Archivos Mensuales: septiembre 2015

Reencontrando escritos, porque escribir es recordar

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GUILLERMO SCULLY FUENTES (1961-2011)

Le faltaba un mes para cumplir los 50 años, cuando Guillermo Scully Fuentes murió en plena producción. Lo comprueban un largo boceto inacabado, 15 bastidores amontonados en su estudio y, sobre todo, la cantidad  de papeles y telas de diversos tamaños que acababa de vender a amigos y coleccionistas, muchos de ellos dueños de restaurantes, cafés y bares. Por supuesto alguien se quedó a la espera de una obra que había comisionado, probablemente pagado. Guillermo era incapaz de ahorrar un quinto hasta el día de mañana. Demasiado le gustaban las plumillas, el buen vino y los quesos. Mucho menos se esmeraba en planear su creación o cumplir un plazo. Gastaba con la misma intensa ligereza con la que intentaba, repetida, juguetona, obsesivamente reproducir el movimiento con el gesto en el papel.

El meneo humano, la celeridad del cosmos, el desplazamiento felino,  la premura urbana producen un gesto variable que su mano zurda buscaba en el aire y trasladaba a lo que tuviera enfrente con un pincel, una plumilla, un lápiz. El trato a las mujeres en su planeación era agradable, tan respetuoso de su autonomía que las acompañaba de lunas y noches libres en los cañaverales. Entre sus azules y violetas nocturnos, aparecían amarillos de planetas y rojos, el cosmos y el piso que sostenía a sus parejas, a sus bacantes americanas, a sus grupos de danzantes.  La noche era el ambiente de su composición primaria. Las faldas amplias, los escotes en V, los pies y las manos de sus figuras femeninas mitifican su trabajo y su estar en el mundo.  De su “Adán y Eva afromexicanos” del Museo de la Tercera Raíz, de Cuajinicuilapa, Guerrero, fundado por su gran amiga y mi maestra Luz María Martínez Montiel, el rostro negro pintado en azul de Eva es seguramente más expresivo del fuerte rostro de Adán. Los hombres eran más cercanos al prototipo del indoafroeuroamericano con el que se identificaba, el jazzista que amaba, el buen bailador, el saxofonista con quien deseaba encontrarse cada noche. Caballeros rituales, de chaleco y camisa blanca. El ritmo de la música estalla en el conjunto de sus trazos.

Dibujante fecundo, pleno, Scully, como empezó a firmar desde mediados de la década de 1980, se abstraía feliz en su realización. Ante el dibujo como actividad primera todo lo demás era accidente: Guillermo trazaba cuerpos en acción, rostros, máscaras, frutas y vegetales desde que era niño. Tenía una excelente composición que resolvía por líneas y matices de color extendido sobre superficies variables. El volumen apenas estaba simulado porque la característica de su expresión era destacar cada una de sus figuras con líneas y enmarques en negros, algo que recordaba a Georges Rouault, vitralista y gran pintor francés de principios de siglo XX. No obstante, la ceremonialidad del artista, la práctica de los tiempos que se fugan del reloj y dan pie a una ritualidad festiva, le servía para ofrecer una alternativa a la segregación, al racismo, al trabajo deshumanizador. Algo que le empujó a ser uno de los fundadores del movimiento Arte en Guerra contra la Guerra en 2001 con sus amigos Fabián Rizzo y Osvaldo Cantú, con quienes se lanzó a las calle para pintar bardas contra la agresión de Bush a Iraq. Por lo mismo, donó un cuadro al movimiento contra el feminicidio en Ciudad Juárez.

A Guillermo le divertían las filiaciones que sus críticos le encontraban. Una tarde llegó a la casa muerto de la risa porque en un mercadillo de arte un vendedor había publicitado su pequeño  óleo afirmando que era “Escuela de Siquieros”. Él pertenecía a una generación sin nombre, pero no era ajeno a la amistad y las influencias. En ocasiones se decía surrealista, se inventó que el suyo era un neorrealismo lúdico, pero el conjunto de su obra no deja de recordar a los expresionistas alemanes en el uso del color, a Guayasamín por el conocimiento del cuerpo humano y al Hotentote, José Antonio Gómez Rosas, porque pintaba bailes en cantinas con una fina ironía que desmitificaba la producción pictórica como objeto de una estética de lujo.

Parte de su desacralización del arte era el valor de uso que le daba: portadas de libros, de discos, de revistas se sucedían según las peticiones de sus amigos.  Por ello fue también una gente muy querida. Un bromista que muchos invitaban a sus fiestas y a sus vidas. Obviamente, si Pentagrama le pedía un dibujo para sus CDs era porque reconocía la calidad de su obra. La revista Algarabía se engalanaba con sus dibujos. Así cuando Rosario Galo Moya le solicitó una América que Mira al Sur para la portada de Pensares y Quehaceres, lo hizo a sabiendas de la calidad de su dibujo. Podríamos decir que por lo mismo muchos dueños de bares y bailaderos aceptaron dibujos suyos en pago de cuentas cuantiosas: “Beban más muchachos, no me abaraten el cuadro”, solía decir a sus invitados.

En 1992, tanto él como yo empezamos a sentir el placer de ser tíos: nos nacían sobrinos por doquier. ¿Qué darles de bienvenida? La Coyota risueña y loca fue un librito casero en espera de reedición, escrito por mí y dibujado, literalmente contado dibujo tras dibujo, por Guillermo. Lo presentamos en un parque. Guillermo invitó a otro de sus amigos, el pintor guerrerense Rafael Charco, a colaborar en más libros para niñas/os que editaba el colombiano Mario Rey.

El color, la música, el canto resultaron armónicos, su selección de papeles –su soporte preferido- era interesante. No obstante, su apego al uso de la tinta china lo orillaba a descuidar la experimentación de materiales; definitivamente en él tenía más peso el dibujante que el pintor. Sus bocetos eran sumamente libres, sus apuntes atrevidos e insólitos, sus estudios consumados. Sobre la ciudad, como centro de reunión y socialidad, podía primar una angelita guardiana. El vientre de una mujer embarazada era el centro de una cosmovisión afectiva.

Guillermo nos contó a la editorialista Ruth García Lago y a mí, cuando ya vivía con ella, que en segundo de primaria se encontró con una maestra que le salvó la infancia, ya que lo dejó dibujar siempre: mientras escuchaba sus clases y cuando los otros le hacían bromas que ni siquiera captaba porque estaba ante un papel con un lápiz. No hemos encontrado dibujos de esas época tan infantil, pero hurgando en los cajones de la abuela Berta Fuentes Castillejos, mi hija Helena Scully ha dado con algunos apuntes y cuadernos que guardó de cuando su hijo aún firmaba Guill y era el adolescente guapo por el que suspiraban todas las niñas de La Tabacalera. Pronto entraría a La Esmeralda contra todos los consejos paternos de volverse, cuando menos, arquitecto.

En La Esmeralda aprendió de todo, se hizo de tres de sus amigos más importantes en la vida, Carlos Gutiérrez Angulo, María Romero y Gustavo Monroy, discurrió con maestras y se obsesionó con las técnicas de algunos maestros y, siendo tan agitado como era, por supuesto la abandonó sin licenciarse.  “¿Para qué un título si uno es pintor?”, me dijo en más de una ocasión. Tenía razón.

Mujeres mexicanas: fuertes, maltratadas, insumisas y trabajadoras desean pasársela bien

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Mujeres mexicanas: fuertes, maltratadas, insumisas y trabajadoras desean pasársela bien

Francesca Gargallo Celentani

¿Princesa azteca como Macuilxochitl, poeta virreinal como Sor Juana, pintora que instala su estudio en el centro de la ciudad desafiando la moral burguesa como María Izquierdo?  Hay muchas viejas imágenes estereotipadas  de la mujer mexicana. El cine de la época de oro se inventó a Juana Gallo. La literatura de Elena Poniatowska subrayó aspectos nacionales de la heroicidad femenina, transformando a revolucionarias, campesinas, pintoras, feministas y fotógrafas en “cabritas locas”. Tina Modotti las envolvió en banderas. La iglesia católica las hizo mártires. La violencia del narco y la trata de personas, víctimas.

En la mente de muchos, nacionales y extranjeros, existe también “una” mujer mexicana. Es la que encarna la nación, o por lo menos el 50 por ciento de ella: se parece en algo a la Madre Patria de la portada de los libros de primaria, de largo pelo negro y gesto republicano; otro poco, a las publicidades pintadas por Gala en las década de 1930-1950, flores en el pelo y hombres que las acechan caballerosamente; y finalmente, a la madre devota, el ángel del hogar, aquella que lleva  una chancla en la mano derecha para reprimir al hijo (pero sobre todo a la hija) que llega tarde, y una sartén en la izquierda para prepararle de comer a la hora que sea.

Existen estereotipos más modernos, por supuesto. Jefa de un cartel del narcotráfico, tipo “La Reina del sur”, una Teresa Mendoza muy taquillera inventada por el novelista español Pérez Reverte y convertida en antiheroina de telenovela. Las siempre enamoradas, despechadas y cocineras mujeres de las novelas mexicanas más vendidas, las Tita de Como agua para chocolate de Laura Esquivel o las tías y primas educadas para el matrimonio y la servidumbre familiar que Ángeles Mastreta retrata en Mujeres de Ojos grandes. Las cabareteras fatales de los antros de Garibaldi. Las asexuadas investigadoras en ciencias genómicas que buscan el reconocimiento internacional y están dispuesta a pasar sobre todos para conseguirlo. Ninguno es cierto, pero todos tienen un uso.

El sistema de salud mexicano lucha contra el sobrepeso de 60 millones de mujeres, dando a entender que todas son candidatas a la diabetes. Por ello tapiza los muros de las ciudades de simpáticas gorditas dispuestas a saltar la cuerda para no enfermarse y ser mamás cariñosas por muchos años. La publicidad en folletos, volantes o anuncios espectaculares, por el contrario, se dirige al 40% de la fuerza laboral mexicana compuesta por mujeres y las representa como flaquitas activas, de sensualidad agresiva,  compradoras compulsivas, atentas a su figura, bien vestidas y caprichosas, dispuestas a comerse el mundo, aunque sigan ganando entre un 8 y un 20% menos que los hombres.

El racismo es poderoso en la publicidad, el cine y la televisión. Sólo el 4% de la población mexicana es blanca, aunque ese mínimo porcentaje es casi el único representado en esos medios. El arte es menos discriminador: las mujeres mexicanas se parecen más a sí mismas en los pinceles de sus extraordinarias pintoras – desde las iniciadoras María Izquierdo, Andrea Gómez, Olga Costa hasta las contemporánea Gabriela Arévalo, María Romero, Flor Minor, Magali Lara-  y en las fotografías de Mariana Yampolsky, Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide y las contemporáneas Ivelín Meza, Irma Villalobos, Yolanda Andrade, Eunice Adorno.

El altísimo número de artistas mexicanas sigue sin ser  muy conocido, una poeta oculta a la otra, pocas veces las clases de literatura moderna recuerdan que enteras corrientes literarias del siglo XX les deben sus inicios a autoras femeninas, como lo real maravilloso a la pluma de Elena Garro, la literatura íntima a la descripción de la revolución llevada a cabo en Cartucho por Nellie Campobello y la novela de formación de caracteres críticos al racismo y al sexismo a Balún Canaan de Rosario Castellanos.

Los estereotipos de belleza inventan indígenas acostadas como montañas, con sus trenzas convertidas en colinas, o amazonas, domadoras de caballos, bebedoras de tequila, cuando no humildes muchachitas a la espera de su hombre en el umbral de una encalada casa de campo. Inventan asimismo a hijas, madres, enfermeras, maestras. Todas son fantasiosamente bellas porque son percepciones fijadas de una fantasía externa: las siempre dispuestas, las esforzadas, las seductoras. Son la encarnación del engreimiento masculino, su necesidad de saberse objeto de la intención e interés de las mujeres y su creencia de poderlas poseer.

Pero la belleza de las mexicanas no viene de su abundante cabello negro, de su sonrisa desafiante, de la altivez de su juventud ni de sus vestidos tradicionales, hermosamente bordados a mano o tejidos en telares de cintura, según una tradición milenaria atravesada por los cambios en la indumentaria que introdujo la invasión europea en el siglo XVI.  La belleza mexicana es un asunto de gentileza y de solidaridad, de capacidad productiva y de resistencia. Esta belleza no es estereotipada, sino diversa.

Entre las mujeres más bellas de México están las cocineras de La Patrona, un pueblo del estado de Veracruz, encabezadas por Norma Romero Vázquez y su madre Leonila Vázquez, quienes desde hace 20 años se paran a un costado de las vías del tren, para entregar comida a los migrantes que atraviesan por esta región en su tránsito por México con dirección a Estados Unidos.

Hermosamente vivas son también las mujeres de los 69 pueblos indígenas del país, que sostienen una economía agrícola no agresiva con la Madre Tierra. Muchas de ellas son artesanas del tejido, la alfarería, el trabajo en madera y la pintura sobre papel de corteza de un árbol, el amate. Con su telar y los conocimientos antiguos de sus abuelas, cuidan plantas medicinales e hilan sueños y esperanzas, produciendo tisanas para el cuidado de la salud y tejidos para los miembros de su familia y para la venta en las calles. Venden sus productos hechos a mano, se encuentran, caminan juntas, abarrotan los mercados, les pagan los estudios a sus hijas. Sin embargo, su vida no es fácil: en muchas ocasiones la policía, los acaparadores y los comerciantes establecidos las expulsan y les roban su mercadería. Las autoridades de muchos municipios les niegan permisos para el comercio. Las empresas internacionales, las corporaciones que patentan los medios de subsistencia y los productores de bienes genéticamente modificados las rechazan e intentan criminalizarlas.

La actividad social y política de las mexicanas parece no tener límites. Son defensoras de derechos humanos, se organizan contra la desaparición de personas, son ambientalistas, artistas visuales, poetas, narradoras, documentalistas. Las periodistas más comprometidas con las causas sociales del país son mujeres. En la década de 1980, Sara Lovera sistematizó la actividad informativa de y sobre las mujeres desde una perspectiva feminista. En 2013, Marcela Turati  fundó la Red de Periodistas Sociales “Periodistas de a pie”. Considera que el periodismo es “un medio de cambiar las cosas” y sensibilizar a los lectores. Se ha especializado por ello en investigaciones sobre la violencia y sus efectos en la sociedad mexicana. Una elección peligrosa: México es el segundo país más mortífero del continente americano para el gremio periodístico después de Honduras.

En un primer momento, Marcela Turati pensaba que no había diferencias entre un hombre y una mujer periodista; hoy su opinión ha cambiado y le preocupa la discriminación por sobreprotección tanto como el acoso sexual al que se enfrentan las periodistas. En particular, denuncia que  cuando  dan a conocer estas presiones, sobre ellas se cierne la censura moral y les dicen que están locas o histéricas; que quieren llamar la atención. Para mejorar la situación de las periodistas, Marcela insiste en la importancia de acabar con la impunidad, de emprender investigaciones con una perspectiva de
género y de ofrecer una protección adaptada a las víctimas.

Las mexicanas son valientes, no hay lugar a dudas. Y son muy trabajadoras. Demasiado, podría decirse, ya que de por sí México es el segundo país donde se trabajan más horas por semana, 50, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, que reúne a 34 países. Si se considera la segunda jornada laboral, la de los cuidados afectivos, de salud y alimentarios, así como de la reposición de la casa y la ropa, las mujeres mexicanas ¡trabajan más de 80 horas a la semana!

Las mujeres mexicanas dedican 373 minutos cada día a diversas actividades del hogar, tres veces más que los 113 minutos que les destinan los hombres.

En algunas de las tareas realizadas en casa, las diferencias entre mujeres y hombres son mayores: en el cuidado de los hijos, las mujeres destinan 53 minutos al día y los hombres sólo 15; ellos pasan 75 minutos diarios realizando actividades rutinarias como limpieza, preparación de alimentos o lavado de ropa, mientras que ellas le dedican 280 minutos al día, casi el cuádruple. No obstante, es brutal el uso del discurso de la afectividad y la no diferencia en la calidad de los cuidados, es decir del discurso de la igualdad de género de origen feminista, que los hombres esgrimen cuando reclaman la custodia de los hijos e hijas a la hora del divorcio. El problema es que la mayoría de los jueces y las juezas ¡les creen!

Tanto trabajo redunda en que las mexicanas descansan y aparentemente se divierten menos cuando viven en pareja: hay estudios que dicen que dedican una hora menos que los hombres al descanso y la diversión.

¿Entonces de veras es cierto que las mexicanas se desviven por el amor y buscan pareja como pretenden que hagan sus telenovelas?

Siete millones de mexicanas encabezan familias que mantienen con su trabajo. Conforman el 51.6 por ciento de la población del país, viven profundos rezagos en temas de igualdad, a pesar de que han logrado la batalla por el 50% de las candidaturas en las elecciones federales, y están expuestas a una violencia que las madres organizadas contra la desaparición y asesinato de sus hijas han bautizado hace 22 años en Ciudad Juárez con el fatídico nombre de “feminicidio”. A la par,  son el 52 por ciento de las estudiantes universitarias del país, médicas y biólogas destacadas,  así como importantes abogadas y sociólogas, a pesar de que el analfabetismo, en México como en el mundo, es una condición que afecta en mayor proporción a la población femenina. La posibilidad de acceder a una educación básica permanente disminuye para las mujeres respecto a los hombres ahí donde las condiciones de bienestar de las familias imposibilitan que no trabajen durante la infancia y la adolescencia. Aun así, hoy el 98% de las niñas mexicanas cursan la primaria y el 87% la secundaria.

También es cierto que ahí donde hay pobreza, las mujeres comen menos y después que los hombres. Costumbres, malditas costumbres… Desgraciadamente, los hogares encabezados por mujeres presentan carencias alimentarias en una proporción mayor a los hogares que tienen a un hombre como jefe de familia.

¿Pero cómo soportar la convivencia con un hombre si según la más reciente Encuesta Nacional sobre Dinámica de las Relaciones en los Hogares (realizada en 2011), el 46% de las mujeres mexicanas mayores de 15 años reporta haber sufrido alguna agresión de pareja? ¿Si el 53%  se considera víctima de violencia económica por parte de sus convivientes masculinos; el  29% reporta agresiones físicas y el 16%, violencia sexual?

Mejor romper con estereotipos, que soportar matrimonios. En realidad, es difícil decir de las madres mexicanas que son conservadoras y tradicionales: sólo el 50% se ha casado alguna vez y apenas el 22% vive en pareja. El 44.1% está en el mercado laboral y, desgraciadamente, un número altísimo es adolescente (19.4%). Por supuesto, no muchas llegan a ser madres, puesto que la mortalidad materno infantil es muy alta (42.3 por cada 100 mil nacimientos).

Ya que la mitad de las mujeres en las parejas heterosexuales ha sufrido alguna vez violencia doméstica, se divorcian con facilidad y construyen hogares con amigas de diversas edades o con hermanas, tías, primas, cuñadas. Son tantas las divorciadas/separadas que optan por esta forma de vida,  que el 20 por ciento de las mujeres mexicanas viven con otras mujeres.

Desde el 29 de diciembre de 2009, en la Ciudad de México las personas del mismo sexo han accedido al matrimonio. Muchas mujeres lesbianas han optado por hacerlo, conformando las parejas que hasta el momento menos se divorcian. No obstante, no se trata de todas las relaciones lésbicas, ya que muchas cuestionan la norma de la convivencia matrimonial.

Es interesante notar que entre los grupos de mujeres jóvenes en México, de sectores populares y medios, hay una fuerte crítica a las relaciones excluyentes. “No, las parejas no son para mí: no quiero vivir con una sola persona y perder por ello lo que puedo hacer con mucha más gente”, me dice una grafitera de 22 años. Igualmente una rapera que estudia química en la UNAM, insiste: “La pareja te excluye del mundo”. En las grandes ciudades más que en los pueblos y en el campo, las jóvenes, así como las mujeres mayores que se han divorciado, reivindican la amistad como sentimiento privilegiado y optan por la vida en grupo o en soledad (si el dinero da para la renta de una vivienda). Algunas cabareteras contemporáneas y feministas, como Minerva Valenzuela, se mofan del amor en tiempos de violencia y hacen una sátira política que tiene mucho de sarcasmo sobre las costumbres.

Más tradicionalistas, las mujeres que se dedican a la política en los partidos y buscan acceder a cargos de representación no se atreven a tanto. Han venido implementando desde hace cuatro décadas medidas legislativas para favorecer el acceso y la participación de las mujeres en la vida política del país. Hasta 2014, la ley electoral imponía una cuota de género del 40% en las postulaciones al Congreso Federal. Una reforma constitucional promulgada en enero de 2015, con vista a las elecciones del 7 de junio, elevó este requerimiento hasta el 50%. Estas medidas han permitido que las mujeres representen el 33.6% de los escaños en el Senado de la República y 38% de los asientos de la Cámara de Diputados, cuando a principios del 2000  no superaban el 20%.

Sin embargo, en los 32 congresos estatales de la Federación Mexicana, la presencia femenina oscila entre un 8% (Querétaro) y el 33% (Distrito Federal). Además, en los diversos poderes ejecutivos, la participación de las mujeres es aún menor: actualmente ninguna de las 32 entidades del país es gobernada por una mujer y en el gabinete federal únicamente tres de 21 secretarías (ministerios) tienen una cabeza femenina. A nivel municipal, solo el 5.5% de las alcaldías están presididas por mujeres.

En el Poder Judicial, las mujeres no están mucho mejor: en la Suprema Corte de Justicia de la Nación solo ocupan dos de 11 asientos. En el otro lado de la procuración de justicia, son presas presas tampoco gozan de derechos.

Según la periodista Mayela Sánchez, en efecto, las mujeres que están internas en el Centro Penitenciario de Piedras Negras, Coahuila, no tienen dónde dormir, ni dónde bañarse, lavarse o depositar agua para limpiar los sanitarios que usan. Las que están recluidas en el Centro Estatal de Reinserción Social 14 El Amate, en Chiapas, tienen que soportar el mal olor que provoca la zanja con agua sucia que hay alrededor de la cocina, mientras que las que viven en el Centro Femenil de Readaptación Social Santa Martha Acatitla, en la Ciudad de México, no cuentan con agua corriente, algunos de los baños que usan no funcionan y tienen que soportar la presencia de chinches. En el Centro Preventivo y de Readaptación Social Chalco, en el Estado de México, no tienen agua corriente ni drenaje, por lo que vierten sus desechos en fosas. Ellas también tienen que lidiar con las chinches. En otros lugares, como el Centro de Reinserción Social Duport Ostión, en Coatzacoalcos, Veracruz, además de las malas condiciones de mantenimiento e higiene del lugar, hay instalaciones eléctricas improvisadas, lo que implica el riesgo de un corto circuito o un incendio.

El recuento de los agravios puede seguir hasta cubrir casi todos los centros de detención femenina. Las mujeres son por lo general apenas el 4% de los presos hombres, aunque en la última década las agresiones, amenazas y seducciones económicas que acompañan el tráfico de drogas han aumentado la actividad delictiva femenina. La poeta Elena de Hoyos y la artista visual y performancera Lorena Méndez, que desde hace más de una década trabajan con presas desde una perspectiva de liberación de las emociones y enunciación de la propia historia, cuentan que además de alimentos insuficientes y de mala calidad, las presas sufren de abandono. Olvidadas por la sociedad, lo son también por sus familias, en particular por sus parejas masculinas, que tienden a sustituirlas afectivamente por otras mujeres.

Según Elena de Hoyos, sin embargo, el arte de las mujeres es más poderoso que las cadenas.  A propósito de las mujeres presas con quienes sostiene diálogos de creación, en una entrevista, sostuvo: “Hemos tenido fantasías de fugas colectivas y las hemos realizado con la escritura. A través de sus palabras, las internas han viajado fuera de la prisión, no sólo en su vivencia interior, sino al ser miradas por personas en el exterior y escuchadas en su verdad. Uno de los aspectos que más me conmueve del trabajo de escritura con las internas es su sinceridad y valentía. En un lugar como la cárcel, los sentimientos son poco gratos y se evitan en la medida de lo posible, se vive en una especie de coma emocional”.

El golpe que provoca la incomprensión y el asombro, lo vivieron también las primeras rockeras mexicanas cuando, creyéndose tan capaces de hacer música como sus contrapartes masculinas, descubrieron el sexismo de las casas discográficas que las consideraban, cuando mucho, “chicas a go go” y nunca las reconocieron como protagonistas de un arte musical urbano, que provocó cambios en el mundo social, político y cultural.

Cantantes, productoras, compositoras, arreglistas, ingenieras tuvieron que superar el pasmo de verse siempre reducidas a un segundo lugar, cuando no al silencio. En la década de 1960, Mary Jett, con sus instrumentos electrónicos, y la vocalista Julissa, quien se atrevía cantar la sensualidad de la cercanía física, rompieron moldes, pero pagaron el alto precio de la soledad. Dos décadas después, Kenny y Los Eléctricos y Cecilia Toussaint abrieron la puerta para que las mujeres se ganaran un lugar en la escena musical del país.

En la actualidad, existen bandas conformadas completamente por mujeres, como Las Ultrasónicas, con sus letras agresivas contra el patriarcado, y vocalistas que componen de una manera muy particular, mezclando los guitarrazos, con melodías suaves y amorosas. Julieta Venegas le abrió las puertas a Natalia Lafourcade, rompiendo con la idea que las mujeres no crean genealogías artísticas propias. Jessy Bulbo fue bajista y voz de Las Ultrasónicas, luego decidió separarse y formar Bulbo Raquídeo en la ciudad de Xalapa y posteriormente un proyecto denominado Bulberaizer, hasta decidirse a grabar su disco solista, Saga Mama. Pero son las femcee, las raperas feministas, como la zapoteca Mare y el grupo Advertencia Lírika, que con su violencia disruptiva, en la década de 2010, han terminado su labor, hablando abiertamente del hartazgo que les provoca la opresión de género y el deseo que tienen las mujeres de hablar con su propia voz. Con un claro objetivo de liberación feminista, Mare y Advertencia Lírika usan el rap como herramienta de cambio y lanzan sus fuertes y claros mensajes contra el sistema que siempre pone a los hombres un escalón encima de ellas. La guatemalteca Rebeca Lane, que ha sido en dos ocasiones invitada por feministas y lesbianas que desde hace tres años se reúnen en la Ciudad de México para celebrar el festival Lesbianarte, canta también para acompañar a las madres de desaparecidos, a las mujeres que denuncian los feminicidios y para apoyar a las artistas callejeras que han hecho del grafiti su expresión principal de intervención cultural urbana. La “ragamuffin”, es decir compositora de reggae social, Alika completa el cuadro de las músicas comprometidas con las mujeres y el medioambiente

Cuando estos movimientos iban apenas perfilándose, en la última década del siglo veinte, a contracorriente con las dificultades económicas y la crisis de la ideología socialista, una nueva generación de cineastas mexicanas comenzó a emerger con gran empuje a lado de sus compañeros masculinos. Eran integrantes del «nuevo cine mexicano»,  combinando el compromiso social, la denuncia de la opresión de género, las expresiones del placer de las mujeres, con el éxito comercial. María del Carmen de Lara, María Novaro, Dana Rotberg, Marisa Sistach, María Elena Velasco, Isabel Tardán, Sabina Berman y Guita Schifter han tocado temas de la memoria femenina y de los afectos que sostienen nuevas formas de relación, a la vez que han estimulado la creación de mujeres más jóvenes mediante seminarios, talleres y proyecciones comentadas.

Gracias a ellas una generación de muy jóvenes documentalistas, han encontrado la libertad de decir qué sienten hacia su domesticación para “convertirse en mujeres” y la rebelión que le ha provocado. Así pueden retratar también a sus congéneres con agudeza y simpatía, en pos de la liberación. Si bien muchas filman, como la cineasta Alejandra Sánchez Orozco, largometrajes para la comprensión de los actos de violencia misógina que llegan a la muerte, como Bajo Juárez. La ciudad devorando a sus hijas,  otras, como la periodista Jacaranda Correa han hecho del documental un territorio de libertad con que cuentan historias de manera fresca e innovadora.

Según Correa, la realización y difusión documental permite “una experimentación narrativa y creativa, sobre todo a nivel de contenidos impensables”: un territorio de gran libertad y expresión. Por ejemplo, en Muerte en casa, Correa investiga la violencia feminicida desde el punto de vista del asesino. Según ella, en México no existían estudios al respecto, por lo tanto decidió avanzar en la compresión del problema de la violencia contra las mujeres, echando un vistazo al otro, a la parte criminal. Al mirarlo, deshace al agresor sobrevalorado por la cultura que lo llama guerrero u hombre victimario, reflexionando en las circunstancias educativas, sociales, económicas que lo han formado para ser alguien al interior de una masculinidad violenta.

En fin, a pesar de que se ha querido decir qué son las mujeres mexicanas, buscando apresarlas en estereotipos que daban bandazos de la abnegada madre a la revolucionaria indómita, ellas hoy se dicen a sí mismas, cuestionan las autoridades, viven sus sentimientos, repensando también los elementos culturales que las han formado. La violencia delincuencial y el incremento de la trata de personas con fines de explotación sexual y trabajo doméstico debilitan su seguridad en las calles, los lugares de trabajo y las escuelas,  pero les provocan un afán de construcción de espacios colectivos para la reflexión, que redunda casi siempre en la categórica decisión  de luchar por la justicia.

En el campo de la moda como en las actividades agrícolas de cuestionamiento a las técnicas intensivas y transgénicas, en la música y en la literatura, en la física y en la medicina, las mexicanas hablan con voz propia. A la vez, reclaman sus derechos a una sexualidad libre de imposiciones, se reúnen para divertirse, invierten tiempo para disfrutar o para estudiar la sociedad donde actúan.  Cada vez con mayor decisión se comprometen en la lucha por los derechos humanos, cuestionan el racismo y se solidarizan con las víctimas de la violencia general, como las madres y padres de los 43 estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa. Su proverbial hospitalidad se ha mantenido involucrando a los huéspedes en discusiones profundas sobre el sentido de la vida y la libertad humana. Al cansarse de las asimetrías y las escalas jerárquicas, hoy juegan con los roles. La Inquietante e internacional semana de las mujeres barbudas, promovida hace diez años por las escritoras Cristina Rivera Garza y Adriana González Mateos, puso en juego la barba como símbolo de lo masculino y cuestionó que la vellosidad femenina fuera monstruosa y poco deseable. Desde entonces, las mexicanas van cuestionando las moralejas de todos los cuentos y buscan desmarcar las diferencias tajantes entre el deber ser femenino y el masculino. Su ideal contemporáneo es pasársela bien. Para ello necesitan de paz y de justicia. Sobre todo, necesitan que se ponga fin a la impunidad de sus agresores.