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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “El feminismo filosófico”, en Enrique Dussel, Eduardo Mendieta y Carmen Bohórquez (eds.), El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y latino (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, pp. 418-433. ISBN: 978-607-03-0128-5. En línea como capítulo que puede consultarse: http://www.enriquedussel.org/pensamiento%20filosofico%20latinoamericano/el%20femininismo.pdf

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El feminismo filosófico

Francesca Gargallo Celentani

En el límite entre filosofía y literatura y entre práctica militante y teoría se ubica la mayoría de las experiencias de la cultura de las mujeres latinoamericanas, cuyo pensamiento ha expresado, desde la época colonial, su dificultad para aceptar y ser aceptado por el sistema hegemónico de transmisión de saberes y de creación de ideas y de arte.

Poetas como la mexicana Juana Inés de la Cruz (1651-1695), narradoras como la brasileña Teresa Margarida da Silva e Orta (1711-1793) y militantes  socialistas como la peruana Flora Tristán (1803-1844) manifestaron en poemas, cartas, novelas, ensayos y proclamas su derecho a ser mujeres de estudio y de lucha en un mundo que las rechazaba por ello. No obstante, no fue sino hasta el siglo XIX, cuando la escritora antiesclavista argentina Juana Manso (1819-1875) formuló la necesidad de una educación popular y de la instrucción filosófica libre del dogma católico para la emancipación moral e intelectual de las mujeres -y la reunión de las así educadas para renovar el país y corregir sus males morales-, que se expresó abiertamente una posición política feminista. Esta fue retomada a finales del siglo por maestras y escritoras. La mexicana Rita Cetina Gutiérrez (1846-1908), iniciadora del movimiento La Siempreviva, la hondureña Visitación Padilla (1882-1960), fundadora del Boletín de la Defensa Nacional, y otras en todos los países de la región, exigieron el derecho de las mujeres a la educación, a la no injerencia de la mirada masculina sobre sus vidas y, posteriormente, al voto, con lo que dieron inicio a un movimiento feminista, esto es, un movimiento de mujeres y sobre la condición de las mujeres, en América Latina.

El cruce entre todas las formas de expresión para manifestar el pensamiento de las mujeres es particularmente claro en la obra de Juana Inés María del Carmen Martínez de Zaragoza Gaxiola de Asbaje y Ramírez de Santillana Odonoju, conocida como Sor Juana o como Juana Inés de la Cruz, de quien dice María del Carmen Rovira: “La poetisa es la primera autora que en la tradición filosófica mexicana después de la Conquista emplea la vía poética para la expresión de contenidos filosóficos” (Rovira, 1995a, p.109). Su propio maestro, José Gaos, había escrito en 1960: “El Primer sueño, poema de Sor Juana Inés de la Cruz, pertenece a la historia de las ideas en México” (Gaos, 1960, p.54).

El protofeminismo individual de la monja jerónima ha sido estudiado y rescatado en los últimos cincuenta años por literatas y escritoras, así como por críticos y ensayistas hombres, que han visto en la “Décima Musa” no sólo la mejor poeta del barroco en lengua castellana, sino a una mujer que tuvo que enfrentar por su doble condición, femenina y americana, la represión, la censura y la amenaza (Lorenzano, 2005).

Hija ilegítima de una criolla y un canario, nació en el pueblo de San Miguel Nepantla, en una zona habitada mayoritariamente por población de lengua náhuatl, misma que aprendió y en la que escribió desde los 7 años de edad para sostener, implícitamente, que españoles e indios, mujeres y hombres están dotados de igual capacidad para argumentar sobre temas cuales la religión, el derecho, el amor y la obediencia.

A pesar de que nunca hace referencia en sus cartas, sonetos y obras de teatro a la leyenda de La Malinche -esto es, la figura mítica de doña Marina Malintzin, princesa totonaca que fue regalada por el cacique de Tabasco a Hernán Cortés para que le sirviera de esclava-interprete, y que fue convertida por la cultura mexicana colonial en la mujer que simboliza la traición a su raza; la mujer que pierde a su pueblo por su pasión sexual convirtiéndose en la primera madre de un mestizo-, Sor Juana representó la figura terrenal de la mujer novohispana que se rebela  y desmiente la debilidad amorosa de las mujeres todas. De hecho, si la historia de Malinche sirvió para erotizar la violencia sexual de la conquista –hecho que se repite en la mitología colonial de muchos países americanos-, dando al semen del hombre blanco un lugar primordial en la simbología que otorga la supremacía a los colonizadores entre los sectores dominantes continentales, la imagen de Sor Juana, quien prefirió la vida monástica al matrimonio, y la amistad de letrados y virreinas a la vida erótica, fue muchas veces asociada con el lesbianismo, exactamente porque no pudo ser dominada por el poder masculino, ni siquiera por el poder sacralizado de sacerdotes e inquisidores.

La obra de Juana Inés de la Cruz gozó de una inmensa notoriedad durante la vida de la poeta. Sus obras tuvieron dos ediciones, varias veces reimpresas en España, entre 1689 y 1725. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII su fama decayó, junto con la de toda la poesía barroca, considerada, por los nuevos gustos, pedante y enmarañada. El brillo de su inteligencia fue recuperado sólo hacia 1951, cuando Alfonso Méndez Plancarte inició la publicación de sus Obras Completas, empujando que otras y otros se lanzaran a la búsqueda de sus escritos perdidos. La Carta al padre Núñez, fue encontrada por Aureliano Tapia Méndez apenas en 1960; Enigmas a la Casa de Placer, descubierto en fechas semejantes por Enrique Martínez López; y La carta de Serafina de Cristo fue encontrada y publicada por Elías Trabulse tan tarde como en 1995.

La posición protofeminista de Juana Inés de la Cruz se deriva de las experiencias de represión sufridas por ser una mujer de inteligencia precoz y muy profunda, que estudiaba y escribía. Una mujer que al hablar de teología desafiaba la condena al silencio que San Pablo había impuesto a todas las mujeres, y que la Inquisición se empeñó en castigar por ese atrevimiento (Glantz, 1997).

Existen tres escritos filosófico-teológicos de la poeta que demuestran una fuerza de convencimiento y una calidad poética y filosófica que ningún literato novohispano igualaba y que son sumamente interesantes: Primer Sueño, Carta Atenagórica o crisis sobre un sermón y Respuesta a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz.

Al poema Primer Sueño o Primero Sueño, escrito entre sus 35 y 40 años de edad, Sor Juana confiere una importancia singular, pues en su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, escribió que era el único que no le debía a nadie más que a su inspiración. En él, según María del Carmen Rovira, emprende un “angustioso juego filosófico” con los conceptos, comparando el carácter epistémico y metodológico de dos tradiciones: la neoplatónica de agustinos y franciscanos, y la escolástica tradicional de corte tomista. En Primer Sueño, además, desecha todo argumento de autoridad y aplica a los argumentos una duda de origen cartesiano: “el alma de la poetisa se encuentra frente a la confusión del caos al cual desea someter a un orden lógico, eminentemente explicativo” (Rovira, 1995a, pp. 104-105).

Los otros dos textos son en prosa y tienen un carácter polémico,  la Carta Atenagórica o crisis sobre un sermón, de 1690, o expresan una defensa del propio pensamiento y derecho al estudio y la inteligencia, Respuesta a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz -seudónimo utilizado por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, para atacarla como escritora de éxito, y por lo tanto criminal, herética y bárbara- del 1 de marzo de 1691.

En la Carta Atenagórica Juana Inés de la Cruz criticó los sermones del predicador jesuita portugués Antonio de Vieyra, realizando algo inaudito, y sumamente atrevido y peligroso, por una mujer. “Puede descubrirse en sus líneas un cierto goce personal, una íntima satisfacción  por la crítica que realiza. Estaba consciente de lo mucho que sus palabras podían herir la vanidad del predicador y se congratulaba de ello, más aún de ser una mujer quien se atrevía a realizar el análisis crítico del Sermón del Mandato” (Rovira, 1995b, pp. 65-66).  

Una ulterior posición protofeminista, se relaciona con ciertos versos que, como escritora oficial del virreinato, Juana Inés de la Cruz compuso para las damas que acudían a ella. En estos poemas por “encargo”, no sólo se vislumbra la capacidad de la poeta para identificarse con la vida de las otras mujeres, enamoradas, casadas y viudas, sino también una posición ética, ligada a la idea de una igualdad esencial entre los seres humanos, que la llevaba a argüir en contra de la censura o reprobación masculina de esos actos que las mujeres cumplían porque ellos se los exigían. Aunque son versos de carácter erótico-moral, parecen apuntar a asuntos de cualquier índole ética, ya que en ellos afirmaba la necesidad de que prevaleciera la razón contra el gusto, entendido como capricho.

Este protofeminismo no fue citado por ninguno de sus analistas masculinos, entre ellos hombres de la calidad literaria de Octavio Paz, ni por nadie antes de que a mediados del siglo XX se iniciara una hermenéutica política de la vida cotidiana, la sexualidad, el arte y la economía, llevada a cabo por las mujeres y conocida como autoconciencia feminista, neofeminismo o movimiento de liberación de las mujeres, para diferenciarlo del “sufragismo”, en realidad feminismo, decimonónico. De hecho es el feminismo la primer filosofía que toma conciencia de las políticas de legitimidad, es decir de las formas con que una sociedad otorga el privilegio cultural de legitimar sus saberes y valores a un grupo (los hombres, los vencedores, los blancos, los aristócratas, los ricos) con el fin de excluir los aportes, saberes, valores, conocimientos de otros grupos (las mujeres, las esclavas, las pobres, las indígenas, las negras).

La obra de la poeta mexicana, así como la de otras mujeres extraordinarias, perseguidas por su propia diferencia con los moldes culturales ordenadores, fue sometida a una revisión que iba más allá del rescate de la presencia de algunas mujeres en la cultura de América, así como de la denuncia de su ocultamiento por la historia oficial. Las feministas, a partir de las décadas de 1960-1970, propusieron una lectura desde las condiciones mismas de la sumisión y la resistencia, que les venía de su propia irrupción en el mundo de las definiciones estéticas, éticas y políticas, centrando la crítica económica en la expropiación masculina de su cuerpo, y la crítica a las ciencias en las interpretaciones que daban de ese mismo cuerpo y su inteligencia.

En el siglo XX, la difusión de los ideales de igualdad entre mujeres y hombres y la creciente conciencia de la exclusión sistemática de los aportes de las mujeres al saber colectivo -y de la visibilidad de su condición y necesidades-, dio origen al conjunto de teorías feministas que confluye en el feminismo filosófico de América Latina y el Caribe. Este tiene escasa difusión y se ha analizado muy poco, aun condensando el pensamiento del movimiento político y social más importante del siglo XX. Un grave problema para ello es que la academia prioriza la lectura de los textos feministas de los países desarrollados y no toma en cuenta a las pensadoras latinoamericanas como teóricas. El feminismo, en la academia, comparte la subordinación intelectual producto de la neocolonización imperante en muchos ámbitos del continente. La mayoría de los textos que se escriben sobre feminismo en América Latina tienen un noventa por ciento de referencias extranjeras. Quisiera recordar las palabras de la chilena Margarita Pisano cuando afirmaba que ¡citar es político!

La filósofa mexicana Eli Bartra Muriá (1947) propone repensar la historia del feminismo latinoamericano en tres, posiblemente cuatro, grandes etapas de luchas.

En primer lugar, es necesario analizar el feminismo anterior a la década de 1970. Señala a propósito el problema de nombrar. Durante mucho tiempo, al movimiento por el voto no se le llamó feminista sino simplemente sufragista; aún hoy en día hay quienes lo nombran así, separándolo del feminismo. No obstante, en ese primer feminismo se luchó por derechos tales como la educación, la potestad sobre las hijas e hijos, la igualdad salarial en el trabajo de las mujeres, así como hubo movilizaciones por la obtención del voto. El feminismo entonces dirigía sus esfuerzos para que se modificasen las leyes, posibilitando la actuación de las mujeres en el ámbito público, según los cánones de la política formal. Postulaba la igualdad con los varones en el goce de los derechos políticos, sociales y económicos que eran negados a las mujeres. Frente a la desigualdad dominante reivindicaba la igualdad como la forma de acabar con la discriminación y la subordinación.

En segundo lugar, Bartra Muriá propone analizar el neofeminismo que surgió en la década de 1970. Este fue un verdadero movimiento de liberación de las mujeres; centrado en el cuerpo, en la sexualidad, en los ámbitos de lo privado, consignó que lo “personal es político”. Fue un movimiento dirigido hacia el interior de cada mujer (en lo físico y en lo psíquico) y hacia la formación de pequeños grupos concentrados alrededor de la práctica de la autoconciencia, entendida como un diálogo en profundidad entre mujeres. Su actuación pública estaba dirigida a la obtención de espacios (y también leyes) que garantizasen una vida libre a las mujeres: libre de la mirada masculina, de su palabra, de su violencia.

El neofeminismo representó al mismo tiempo continuidad y ruptura, pues descubrió el valor de la diferencia. Las mujeres no son iguales a los varones ni física, ni histórica ni ideológicamente; por lo tanto, las feministas más radicales enarbolaron el valor político del respeto a las diferencias.

En los albores del siglo XXI, Eli Bartra vislumbra que el feminismo de nueva cuenta se proyecta hacia afuera. Se encuentra luchando en la arena pública, en el campo de las instituciones (gubernamentales y no gubernamentales) y de la política formal. Sin embargo, se trata de luchas mucho más sofisticadas y quizá más ricas en muchos sentidos que las de un siglo y medio antes. Paralelamente, detecta los albores de un nuevo feminismo autónomo en los indicios de la necesidad de su resurgimiento.

En la actualidad, el feminismo latinoamericano ha obviado referirse a las diferencias de las mujeres como grupo social frente a los varones, subrayando las diferencias existentes entre las propias mujeres. A la vez, reivindica una paridad entre los “géneros”, entendidos como grupos sociales resultados de una intensa tecnología cultural para amoldar a las personas según asignaciones económico-culturales impuestas a las portadoras y portadores de genitales femeninos y masculinos, en el ámbito social como en el privado (Bartra, 2007).

Eli Bartra Muriá es una filósofa militante. Muy joven, a principios de la década de 1970, ya era una activista feminista radical, que llegó a postular una estética y una política encarnadas en el cuerpo femenino y relacionadas entre sí. En 1979, durante el Tercer Coloquio Nacional de Filosofía, afirmó que el feminismo es una corriente teórica y práctica que se aplica al descubrimiento del ser mujer en el mundo (el mundo concreto, el mundo mexicano o latinoamericano). Su batalla se verificaba en un doble nivel: la destrucción de la falsa naturaleza femenina impuesta socialmente y la construcción  de la identidad de las mujeres con base en sus propias necesidades, intereses y vivencias. Ahí mismo, definió su politicidad sexuada como una lucha consciente y organizada contra el sistema patriarcal  “sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los grupos fuera de las esferas de poder” (Hierro, 1985, p.129).

Heterosexual y blanca, Bartra nunca se postuló una especificidad sexual o étnica en el análisis feminista; sin embargo, fue una crítica radical de la doble militancia o de la referencia (que consideraba una manera de legitimarse) a la política de los partidos, los movimientos sociales, los grupos culturales masculinos. Hoy, filosóficamente, coincide con que el movimiento feminista es un movimiento político, en cuanto se trata de un movimiento subversivo del orden establecido, una presencia actuante de las mujeres entre sí, un espacio de autonomía que se remonta a la historia de resistencia de las mujeres para postular un futuro distinto, una posibilidad de cambio.

Más aún, para Bartra, el feminismo es una filosofía política. Lo expresa con la vehemencia de la militante y con la claridad de la filósofa, en términos que no podrían ser recuperados por ninguna teórica del feminismo continental europeo –demasiado autónoma en la definición de política para las igualitarias y demasiado relacionada a la existencia del patriarcado para las autónomas- ni por las feministas anglosajonas, ancladas en el análisis del género.

A principios de la década de 1970, pasó por la autoconciencia, una práctica feminista de pequeño grupo que consiste en escucharse entre mujeres nombrando sentimientos y experiencias individuales para descubrirse en la experiencia de la otra; fue bautizada así por la italiana Carla Lonzi, pero era de origen estadounidense. En 1975, con Lucero González, Dominique Guillemet, María Brumm, Berta Hiriart y Ángeles Necoechea, formó el colectivo La Revuelta, un “pequeño grupo” en el que se pudiera reflexionar sobre la maternidad, la doble jornada de trabajo, la sexualidad, la amistad y la política entre mujeres.

La serie de golpes militares que desde 1971 asolaron América del Sur, arrojando miles de mujeres a la tortura, a la detención y al exilio,  y las guerras de liberación nacional en Centroamérica, con su 30 por ciento de mujeres combatientes, impidieron que la práctica de la autoconciencia en pequeños grupos se prolongara como única expresión de la política de las mujeres en América Latina. La respuesta feminista de Eli Bartra se manifestó en la participación en el Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe de Lima (1983), en la organización del de Taxco (1987) y en la academia. En 1982 estuvo entre las fundadoras del área Mujer, Identidad y Poder, del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana, en Xochimilco.

Desde la década de 1980, su filosofía se relaciona con las teorizaciones de historiadoras, antropólogas, psicólogas, sociólogas y escritoras. Es una de las pocas feministas académicas que, en la década de 1990 en México, ha impugnado el abuso de la categoría de género, cuando esconde a las mujeres, y el uso indiscriminado de la frase ya hueca “perspectiva de género” para analizar la condición femenina, aun cuando las relaciones de géneros bien utilizadas para el análisis de la realidad le parezcan fundamentales. A la vez, se niega a hablar de América Latina como una sociedad posfeminista, considerando que “vivimos inmersos e inmersas en un neocolonialismo en el que el feminismo está todavía por llegar plenamente” (Bartra, 1998, p.141).

Para fortalecer conceptualmente los mínimos comunes que las feministas comparten: la opresión y las múltiples luchas que han emprendido contra esa opresión, desafía pensamientos aparentemente de vanguardia, como el multiculturalismo, porque se permite “tolerar” a las culturas diferentes a la hegemónica, pero no las respeta. El origen de la teoría de la multiculturalidad se ubica geopolíticamente en el norte productor de los criterios económicos neoliberales. Esta empuja fuertemente para ahondar diferencias que de otra manera se diluirían, designando grupos de pertenencia desde afuera y desde arriba que impiden, de hecho, un contacto igualitario entre culturas.

Para Bartra, en el multiculturalismo no hay respeto de la diferencia, ni siquiera pluralismo, sino construcción de diversidades culturales de cuño racista que terminan siendo guetos donde el poder hegemónico de los hombres blancos del norte no se cuestiona su pretendido universalismo. A la vez, permite la descalificación del internacionalismo feminista, impidiendo a las mujeres reivindicar sus derechos humanos, pues las agresiones particulares que sufren son reivindicadas por el multiculturalismo como partes inmutables (o sea, ahistóricas y esenciales) de culturas específicas. Entre los peligros del multiculturalismo, Bartra diferencia los inmediatos -por ejemplo que, en nombre del respeto a la cultura animista de Madagascar, se justifique la clitoridectomía de una niña de ocho años- de los más profundos, que se condensan en la denuncia de una cultura hegemónica que se define por su derecho a crear con su mirada la otredad de las demás culturas, impidiéndoles en nombre de sus diferencias el acceso a los beneficios que se reserva para sí.

La metodología feminista que utiliza Bartra para analizar la común realidad del sexismo, así como las diferentes ideologías masculinas y femeninas, y el proceso artístico de las mujeres, expresa de manera explícita la relación entre política y filosofía. Esta metodología es “el camino racional que recorre una mujer con conciencia política sobre la subalternidad femenina y en lucha contra ello para acercarse al conocimiento de cualquier aspecto de la realidad” (Bartra, 1994, p.77).

Por ello mismo cuestiona la historia del arte, como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la perspectiva del arte popular de las mujeres, tema que ha sido prácticamente ignorado por el feminismo. Al analizar los fenómenos de hibridación de ciertas expresiones del arte popular, descubre la articulación entre las culturas tradicionales indígenas y mestizas y la cultura occidental moderna por motivos intra y extra estéticos: las crisis económicas, la feminización de “lo popular”, las diversas creatividades. Aun en aras de la comercialización, la creatividad artística implica una renovación constante e inserta el uso del hilo y la aguja, del barro, del cartón, de la lámina y del sentimiento religioso en el ámbito de lo novedoso, ámbito casi siempre negado a las expresiones creativas de las mujeres (Bartra, 2005, p.8-12).

Lo estético no puede ser abordado obviando lo estudios feministas, ya que: “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el que se crea, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética” (Bartra, 2005, p.178).

La descripción detallada del pensamiento de Eli Bartra sirve para demostrar que, para el conjunto de las filósofas latinoamericanas, no es fácil recoger en una doctrina pensamientos que se explayan en la literatura y en los debates políticos. Ensayos, lecciones, conferencias, poemas, novelas no constituyen un corpus, sino un itinerario por donde se va configurando una conciencia colectiva con su respectivo lenguaje.

Es igualmente difícil encontrar una teoría o un método feminista antes de que el movimiento feminista irrumpiera en el escenario académico hacia 1975, impulsando la creación de cátedras, centros de estudio y programas para teorizar lo ya impulsado en la escena política. Sin embargo, destacadas filósofas como Vera Yamuni (1917-2003) y María del Carmen Rovira (1923), que siendo discípulas de José Gaos reconocieron el valor del filosofar en América Latina, aplicándolo a su particular humanismo e historicismo, en entrevistas y conferencias ya habían abordado la importancia de reconocerse como mujeres, entendiendo con esto la condición específica –histórica- de su vida, al hacer filosofía. Las demás, por lo general, al hablar de su experiencia, mimetizaron su quehacer filosófico con el de sus colegas hombres.

Vale la pena recordar el valor de Rosario Castellanos (1925-1974), maestra en filosofía y escritora de éxito, al presentar en 1950 una tesis titulada Sobre cultura femenina (México, 2005), donde sustenta que la creación de ideas y de arte en las mujeres entra en contradicción con la educación que compulsivamente las arroja al cumplimiento de esas tareas maternas que ellas aceptan como propias de su condición.

En los veinticuatro años sucesivos, Castellanos, junto con la más intensa narrativa indigenista de México, publicó cinco volúmenes de ensayos y una obra de teatro, El eterno femenino, donde manifiesta una clara conciencia del problema que significa reconocerse en una identidad en construcción, a partir de la doble condición de ser mujer y de ser mexicana.

Apenas en las décadas de 1970 y 1980, la pregunta por las mujeres como sujetos filosóficos se vinculó a la tarea de liberar a la filosofía de su visión y estructuración sesgada a favor de las acciones, reflexiones y protagonismos masculinos. La nueva mirada de la filosofía feminista desde Latinoamérica enfocó la historia de la filosofía y las relaciones entre el género y el poder, y sus manifestaciones individuales y políticas,   en el currículo y en la investigación. Aunque el camino era lento, suponía cierta apertura de los círculos académicos a la comprensión feminista de la filosofía.

La mayoría de las filósofas latinoamericanas que han abordado la existencia del movimiento de liberación de las mujeres en la segunda mitad del siglo XX no dudan en definir la teoría feminista latinoamericana como una teoría política del cuerpo, la cultura y la expresión de las mujeres o como una hermenéutica del poder masculino.

Para Ofelia Schutte (1950), cubana residente en Estados Unidos, la teoría feminista es parte de una más amplia teoría de la identidad cultural latinoamericana y su análisis implica la contextualización del concepto de libertad en América Latina.(Schutte,1993, p.207). Reconoce que las luchas por la igualdad social y política de las mujeres se originaron en el movimiento sufragista de principios de siglo XX; más aún, afirma que las raíces históricas de todo pensamiento feminista están “profundamente arraigadas en la modernidad y, por lo tanto, en la concepción del yo emergente de la tradición humanista occidental”.(Schutte,1995). Ubica en la Revolución Cubana y en el feminismo internacional los móviles de la acción de las mujeres, así como en el impacto que tuvo el arranque en la región de la Década de la Mujer (1975-1985), en la conferencia de la Ciudad de México, patrocinada por la ONU. Sin embargo, Schutte desconoce, o no da importancia, a los movimientos en favor de los derechos de igualdad entre los sexos que se sucedieron en México y en América Latina durante el siglo XIX y las primeras cuatro décadas del XX, ni a las críticas feministas sobre el control de las mujeres ejercido por el gobierno cubano.

El feminismo latinoamericano puede estudiarse como una acción política de “género”. Schutte utiliza una conceptuación de gender-género elaborada durante la década de 1970 por el feminismo de lengua inglesa y redondeada por Judith Butler en 1986, a partir de la idea central de El segundo sexo de Simone de Beauvoir de que ser es llegar a ser: “uno no nace mujer, se hace”. De esta manera, el género es para Schutte, la construcción social con base en un sexo biológicamente dado, de lo que nos conforma como mujeres y como hombres en América Latina, aunque en esta construcción, en los países de masculinidad dominante, siempre se privilegian los hombres, a los cuales se asignan los roles correspondientes a las construcciones del género socialmente privilegiado, marcadas a nivel social, cultural y lingüístico (nivel simbólico). Se trata de una definición no esencialista, sino geográfica e históricamente ubicada de las relaciones de género.

Schutte sostiene que la conciencia de género es fruto de la experiencia y de la socialización. Debido a esto, analiza alternativamente los conceptos de género y subjetividad, para no caer en la antigua distinción bipolar entre hombre y mujer, y sus grupos complementarios de antítesis, como yo y otro, mente y cuerpo, verdad y error (Schutte, 1995).

La conciencia de que el cuerpo femenino ha sido socializado como el sitio de las construcciones normativas de la feminidad, la han “adquirido” las mujeres latinoamericanas, según lo plantea la filósofa cubana, gracias a los numerosos encuentros que se han realizado desde 1981 en América Latina y a las diversas publicaciones que han puesto en contacto a escritoras, intelectuales, militantes políticas, contribuyendo a la expansión del feminismo en la región. Esta idea es ambigua: por un lado, ¿de dónde la adquirieron? Por el otro, si generaron los mecanismos para encontrarse y las reflexiones publicadas, ¿por qué una filósofa tan interesada en los modos, los símbolos, las ideologías y las prácticas que legitiman las actividades políticas y filosóficas, no describe ni analiza los pensamientos que los generan y critican?

Schutte sostuvo relaciones académicas de interlocución con la Asociación Argentina de Mujeres en Filosofía y, en México, con la filósofa de la educación y feminista Graciela Hierro. Sin embargo, jamás cita a teóricas feministas latinoamericanas en sus escritos y describe, desde pautas políticas “externas”, las actuaciones de las actrices sociales para un público lector universitario estadounidense. Parecería que escribe sobre ellas y para ellas, pero no informa su saber y su reflexión con lo que ellas producen.

Por el contrario, desde la década de los setenta, la doctora Graciela Hierro Perezcastro (1930-2003) se abocó a una labor fundamental de algo que podría llamarse “militancia feminista académica”, en las universidades latinoamericanas. Muchas filósofas que hoy están en otras instituciones académicas fueron sus alumnas en la UNAM, cuando en la década de 1980 esa universidad era un centro de irradiación de la cultura latinoamericana. Además, desafió los temas de los convenios internacionales para insertarse y contactarse con las filósofas de los países anfitriones. Conversaciones, debates, cursos dictados por Hierro en los céspedes de muchas universidades, han permitido que alumnas y maestras se otorgaran a sí mismas el permiso para expresar  sus reflexiones acerca de sus acciones en las calles o en los colectivos de mujeres.

Desde finales de los setenta, ubicaba en la idea de Simone de Beauvoir el arranque, no sólo de una teoría política, sino de una ética utilitaria que postulara, como criterio de juicio moral, la utilidad social de la igualdad de oportunidades de mujeres y hombres.  La relación entre ética y política, según ella, se da en dos niveles: 1) en las reglas morales que sirven para orientar los actos de los individuos en sociedad, y 2) en la práctica histórica (Hierro, 1985).

Hierro entiende las normas morales como convenciones que pueden ser revocadas si las consecuencias de su cumplimiento no se ajustan al principio de justicia, que se centra en la idea de que diferentes individuos no deben ser tratados en forma distinta. Esto resulta en extremo adecuado para proponer una reforma de la idea de la condición femenina: “La decisión ética sobre la condición femenina actual se sustentará en la evaluación que se haga de sus tendencias y sus consecuencias, en tanto éstas son provechosas para el mayor número” (Hierro, 1985, p.93-94).

Para Graciela Hierro la categoría central aplicable a la condición femenina es la de “ser para otro” que, según De Beauvoir, la situaba en un nivel de inferioridad respecto al otro sexo, negándole toda posibilidad ontológica de trascendencia. “El ser para otro del que nos habla de Beauvoir se manifiesta concretamente en la mujer a través de su situación de interiorización, control y uso. Son éstos los atributos derivados de su condición de opresión, como ser humano, a quien no se le concede la posibilidad de realizar un proyecto de trascendencia” (Hierro, 1985, p. 13-14).  Esta interpretación de lo masculino como la norma humana que confina lo femenino en la posición estructural de lo “otro”, aquello que establece la diferencia, implica para la filósofa mexicana un deber ser ético-político, que coincide con la denuncia del sistema de desigualdad entre los sexos. Coincide, asimismo, con la  formulación de la existencia de un sistema de géneros, esto es, un sistema de división sexual y económica del trabajo entre los sexos y su representación simbólica.

Para Hierro, la política de las mujeres es y debe ser una política de reivindicaciones, pues cuestiona la situación de las mujeres en función de la sociedad (de su inserción en una sociedad de decisiones y simbolización masculinas) y no en función de sí mismas. En 1990, cuando ya utilizaba la categoría de género, escribió que el “fenómeno humano” puede estudiarse en todos sus aspectos para comprender la conducta ética. Estos aspectos, todos de igual valor para el conocimiento de la vida de las personas, son: sus características socioeconómicas, su localización geográfica, su historia personal y social, su sexo-género, su edad  (Hierro, 1990, p.35). El ser mujeres en sí representaba para Graciela Hierro una variante y no un hecho fundamental de la condición humana.

Sin embargo, en 2001, Hierro radicaliza su postura feminista y se plantea una ética del placer para un sujeto femenino en proceso de construcción, ya menos identificado con su género y más dispuesto a relacionarse con su diferencia sexual: un sujeto necesitado de orden simbólico, autodefinición y autonomía moral, que se escribe en femenino plural: las mujeres (Hierro, 2001, p.14). De esta manera, no puede evitar el reconocimiento de la centralidad de la sexualidad y del placer para analizar la relación entre poder y saber y se cuestiona sobre la posibilidad de una ética del placer que no sea un ética sexualizada. Implícitamente, Hierro critica el género como instrumento conceptual para la autonomía moral de las mujeres, pues el género sólo es lo que se piensa propio de las mujeres y de los hombres y no un medio para descubrir y realizar el estilo de vida de los sujetos mujeres.

La ética del placer se convierte, así, en una ética para la práctica de la diferencia sexual, visualizada desde varias disciplinas, que permite a las mujeres ser independientes de los condicionamientos sexuales. “La ética feminista se ha ‘sexualizado’ porque las mujeres, en tanto género, nos hemos creado a través de la interpretación que de los avatares de nuestra sexualidad hace el patriarcado. Sin duda, nuestra opresión es sexual; el género es la sexualización del poder” (Hierro, 2001, pp. 9-10). Y agrega que la filosofía se re-crea bajo la vigilante mirada feminista, cuyo método implica el despertar de la conciencia, sigue con la desconstrucción del lenguaje patriarcal y culmina con la creación de la gramática feminista, cuyo fundamento último es el pensamiento materno.

De tal manera, el género sirve para identificar el imaginario sexual que se construye desde el cuerpo masculino, el cual, una vez identificado, permitirá a las mujeres separar sexualidad, procreación, placer y erotismo. Ahora bien, la sabiduría y la ética de las mujeres trascienden este primer paso, a través de un proceso de liberación que implica el ejercicio moral de un sujeto que se reconoce libremente a sí mismo y que analiza sus acciones para su buena vida. La doble moral sexual es genérica, la ética del placer es un saber de las mujeres.

La radicalidad feminista en filosofía no es un rasgo fácilmente apreciable. Las descalificaciones y la marginación académica son precios que no todas las filósofas se atreven a pagar, a la vez que es muy difícil justificar en la academia la relación entre la teoría y la práctica feministas y el filosofar. Por lo general, la aceptación de los aportes epistemológicos provenientes de los movimientos políticos es lenta y el peso del universalismo, todavía agobiante. Sin embargo, reconociéndose hija simbólica de Sor Juana y de Rosario Castellanos, dos escritoras que filosofaron, Graciela Hierro no sólo ha valorado todo saber femenino, otorgándole valor de conocimiento, sino que se ha ofrecido como “madre simbólica” a numerosas alumnas que necesitaban tender un puente entre su activismo y sus estudios, así como a varias filósofas que se atrevieron a mirar más allá del análisis lógico para pensarse.

Poco antes de su muerte, en octubre de 2003, escribió: “Todo lo que sé se lo debo a las mujeres, brujas que se atreven a pensar. Yo sólo leo a mujeres, ya leí a tantos hombres… Aprendí lo que necesitaba de ellos y sólo consulto a algunos cuyas ideas sirven a mis propósitos. Ser feminista, para mí, significa personalizar todo” (Hierro, 2004, p. 11).

Como Hierro y Schutte, Diana Maffía (1953) es una feminista que se ha desarrollado en la academia, pero como Bartra es una mujer que construye pensamiento también fuera de las aulas por su vinculación y su interlocución con el movimiento de liberación de las mujeres. En ocasiones, como la filósofa panameña Urania Ungo, no rechaza el trabajo en instituciones del Estado para llevar a cabo una política de reivindicaciones de justicia, es decir, una lucha legal a favor de las mujeres, como en la Defensoría del Pueblo en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. Actualmente está trabajando en  el cuestionamiento de la normativa de género por la defensa de las y los transgéneros y transexuales (Maffía, 2003).

En la academia argentina, según Diana Mafia, la filosofía feminista comienza a desarrollarse a mediados de los años 1980, finalizando la última sangrienta dictadura militar, gracias a la influencia de tres mujeres filósofas extranjeras y el eje que las tres pusieron en la ética y la práctica: la exiliada María Cristina Lugones (1951) que regresa después de veinte años en Estados Unidos, la española Celia Amorós (1944) y la mexicana Graciela Hierro.

Entre las expresiones de democratización estuvo la devolución a la Universidad de su forma normal de gobierno participativo, para subsanar por medio de concursos docentes el vaciamiento académico impuesto por los militares de 1976 a 1986. Un concurso muy importante se abrió para cubrir la cátedra de Ética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Casi todos los titulares de cátedra eran varones, pues a ese concurso lo había precedido una disputa de machos por el territorio moral legitimado. Así que el concurso era, de por sí, conflictivo, aunque había dos cargos. La novedad fue que se presentó una mujer. Para colmo, joven; para colmo, casi extranjera; para colmo, feminista; para colmo, anarquista; para colmo, lesbiana militante. Y para colmo de los colmos, María Cristina Lugones, hacía de cada una de estas inscripciones una oportunidad de discusión ética, de connotaciones absolutamente prácticas y políticas, en lugar de proponer una escolástica sobre Aristóteles y Kant. Al margen del concurso, que obviamente Lugones perdió, un conjunto de diez o doce profesoras de filosofía se juntaron con ella para que les contara qué era eso de la filosofía feminista, que por efecto semántico les permitía unir dos carriles de la vida que en ellas se habían dado como paralelas euclidianas. Con una generosidad típicamente militante, Lugones les proporcionó bibliografía, organizó un seminario y promovió la conformación de una asociación de mujeres en filosofía.

Maffía era una de ellas y reconoce con agradecimiento a quienes les abrieron ese camino. Hoy, cuando habla de filosofía se refiere siempre a algo que podría llamarse una praxis teórica. De hecho, para ella, la teoría filosófica es una forma de la praxis feminista. Define el feminismo diciendo que es la conjunción de tres enunciados: uno descriptivo: en toda sociedad las mujeres están peores que los varones; un segundo prescriptivo que afirma que no debería ser así; y uno práctico que implica el compromiso de hacer lo que esté al propio alcance para impedir esa desigualdad.

Esta concepción de la filosofía feminista se relaciona profundamente con la desarticulación de sistemas de poder opresivos, aun al interior del sistema académico. Desde este enfoque, no es una filosofía hecha por mujeres sobre las mujeres, sino un pensamiento que arranca de la autoconciencia de la propia situación con respeto a toda subordinación y se compromete a tomar en cuenta las relaciones de género como significativas y a considerar la teoría, en relación con una práctica comprometida con la emancipación de jerarquías injustas impuestas arbitrariamente.

Docente de Gnoseología en la Universidad de Buenos Aires, el lado práctico de su teoría feminista tiene que ver con que se propone desarticular conceptualmente las construcciones hegemónicas que pudieran contribuir a la opresión de distintos sujetos, en particular de las mujeres, pero no sólo de las mujeres. No define la filosofía por las respuestas que ofrece a los problemas que surgen de la realidad, sino por las preguntas, por los interrogantes y las preocupaciones que tienen que ver con aspectos que van más allá de la vida cotidiana y trascienden las respuestas de las ciencias o las construcciones de conocimiento usuales; es decir, por una preocupación por los fundamentos de prácticamente todo.

Desde el momento en que el filosofar privilegia la pregunta y no la respuesta, el abordaje que tenga esa pregunta no está restringida a una disciplina, más aún necesita estallar el límite de las disciplinas. La teoría feminista cuestiona a fondo los límites disciplinarios, porque estos han hecho permanecer sistemáticamente ocultos problemas, experiencias, preguntas, necesidades que han sido fundamentales para la subjetividad de las mujeres. Constituir la propia subjetividad y no ser “heterodesignadas”, es decir designadas desde afuera por las disciplinas existentes, es una consecuencia de haber privilegiado el problema por sobre las respuestas. Ahora bien, la ciencia, la filosofía y la política se preservan como instituciones patriarcales, intentando siempre llevar a las mujeres al “territorio masculino” como condición para su aceptación (Maffía, 2000).

Las herramientas epistemológicas para trabajar la crítica a los límites disciplinarios rompen con algunas limitaciones académicas, pues hacen referencia a las experiencias, sistematizaciones y conceptos que sirven para organizar el conocimiento con respecto al problema en el que se pone el privilegio de la pregunta. Los motivos por los que se expulsan ciertas construcciones de conocimiento y ciertos sujetos de conocimiento en las instituciones, tienen que ver con la limitación de las herramientas epistemológicas aceptadas. Expulsar a quien piensa en términos diferentes mantiene incólume el pensamiento aceptado, pero lo mantiene sin discusión, con las fronteras cerradas. Si los sujetos cuestionadores, o simplemente diferentes, fueran integrados a la discusión propondrían puntos de vista por los cuales habría que rearticular absolutamente el concepto en cuestión.

Las mujeres han sido sistemáticamente expulsadas de la construcción de conocimiento,  porque basan sus afirmaciones sobre la realidad en justificaciones que están muy desvalorizadas por la epistemología tradicional. Que una mujer afirme que está absolutamente segura de algo porque tiene una intuición profunda al respecto, o porque se inclina emocionalmente a favor o le repugna una respuesta, de ninguna manera es aceptado en la ciencia; de hecho, ha sido muy desvalorizado; pero son herramientas heurísticas muy importantes. Urge discutir, precisamente, cuáles herramientas se van a legitimar en el acceso al conocimiento, porque en cuanto las feministas legitimamos herramientas, habilitamos sujetos para participar en la construcción de ese conocimiento. Y cuando habilitamos sujetos, herramientas nuevas realimentan nuestra posibilidad de conocimiento.

La dialéctica entre qué sujetos participan en la construcción y legitimación de las herramientas y qué cosas quedan adentro y afuera del sistema de conocimiento, es una dialéctica que la filosofía feminista debe desarticular y barajar de nuevo. Si las mujeres  participan en la construcción colectiva del conocimiento, legitimarán sus propias herramientas cognoscitivas, no transformándose en esos sujetos que son los únicos legitimados para conocer. La historia está llena de ejemplos de mujeres que han  accedido a la ciencia por utilizar los patrones científicos tradicionales. Sin embargo, la presencia de esas mujeres no significa gran cosa, porque ingresan a la historia sólo por haber probado que son iguales que el amo (Maffía, 2001).

Ahora bien, hacer filosofía feminista no implica ofrecer algo caótico, sino más bien desprejuiciado: la libertad en la elección de los temas a tratar, el intercambio con otras disciplinas que en filosofía todavía se consideran contaminantes, la discusión de los mismos criterios de demarcación disciplinaria de la filosofía, el privilegio del problema complejo por sobre el enfoque específico y el desocultamiento de los motivos que la filosofía ha desechado como no significativos y que pueden ser recuperados con nuevos sentidos. Diana Maffía pone por ello mucha atención en el quehacer de sus colegas. Actualmente las filósofas argentinas están trabajando en una gran variedad de problemas: la relación entre género y construcción de la ciudadanía, la epistemología feminista, las relaciones entre género y diferencia sexual, la ética de la investigación en bioética, así como entre feminismo y subjetividad, las implicaciones del multiculturalismo en el cuerpo como construcción social.

El núcleo de ideas más reaccionario contra el cual choca el feminismo es el que establece una naturalización de los lugares sociales por razones, entre otras cosas, de un sexo también naturalizado. Algo que una no elige, la genitalidad biológica, determina de modo inamovible el sexo y el género correspondiente a esa persona y con ello el inamovible lugar que ocupa en la sociedad: cuáles bienes culturales les son propios y les son ajenos, cuáles son sus obligaciones y derechos.

El corsé conceptual perdura, pues su primer paso estableció una dicotomía, es decir, dos conceptos exhaustivos y excluyentes. Exhaustivos porque se supone que ese par de conceptos, por ejemplo el par macho-hembra, agota el universo del discurso, no hay una tercera o cuarta posibilidad. Todas las posibilidades del ser sexuado caben en el par dicotómico. Se aplica así el principio de la lógica aristotélica del tercero excluido. Excluyentes, porque si un individuo puede ser catalogado mediante uno de los dos conceptos, automáticamente queda excluido del otro. Si cumple las condiciones que definen al macho, no sólo sé que es macho, sino también que no es hembra. Se aplica aquí el principio lógico de no contradicción.

El segundo paso del corsé conceptual, es la jerarquización del par, invariablemente unida a esta diferencia; toda diferencia se hace, así, jerárquica. El par conceptual siempre implica que uno es superior y otro inferior. La lógica aristotélica tiene la fuerte afirmación metafísica de ser, a la vez, una condición del pensamiento, del lenguaje y de la realidad. Es una fuerte determinación del carácter necesario, esencial, de las dicotomías presentadas no sólo en sus diferencias, sino también en sus jerarquías. Difícil para el pensamiento escapar de ese imperativo, sobre todo para los sujetos que, como las mujeres, han quedado sistemáticamente al margen de la legitimación cultural.

La expulsión de las mujeres del ámbito de producción de conocimiento no es ajena a esta dicotomía. El poder de este sistema de pensamiento consiste en que al superponer el par masculino-femenino a los pares tradicionales ya jerarquizados (mente-cuerpo, universal-particular, abstracto-concreto, racional-emocional, identidad-alteridad, producción-reproducción), estos se sexualizan; con ello, refuerzan la jerarquía existente entre los varones y las mujeres. Al restarle cualquier valor cognoscitivo a las cualidades asociadas con lo femenino, se asegura que las mujeres no tengan con qué revertir la lógica dicotómica. El corsé se teje en cuatro pasos simultáneos: primero, elaboración de las dicotomías; segundo, jerarquización; tercero, sexualización; y cuarto, exclusión del valor cognoscitivo al lado femenino del par.

¿Por qué las mujeres no pueden pensar? Porque están definidas por el cuerpo y no por la mente. Este empeño ideológico, cuya consecuencia directa es la exclusión de las mujeres de todo ámbito de conocimiento, fue precisamente lo que impidió ver en el cuerpo una condición epistemológica clave y es lo que hace tan rico y promisorio el tratamiento del tema. Las feministas lo vieron desde los principios de su reflexión y, según Maffía, por ello comenzaron a discutir la vinculación misma entre sexo y género, la posibilidad de despegar el género de la corporalidad.

El cuerpo es el enclave de muchas determinaciones, no sólo del sexo, sino también de los rasgos étnicos, el color, la edad, la discapacidad física, que la revisión feminista considera de modo no esencialista. El cuerpo no debe entenderse como una categoría biológica ni como una categoría sociológica; más bien es un punto de superposición entre lo físico, lo simbólico y lo sociológico.

El énfasis feminista en la corporización de la filosofía va de la mano de su repudio radical del esencialismo. En la teoría feminista, una habla como mujer, aunque el sujeto mujer no es una esencia monolítica definida de una vez y para siempre, sino que es más bien el sitio de un conjunto de experiencias múltiples y complejas y potencialmente contradictorias, definido por variables que se superponen, tales como las de clase, raza, edad, estilo de vida, preferencia sexual y otras.

Las fracturas son una práctica común en los grupos políticos y de reflexión universitarios argentinos. Hacia 1995, se produjo una división en la Asociación de Filósofas Argentinas, donde se plantearon dos estrategias divergentes. La primera preveía que los estudios filosóficos de género se agregarían al currículum tradicional de la carrera, insertándolos en los métodos reconocidos por la filosofía, sus divisiones temáticas usuales, en un diálogo que los incorporaba sin descalificar ni amenazar lo construido históricamente. Una estrategia asimilacionista que fue rechazada por el ala radical del movimiento feminista, aunque en la Universidad tuvo un éxito que se expresó en el sentido académico tradicional: publicaciones en revistas filosóficas reconocidas, designaciones en lugares de decisión, financiamiento de becas y proyectos de investigación, reconocimiento de sus “pares”.

La segunda estrategia filosófica era subversiva: pretendía desnaturalizar lo instituido, cuestionar las jerarquías, no reconocer las investiduras consagradas, ignorar las formas tradicionales del reconocimiento académico, privilegiar la acción y el compromiso con el movimiento de mujeres para deshacer la barrera que se interpone entre la academia y el mundo de la vida. Esta estrategia, a la que apuntó Maffía, no fue tan bien recibida ni fue premiada. Ni siquiera se aceptó su convivencia en una misma comunidad de mujeres filósofas, de ahí que esta se rompiera.

A pesar de haber optado por uno de estos modelos, Maffía se opone a considerarlos  dicotómicos, apuntando de esta manera al saneamiento de la grieta más profunda en la que ha caído el pensamiento-acción del feminismo de los noventa.

A la primera estrategia, se acercó María Luisa Femenías (1955), de la generación de filósofas a la que la española Amorós abrió las puertas al estudio crítico de las mujeres como producto de los discursos de la filosofía. Femenías vincula el feminismo con la política; sin embargo, no lo estudia como un movimiento de mujeres que impugnan una realidad dada, sino lo justifica porque el origen de la discriminación femenina proviene de la política, más aún es el eje alrededor del cual Aristóteles articula la relación de dependencia, por su inferioridad, de las mujeres. Aunque parezca contradictorio, el fortalecimiento de la política se erige sobre la base de la metafísica que, a su vez, encuentra su justificación última en la biología.

La filosofía oficia como discurso de legitimación de la ciencia, pero la ontología, donde la “materia” aparece como la categoría para la conceptualización de lo femenino, necesita de un gran relato biológico para demostrar que las mujeres son amorfas y pasivas por naturaleza y, por lo tanto, no aptas para la vida pública. “El sistema aristotélico es un relato legitimador de la inferioridad de las mujeres y de un patriarcado de carácter paternalista y protector. Tal es el caso de algunos pasajes retóricos en las obras biológicas, algunas analogías y la presencia o ausencia de ciertos términos que su metafísica recoge acríticamente y que aportan, en definitiva, su fundamentación última al sistema patriarcal aristotélico” (Femenías, 1996, p.22).  Aristóteles fundó así lo que con el tiempo se convertiría en un “paradigma patriarcal” con el que se estudian la biología, el carácter, el lugar histórico-político y las actividades de las mujeres.

Este paradigma es el sistema de pensamiento del patriarcado, lo constituye y regenera desde el androcentrismo (eso es: la forma de percibir el mundo desde la óptica exclusiva de los hombres) que, en algunos casos extremos, puede ser agresivamente misógino o, como en la mayoría de los casos según el modelo aristotélico, paternalista y protector. Cuando atribuye la racionalidad per se a los hombres, nos dice Femenías, Aristóteles sobre especifica a los hombres en detrimento de la actividad política de las mujeres e instaura una falacia filosófica, la del doble criterio, según el cual la racionalidad considerada positiva en los hombres es vista negativamente en las mujeres, porque mujeres y hombres son validados por investigaciones y observaciones basadas únicamente en las acciones y pensamientos del sexo masculino. “No hay, pues, un único estándar sino dos; o, en otras palabras, uno sólo pero genéricamente sesgado” (Femenías, 1996, p.23)

Ahora bien, el paradigma patriarcal sigue actuando porque, recuerda Femenías, la filosofía de Aristóteles permeó de tal forma la cultura occidental que ha dejado durante siglos a las mujeres presas de un continuo ahistórico. En este paradigma, los conceptos de ser humano y hombre son tratados como sinónimos, produciéndose un solapamiento que excluye a la mitad del género humano. “La forma del universal se solapa con la de la mitad de la especie (los varones), lo que obviamente excluye a la otra mitad (las mujeres) por razones de nacimiento” (Femenías, 2001, p.18).

Femenías no ubica su reflexión en un contexto históricamente determinado. Estudia la “cultura occidental”, no la cultura occidentalizada de Latinoamérica, y ello la liga a la necesidad de interpretarse desde una universalidad que, sin embargo, ha desconstruido con respecto al androcentrismo filosófico, eso es a la necesidad de ser reconocida desde un poder externo y superior como una “igual”. Contradictoriamente, Femenías se ubica al interior de la reflexión política de las mujeres, no enajena su cuerpo sexuado para pensarse; no se extraña en la otredad masculina, pero se sale de su realidad cultural que, si llevamos hasta el fondo el discurso de la antropología feminista anglosajona, construye los sistemas sexo/género.

En Sobre sujeto y género. Lecturas feministas desde Beauvoir a Butler, Femenías recorre el pensamiento filosófico feminista euro-estadounidense para demostrar las incongruencias de las posiciones franco-italianas acerca de la diferencia -según una línea marcada por las ideas de Celia Amorós de que el feminismo de la diferencia, como cualquier pensamiento posmoderno, desestima la relevancia de la razón- y fustigar los estudios poscoloniales de la India anglosajona y los estudios culturales de la frontera méxico-estadounidense, en cuanto su abordaje de la realidad: “la inconmensurabilidad de las relaciones entre las mujeres y los hombres de cada etnia entre sí, no deja de tener aristas indeseables puesto que la inconmensurabilidad impide el acuerdo, la crítica, la persuasión y el enriquecimiento mutuo de los conceptos” (Femenías, 2000, p. 256). Latinoamérica, por lo tanto, es sólo el lugar desde donde analizar toda la historia de los pensamientos feministas por ser, una vez más, un espacio no terminado, donde el derecho de las mujeres a la diferencia debe encontrarse con su deber de construir la democracia.

Por el contrario, la panameña Urania Ungo Montenegro (1955) y la brasileña Sueli Carneiro (1951) estudian el camino de la conciencia política feminista para analizar la voluntad de las mujeres latinoamericanas de diseñar opciones diferentes a una identidad subordinada y de crear proyectos alternativos a las formas de dominación vigentes. El antirracismo de la brasileña y el estudio político de la panameña son propuestas de activismo teórico-práctico.

Ungo traza un recorrido histórico de los escenarios políticos de América Latina, examina las dificultades de la construcción del movimiento feminista y sus conceptuaciones y, finalmente, sintetiza los debates actuales entre las feministas latinoamericanas (Ungo, 2000). Su idea de la teoría feminista es que se trata de un pensamiento construido sobre los fenómenos políticos, según una idea postulada dos décadas antes por la más importante teórica de la resistencia política feminista a las dictaduras y al patriarcado latinoamericanos, la chilena Julieta Kirkwood (1944-1985).

Militante política influida por el pensamiento socialista de cuño latinoamericano, Urania Ungo, a finales de los ochenta, escribió una historia de las mujeres centroamericanas, Subordinación genérica y alienación política: el discurso de las organizaciones de mujeres de la región centroamericana, durante cuya redacción se acercó a Solange Oullet (Québec), Sara Elba Nuño (México) y Elizabeth Álvarez (Guatemala), con quienes estableció el Comité Feminista de Solidaridad con las Mujeres Centroamericanas (COFESMUCA) y con quienes transitaría, en un segundo momento, del análisis político a “colocar en el centro de la discusión intelectual y política las relaciones interpersonales, negando toda la mística que las envolvía como relaciones naturales y sin poder” (Ungo, 1997).

Pese a que fue directora de la Dirección Nacional de la Mujer y secretaria técnica del Consejo Nacional de la Mujer, del Ministerio de la Juventud, la Mujer, la Niñez y la Familia de 1996 a 1999, nunca dejó de reconocer que el feminismo no es un asunto de estado, sino una política de las mujeres, que ella lleva a cabo en colectivos de reflexión y como maestra de teoría feminista en la Universidad de Panamá, para de-construir los paradigmas dominantes del deber ser de las mujeres. Según Ungo, “el feminismo es el movimiento social que ha realizado los desafíos más fundamentales al orden de la cultura occidental evidenciando las formas en que se generan el dominio patriarcal, la violencia y la guerra y como estos se cruzan y articulan con las desigualdades sociales y opresiones de todo tipo”.(Ungo, 2000, p.15). Por lo tanto, define la teoría feminista como la teoría política de las mujeres y afirma que las reflexiones de las feministas latinoamericanas sobre las relaciones entre las mujeres y la política, así como los debates que las prácticas políticas de las mujeres suscitan dentro del feminismo, son los elementos centrales del pensamiento y la acción en América Latina.

La historia de las ideas filosóficas feministas en América Latina es, para Ungo, la historia del pensamiento político de las mujeres, así como el análisis de su historicidad. Comprender el significado que el feminismo tiene hoy en América Latina, implica “pensar que la presencia activa y ferviente de las mujeres en la base de distintos movimientos sociales y políticos no corresponde con su ausencia de los lugares del poder y las decisiones” (Ungo, 2000, p.17). Para ello reelabora las teorías historiográficas de Asunción Lavrín y la práctica de la historia del presente de Edda Gabiola. Ungo, intuyendo que las dos historiadoras no se acercan de la misma forma a la historia de las mujeres pues la primera no sostiene una teoría feminista ni mira al cuerpo político del feminismo. En Para cambiar la vida: política y pensamiento del feminismo en América Latina (2000) sostiene que de la actual indefinición política del feminismo, con su caos de superposiciones de horizontes teórico-políticos diversos, puede procesarse una salida, si se relee y reinterpreta la propia historia del movimiento feminista latinoamericano, recordando aquello que no debe ser olvidado: que el feminismo es una utopía política que junta el pensamiento y la acción, a la vez que es una práctica de vida.

Sueli Carneiro, partiendo de una visión radical lésbico-feminista, enfrenta el problema del racismo en la construcción ideológica de la feminidad latinoamericana. Para la filósofa y educadora brasileña, toda situación de conquista y dominación crea condiciones para la apropiación sexual de las mujeres de los grupos derrotados, con el fin de afirmar la superioridad del vencedor. Estas condiciones se perpetúan en la violencia contra las mujeres, en general, y en particular contra las mujeres indígenas, negras y pobres.

Según Sueli Carneiro, las que podrían ser consideradas historias o reminiscencias del periodo colonial, permanecen vivas en el imaginario social y adquieren nuevos ropajes y funciones en un orden social supuestamente democrático, pero que mantiene intactas las relaciones de género -según el color, la raza, la lengua que se habla y la religión- instituidas en el periodo de los encomenderos y los esclavistas. Durante su participación en el Seminario Internacional sobre Racismo, Xenofobia y Género organizado en Durban, Sudáfrica, afirmó: “La violación colonial perpetrada por los señores blancos a mujeres indígenas y negras y la mezcla resultante está en el origen de todas las construcciones sobre nuestra identidad nacional, estructurando el decantado mito de la democracia racial latinoamericana, que en Brasil llegó hasta sus últimas consecuencias. Esa violencia sexual colonial es también el cimiento de todas las jerarquías de género y raza presentes en nuestras sociedades, configurando lo que Ángela Gilliam define como ‘la gran teoría del esperma en la conformación nacional’, a través de la cual:

1. El papel de la mujer negra es rechazado en la formación de la cultura nacional;

2. la desigualdad entre hombre y mujer es erotizada; y

3. la violencia sexual contra la mujer negra ha sido convertida en un romance.” (Carneiro, 2005, p.21-22).

Una cuarta etapa del feminismo latinoamericano parece abrirse así con esta recuperación antirracista y política de la necesidad de transformación feminista de la realidad. Frente a la institucionalización de las demandas del feminismo hegemónico y el envejecimiento de muchas de sus representantes, mujeres negras de Santo Domingo como Ochy Curiel (1962), quien escribió sobre la lucha política de las mujeres y sus estrategias contra el racismo (Curiel, 2002), y militantes indígenas, como las zapatistas que en 1994 redactaron la Ley Revolucionaria de Mujeres (Rojas, 1994), reclaman derechos específicos para ser respetadas en un cuerpo que definen y defienden como diferente del cuerpo hegemónico, no sólo masculino, sino también el de las mujeres blancas y heterosexuales.

A pesar de que las feministas brasileñas no avanzan ninguna crítica a la institucionalización de los espacios de reflexión y acción política de las mujeres que se ha dado en América Latina a partir de principios de la década de 1990, con la fragmentación del movimiento en diversas Organizaciones No Gubernamentales (ONG), son filósofas brasileñas negras como Sueli Carneiro y Jurema Wernerk quienes han contribuido grandemente a la visibilización del sutil racismo académico e intelectual del feminismo hegemónico. Este nunca admitiría expresamente una posición discriminatoria con base en la etnia, el color o la orientación sexual de una mujer, pero de hecho en las instituciones, las ONG y la academia no se valoran por igual sus aportes culturales, ni se les considera en un mismo nivel de “universalidad”, cual si se estuvieran fincando nuevas jerarquías de importancia entre los postulados del feminismo latinoamericano, prefiriendo los que esgrimen las mujeres blancas, urbanas y heterosexuales.

El conocimiento feminista se construye hoy desde una hermenéutica del poder y de las creencias más arraigadas, ofreciendo desde las experiencias sujetivas y grupales, una mirada íntimamente política, dirigida hacia el interior de las mujeres no para que se lancen a la colonización femenina del espacio público, sino para que recuperen de su propio movimiento la autonomía de su reflexión y su acción.

En este sentido, vuelve a ser fundamental para la filosofía feminista el entrecruzamiento con experiencias y análisis que vienen de la antropología, la literatura, la militancia, la política. El estudio de la territorialidad del cuerpo femenino como espacio que debe someterse a la globalización económica y que enfrenta su soberanía contra la violencia asesina, llevado a cabo por Rita Laura Segato (1953), del Departamento de Antropología de la Universidad de Brasilia, se relaciona necesariamente con la filosofía política y la estética feminista, pues el cuerpo asesinado es un cuerpo sobre el que el sistema escribe su violencia (Segato, 2003).

El cuerpo de la mujer es también el cuerpo de la impunidad masculina dominante contra el cuerpo de la pobreza, del mestizaje y de la resistencia. En este sentido la filósofa mexicana María del Rayo Ramírez Fierro (1962) ya había mencionado la necesidad de reflexionar sobre la violencia contra el cuerpo femenino, cuando adquiere voz y reivindicación política. Para ella, es necesario pensar la continuidad en la resistencia de las mujeres indígenas en los Andes, resistencia al ejemplo de terror que el poder colonial inscribió sobre el cuerpo de Bartolina Ciza, descuartizada a finales del siglo XVIII por haber reclamado con su esposo Tupac Catari el derecho a un gobierno dirigido por indígenas, y de Micaela Bastida, igualmente torturada y asesinada por haber organizado las finanzas de la rebelión de su esposo Tupac Amaru (Ramírez Fiero, 2006, p.50-51).

Aunque no haya una expresión protofeminista en su planteamiento político, con la presencia de su cuerpo sexuado y asesinado en la historia de rebelión andina instauraron una tradición de lucha de mujeres que, en la misma zona, produce en la actualidad voces y formas de hacer política que han desafiado el feminismo occidental. No sólo Silvia Rivera Cusicanqui (1948) estudia el papel de la memoria colectiva entre las mujeres del movimiento campesino-indio de Bolivia (Rivera Cusicanqui, 2003), sino que en 1975 en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, Domitila Barrios de Chungara, esposa de un trabajador minero y madre de siete hijos, afirmó que la liberación de la mujer está ligada a la liberación socioeconómica, política y cultural del específico pueblo al que pertenece (Viezzer, 1982).

Ahora bien, no hay en América un lugar donde violencia racista y feminicidio, misoginia y represión política muestren más evidentemente su nexo que en Centroamérica, y en particular en Guatemala, país donde durante 36 años de guerra civil murieron por mano del ejército un número todavía indefinido de mujeres indígenas,  cerca de 200 000, en formas donde intento de genocidio y odio misógino se sumaban. Ahí, desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, se han multiplicado los asesinatos de mujeres, sin causa aparente.

En esa Guatemala donde la voz de una poeta blanca y de clase alta, Alaide Foppa (1914-¿?), elevó una de las primeras reflexiones-denuncias de las necesarias condiciones de liberación para las mujeres latinoamericanas, y que fue acallada por la violencia militar que la desapareció el 22 de abril de 1980, hoy se escuchan voces que reclaman una reflexión desde la condición maya y desde la condición mestiza del ser guatemaltecas expuestas a la furia feminicida. Estas voces deben incorporarse al estudio de la filosofía feminista continental y caribeña, pues presentan una reflexión sobre el lugar de las indígenas en la expresión antirracista del feminismo.

Sin lugar a dudas, la reflexión sobre el racismo llevada a cabo por las mujeres negras y las mujeres indígenas tiene su principal punto de contacto en la denuncia de los aspectos económico, social, cultural y de acceso a los servicios de la discriminación de la cultura hegemónica. Secuestradas de sus culturas de proveniencia y esclavizadas, las africanas fueron incorporadas violentamente a la Modernidad que, desde el siglo XVI, en América “racializó” la esclavitud, es decir construyó una identificación entre pertenencia étnica y tipo de trabajo, al interior de la economía colonialista. De tal manera su principal reivindicación es la de recibir un trato de igualdad, pregonado por las teorías liberales y socialistas del siglo XIX, y de respeto a las condiciones históricas y expresiones grupales que disienten de las hegemónicas, reivindicado por las izquierdas de finales del siglo XX y principios del XXI. No pocas veces el feminismo antirracista afrolatinoamericano es también un feminismo de voz lésbica, disidente de la heterosexualidad reproductiva.

Las mujeres que hablan una de las 2000 lenguas americanas, por el contrario, se identifican con la historia de comunidades que han resistido la Modernidad, enarbolando una pertenencia a formas de vida, de economía, de relación interpersonal que si bien han sufrido los embates del cristianismo y del capitalismo, también han sabido oponerle una visión integrada de la vida humana, animal e inanimada.

Las mujeres indígenas pertenecen a culturas muy diferentes entre sí, pero reclaman un lugar de respeto al interior de su comunidad, y el respeto para su comunidad en el contexto de la América occidentalizada. Esta doble exigencia las lleva a aparentes contradicciones con respecto al uso de instrumentos legales, culturales y educativos para expresar sus exigencias feministas. Sin contar que muchas sienten que el mismo uso de las lenguas coloniales (español, portugués, francés, inglés) las “desindianiza”. Maestras, escritoras, militantes manifiestan sus necesidades como mujeres que se quieren libres en el ámbito de una comunidad que sienten como propia y que quieren transformar. Para ello rechazan la construcción de un sujeto femenino individual, sostén del igualitarismo feminista occidental, pero exigen la no subordinación de sus necesidades e intereses a una voluntad colectiva determinada por el colectivo masculino. “No hay pluralidad sin diferencia”, expresan, por ejemplo, las tojolabales al exigir que ninguna decisión comunitaria se tome por una asamblea de hombres sin la presencia de mujeres.

A su vez, las mestizas y mestizadas empiezan a cuestionarse su papel en la construcción de la identidad indígena. La poeta Maya Cu (1970) escribe versos y crítica literaria donde la condición de la mujer indígena desgarrada entre su deseo de ser-como-sí misma-entre-otras en la consecución de una liberación individual-colectiva se enfrenta a la censura que proviene no sólo de su comunidad sino de las antropólogas e investigadoras que pretenden reducirla necesariamente a una identidad determinada desde afuera.

“Cuando se nace en medio de una familia indígena emigrada de la zona rural hacia una zona urbana marginal, se crece ‘no siendo’. O por lo menos sintiendo que nunca se termina de ser parte de. Es decir no eres totalmente indígena, porque tu familia se ha visto obligada a romper con los cánones culturales propios para ser aceptada en el contexto urbano. De igual manera, la urbanidad no te deja ser totalmente parte de, porque procedes de una familia indígena. A esto se suman las prácticas discriminatorias contextuales: burlas hacia el apellido, el tamaño, el color, el acento” (Cu, 2007, p.36). Asimismo, las mujeres que abandonando su condición campesina-comunitaria llegan a trabajar en organizaciones mixtas con fuerte presencia indígena, se enfrentan al fenómeno de no ser totalmente aceptadas, porque el color, la estatura, el nombre evidencian una cosa, pero la ropa y la ausencia del idioma materno evidencian otra.

La conflictiva construcción de una identidad femenina que quiere disociarse de la ubicación que el poder oligárquico y opresor impone a las mujeres según su pertenencia étnica, atraviesa la reflexión de la antropóloga Ana Silvia Monzón y de la maestra kaqchikel Aura Estela Cumes. Para ambas, lo étnico es un factor de tensión en el movimiento de mujeres que debe enfrentarse, porque sólo desde la seguridad del antirracismo puede construirse para la mujer –la mujer en su cuerpo- el derecho a no sufrir violencia (Cumes y Monzón, 2005).

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