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Francesca GARGALLO, “Los derechos humanos de las mujeres. Para no caer en la desilusión”, Ciudad de México, 26 de enero de 2010.
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Los derechos humanos de las mujeres. Para no caer en la desilusión
Francesca Gargallo
Ciudad de México, 26 de enero de 2010
En la actualidad espaciar la mirada sobre el panorama de los Derechos Humanos en el mundo, y en particular los derechos de las humanas a no ser discriminadas en la definición de lo que es propiamente humano, no despierta ese entusiasmo esperanzado que empuja a las personas a arremangarse y a ponerse a trabajar. Más bien, las mujeres y hombres que deciden dedicar sus esfuerzos laborales, políticos, artísticos y filosóficos a la defensa de los derechos a la libertad, la vida digna, la salud, la igualdad de oportunidades y la no discriminación por momentos sienten que no pueden rendirse, que es difícil seguir pero es más deshonroso tirar la toalla.
Bienvenidas y bienvenidos al grupo de personas que creen que hay un vínculo fundamental entre vida privada y vida pública, que la ley no está escrita para quedarse en los libros y que puede ser revisada libremente por las mujeres y hombres del mundo cuando las condiciones objetivas que permiten la vida y su dignidad son cambiadas por sistemas económicos opresores que se aprovechan de ellas; al grupo de personas que sostienen un principio de justicia por encima de la necesidad de reprimir los delitos.
Amnistía Internacional en su Informe Mundial 2008 señalaba que “En los últimos seis decenios, muchos gobiernos han mostrado más interés en ejercer el abuso de poder o en perseguir el provecho político personal que en respetar los derechos de las personas a quienes gobiernan”. Hace menos de una semana, se difundieron, con respecto a las actuaciones de las tropas de la ONU en Haití, las violaciones, abusos, casos de prostitución forzada, pedofilia, cobro por servicios de las misiones de paz de las fuerzas multinacionales de los cascos azules de las Naciones Unidas.[1] Si las armas que deberían defender a pueblos y poblaciones civiles de la violencia se dedican a invadirlos y a aprovecharse de su situación para ofrecer sus servicios a los más pobres a cambio de sexo, especialmente niñas y niños, como en República del Congo y Liberia, o a organizar redes de trata de mujeres como en Kosovo, o a producir videos porno con niños refugiados como en Costa de Marfil, en fin si esas tropas de la Organización de las Naciones Unidas pueden ser acusadas de delitos sexuales, abusos y violaciones, ¿cómo creer en los documentos que la misma ONU nos proporcionó hace 63 años como instrumentos internacionales para defender los derechos humanos de todas las personas, sin distingo de edad, sexo, religión, orientación sexual, raza y cultura?
Yo diría que creyendo en las ideas contenidas en esos documentos, sin confiar exclusivamente en las instituciones que dicen intentar aplicarlas. Eso es, para defender los principios de los derechos humanos es necesario asumir la responsabilidad de defenderlos desde los propios lugares de acción, reflexionando sobre el sentido actual del irrestricto derecho de todas y todos a una vida digna, libre de miedo y de discriminaciones, por el cual nadie sea considerado ilegal por su lugar de nacimiento.
La experiencia contemporánea en los retrocesos en los derechos adquiridos por las mujeres a finales del siglo XX (económicos, a la libertad de movimiento, a la protección de la vida y la integridad física en las calles y las casas, etcétera) enseña que muchos gobiernos del mundo han defendido y defienden los prejuicios culturales que benefician a los hombres, para garantizar la continuidad de servicios gratuitos en los ámbitos doméstico y público, sexual y afectivo.
Y eso que sólo ocho naciones se abstuvieron de votar, y ninguna se opuso, cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada en París por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948. Desde su artículo segundo, dejaba en claro que los derechos y libertades proclamados son tales para todos los seres humanos, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Surgida de un mundo en cenizas, la declaración pretendía darle una vigencia universal a los derechos sociales, culturales y económicos que identificó una delegación de expertos, dirigida por una mujer, Eleanor Roosevelt.
“Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres”, creyeron que fijar reglas para desterrar la esclavitud y la servidumbre, prohibir la tortura y la detención arbitraria, garantizar el derecho a la vida, la libertad y la seguridad de la persona, así como el derecho a condiciones de plena igualdad para obtener justicia.
Pronto se hizo evidente la necesidad de definir cuál era la condición de las mujeres para que la defensa de sus derechos humanos no fuera una declaración de principios vacía. En 1952 la “Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer”, de la ONU, ratificaba su derecho a participar en las actividades políticas y de gobierno de sus países. En 1966, la “Declaración de los Derechos Económico, Sociales y Culturales”, subrayaba el “reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana” (Preámbulo). Insistía en el compromiso de “asegurar a los hombres y a las mujeres igual título a gozar de todos los derechos económicos, sociales y culturales enunciados” (artículo 3); “un salario equitativo e igual por trabajo de igual valor, sin distinciones de ninguna especie; en particular debe asegurarse a las mujeres condiciones de trabajo no inferiores a las de los hombres, con salario igual por trabajo igual” (artículo 7, inciso a1). En el mismo año, la Declaración de “Derechos Civiles y Políticos” insistía en reconocer “el derecho del hombre y de la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si tienen edad para ello”, agregando que “el matrimonio no podrá celebrarse sin el libre y pleno consentimiento de los contrayentes” (artículo 23) para poner fin a la práctica de los matrimonios arreglados y la venta de las hijas para el mercado matrimonial, presente en mayor o menor grado en prácticamente todas las culturas y países. En 1969, El Pacto de San José, o “Convención Americana sobre Derechos Humanos”, de la OEA, equiparaba la trata de mujeres con la esclavitud (artículo 6).
Cuando en 1979 el peso de los roles tradicionales impuestos a las mujeres puso en jaque la idea de igualdad, la ONU enjuició la discriminación contra las mujeres en la “Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer”.
“La discriminación contra la mujer viola los principios de la igualdad de derechos y del respeto de la dignidad humana; dificulta la participación de la mujer, en las mismas condiciones que el hombre, en la vida política, social, económica y cultural de su país; constituye un obstáculo para el aumento del bienestar de la sociedad y la familia, y entorpece el pleno desarrollo de las posibilidades de la mujer para prestar servicio a su país y a la humanidad”, afirmaba en su Preámbulo. Y definía la discriminación como “toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera” (artículo 1). Por vez primera, se reconocía la necesidad de combatir los conceptos estereotipados de los papeles masculinos y femeninos en las formas de enseñanza, dando por sentado que ninguna desigualdad es biológica, sino resultado de un mecanismo cultural de inferiorización sistemática de las mujeres.
Finalmente, el 25 de junio de 1993, en el marco de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, en Viena, se aprobó la Declaración y Programa de Acción de Viena, donde se estipula expresamente que “los derechos de las mujeres y las niñas forman parte integrante e indivisible de los derechos humanos universales”. Asimismo “todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí”, por lo tanto ahí donde los derechos de las mujeres no son respetados todo el sistema de derechos humanos está siendo irrespetado.
Desde entonces, las mujeres han podido colocar en la mirada pública mundial la situación jurídica y cultural que se deriva de su condición, y en particular la violencia como una forma de violación a sus derechos humanos. Considerada desde el Código Napoleónico como un problema del ámbito privado, la violencia ha sido presentada por el movimiento feminista como un grave problema social a nivel mundial, de índole pública, con repercusiones en la salud física y emotiva, en la economía y en el desempeño político, cultural, artístico y educativo de las mujeres, por lo que es necesario prevenirlo, erradicarlo y sancionarlo.
Por la incidencia de la violencia contra las mujeres, y la nula capacidad/voluntad de detenerla, durante los últimos veinte años se ha intentado evaluar la efectividad de los instrumentos y mecanismos de aplicación de los derechos humanos, en la perspectiva de su reformulación, para que cumplan con salvaguardar los derechos fundamentales de toda la humanidad.
Centroamérica y México constituyen una de las zonas más violentas del mundo contra las mujeres. Desde 2000, Guatemala y México han cambiado el patrón mundial de análisis de los asesinatos de mujeres, llegando a la formulación del delito de femicidio (o feminicidio):[2] es decir esa práctica delictiva que lleva la violencia contra el cuerpo y la vida de las mujeres hasta el asesinato, y que no tiene otro móvil que la condición de mujer de la víctima, en las familias, en las calles, en los lugares de trabajo, en particular en las zonas de trabajo no protegido y de mano de obra migrante (maquilas) y auspiciado por el ejercicio del encubrimiento y la impunidad por parte de las autoridades judiciales.
Sin llegar al asesinato, la violación sexual es un crimen muy denunciado al cual casi no se le da seguimiento. En Nicaragua las feministas han planteado la existencia de un “femicidio de estado”, que se sostiene en la prohibición del aborto terapéutico y la inacción policial frente a los asesinatos de mujeres. El narcotráfico y la delincuencia organizada compiten con el estado en la situación de inseguridad de las mujeres, no poniendo límites al abuso contra sus cuerpos, y en ocasiones imponiendo a través de la violencia los patrones de género del mundo occidental a pueblos originarios, como lo hacen con los guarijíos de Chihuahua, que mantienen relaciones más igualitarias entre mujeres y hombres. Inútil subrayar que la relación entre denuncias y persecución del delito hasta encontrar el victimario para poder reeducarlo es vergonzosamente baja, lo cual predispone a las mujeres para sentirse víctimas de todo el sistema y no sólo de un delito.
Cuando la mayoría absoluta de los países del mundo recogen en sus Constituciones el principio de igualdad entre mujeres y hombres, el análisis de la posición económica, jurídica, educativa, deportiva, alimentaria, religiosa, sexual, sanitaria, revela la persistencia de la discriminación y el repunte de la violencia contra las mujeres, tanto en situaciones conocidas como en las nuevas condiciones propiciadas por la migración masiva de los países más poblados, menos ricos o con peor redistribución de la riqueza hacia Estados Unidos, Canadá, Europa y Japón. Nuevas formas de explotación del trabajo sexual, de los cuidados domésticos y sanitarios, del cultivo de la tierra, del turismo como catalizador de formas de explotación del cuerpo y los servicios de las mujeres, y una violenta distribución de edad entre las poblaciones residuales (viejas y niñas) y migrantes (jóvenes) se manifiestan cada día.
En México, en Centroamérica y en el resto del mundo, cómo lo detallará ahora mi colega Mariana Berlanga, el femicidio, o femicidio, evidencia que la igualdad teóricamente alcanzada no limita la desigualdad de hecho para acceder a la justicia, por lo que una vida libre de discriminaciones sigue siendo un objetivo inalcanzable para la mayoría de las mujeres del mundo. En México, catorce estados consideran un atenuante de homicidio la infidelidad conyugal de la esposa y su asesinato está penado en los estados de Michoacán, Campeche y Tamaulipas con menos cárcel que el robo de una cabeza de ganado. Paralelamente, durante 2009, en 18 estados se han llevado a cabo reformas para “proteger la vida desde el momento de la concepción”, un eufemismo que disfraza la voluntad de control de la fecundidad femenina por parte de instituciones patriarcales, hasta impedirle tomar una decisión libre sobre su cuerpo. En nombre de interpretaciones de la ley que diferencian los delitos entre espontáneos y premeditados, al hombre que asesina a su esposa en un ataque de furia se le condena a penas mínimas, mientras una esposa que mata al marido que la golpeó durante décadas se le condena al máximo de la pena. Igualmente la ley nunca toma en consideración las condiciones objetivas a las que somete el miedo a la violencia masculina, cuando una mujer acompaña a un familiar masculino en la comisión de un delito.
En todos los continentes, actos contrarios a los derechos humanos de la mujer, se cometen a diario: 1) violaciones a su derecho a la integridad personal, 2) violaciones a su derecho a la libertad y 3) violaciones a la igualdad entre las personas.
La violencia física, psíquica, sexual y económica, en las relaciones de pareja y en la familia, que puede terminar en homicidio o suicidio; los golpes, las violaciones, los abusos sexuales, el hostigamiento, la intimidación y el feminicidio en el trabajo, las calles, las instituciones educativas, las familias y las cárceles; el abuso sexual y el estupro incestuoso; la prostitución forzada y el tráfico y la esclavitud de niñas y mujeres; las mutilaciones corporales y genitales de que son objeto millares de mujeres en el mundo, por razones sociales sin más fundamento que vagas reglas religiosas; la utilización de la violación sistemática de las mujeres como arma de guerra para amedrentar poblaciones enteras en los conflictos armados; la reproducción impuesta; la esterilización forzada, la coerción para la utilización de anticonceptivos, el infanticidio de niñas y la determinación prenatal del sexo; la impunidad o la absolución de los agresores fundamentadas en conceptos que legitiman la opresión de las mujeres por parte del colectivo masculino; son cometidos contra la integridad física del grupo humano que más frecuentemente es víctima de la violencia, aunque sea el que proporciona el mayor número de promotores de la paz a nivel mundial.
A más de 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos no hay prácticas legales que defiendan las libertades civiles y los derechos sociales femeninos ni que prevengan la violencia contra las mujeres. Tampoco programas de difusión sobre los derechos de las niñas y las mujeres, con el fin de concientizarlas sobre el alcance de su libertad y educar a los hombres a que la reconozcan y respeten. Bienvenidas y bienvenidos a la ardua tarea de inventar el respeto pleno a la libertad de las mujeres de ser y actuar como ellas quieren.
[2] A pesar de sus diferencias, los dos términos apuntan a la definición del mismo delito: el asesinato de niñas y mujeres por ser mujeres. El primero es más usado por las abogadas centroamericanas, fundamentalmente para evitar la amplia definición mexicana de Feminicidio, entendido como toda práctica de violencia de género contra las mujeres que puede desembocar en su secuestro, tortura y asesinato.
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