia colonial y racista se manifestaba, ésta era doblemente dolorosa para las mujeres que además soportaban la violencia sexual y de género presente en todas las culturas.
El feminismo de la liberación, en América Latina, fue una expresión de la política de las mujeres, es decir de su modo de subjetivación (Rancière, 1996, p.52) por lo tanto, cuando a finales del siglo XX los estudios académicos del fenómeno feminista llevaron a cabo su normativización y la inserción de algunas de sus demandas en las agendas gubernamentales e internacionales, trastocaron sus alcances, atenuando su fuerza disruptiva y la hermenéutica del poder concreto que las mujeres llevaban a cabo poniendo en el centro de la reflexión su cuerpo concreto.
El feminismo decayó entonces como movimiento de liberación, se ordenó y despolitizó. El cuerpo fue reabsorbido por los papeles. La conversación entre mujeres fue aniquilada por los debates entre representantes y expertas. La búsqueda del placer fue reconducida al ámbito de lo privado. El espacio público, sea social que político, configuró el nuevo lugar de pertenencia y las ocupaciones propias de las mujeres.
A principios del siglo XXI, el carácter antirracista del feminismo no ha sido negado, pero el ordenamiento de las mujeres lo ha invisibilizado en su expresión hegemónica y académica. Hoy resulta evidente que la reflexión grupal ha menguado y no tiene ya la fuerza para ejercer un autoanálisis crítico sobre la consideración de los cuerpos en las sociedades contemporáneas. “Nadie es racista, pero nadie reconoce el racismo”, dijo el 12 de agosto de 2007, durante un foro sobre la Ciudadanía y Derechos de las Mujeres Indígenas y Afrodescendientes organizado en Quito como un evento alterno a la Conferencia del Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer (Unifem), la afrodescendiente ecuatoriana Nilza Iraci al argumentar que es importante que las feministas blancas reconozcan que pueden hacer maestrías, doctorados o hasta investigaciones sobre las mujeres indígenas, gracias a que las últimas les cuidan sus hijas e hijos y casas (Ruiz, 2007).
Más allá de esta concreta negación del trabajo de millones de indígenas a favor de otras mujeres, el nuevo ordenamiento hegemónico de la globalización económica es bisexuado pero más clasista que hace tres décadas, eso es responde a la neojerarquía del dinero y no esconde su rechazo a la diferencia de las mujeres y su desprecio para los grupos que colectivamente se resisten a sus imposiciones comerciales y productivas, en particular las expresiones ecofeministas y comunitarias africanas, asiáticas y aborígenes de América y Australia. Este neoclasismo en la práctica es racista e impulsa una educación para la aceptación del status quo que es capaz de imponer. La educación formal e informal contemporánea se dirige a que la sociedad reconozca como verdadero sólo lo que emiten las academias que controla. Y cuanto más “científico”, es decir determinado e inamovible, es lo que dicen, más pertenece al discurso que debe ser creído y reproducido so pena la exclusión.
El análisis feminista de la vida de las mujeres en las academias se ha visto, por lo tanto, limitado por el abandono del estudio de las diferencias concretas, por la negación de las teorías que no se emiten desde las instituciones y técnicas reconocidas por el poder y por un sistema de objetivación de todo lo ajeno a sí mismo. No son condiciones explícitamente racistas, pero son formas de segregación de la producción teórica de las mujeres negras, indígenas, que utilizan la transmisión oral de sus saberes, que construyen sus espacios autónomos de reflexión, que no se amoldan a la eroticidad de pareja, que no viven en centros urbanos, etcétera. Así algunas académicas estudian las mujeres violadas por los militares, las mujeres asesinadas en las zonas maquiladoras, las campesinas despojadas de sus tierras, las niñas compradas para la explotación sexual, pero recuperan el relato de sus vivencias considerándolo un testimonio, más que una reflexión elaborada desde el propio lugar en el mundo.[1]
Según Maricel Mena López, el feminismo hegemónico es la expresión de una elite académica blanca, que se ha desarrollado en un mundo al que tenía acceso sólo la clase media. Para la teóloga y filósofa colombiana, las mujeres de la clase media colocaron sus preocupaciones como si fueran universales, válidas para todas las mujeres, también las negras y las indígenas, haciendo invisible el hecho que en América Latina hay muchos feminismos. “Muchas feministas, en la región, no surgieron de la clase media […] El feminismo blanco ve a las mujeres negras, más no como protagonistas. Protagonistas siempre son las blancas”.
“El feminismo indígena está poco elaborado, pero existe”, afirma y agrega que también existe un feminismo negro que característicamente lucha contra tres formas de opresión: sexismo, clasismo y racismo. “La mujer negra es tres veces discriminada. La mujer blanca, de clase media, solo sufre sexismo. Las pobres sufren clasismo y sexismo. Pero la mujer negra enfrenta, además, otro elemento, que es el racismo (Mena López, 2004).
Como ella, algunas corrientes del feminismo declaran inconsistente toda reflexión política tendiente a la emancipación legal de la mujer, si obvia que las mujeres son diferentes entre sí y expresan puntos de vistas divergentes según su posición en el seno de sociedades tan desiguales como las que han resultado del proceso de recomposición de la hegemonía política posterior a la descolonización del mundo y del fin del equilibrio militar entre los polos estatista de la URSS y capitalista.
El problema con su pensamiento es la sistemática descalificación que sufre por parte del saber instituido. Desde que la tentacular organización de la globalización económica del capitalismo ha abierto sus puertas a la participación igualitaria de las mujeres que se comportan como hombres, proponiendo una especie de neoemancipacionismo conservador a las mujeres de los sectores económicamente favorecidos, el feminismo académico se ha erigido en intérprete único de los cuerpos de las mujeres, limitándolos al interior de las categorizaciones clásicas de las disciplinas reconocidas, es decir reconduciéndolos a las interpretaciones del saber hegemónico. En América, es un hecho que los sectores no marginados del poder económico ni del saber institucional por lo general son blancos o mestizos claros. Así como es un hecho que hoy el único feminismo que se expresa públicamente es el que enseña a ser un cuerpo emancipado en los lugares de emisión y transmisión del pensamiento y de construcción de los saberes que se rigidizan alrededor de posiciones jerárquicas, clasistas, excluyentes, donde se decide qué pensamiento es válido para la totalidad de los seres humanos y qué ideas son variables desordenadas, diferencias desestabilizantes.
El feminismo autónomo, el feminismo negro y el lesbianismo feminista fueron los primeros en lanzar un grito de alerta. Y lo hicieron desde todos los espacios en los que se expresaban: la calle, los colectivos y, también, la academia. La activista y socióloga peruano-mexicana Norma Mogrovejo se percató desde mediados de la década de 1990 de la crisis del lesbianismo como movimiento social. Recordó entonces la importancia de la historia oral, de la historia vivida, de la autopercepción para no generalizar, para no reconducir el movimiento lésbico a algo que los sectores hegemónicos podían recuperar para nichos específicos de su reflexión y su mercado (Mogrovejo, 2000). Jurema Werneck, fundadora y coordinadora general de Criola, un grupo que articula a las organizaciones de mujeres negras de Brasil, advirtió sobre el peligro de considerar el desarrollo científico como un fundamento de verdad, porque siempre produce más de una consecuencia verdadera que sólo una ética feminista puede discernir(Werneck, 2006). Y, en la misma dirección, Sueli Carneiro, filósofa de la educación y directora de Geledés, un instituto brasileño de las mujeres negras, llamó la atención sobre los parámetros de investigación académica que hacen invisibles los nexos entre la discriminación racial y la situación económica, social y cultural de las comunidades negras e indígenas, utilizando para ello una especie de “lógica del blanqueamiento” que, escudándose detrás del mito de la igualdad racial latinoamericana, intenta cerrar las heridas producidas por el esclavismo colonial situando la imagen del hombre blanco europeo como referente civilizatorio. En particular, de esta visión desaparecen los aportes de las mujeres africanas e indígenas como constructoras de la realidad continental, pues, por mucho que el de raza sea un concepto no científico sino social, genera prácticas discriminatorias que tienen efectos políticos y económicos determinantes en la configuración de clases (Carneiro, 2001).
Asimismo, volvió a poner el acento en la condición concreta de las mujeres, su cuerpo y su color, para enfrentar el análisis sociológico y elaborar las demandas de las mujeres:
El discurso dominante del feminismo en Brasil, igual que en muchos países en la región, habla de desarmar el mito de la fragilidad de las mujeres, el cual se ha usado históricamente para justificar a la protección paternalista de los hombres a las mujeres. Sin embargo, cuando hablamos sobre la fragilidad femenina, debemos preguntarnos: ¿de cuáles mujeres estamos hablando?
Las mujeres negras somos parte de un grupo que nunca ha sido tratado como frágil. Somos mujeres que, durante siglos, hemos trabajado como esclavas en las fincas y como prostitutas en las calles; como vendedoras atrás de los mostradores de las tiendas; y como empleadas domésticas atrás de las puertas de gente extraña.
En tiempos pasados estuvimos al servicio de jovencitas delicadas y dueños sádicos de los ingenios azucareros; hoy, somos las criadas de mujeres liberadas, o somos «mulatas» para la exportación. ¡Nuestro contingente de mujeres nunca entendió ni una palabra cuando las feministas dijeron que las mujeres deberían de salir de sus casas para trabajar!
Cuando hablamos de romper el mito de la mujer como reina de la casa, o quebrar el pedestal de la musa adorada por los poetas: ¿a cuáles mujeres nos dirigimos? Las mujeres negras formamos parte de un sector en el cual no somos reinas de nada, representadas como las anti-heroínas de la sociedad brasileña, que se basa en el ideal de estética de las mujeres blancas. (Carneiro, 2003)
El feminismo académico negro brasileño, sin embargo, terminó por hacerse portavoz de una campaña de discriminación positiva a favor de las mujeres negras, reinsertándose de alguna manera en la política de reivindicaciones emancipativas típica de la Modernidad occidental. Por el contrario, los feminismos de las indígenas, marginados y construidos en diálogo con elementos culturales ajenos a los sistemas de legitimación de las demandas de emancipación, agregan y reubican la denuncia de la exclusión social y el consentimiento de sus colectividades, el derecho a la diferencia y a un trato no discriminatorio, la relación con la tierra y las expresiones afectivas. Frente a un estado “excluyente, patriarcal, monocultural”,[2] las indígenas recuperan la política de las mujeres abandonada por el feminismo blanco para romper la configuración de su ausencia histórica en la rigidez de las funciones estatales y la normalización de las relaciones racistas. En el seno de una globalización económica que se pretende fluida sólo para negar de nueva cuenta valor al derecho de comunidades ancestrales, la acción política de los feminismos indígenas se manifiesta contra los intereses del orden dado.
La inversión agroindustrial, la edilicia para el turismo en zonas ecológica y culturalmente primordiales, las agresiones contra la economía campesina tradicional, los desalojos de pueblos enteros con el relativo aumento de la inseguridad personal, el agotamiento del agua, la tala de bosques, todas expresiones de la economía global, impulsan la voz de las mujeres kunas en Panamá, mayas en México, garífunas en Honduras, aymaras en Bolivia y Ecuador, mapuches en Chile. Sus cuerpos y sus ideas son tan reconocibles como su indumentaria, su lengua, su religiosidad y las formas que toman para expresarlas: proclamas, denuncias, pliegos petitorios. En ellos, se expresan como mujeres con una identidad étnica y con cuerpos marcados por la relación de géneros y por la explotación económica, el racismo y la discriminación. Las ideas que expresan surgen del entramado de experiencias, saberes ancestrales, discusiones en colectivo y los últimos vestigios de la educación formal estatal.
Según la poeta Maya Cu, quien el 30 de marzo de 2007 presenció la mesa “Participación política de las mujeres indígenas”, en el marco de la III Cumbre Continental de Pueblos Indígenas y Originarios de Abya-Yala, la pregunta fundamental que se formulan las mujeres indígenas cuando se reúnen es: “¿Cómo vamos a transformar la sociedad, si ellos no escuchan?”. Donde por “ellos” se entiende tanto los hombres de sus comunidades, como la sociedad mestiza y blanca.
Blanca Chancoso, dirigente de la asociación de mujeres aymaras de Ecuador Ecuarunari, hizo notar en la Cumbre la abrumadora cantidad de mujeres interesadas en discutir temáticas específicas de mujeres al interior de las comunidades indígenas, señalando lo sintomático de la ausencia de los hombres. «Hemos venido acompañando silenciosamente todo el tiempo a los hombres, como hija, como esposa, como madre; pero acompañando, muy pocas veces hemos sido visibles». Aun “cuando hemos tenido oportunidad de avanzar, nunca dejamos de ser mamás, hijas, esposas….Quisiéramos hacer un acompañamiento no silencioso, no como arrimadas de nuestras comunidades», pues es hora de que “ya nos reconozcamos como educadoras. También tenemos que reconocer que nosotras hemos sido el eje de la resistencia cultural”.
La dirigente ecuatoriana habló del esfuerzo de teorización feminista que han emprendido algunas indígenas en su país: «decir mujer, es decir continuidad de la existencia; es ganarle a la muerte un espacio más en el universo; es la mujer la dueña de la historia. Es la dueña de la presencia que tiene sus raíces y brota de lo profundo de su cuerpo y se alimenta de lo mejor de la sensibilidad de su alma; es permanencia y continuidad».
Afirmó además que la sociedad olvida que las mujeres son humanas que tienen derecho a realizarse sin dejar de ser madres o esposas, aportando su sabiduría y conocimiento al conjunto del saber y el sentir humano. Seguramente, según Chancoso, las mujeres aymaras pueden participar en condiciones de igualdad en el cabildo, reclamar la presencia igualitaria en un consejo, pero es importante que manifiesten igualmente que “estamos dando a luz nuevas ideas, nuevas propuestas, para fortalecer el encuentro de los pueblos”.
Alma López, dirigente kiché de Guatemala, compartió los aciertos y desaciertos de la participación política de las mujeres kichés y reconoció la energía de las abuelas presentes en el lugar de la reunión, el centro ceremonial de Iximché, antigua capital de los kakchiqueles, subrayando el nexo entre cuerpo individual, cuerpo colectivo y cuerpo de la Tierra. Aseveró que como mujeres mayas, “hemos tenido que preguntarnos qué es la participación política, qué significa estar organizadas y alzar la voz […] hemos tenido que resignificarnos: lo que siento, lo que soy, lo que amo; lo que vivo en mi cuerpo y en mi espíritu son experiencia válidas para la identidad”.
López volvió, dándole un sesgo nuevo, a un viejo problema del feminismo latinoamericano, el de las prioridades de las demandas. Asumiéndose al interior de un sistema patriarcal, reconoce la dificultad de cuestionarse sobre qué se es primero: ¿maya o mujer? La dicotomía se impone, a la vez que impulsa la reflexión acerca de la conciliación de los pedazos de una identidad reconstruida desde fuera de sí o de la actividad a favor de una identidad propia que no se construye por pedazos sino desde una voz no escuchada aún.
El racismo del sistema se confunde con las prácticas patriarcales en cada instante de la vida de las mujeres indígenas. No son los hombres, sino la sociedad hegemónica local y global la que cuestiona los espacios de su participación y sus acciones. Según Alma López, “como somos indígenas, somos controladas; el sistema siempre espera el momento en que vamos a ‘meter la pata’. Nos dicen ‘listas’, igualadas, oportunistas, metiches y se nos acusa de liberales, alienadas o ladinizadas. No se nos reconoce por nuestro ser”. Cuando el estado o los organismos internacionales se ven obligados a darles un lugar, lo hacen desde la objetivización y la conversión de los trajes, los peinados, los cuerpos, las voces en símbolos de la otredad. A la par, en sus comunidades, cuando las mujeres intentan organizar una directiva, los hombres alegan lo peligroso que es que las mujeres estén al frente, “como tener un barco a la deriva”. En lugar de enfrentar el ejercicio de la propia violencia, los hombres kichés se quejan, según Alma López, que las mujeres no pueden participar en plan de igualdad “porque no tienen tiempo, que si salen tarde las pueden violar en el camino o que el esposo las va a regañar”. De tal forma, “no se reconoce que estamos aportando, sino que se nos acusa de dividir al comité”.
Para López es necesaria otra mirada de lo que significa la participación política, porque para las indígenas ésta se asienta en dos espacios: en las organizaciones de las mujeres, tanto locales como a nivel nacional, y en el la gestión política del ser mujeres mayas en diálogo con otras mujeres indígenas. Para ello, dijo es importante recoger las experiencias de cada una para “sentirnos pertenecientes y orgullosas del ser y del cuerpo que tenemos. No debemos permitir más uso de nuestros cuerpos; no permitir ser más las de la foto, las del símbolo, las educadas a andar agachadas, a dar pasos cortos y mejor si no hacemos ruido […] Sentirnos orgullosas de la pertenencia es uno de los principios de la cosmovisión que debemos recuperar, es el del Kabawil, el de la doble mirada, que no se puede quedar en el ideario, sino que lo tenemos que hacer objetivo y ese dice: ver atrás, ver adelante, ver abajo, ver hacia arriba, ver a los lados”.(Cu, 2007)[3]
Como políticas de las mujeres, los feminismos indígenas latinoamericanos también enfrentan las expresiones estéticas derivadas de la compulsión con que los estados neoliberales, en nombre de la multiculturalidad, impulsan una falsa autorrepresentación de las indígenas. Según la videoasta ikood (o huave) Teófila Palafox, primera indígena mexicana en recibir una beca para producir un video sobre su comunidad, Tejiendo mar y viento. La vida de una familia ikood (1987), el peligro de manifestarse como “empoderadas” frente a una sociedad que es racista y excluyente es el de ofrecerle la oportunidad de decir que cumple con muy generalizadas expectativas de “equidad de género” y perder la oportunidad de reclamar el fin de la marginación histórica de los pueblos indígenas (Zamorano Villareal, 2005).[4]
Más paradigmáticamente, algunas artistas y dirigentas zapotecas del Istmo, como Hermila Guerra, quien se hizo dirigente de la COCEI después de que su marido ingresara a esa organización política y quien afirma que las zapotecas jamás se han considerado superiores a los hombres, o Obdulia Ruiz Campbell quien subraya que en zapoteco los adjetivos para halagar a las mujeres tienden a enfatizar su gordura y su presencia imponente, enfrentan el mito del matriarcado que las feministas blancas quisieran ver encarnado en ellas. Denuncian, por lo tanto, que la iconografía de su fuerza, su vestido, su desnudez, su altivez, su presencia en la calle y los mercados, su fiesta sólo es una representación manipulada por la estética mestiza y antropológica de un mundo único –eso es, irrepetible e inalcanzable para los demás- que sirve de contrapeso a la realidad de machismo y racismo de la sociedad mexicana (Ruiz Campbell, 1993).
Bibliografía
Carneiro, Sueli. “Ideología tortuosa”, Documento da Articulação de Mulheres Negras Brasileiras – Rumo à III Conferência Mundial contra o Racismo, a Discriminação Racial, a Xenofobia e Formas Conexas de Intolerância, páginas 1 e 2. 2001
Carneiro, Sueli. “El color del feminismo en Brasil”, 10 de enero de 2003, en http://www.mujeresdeempresa.com/sociedad/030101-el-color-del-feminismo.shtml
Cu, Maya. “Crónica del desarrollo de la mesa Participación Política de las Mujeres Indígenas en el marco de la III Cumbre continental de pueblos y nacionalidades indígenas de Abya Yala”, en Albedrío. Revista electrónica de discusión y propuesta social, año 4, 30 de marzo de 2007.
Mena López, Maricel. “Soy negra y soy hermosa”, entrevista concedida a Edelberto Bhes, Agencia Latinoamericana y Caribeña de Comunicación, Porto Alegre, Brasil, Agosto 27, 2004
Mogrovejo, Norma. Un amor que se atrevió a decir su nombre. La lucha de las lesbianas y su relación con los movimientos homosexual y feminista en América Latina, Plaza y Valdés Editores, México, 2000
Rancière, Jacques. El desacuerdo. Política y filosofía, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1996
Ruiz Campbell, Obdulia. “Representations of Isthmus women: a zapotec woman points of view”, en Zapotec struggles. Histories, politics and representations from Juchitan Oaxaca, Smithsonian Institution Press, Washington y Londres, 1993
Ruiz, Miriam. “Hay 75 millones de mujeres indígenas y afrodescendientes en AL y el Caribe”, en http://agendadelasmujeres.com.ar/index2.php.id=3¬a=4435
Werneck, Juerema. “Algumas consideracôes sobre racismo, sexismo e tecno-eugenia”, http://boell/latinoamericana.org/download_pt/Algumas_consideracoes_sobre_racismo_sexismo_e_tecnoeugenia.pdf
Zamorano Villareal, Gabriela. “Entre Didjazá y la Sandunga: Iconografía y autorrepresentación indígenas de las mujeres del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca”, en Liminar. Estudios Sociales y Humanísticos, año/vol. III, número 2, San Cristóbal de las Casas, diciembre de 2005
[1] No es casual que ahora la historiografía se cuestione sobre la “verdad” de los testimonios para utilizarlos como documentos.
[2] Definición dada por Alma López, dirigente kiché de Guatemala, en la III Cumbre Continental de Pueblos Indígenas y Originarios de Abya-Yala, en Iximché, marzo de 2007
[3] La poeta guatemalteca Maya Cu reportó el debate de la mesa y la recepción de las ponencias de Chancoso y López. La poesía de Maya Cu ha sido reconocida como una expresión de “neo-mayismo”, aunque ella se afirma poeta ubicada en su cuerpo de mujer y de indígena que vive fuera de una comunidad, es decir de cuerpo sexuado cuya identidad es indefinible desde fuera de su ser.
[4] Esta afirmación la escuché en Oaxaca mientras concedía una entrevista, acerca de la condición de “empoderadas”.
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