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Francesca GARGALLO, «8 de marzo», 2007.

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8 de marzo (de 2007)

Francesca Gargallo

 

Hoy es el 8 de marzo, el día del año que la socialista Clara Zetkin, a principios del siglo XX, decidió dedicar al reconocimiento de la lucha política de las mujeres en beneficio de su propia condición de ser humano. El 8 de marzo representa el sacrificio de las obreras de Chicago que, en 1897, fueron quemadas al interior de una fábrica textil donde se mantenían en pie de lucha para reclamar la igualdad salarial con sus compañeros.

Hoy estoy aquí con ustedes como feminista. Esto es como una mujer que asume su vida política en el diálogo y la construcción social con otras mujeres, otorgando y asumiendo la autoridad que las mujeres reconocen a otras mujeres. No creo en partidos ni que el sistema político dominante sea reformable. Desde esta perspectiva radical voy a hablar de la ciudadanía de las mujeres. Por ello, no voy a identificar la ciudadanía sólo con votar y ser votadas; aunque, sin lugar a duda, el sufragio es un derecho en el ejercicio de nuestra ciudadanía, que por más de 100 años (¡a partir de 1848!) fue un objetivo que aglutinó y fortaleció las organizaciones feministas liberales.

     ¿Pero qué es la ciudadanía y por qué hablar de una ciudadanía para las mujeres? Desde el siglo XVIII, entendemos por ciudadanía el goce de ciertos derechos políticos que permiten a los habitantes de un estado tomar parte en su gobierno. Así las cosas, ¿puede o debe una mujer tomar parte en un gobierno que no la defiende del feminicidio (como en Chihuahua y ahora en Guanajuato, Sonora, el D.F., Quintana Roo y Chiapas), no le permite la defensa propia en caso de intento de violación, la condena con un 40% más de pena en delitos iguales cometidos por hombres, permite a las patronales quitarle derechos laborales, no le consiente el derecho a decidir sobre su cuerpo y su vida e intenta determinar su moral?

    Personalmente, siempre he optado por la autonomía feminista. Sin embargo, históricamente las mujeres se han organizado para alcanzar la ciudadanía. En buena medida esa ha sido la finalidad del feminismo emancipativo, el que logró el sufragio femenino hace ya medio siglo.

    Durante los últimos doscientos años, las mujeres se han esforzado por obtener acceso a lo universal. El feminismo es una corriente política de la modernidad que ha cruzado la historia contemporánea desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, aunque tiene antecedentes que pueden rastrearse en los escritos de la Edad Media y el Renacimiento.

  Al estallar la Revolución Francesa en 1789, muchas mujeres se volcaron en las tribunas abiertas al público y participaron de los debates políticos, pero se les impidió formar parte de la asamblea y se les negaron sus derechos públicos en nombre de supuestos “roles naturales” que los sexos debían cumplir. En respuesta a esta actitud sexista, Olympe de Gouges escribió su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) y muchas mujeres se inscribieron en “clubes”, nombre que significaba aproximadamente “partidos políticos”, femeninos: el “Club de las Ciudadanas Republicanas Revolucionarias”, compuesto por militantes populares y la “Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad”, fundado por Etta Palm para ocuparse de la educación de las niñas pobres, defender los derechos políticos de las mujeres y reclamar el divorcio, fueron los más famosos. En 1792, Pauline Leon organizó una guardia nacional de mujeres, alegando que ellas no querían sentirse excluidas de la organización armada del pueblo soberano, siendo ésta un fundamento de su ciudadanía.

    La Constitución que la Convención aprobó el 24 de junio de 1793, sin embargo, las excluyó llanamente de la problemática del poder, la ciudadanía y la legalidad de los derechos entre los sexos, reconociendo como sufragio universal sólo al masculino. El 1795, el machismo de Estado fue más lejos y prohibió la reunión de más de cinco mujeres en la calle so pena de arresto.

    En la cercana Inglaterra, la escritora liberal Mary Wollstonecraft publicó, en 1792, un pronunciamiento contra la exclusión política de las mujeres en la Revolución Francesa que inspiró a las futuras generaciones de feministas y que introdujo la problemática a la lengua inglesa: Reivindicación de los derechos de la mujer. Desde entonces hasta principios del siglo XX, las mujeres de Europa, América (anglosajona y latina) y Oceanía libraron muchos combates para lograr fundamentalmente la igualdad jurídica, política y económica con el hombre; sin embargo, en muchos países fueron brutalmente sometidas.

    Los movimientos feministas se  manifestaban, reclamaban y se aliaban con las fuerzas políticas que las respaldaban, fueran estas liberales, anarquistas o socialistas, pero en la práctica sólo el desarrollo de su propio movimiento les garantizó el éxito. En 1868, en Estados Unidos, las mujeres que habían participado en la asociación antiesclavista y por la igualdad de derechos de los hombres y mujeres negras fundaron la Asociación Nacional pro Sufragio de la Mujer.

    En 1891, en Alemania, el Partido Socialista inscribió en su programa la igualdad de los derechos de los hombres y las mujeres bajo una forma legalista y limitada, por lo que Clara Zetkin editó el periódico La Igualdad, en el cual se expresó el feminismo socialista durante años.

    En México, se efectuaron en enero y noviembre de 1916 los dos primeros congresos feministas del país en Mérida, Yucatán, recogiendo la experiencia de las maestras anarquistas y de las mujeres que se organizaron desde fines del siglo XIX alrededor de demandas liberales de igualdad entre todos los seres humanos: intelectuales, abogadas y sufragistas (Esto es, mujeres organizadas para la obtención del sufragio femenino).

    Durante toda la primera mitad del siglo XX, el feminismo fue un movimiento activo, fundamentalmente pacifista, internacionalista y progresista, que organizó la resistencia al fascismo en Italia, Alemania y España. Se consagró a la defensa de los derechos de las trabajadoras y de las mujeres en general (bienestar de las obreras, asignaciones familiares, igualdad de condiciones de trabajo para ambos sexos, defensa de los hijos de madres solas, derecho de la casada a conservar su nombre, su nacionalidad y su patrimonio).

    Sin embargo, cuando después de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los países concedieron el voto a las mujeres, el movimiento pareció tener un repliegue porque había perdido su principal reivindicación. A la vez, el retorno en masa de los hombres a los puestos de trabajo, y su reciclaje de lo militar a lo civil, fue acompañado de campañas de estado, despidos masivos, propaganda y un uso policiaco de los descubrimientos médico-psiquiátricos para imponer a las mujeres su retorno a su “lugar natural”: el hogar.

    La década de 1960 fue tumultuosa y provocó muchos desafíos a la organización social del mundo de la posguerra, así como a las ideas que la sustentaban. En ese entonces el movimiento feminista resurgió con un nuevo empuje, definiéndose como un  movimiento de liberación de las mujeres, enarbolando ya no el ideal de la igualdad con el hombre, sino el derecho de las mujeres a ser sí mismas, sin mirarse en el espejo deformante de los hombres, que ya no eran sus modelos, ni en el rol de víctimas sumisas, ligadas al mundo de la reproducción de seres humanos y de la reposición económica de la fuerza de trabajo. Llevaron el debate sobre la vida privada a la política, emprendieron acciones ante los poderes públicos, los medios de información y las universidades para cambiar la imagen sexista de las mujeres, para obtener el derecho al aborto y para abolir la discriminación en el empleo. ¿Ciudadanizaron la vida privada o demostraron que su ciudadanía era sólo un membrete?

    Su primera organización fue en pequeños grupos de autoconciencia, donde las mujeres estrenaron el diálogo entre ellas mismas como una forma de apropiarse del lenguaje y del espacio de la política. Luego se organizaron en asociaciones y grupos para hacer política desde reivindicaciones concretas. Finalmente se reunieron en redes y asociaciones mayores, aunque siempre sostuvieron una posición de autonomía con respecto a los partidos políticos masculinos, los gobiernos y los organismos internacionales. De hecho, la autonomía política de las mujeres es un rasgo distintivo del movimiento feminista hasta la última década del siglo XX.

     En su búsqueda de la igualdad de derechos, las mujeres organizadas han sido ridiculizadas, menospreciadas, asesinadas. Pero desde hace una década, de repente, parece que la igualdad está a la distancia de sus manos. Personajes cinematográficos de mujeres peleadoras, amazonas en la televisión, ministras de estado, presidentas de corporaciones financieras: la imagen está  creada. Pero no, la universalidad les está vedada; su diferencia sigue visualizándose come contingente, anecdótica, no constitutiva de la humanidad.

      “Se pretende que somos convocadas a los espacios sociales en tanto iguales, se asume que no existen diferencias; más aún, a esta noción se le valora como la más progresista de todas y así, una y otra vez, nos vemos compelidas a incorporarnos, escindida y frustrantemente, a un universo de racionalidad masculina”[1]. Quien escribe eso, una socióloga mexicana procesada por alzamiento armado en Bolivia, Raquel Gutiérrez Aguilar, ha creído en algún momento de su vida en la universalidad de las aspiraciones políticas masculinas; la crisis de la misma la ha elaborado durante cinco años de cárcel.

     A los pocos meses de haber leído sus palabras, empecé a recoger en diferentes espacios inquietudes semejantes, algo parecido a un malestar difuso. Las frases de una muchacha del Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, uno de los más claros desde la perspectiva de la crítica a los criterios de la globalización del uso de la tierra, arguyendo que el feminismo en Latinoamérica ha perdido la oportunidad de rebelarse por buscar una justificación de su derecho a la política oficial. Las palabras de una mujer maya tzeltal que me pidió que me fuera de su pueblo, que yo tampoco entendería por qué ella prefiere soportar el maltrato masculino engendrado por el poder (la posesión) sobre las cosas y quedarse, a cambio de ello, con la autoridad que le viene de estar sosteniendo cada día el mundo con sus pies descalzos sobre la tierra y la voz con los suyos. El gesto de una joven madre de tres hijos, en la Ciudad de México, que sostenía su cabeza vendada a la salida del hospital y la idea de que es inútil denunciar la violencia doméstica porque la policía es demasiado “mala” en sus preguntas y sus consejos: “¿No le habías atendido bien? Prepárale una buena cena y verás que todo se arregla”. Una estudiante golpeada en 2000 en Cancún por participar en una manifestación contra los criterios de la mundialización económica, afirmando: “Esta globalización es como el machismo, quiere que la creamos necesaria y hasta pretende que sea justa y nos guste. Pero la tenemos identificada y aunque los poderosos ganen por el momento, nosotros sabemos que hay otro mundo posible”.

     Este descreer en los derechos que la ciudadanía debería otorgar, me remite a la necesidad de volver a encontrarnos entre nosotras, tomar en nuestras manos nuestras vidas y dejar de asumir que hay mujeres que sólo por ser mujeres, desde los partidos masculinos no revisados, pueden representarnos.

    Las feministas en los últimos treinta años ya no quisimos ser iguales a los hombres sino instaurar el no-límite de órdenes distintos, de números pares conviviendo en la explicación de la realidad y la organización de la política, de la no separación entre la naturaleza y la humanidad. Quisimos informar a la cultura de nuestra diferencia, volverla plural, realmente alternativa. Quisimos el no-límite del nomadismo filosófico, nunca más atado a un solo discurso originario. El no-límite de múltiples economías, del no armamentismo, de la ecología como historia de un sujeto no violento, del abandono del modelo opresor-depredador patriarcal al que igualarse sin poderlo lograr nunca, del modelo ordenador, cósmico, único, masculino, clasista, racista, religiosamente jerárquico, colonizador.

    ¿Será porque me gusta imaginar una multiplicidad libre y femenina, imposible de limitar, que me preocupa el sistema cuando intenta concedernos una igualdad que no es sino una forma de regresar a la medición predeterminada? ¿Será porque le tiene miedo al caos, que el sistema ha desplegado un esfuerzo tan grande y silencioso para deshacer el feminismo latinoamericano, con su algarabía de modos de relación y de elaboración de pensamiento, sus anomalías reivindicadas, sus madres en la calle, su particular percepción de lo privado político?

     Me intriga que, durante toda la década de 1990, en las academias latinoamericanas sólo se haya pensado en términos de sistema de género, descalificando a quienes insistían en el análisis de la política de nosotras en relación con nosotras mismas y de lo que nuestra específica cultura de mujeres, con el sino de su historia puesto en otro lado que en la agresión, puede instalar en el mundo. Los partidos políticos cuando lo han necesitado para obtener votos se han apoderado de este sistema de género leído necesariamente desde la cultura occidental, con su idea común de origen bíblico-evangélico-platónica que, sin embargo, asume la idea de racionalidad aristotélica y la exclusión de las mujeres de la misma. Un sistema de género tan cerradamente aceptado por la academia que descalificó no sólo a las feministas de la diferencia sexual, a aquellas que insistimos siempre en el carácter trasgresor de la idea feminista y a las activistas que afirmaban que construían pensamiento desde su acción, sino también a las feministas que querían llevar el análisis de la relación de género hasta la crítica del dimorfismo sexual que informa toda la educación y hasta una crítica de la idea de diferencia posmoderna y, por lo tanto, cuestionaban la poca profundidad con que la universidad latinoamericana y las expertas en políticas públicas sobresimplificaron la categoría de género[2].

    Igualmente me intriga la opción por las políticas públicas como acciones divorciadas del movimiento de las mujeres, porque implica que dejemos de estar entre nosotras y pensar qué es política para las mujeres[3]. La conversión de algunas mujeres feministas en expertas al interior de programas de cooperación internacional o de los diversos gobiernos de América Latina o, aun, en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, llamados de políticas públicas, ha sido acompañada de una brutal descalificación de la mirada que, desde nuestra realidad sexuada, las feministas echamos sobre nuestro específico estar en el mundo; específico y por ende diferente en unas y otras, mujeres que al haber tomado conciencia de nosotras nunca más seremos iguales.  La realidad sexuada está históricamente situada en órdenes simbólicos que estamos reelaborando desde nuestras palabras y geográficamente ubicada en nuestro cuerpo y en nuestras sexualidades de mujeres.

    Las políticas públicas para tener legitimidad han debido ocultar lo obvio: que a pesar del fortalecimiento de las estructuras de dominio en el proceso de globalización, la igualdad entre mujeres se daba sólo cuando éramos todas igualmente oprimidas por el sistema patriarcal. Desde hace treinta años hay voces femeninas diferentes que se escuchan en el mundo no porque se han asimilado al discurso de la homogeneización patriarcal, sino por la autoridad que les reconocen otras mujeres. Son voces que se han dado la palabra entre sí.

    El feminismo es el único estado que puede otorgarle ciudadanía a las mujeres; un estado no nacional, obviamente, sino de la conciencia política de ser mujer. Por el contrario, asumir que hemos logrado los derechos a participar en un gobierno que no puede transformarse desde sí mismo, implica empujar a las mujeres a pelear por el poder de espacios recortados en el ámbito de las políticas públicas. Lo cual remite a las mujeres latinoamericanas, doblemente capaces de impulsar una hermenéutica del discurso del poder (por ser mujeres y por ser parte de una población oprimida por la occidentalización), al lugar que el poder (que se recicla) le quiere asignar.


[1] Raquel Gutiérrez Aguilar, Desandar el laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea, Muela del Diablo editores, La Paz, Bolivia, 1999, p.20. Sé que este tema había sido abordado antes en Chile, por Margarita Pisano en su reiterada denuncia de la falsa democracia en la cual quieren apresarnos, sin embargo me pareció importante la formulación de Raquel Gutiérrez por ser tan directa y por el ámbito donde maduró su reflexión.

[2] Pienso en Yanina Ávila e Isabel Barranco en México y en Lissette González en Guatemala cuando, en un sentido semejante a lo expresado en favor de las transgresiones materiales contra “la vieja cárcel binaria” por la estadounidense Kate Soper (“El posmodernismo y sus malestares” en Debate feminista, n.5, México, marzo de 1992, pp.176-190)  plantean que se necesita una revolución cultural que nos salve de los modos de conceptualización a partir de los cuales hemos construido las identidades de género. Eso es, plantean la necesidad de escapar de la cárcel binaria del género y de la teoría de la diferencia sexual. Estas mujeres no publican mucho, pero constantemente aportan a las ideas del movimiento feminista desde talleres, cursos, charlas, documentos, conversatorios o artículos periodísticos.

[3] No estoy descalificando que las feministas apoyen o impulsen demandas en los espacios públicos, aun que las privilegien durante el momento de su consecución; estoy criticando el intento de confundir estas acciones con el feminismo. Todas las mujeres nos veremos beneficiadas por el derecho al aborto, por el castigo de la violencia en nuestra contra, por la obtención de una justicia equitativa, por el reconocimiento de la pareja lésbica y el fin de la familia patriarcal, por la paz

 

 

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