Título:
Los pescadores del Kukulkán
Autora:
Francesca Gargallo
(nació en Italia en 1956; vive en México desde 1979)
Primera edición en formato digital:
Editorial Corte y Confección – ght, Ciudad de México,
noviembre 25 de 2013
Primera edición en papel: 1995 (Editorial Aldus,
colección La Torre Inclinada, México, D.F.
ISBN 968-6830-41-3. Antonio Mendoza
y Margarita Pizarra, diseñadorxs)
.
______________.:.______________
Descargar novela en PDF:
http://bit.ly/1cjhdcr – o – http://bit.ly/Ioh91m (443 Kb)
Francesca Gargallo
Los pescadores del Kukulkán
Para Luis Hernández González, Miguel Rodríguez Lugo,
Rosendo Hernández Soriano, su hijo Alejandro,
y Andrómeda D’México,
quienes vivieron algunas anécdotas de esta historia.
El barco caracoleaba las olas ligeras del Caribe. El ritmo constante de la máquina hacía sonreír a Rosendo, el motorista, mientras Miguel y Alejandro, sentados a la brisa de una mañana clara y de agua tibia, devoraban uno tras otro los huevos de tortuga que los pescadores de Puerto Progreso les habían regalado. Estaba prohibido recogerlos en la costa yucateca tanto como en las playas de su Pacífico añorado, pero el mito de su potencia afrodisíaca los convertía en un regalo cargado de buenos deseos. Miguel jugaba con la hoja de su cuchillo.
En la Capitanía de Puerto preguntaron por qué viajaban sin capitán. Miguel se había apresurado en contestar que conocían muy bien las mareas del Pacífico y que de Yucatán a Panamá sólo se tardarían unos días. Para no alarmar a los portuarios, Rosendo agregó que el dueño del camaronero necesitaba reducir los gastos de traslado y los había mandado seguir otro de sus barcos. Alejandro y Luis, el cocinero, nunca dieron explicaciones; les parecía normal. Ahora los cuatro estaban invadidos por la agitación alegre de hacerse a la mar, a su destino de pescadores.
El viento entona cantos que los marineros conocen del Índico al Mediterráneo; a su compás, las olas se encrespan cada una a su ritmo. Rosendo las vio levantarse, blancas de espumas sobre el celeste intenso del Caribe.
Los hombres del Kukulkán habían decidido regresar por mar abierto. Sobre todo por Luis que insistió en entregar el camaronero lo antes posible; le urgía volver al trabajo y se habría opuesto al viaje si sus compañeros no lo hubiesen elegido por ser el único que en el pasado, cuando trabajaba en la marina mercante, había surcado las aguas del Golfo.
—El Pacífico es como un libro abierto —le había dicho Rosendo—. En él sabemos leer las rutas, encontrar los bancos de camarones y reconocer los signos del tiempo. Es un mar que no traiciona. Pero el Golfo sólo tú lo conoces.
Luis en el Pacífico había naufragado tres veces, por eso sonrió al asentir con la cabeza. No tenía humor y cuando al llegar a Puerto Progreso las cosas no marcharon como querían, empezó a gruñir:
—Es el principio de una mala racha.
Alejandro no evitaba la ocasión para molestarlo. Miguel, en parte por superstición y en parte porque el viejo cocinero era su padrino, temía que, más allá de la preocupación que lo embargaba por haber dejado la cooperativa, Luis tuviera alguna duda seria sobre la conveniencia de la compra del camaronero.
Durante el mes en que se quedaron anclados en Progreso para arreglar el barco, Miguel fue el único que salió del puerto. Llegó a Alvarado para comprar madera en un astillero y allí conoció a una periodista que lo llevó a ver la colocación de un lastre de concreto en la sentina de un atunero de cuarenta y dos metros de eslora con la excusa de que él podría explicarle cosas. Con la misma frescura, lo invitó luego a tomar unas cervezas. Miguel no conocía a ninguna mujer parecida y le gustó tanto que no se atrevió a poner sus manos sobre las piernas bronceadas que ella cruzaba. Por ello no podía olvidar que ella le había dicho:
—En esta época de crisis, ¿por qué un armador manda a cuatro hombres a Yucatán si todas las cooperativas pesqueras mazatlecas están vendiendo sus embarcaciones nuevas?
—¿Para ahorrar?
—No seas ridículo, Miguel. Tu armador está lavando dinero y ustedes son sus títeres.
Ahora, al perder de vista la costa, Miguel experimentó un sentimiento de nostalgia. El sino de los pescadores reside en no poder optar entre el mar y la tierra. Mienten cada vez que afirman que navegan sólo para obtener el sustento de sus familias y mienten cuando dicen que el mar es su única pasión. Durante un mes, el marinero Miguel había protestado contra su estadía en Progreso y ahora el Miguel de tierra firme se sentía solo al abandonar la larga barrera de corales que protege a la costa beliceña de norte a sur.
Sentado en la borda, Alejandro interrumpió sus pensamientos:
—Hace frío —dijo.
—Sí, sopla un norte de la chingada —contestó Miguel dándose de repente cuenta que bajo el casco de la embarcación el agua había perdido su transparencia.
Unos delfines cruzaron por la estela que iba dejando el Kukulkán y las nubes cubrieron el sol. Rosendo bajó a revisar la máquina. Veinte minutos después, un aire de lluvias ennegreció el cielo y el mar.
—Vamos a bailar —sentenció animadamente Alejandro.
Luis salió a cubierta, miró hacia las olas grises y con un guiño malhumorado, replicó:
—No vomiten, que trae mala suerte.
Miguel cojeó hacia la caseta. Su pantorrilla izquierda le dolía.
—Va a llover —dijo masajeándosela—. Nunca me falla.
Rosendo le cedió el timón y volvió a revisar el motor. Con él bajó Luis que fue a controlar el nivel de agua en la sentina.
En menos de media hora la luz se volvió opaca y perdieron de vista el barco que estaban siguiendo. Rosendo miró a Luis probar la resistencia de la maniobra y se tranquilizó al verificar que los tangones y la pluma estaban fuertemente amarrados al mástil y a la proa por cuatro nervios casi nuevos. Las olas llegaban atravesadas contra los costados del camaronero, que no podía enfrentarlas por el riesgo de que los arrastraran hacia afuera.
Los cuatro hombres se encerraron en el rancho. Rosendo tomó el radio para enviar unas señales al Calypso, pero el barco que los precedía no contestó. Alejandro intentó entonces comunicarse con la costa, sin mejores resultados. La brújula marcaba hacia todas las direcciones, con una locura que contagió a la tripulación cuando se percató que a la sonda le faltaba el papel sobre el cual la aguja marca la profundidad del mar. Ni siquiera el sol podía guiarlos, con sus rayos dispersos en la neblina gris en la cual navegaban.
Una marejada inclinó el barco a babor y los cuatro hombres, asidos de las banquetas de la cocina y del timón, vieron el mar entrar por las escotillas y mojar los camarotes. Miguel golpeó su cabeza contra la nevera y volvió a abrir los ojos en el momento en que la oleada embestía la maniobra reventándole los nervios y recorriéndola hacia atrás. Un duchazo de agua helada le cayó encima desde los manguerotes del aire. El Kukulkán perdió la estabilidad para empezar a vagar al garete.
—¡No se caigan al agua! —gritó Luis por arriba del estruendo cuando Alejandro y Miguel salieron a cubierta. Ya había visto el mar llevarse a la gente.
La turbonada avanzaba con su labor de espanto. Las olas alcanzaron los seis metros, aventando los tangones torcidos de un lado a otro de la cubierta. Esos botalones con su peso desordenado aumentaban la ondulación del barco haciendo crujir el mástil.
—Virgen santísima de Guadalupe —murmuró Miguel.
—Agárrate fuerte —volvió a gritar su padrino Luis—. Si te caes, de aquí no te saca nadie.
El viejo cocinero al mirar a su ahijado bajo la embestida de las olas recordó la noche sin luna en la que un pavo se fue al agua. Uno más de esos muchachitos medio aprendices que se embarcan sin goce de sueldo para sacar su sustento de la rebusca del camarón chico. Lo buscaron por horas antes de darse por vencidos. Tenían lámparas esa noche y los faros del barco barrieron la superficie del Pacífico a menos de treinta millas de la costa de Sinaloa. El pavo nunca apareció, ni muerto ni vivo.
Miguel trataba de mantener el equilibrio entre los cabos y los chinchorros sueltos, cuando una ola lo tumbó arrastrándolo por la cubierta. Pudo aferrarse de un boyado que como él vagaba por la popa.
—Padrino —gritó el joven cojo—, ¿cuánto dura esto?
El viejo sacudió la cabeza; la angustia lo ahogaba. A su lado, Rosendo agarró un garrafón de tequila que rodaba por la cocina del rancho golpeando las paredes. Se había prometido no beber durante todo el viaje, pero tenía demasiado miedo. De tal forma no vio a su hijo Alejandro atarse de un cabo y deslizarse por el piso mojado de la cubierta hasta alcanzar la pierna de Miguel. Jaló al amigo hacia la caseta y, al cerrar la puerta, se dobló sobre sí mismo. El mar enloquecía a su alrededor.
Durante un largo rato los cuatro hombres temblaron. Estaban tan mojados que no había parte del cuerpo en la que no sintieran frío. A la vez, la situación era desesperada. Un miedo que era también una forma absoluta de desamparo los embargaba y en él se abandonaron a su temblorina, con la respiración alborotada. Si se iban a ir a pique, no querían darse cuenta. Miguel recordó a la periodista:
—Tu armador es un narco que los está mandando a la muerte —le había dicho.
Suspiró y en eso se dio cuenta que estaba gritando lleno de rabia porque ni él ni los demás hacían nada para sobrevivir:
—¡Ya basta! —aullaba—. ¡Pongamos orden en este desmadre!
—Sí —lo apoyó con su voz fuerte Alejandro.
Los dos jóvenes se levantaron sosteniéndose el uno al otro y Alejandro tomó el mando de la situación.
—Papá —le ordenó a Rosendo—: Baje a revisar la máquina. Tú, Luis, sostén el timón hacia el rumbo que sea pero que este pedazo de madera deje de dar vueltas. Miguel, ayúdame a amarrar la maniobra. Tratemos de ver a qué profundidad estamos. Debemos fondear en algún lado y sortear las olas.
Los viejos miraron al Pichón, como llamaban a Alejandro en la cooperativa, como lo hubieran hecho dos sacerdotes al reconocer un santo en su grey y se apresuraron a obedecerle. Miguel salió con él a cubierta para amarrar lo que quedaba de los nervios a los tangones recorridos. Miraron el mar que cuatro horas antes era transparente y sereno como un domingo de Pascua y el océano les transmitió su grosera carcajada de triunfo. Se estrellaba contra la obra muerta, inmenso frente a los veinte metros del Kukulkán.
Alejandro sacudió a Miguel para que éste, peligrosamente fascinado por la tempestad, buscara y encontrara algo que bajar por la borda. El tubo no tocó fondo y lo subieron segundos antes de que el Kukulkán gimiera bajo el impacto de una ola que le impuso un revire de 180 grados. Miguel logró sujetarse al espía del ancla al caer y Alejandro, de su cinturón. Las manos se les entumieron alrededor de sus asideros y durante horas se columpiaron en el suelo. Desde el cuarto de mando, Rosendo les gritaba por la lumbrera que no se movieran; el ruido del agua que entraba por los manguerotes del aire cubría su voz y los dos jóvenes pescadores intentaban con las manos libres, con los pies, con el cuerpo entero, alcanzar un cabo, una tabla de arrastre, el chinchorro o lo que fuera, para deslizarse sobre la cubierta hasta la puerta de la caseta.
—Francamente, nos fue mal en ese viaje.
Don Luis bufa acomodándose en el sillón de su casa. El abanico de techo remueve el calor de la tarde. La periodista asiente con la cabeza para no interrumpir su voz monocorde de viejo enfermo.
—Salimos de Mazatlán el 28 de octubre y tras cuatro días de viaje por tierra, nomás al llegar a Puerto Progreso, descubrimos que el administrador se había largado con el dinero para arreglar el barco. En la caliente hilera de embarcaciones amarradas, el Kukulkán estaba ahí, abandonado y sucio. No se podía siquiera dormir en él porque no había colchones en los camarotes. ¡Y el dueño pretendía que zarpáramos el primero de noviembre! No nos dio un quinto para aguantar la reparación: un mes piqueteando las mamparas, arreglando la caseta, revisando el motor, pintando. ¡Y todo con nuestros ahorros!
El viejo se mueve en su sillón. La esposa se acerca desde atrás con su vocecita chillona:
—Es que aquí ya no hay trabajo y si un armador les dice a los pescadores que deben ir por un barco, después está obligado a contratarlos, serán sus hombres de confianza.
—A finales de noviembre —dice para confirmar las palabras de su mujer el cocinero—, el dueño mandó el dinero para avituallar el Kukulkán. Compré comida y diesel para llegar hasta Salina Cruz, en Oaxaca, porque el petróleo mexicano es más barato que en Centroamérica. El 8 de diciembre salimos hacia Colón, en Panamá; el 9 perdimos al barco que nos precedía para marcarnos el rumbo; no sé durante cuántos días estuvimos perdidos. Creo que fue el 12 que la Guadalupana nos quiso salvar. Había marejadas hasta de seis metros de alto, una de ella recorrió la maniobra quitándonos toda estabilidad. Logramos amarrarla con lo que quedaba de los nervios tronchados, pero tuvimos mucho miedo. Al segundo día de vagar al garete, encontramos unos bajos y fondeamos. Durante toda la noche bailamos en firme; por la madrugada escuchamos el disparo que dio la espía del ancla al reventar. El barco entonces empezó a ladearse tan feo que no podíamos mirar al cielo. Fingimos tener turnos de tres horas cada uno, pero la verdad es que ni dormimos ni comimos nunca. De caerse la maniobra, lo cual esperábamos que sucediera de un momento a otro, yo no se lo estaría contando: se da la vuelta el barco y de ahí no se salva nadie.
Don Luis acompaña las palabras con los gestos lentos de sus manos de cocinero. Su cuerpo representa la historia de la marejada y se mueve de derecha a izquierda en el asiento. De repente se levanta y hurga en un arcón. Trae al relato la reproducción del Kukulkán que hizo en el hospital.
—Mire —dice pasando su mano por la cubierta del barco en miniatura—. Lo de abajo es el casco y ésta es la espía que mueve a la propela.
La periodista no le dice que ha navegado por años en las aguas de países en guerra y don Luis habla mientras monta y desmonta para ella los manguerotes del aire y la caseta de su obra de arte. De improviso, el viejo tuerce el busto hacia adelante con una mueca de dolor.
—Me duele y no puedo orinar: es que a mí la mala suerte me entra por rachas —dice apretándose el bajo vientre.
Al viejo se le llenan los ojos de lágrimas y cuando vuelve a hablar la voz se le ha quebrado.
—El Caribe es traicionero. A los cuatro días de estar en el mar pensé que nunca más vería Mazatlán. Estábamos tan solos y tan perdidos que nos alegramos porque Rosendo divisó dos gaviotas y dijo: “Ven, la costa está cerca.” Pero no percibíamos nada más allá de la cresta de las olas que barrían el puente.
Don Luis suspira.
—Recordé entonces mi primer naufragio —dice—. Era yo joven, por eso no tuve miedo. Lo conté en voz alta a los muchachos. Estaba en la mercante y el capitán del Don Lorenzo recibió la orden de refugiarse en puerto porque nos iba a alcanzar un ciclón. El capitán, que era un buen hombre, no pudiendo entrar por el arrecife de las Islas Marías por la baja visibilidad, nos ordenó abandonar el barco. El navío fue a estrellarse contra la rompiente y nosotros nos quedamos quince días en las islas esperando un ciclón que jamás pasó por ahí.
La periodista le sonríe y don Luis yergue un poco la cabeza.
—Se lo conté a los muchachos y fue la única vez que nos reímos a lo largo de días.
Luego vuelve a suspirar y encoge los hombros:
—Poco después nos agarró otra marejada y casi nos voltea. Empecé a llorar porque en Progreso, con el dinero que me quedaba, le había comprado un anillo de coral a mi esposa y me dolía no verla nunca más para podérselo dar. Imaginé su cara al recibir la noticia de mi naufragio y lloré todavía más fuerte. Rosendo me golpeó la espalda: “No seas maricón”, dijo y le dio dos tragos a su botella de tequila. Miguel no reaccionó y Alejandro agachó la cabeza; los muchachos habían adelgazado mucho. “A ti te duele tu anillo”, me dijo Alejandro. “Pero yo le había comprado una televisión a mi hija.” Al bajar la noche, que era como pasar de la neblina a la oscuridad total, salimos de la depresión. No se cómo. Alejandro ideó amarrarnos al fondo con unos tubos. Su invento resistió casi seis horas, durante las cuales pudimos descansar. Por la mañana, Rosendo se dedicó a arreglar el radio. A las doce entró en contacto con un atunero cubano que nos dijo que estábamos frente a Honduras. También nos enseñó cómo fijar el rumbo 195 que nos llevaría a Panamá. A nuestro salvador nunca lo vimos, pero encontramos la costa.
Luis sonríe al fin. La periodista mira su rostro bonachón.
—Don Luis —le pregunta—. ¿Por qué Miguel no quiere verme?
—¿No fue él quien te mandó llamar?
—Sí.
—Sus motivos tendrá.
—Yo no quería que se fueran, pero la tripulación de un camaronero debe ir a recogerlo ahí donde se encuentra para mantener su plaza —dice Andrómeda, la mujer de Alejandro, al acostar a sus hijos.
La noche baja fresca sobre Mazatlán y el viento mece los árboles de la calle. Afuera la luna llena ilumina por igual al pobre barrio de los pescadores y a la zona dorada de los turistas.
—Se fueron con la ropa y el dinero necesarios para un viaje de quince días. Le dije a Alejandro: “Llévate más, qué tal si se quedan un rato en Yucatán.” Uberto Sorto, el armador, nos estaba prestando a las familias medio millón de pesos por quincena y nos aseguraba que nuestros maridos se encontraban bien. Según él, el barco era casi nuevo y la época muy tranquila. Mi suegra y yo no teníamos idea de que en el Golfo diciembre es un mes de nortes. Tampoco lo sabía la esposa de Luis.
—¿Y la de Miguel? —pregunta la periodista.
—No la conozco —responde Andrómeda.
El Kukulkán dio un último bandazo de estribor a babor y, poco a poco, bajo la mano certera de Alejandro al timón, enfiló hacia el rumbo 195, cortando las olas con la proa.
Miguel subió a la derrota. En el pecho le nacían canciones viejísimas porque la marejada estaba cediendo y su amigo había aprendido a sortearla. Se sirvió un café; su padrino hacía brotar de las ollas sonidos y aromas familiares, recordándole que ya eran cuatro días que no comían nada caliente. Una lluvia fina vino a bañar la cubierta barrida por las olas. Miguel miraba hacia afuera apoyado contra la puerta cuando vio la mañana de octubre de 1976 en la que un capitán cincuentón curtido por el viento y la precariedad de su vida le apoyó la mano sobre el hombro. Miraron juntos hacia la bahía de Yavaros en la que flotaban los cuerpos de sus amigos y los cascos partidos de setenta camaroneros. Le dijo: “Después de la tempestad, vuelve la calma.”
Miguel era entonces casi un niño y la semana anterior había acompañado por primera vez a su hermano al burdel. Las ganas de volver a ir le devoraban las entrañas. Cuando al oscurecerse el cielo, el patrón llamó a la Capitanía para recibir instrucciones, deseó con todas sus fuerzas que le ordenaran poner rumbo hacia Mazatlán. Estaban sobre el lomo del camarón azul, en menos de dos horas habían recogido más de una tonelada de crustáceos. Su mejor amigo, un pavo que como él se había embarcado al terminar la primaria, le gritó del barco que tenían a la par: “Nos quedamos; aquí en medio día vamos a ganar más que en toda la temporada.” Fueron las últimas palabras que intercambiaron. El patrón de Miguel enfiló hacia la bahía de litoral plano que se extiende frente al desierto de Yavaros y se reunió con los demás capitanes. Les pidió que se amarraran todos y con los motores encendidos permanecieran firmes en el centro de la ensenada. Miguel recordaba el altercado: don Manuel y el viejo Chava sostuvieron en su contra que los ciclones nunca pasan más al norte de Topolobampo y que era suficiente amarrarse al muelle para sortear la marejada que el Liza generaría. A los diez días encontraron sus cuerpos devorados por las cucarachas de mar; tenían los ojos picoteados por las gaviotas.
Miguel recordó que su capitán le dijo entonces que el control del mar se debe a la suavidad de los golpes que se logran dar al timón; se debe, pues, a la destreza del timonel. Sonrió mientras absorbía el café: el Kukulkán ofrecía la proa a las olas, Alejandro se había convertido en un gran marinero. El norte los había sacado por unas doscientas millas y no podían tardarse más de tres días para encontrar las costas porque se les estaban terminando el agua y el combustible.
Catorce años antes, a las cuatro de la mañana, toreando el viento, se les quebró la espía del ancla y el ciclón Liza los aventó contra un banco de arena. Escuchó la estructura del barco tronar y el mar, al pasarle por encima, lo tiró contra la borda. El miedo al naufragio despierta en los jóvenes un feroz instinto de sobrevivencia, pero les destila gota a gota un veneno de cobardía paulatina, una desesperanza cansada que adormece. El capitán hizo seis intentos para desembancarse, tras de los cuales Miguel y sus compañeros se amarraron uno con el otro de un cabo, dando por perdida la posibilidad de salvar el camaronero y de salvarse. El capitán les pidió un último esfuerzo y les habló de la posibilidad de volver a ver a sus seres queridos. Miguel recordó a la prostituta que le había quitado la niñez y se desprendió del cabo. Sus compañeros lo siguieron. Una vez ganado el derecho a una postrera oportunidad, el capitán aglutinó a sus hombres alrededor de su maniobra y sacó al barco del banco de arena. Poco después amainó el viento. El Liza había durado diez horas contra las tres de los ciclones normales.
—No nos preocupamos hasta que una mañana mi suegro llamó para decirnos que les faltaba mucho para zarpar y que ya no tenían dinero —recuerda Andrómeda al salir del cuarto de sus hijos—. Dos semanas después, el quince de diciembre, Alejandro me llamó con la misma voz malhumorada de su padre: “Dile a Sorto que estamos varados porque se descompuso la transmisión. Que vuele a traerla.” “¿Dónde estás?”, le pregunté. “En Panamá.” “¿Qué te pasó?” “Ya ni la amuelas, te lo cuento después.” Cuando está con ese genio yo ni le hablo, así que le dije que comiera bien y llamé a Sorto.
Las dos mujeres se miran, repentinamente cómplices.
—El 20 de diciembre regresé del mercado y encendí la televisión: Panamá había sido invadida —continúa Andrómeda—, mientras la periodista recuerda que se había enterado de la misma forma de la invasión, sintiéndose una inútil.
—Llamé a mi suegra que lloraba acongojada —prosigue la esposa de Alejandro—. El noticiero hablaba de doscientos muertos, todos panameños, y para consolarla le dije que no se preocupara porque la bandera mexicana iba a proteger a los nuestros. Sin embargo, no me lo creía. El 24 de diciembre entró mi primera llamada a la naviera de Colón; durante cuatro días había intentado llamar cada hora y me sentí premiada por el esfuerzo, pero la línea cayó antes de que pudieran darme cualquier información. Volví a marcar durante las tres horas siguientes. La secretaria del encargado de negocios de la naviera, una joven que había quedado atrapada en las oficinas a la hora de la invasión, me contestó al fin. Mi marido y sus compañeros estaban amarrados a una boya, “De la ventana, veo el barco”, me dijo la mujer. “Pero a ellos no los dejan bajar ni nosotros podemos acercarnos.”
Andrómeda organiza su casa mientras habla. El tiempo no le sobra; es hospitalaria y ofrece todo lo que tiene sin ceremonias. Le tiende una botella de cerveza a la periodista, da un trago a su propia cerveza y suspira, sentándose en el pórtico después de haber doblado la ropa para planchar.
—¿Estarán vivos, los habrán golpeado, tendrán hambre? No supe qué pensar —dice—. Llamé al embajador de México en Panamá, el señor Marcos Frank. Nunca antes había hablado con un funcionario tan importante y se me cortó la voz cuando le conté que mi marido estaba en un barco averiado en el puerto de Colón. Frank, con sus modales de caballero, me convenció de que en ese mismo instante iría a recoger la tripulación del Kukulkán para que la embajada se hiciera cargo de su retorno. Sentí que había logrado algo. Cuando se lo conté a mi pobre suegra, ella de la emoción volvió a llamar a Panamá para agradecerle al embajador el favor que nos hacía. Con los niños nos pusimos a bailar por la sala y el mayor y yo nos tomamos una botella de vino tinto a la salud de los pescadores y los diplomáticos mexicanos.
—¿Y entonces qué pasó? —pregunta la periodista alarmada por el velo de llanto que cubre los ojos de su anfitriona.
—Fuimos unos pendejos —contesta Andrómeda.
La rabia es un sentimiento persistente. El silencio se vuelve espeso en el pórtico, mientras la mujer recupera el aliento.
—El 28 —dice repentinamente recuperada— vimos por televisión que la Fuerza Aérea había enviado un avión para recoger a los ciudadanos mexicanos atrapados en Panamá. Al revisar la lista de pasajeros en el aeropuerto, mi marido no estaba. Volví a casa con una sensación de angustia creciente. Al meter la llave en la cerradura, mi suegra se me adelantó y abrió la puerta para abrazarme. Sentí que se me paralizaba la sangre. Fue cosa de un segundo, antes de llorar pensé en cómo contarle a los niños que su padre había muerto. Cuando pudimos separarnos, la vieja dijo que acababa de hablar por teléfono con su esposo y que se sentía fatal porque por primera vez lo había escuchado llorar. Suspiré de alivio, aunque la situación era grave: Luis había caído en una depresión profunda y sólo mencionaba su mala suerte, Miguel no daba más por el cansancio y Alejandro apenas mantenía el control de sus nervios. El embajador nunca se presentó en el puerto.
La rabia de Andrómeda al recordar no ha disminuido.
—Dejé a mi suegra parada en el zaguán y corrí hacia la casa del presidente de la colonia, el carpintero Riva —dice con resolución—. El hombre guardó su herramienta y me llevó a hablar con un diputado de su partido que se comunicó con la Secretaría de Relaciones Exteriores y ahí con el director de Asuntos Latinoamericanos. Éste me largó por la suave diciendo que el embajador había intentado lo imposible para alcanzar a mi marido, sin poderlo contactar porque estaba en una zona acordonada. Conseguí el teléfono de Los Pinos para hablar con el presidente. La sangre me golpeaba las sienes cuando empecé a gritarle a un licenciado que me contestó que es fácil moverse para salvar a unos periodistas metidos en el Holliday Inn, pero imposible hacerlo para cuatro pescadores. El licenciado me respondió que no, que no era cierto, que el embajador no había podido llegar hasta ellos porque Colón estaba acordonado. “¿Cómo va a estar más controlado un puerto que el hotel situado frente a la Nunciatura en la que se ha refugiado Noriega?”, le grité desesperada. Por primera vez sentí lo que es ser pueblo, ser de los que no salen en los noticieros y creen en las promesas. El licenciado para zafarse me aseguró que otro avión saldría a la mañana siguiente para recoger a los que aún no habían podido abandonar Panamá. Cuando colgué, mis hijos estaban sollozando.
Las dos mujeres quedan en silencio. Andrómeda da un largo trago a su cerveza antes de volver a su Odisea de Penélope. La otra sabe que no tiene qué preguntar.
—Estaba al pendiente de los noticieros de las 9, de las 10, las 11, las 2, las 5 y las 9 y las 11 otra vez. Efectivamente Presidencia envió una aeronave de la Armada y el embajador Frank dijo por televisión que con ese vuelo ya no quedaban mexicanos en el país invadido. Su esposa y sus hijos tenían un lugar en el avión, pero mi marido y sus amigos no. Volví a llamar a Los Pinos y estaba tan enojada que amenacé al presidente: “Si mi país no puede proteger a mi esposo, voy a llamar a Bush, al enemigo, y le pediré que proteja a un mexicano.”
Andrómeda se levanta, se dirige hacia la cocina, vuelve sobre sus pasos. Por un rato camina de arriba a abajo, es una leona enjaulada.
—Hablé nuevamente con la naviera de Colón —recuerda cuando se calma—. Alejandro estaba en las oficinas en el momento en que entró la llamada. Al escuchar mi voz empezó a llorar. “Quiero salir de aquí”, decía. “No busques más a los embajadores, podemos llegar a Costa Rica por tierra.” Me dio un miedo terrible y le rogué que por favor no se moviera, que había guerrilla por todos lados. Pero él seguía llorando y sólo repetía que se quería largar de ahí. Cuando colgué, llegó el presidente de la colonia con su amigo diputado; yo estaba sentada en el sofá con la espalda dura y los ojos fijos en la mesita del centro. Creo que se asustaron al verme tan mal porque inmediatamente hablaron con el vicecónsul mexicano en San José de Costa Rica y éste me pasó a la embajadora. Como pagan justos por pecadores, yo a esos dos no les creí.
Don Luis regresa del baño donde ha ido a vaciar la sonda. Camina encorvado hacia adelante, como si estuviera en cubierta.
—Cuando llegamos a Panamá —dice—, no pudimos fondear porque en la marejada se nos había perdido el ancla. Nos acercamos al muelle, pero antes de que atracáramos llegó un gringo con una metralleta y nos apuntó gritando que allí sólo podían bajar las tripulaciones extranjeras. Le dije que éramos mexicanos y que necesitábamos comprar alimentos y arreglar lo del cruce del canal. Siempre con la metralleta nos indicó una boya y volvió a decir que ahí sólo podían arrimarse los extranjeros: europeos, gringos y japoneses si no nos quedaba claro.
El viejo se ríe y recuerda que también Miguel se rio, pero con malestar.
—Sí, él y Alejandro dijeron que era ridículo que los mexicanos no queríamos entrarle a la unidad latinoamericana y esos cabrones la provocaban a pesar nuestro.
La periodista asiente con la cabeza. Ridículo no es la palabra que ella emplearía, pero no dice nada.
—De la boya donde nos amarramos podíamos llegar a tierra uno a la vez mediante una panga que venía a recogernos y que, por el favor, nos cobraba cuarenta dólares de día y ochenta de noche. Panamá es carísimo, todo está en dólares y para comer sólo hay latas. Nos jugamos en un albur quién bajaría y Alejandro fue a arreglar la pasada por el 14 en la mañana. Esperamos al piloto descansando. Era un gringo de cara chata que condujo el Kukulkán hacia la primera esclusa y que al meter la reversa, por muy pendejo, tronó la transmisión del cambio. Rosendo le demostró que sería capaz de frenar el barco con el motor y pasar así de esclusa en exclusa, pero el piloto nos maldijo en su lengua y nos mandó fondear a otra boya, frente a una base militar norteamericana. El 15 por la mañana, Alejandro entró en la naviera Hartanave, de un tal Virgilio Griffin y de ahí llamó a Mazatlán y habló con su mujer y con Sorto, el dueño del barco. Éste prometió llegar con la pieza nueva el día 20. El resto del día dormimos, el 16 comimos hasta indigestarnos, el 17, 18 y 19 miramos la televisión y escuchamos el radio. Nos daba risa que Noriega se apareciera en los noticieros con un machete y que lo golpeara contra la mesa afirmando que hasta el último cortador de caña panameño defendería su pedazo de patria si los gringos la invadiesen. Cuando Noriega hablaba, se le engrosaba el cuello y Miguel lo imitaba poniendo cara de enojado y golpeando la mesa con la sartén. Alejandro le aplicaba en la frente y en los cachetes la cascara de una piña que acabábamos de comernos y Rosendo y yo nos carcajeábamos.
La periodista recuerda que en otra época, en otro país, ella también se había reído como Luis ante los anuncios de una guerra y como él, después, se había arrepentido de su irresponsabilidad.
—A eso de las dos de la mañana del 20 de diciembre —continúa el cocinero— me despertó un ruido de motores. A nuestro lado había un barco colombiano, dos peruanos, otro brasileño y un escamero hondureno; pensé que se estaban moviendo y me volví a dormir. A las cinco y media los ruidos se intensificaron y salí a cubierta. Una mancha de helicópteros de todos los tamaños nublaba el cielo y lanchones y tanques se movían por el puerto. Le grité a mis compañeros que algo estaba pasando. Como si me hubiese querido contestar, desde el mero arribita de nuestro mástil, uno de los helicópteros más pequeños, una mosquita verde, se encabritó y empezó a disparar contra el muelle y contra unos edificios altos de donde le respondieron tiros de carabina.
Don Luis sacude la cabeza para afirmar de antemano lo que está por decir:
—Durante tres días y tres noches el cielo anduvo de fiesta: estrías rojas de cohetes, nubes de humo blanco y de humo negro, silbidos de bala, llamas verdes y helicópteros grandes y pesados que daban vueltas sobre la ciudad, pequeñas libélulas que disparaban excitadas, aviones rechonchos y lentos, avionetas que arrastraban mantas: “Bienvenida la democracia.”
El viejo sigue sacudiendo la cabeza. Cuando también la periodista empieza a hacerlo, agrega:
—Teníamos un miedo de los mil demonios. Para desahogarse, Alejandro gritaba: “¡Gringos culeros!”, pero cuando las balas deshicieron nuestra bandera y unos morterazos cayeron cerca de la proa, el mismo se desgañitó: “¡Panameños hijos de la chingada, ríndanse de una vez!” Luego le dio pena y volvió a gritarles a los gringos. Yo había tenido tanto miedo durante la turbonada que me quedaba bien poquito espanto para malgastarlo en la invasión. Más bien me daba rabia; igual a Rosendo. Les decíamos a los muchachos que anclar en el agua vivo es peor que morir de un balazo en la guerra.
Suspira. Siempre hay un tiempo de silencio en los recuerdos.
—Cuando los panameños dejaron de disparar, los gringos suspendieron el bombardeo a las casas —vuelve a hablar el viejo—. Nosotros ya no teníamos qué comer y queríamos hablar con alguien, sentir y ver a la gente que estaba viva. El 26 nos arrimamos al muelle. El desorden era impresionante; en el medio de miles de cosas tiradas, en la calle había cadáveres de niños, de perros, una señora destripada. La gente que se había refugiado en la playa, acampaba a pocos metros de los cuerpos de quienes no la alcanzaron. Estábamos mirando aquello cuando llegaron unas veinte personas al barco queriéndose meter. Me planté frente a la puerta diciendo que no podían pasar; me dieron un culatazo en el brazo y otro en el estómago. Nos quitaron todo.
—Su mala suerte —acota la periodista.
El viejo no la oye, continúa con su relato:
—Un hombre anciano que los vio pegarme, le dijo a Rosendo que no pensáramos en vengarnos ni buscáramos recuperar nuestras cosas. Indicó hacia un almacén y nos instigó a robar lo que encontráramos. Entramos en un súper con las paredes perforadas por los tiros y sólo hallamos cajas de aceite, refrescos dietéticos y lápices. Estábamos en esas cuando llegaron dos jeeps norteamericanos buscando armas. Rosendo le dijo en son de broma a Miguel que si nuestros marinos estuvieran ahí, los agarrarían a botellazos a esos hijos de la chingada. El comandante de la patrulla gringa creyó que le estaba dando una orden militar, hizo una seña y tres de sus marines apuntaron al Kukulkán con sus metralletas, mientras los otros nos encañonaron por la espalda. Intenté explicarles que éramos pescadores mexicanos y que nos habían robado la comida, pero escupió al piso: “mexicans!”, y nos obligó a tirarnos sobre su baba con las manos arriba de la cabeza. De Hartanave, la naviera donde había ido a llamar Alejandro, salió entonces el señor Griffin con las manos en alto y se acercó para servirnos de intérprete. Es un hombre valiente y en los días que siguieron se portó como un hermano con nosotros. El comandante gringo le permitió que nos llevara a la naviera y Griffin corrió hasta su casa para traernos algo de comer.
—Mi segundo naufragio fue terrible.
Don Luis vuelve a hablar despacio mientras arregla el brazo del sillón que se ha desprendido durante los minutos en que se ha quedado callado, forcejeándolo.
—Disculpe —dice la periodista—. No entiendo. ¿Naufragaron en Panamá?
—No —sonríe el viejo—. Fue con el Don Lorenzo, el mismo carguero de las Islas Marías. Tenía quinientas toneladas métricas de arqueo y lo estaban reparando en La Paz, cuando se incendió a las 7 de la mañana del 18 de julio de 1971.
La periodista asiente con la cabeza.
—Entiendo —dice.
—En Baja California el aire es caliente y la luz invasora. Sin embargo, escuché el fuego antes de verlo. Las duelas del puente crepitaban y una serie de explosiones cimbraron el casco. Cuando sonó la sirena de alarma, estalló todo. Yo volé por los aires y caí en un charco de petróleo encendido que prendió fuego a mi ropa y a la piel de mi mano. Me sumergí cuando vino una segunda explosión y se levantó una columna de humo tan espesa que cubrió la luz de la mañana. El muelle al que estábamos amarrados se fue a pique con el barco en medio de un aullido lúgubre, sin despertar ningún oleaje en el agua ahogada por el petróleo derramado. En varios cientos de metros a la redonda llovió fuego; algunas instalaciones del puerto se incendiaron. Después de dieciocho años, todavía no puedo medir el tiempo durante el cual todo eso sucedió. Me agarré de una tabla y me quité la camisa para proteger mi mano quemada que latía botando sangre. Tenía ganas de salvarme, no miedo. Llamé por su nombre a los marinos que estaban a mi lado en el barco cuando la explosión y escuché que alguien gritaba: “Javier, soy Javier. Me he salvado, me he salvado.” Su voz me llenó de fuerza; nadé hacia el lugar de donde provenía, pero no encontré a nadie. Qué la fregada, me dio una tristeza horrible pensar que se había ahogado después de desgañitarse tanto. Del puerto nadie se atrevía a acercarse a la zona del desastre; yo empecé a nadar hacia afuera, hacia lo más lejos posible del incendio. No estaba solo, lo cual me daba confianza de que vendrían por nosotros. Poco después, un guardacostas se acercó al grupo de nadadores y su tripulación nos socorrió. Desgraciadamente venía tan de prisa que no pudo parar las máquinas a tiempo y uno de los marinos del Don Lorenzo fue arrastrado por la corriente hacia la propela que lo trituró.
Don Luis se encoge de hombros.
—Miedo —dice—. ¿Qué es verdaderamente el miedo?
Es una pregunta retórica; no quiere que la periodista le diga nada. Calla y vuelve a manosear el brazo del sillón. De repente se contesta a sí mismo:
—Algo que daña a quien lo tiene y a los que lo rodean. Por ejemplo, señorita, ahora, en el Caribe, yo perjudiqué a los muchachos con mi desconfianza y hace dieciocho años casi me ahogo al ser recogido por el guardacostas porque otro de los náufragos, loco de terror, empezó a pegarme con una tabla para que lo subieran primero. Estaba tan descontrolado que cuando lo empujé para liberarme de sus golpes, no pudo mantenerse a flote y se lo tragó un remolino.
Dejaron el Kukulkán amarrado de una boya. En la última noche a bordo, habían decidido salir de Panamá a como diera lugar sin lograr ponerse de acuerdo en nada más. Rosendo no quería discutir con diplomáticos y Miguel insinuó que sus cartas de mar eran pasaportes y por lo tanto podían ingresar a Costa Rica por carretera. Luis discrepó con su ahijado: para cruzar una frontera terrestre necesitaban un salvoconducto. A las doce cincuenta, con los párpados pesados, Alejandro sacó sus dados para que el azar escogiera quién se apersonaría en la embajada mexicana al día siguiente.
Por la madrugada, la panga de Griffin se acercó al camaronero. Ni uno solo de los pescadores escuchó los pasos del panameño por el puente y los cuatro se asustaron al verlo aparecer con su sonrisa burlona en el vano de la puerta de los camarotes. Llevaba un termo de café en la mano.
—Se me van todos a Panamá —dijo—. Mi sobrino obtuvo un permiso especial e irá en camioneta a recoger unas piezas para el escamero hondureno.
—¿Todos? —preguntaron en coro.
Griffin asintió con la cabeza. Era necesario que presentaran personalmente sus papeles en la embajada. Andrómeda desde México le había suplicado que no los dejara viajar por tierra, pero ese próspero comerciante había conocido en carne propia la angustia que experimenta un hombre cuando se siente atrapado; no intentaría retener a los cuatro marineros.
—¿Cómo sigue la guerra? —preguntó Miguel.
—No sé —dijo Griffin sin mentir.
La televisión, ahora en manos de los norteamericanos, aseguraba que todo brote de resistencia se había extinguido. No obstante, circulaban voces por la ciudad que hablaban de una guerrilla nacionalista dispersa a lo ancho del país.
—El miedo llega y se va —dice don Luis—. Cuando nos subimos a la camioneta, yo más que nada tenía sueño.
La tarde entra por la ventana con el estruendo de la lluvia que cae a cántaros. El hijo menor del cocinero regresa de la escuela y, sentada frente a la televisión, su madre bate los huevos para capear los chiles de la cena. La casa entera se anima con las cotidianidades del descanso.
—Quería que me trajeran aquí y no pensaba en otra cosa —dice el viejo.
La periodista añora una casa. Quiere estirarse en un sillón y dejarse acariciar por una normalidad que siempre ha rehuido. La voz del cocinero no la adormece; le despierta sensaciones inesperadas.
—Se me hizo increíble cómo a los dos días de una guerra la vida en la calle puede parecer normal —prosigue don Luis.
Eso ella lo sabe.
—En el muelle —recuerda el viejo— había niños que cabalgaban bicicletas multicolores. El sobrino de Griffin encendió el motor y dijo: “Vinieron a jodernos nuestro mes más fresco.” Entonces me percaté de que lo que parecía ser un tranquilo día de vacaciones, estaba entreverado de miradas angustiadas, de madres que salían a llamar a sus hijos en la acera, y de hombres que custodiaban las bocacalles de las quince cuadras que cruzamos. Colón no es muy grande. Hay cuatro o cinco casas bonitas frente a la playa y un montón de casuchas de madera atascadas de gente que se asoma, se retira, duerme la siesta, camina, pelea, trafica. Un estruendo de músicas sale de centenales de bocinas amontonadas en los cuartos de madera donde viven docenas de personas con el mismo gusto por la salsa.
Don Luis se ríe. Luego se disculpa y se dirige al baño. Su esposa se acerca a la periodista y en voz baja, mirando hacia la puerta tras la cual ha desaparecido su marido, le dice:
—Al viejo le da pena andar con la sonda; prefiere ir a vaciarla antes que las visitas se den cuenta.
Se abre la puerta y la mujer sube el tono de voz para ofrecer una limonada. La periodista se estira y se la agradece. La noche baja como una recompensa después del calor del día.
—Llegamos a un crucero grande, que le dicen Cuatro Semáforos —vuelve don Luis a su relato—. Allí nos paró una patrulla norteamericana. El sobrino de Griffin es un muchacho hábil, creímos que lo arreglaría todo. Lo vimos ofrecer los papeles, abrir la cajuela y la tapa del motor y sonreír como si los gringos le cayeran bien. Un infante de marina miraba todas las cosas sin mostrar el menor asomo de interés. Terminada la inspección, dirigió su quijada hacia nosotros. Dos de sus acompañantes abrieron las puertas del coche y nos bajaron. “Papeles”, instó el más joven en español. Sacamos nuestras cartas de mar y los gringos se las pasaron de mano en mano. Uno preguntó: “mexicans?” y nosotros asentimos. “Mi padre vivir en Guadalajara”, dijo el gringo. “Bueno tequila, bueno.” Y con eso nos dejó pasar. Cuando el auto arrancó, teníamos en la cara la sonrisa idiota de los niños que se han escapado de una regañada. También el sobrino de Griffin sonreía y empezó a correr por la autopista. Ahí donde la calle se angosta, después de una garita de la fuerza de defensa, nos paró otra patrulla. Entonces sí que los marines nos hicieron bajar con las manos en la cabeza; tres escuincles de no más de veinte años nos pasaron el cañón del fusil por todo el cuerpo. Uno de ellos me lo apoyó en el trasero y le gritó algo a sus compañeros que se echaron a reír. Sentí que me lo iba a meter en el culo y me volteé para pegarle; el infante de marina fue más veloz y de un manazo me tumbó al piso. Alejandro y el muchacho Griffin alegaron y corrieron con la misma suerte. Esos marines eran unos energúmenos impunes que nos golpearon y jodieron hasta que del desvío a Portobello llegó otra patrulla. Esta nos escoltó de regreso a Colón.
Don Luis sacude la cabeza. La periodista deja su vaso de limonada en el piso. Quisiera tocarle un brazo al viejo, pero no se atreve.
—Alejandro sudaba —don Luis recuerda la frustración de todos—. Estaba realmente muy nervioso y de repente dijo algo así como que le valía madres y que él llegaba a Panamá porque llegaba. El Pichón no es un hablador, pero realmente nos sorprendió cuando recogió nuestros papeles y saltó de la camioneta. Los soldados no se detuvieron para ir a buscarlo. A Rosendo se le paró el pelo del susto, mientras su hijo desaparecía detrás de una construcción.
Recargó la espalda contra la pared de una casa, dejando escurrir los segundos que lo separaban de su inevitable arresto. Jadeaba, por momentos retenía la respiración para suspender el tiempo y darse la oportunidad de ver qué iba a sucederle. Finalmente levantó la vista hacia los techos de zinc oxidados y, entre erizos de antenas de televisión, Alejandro descubrió un cartel con los horarios de los autobuses para Panamá. Lo interpretó como un buen presagio. En el mismo instante, sus amigos bajaban de la camioneta, apoyaban sus manos en el hombro de Rosendo y le decían: “Tu hijo va a lograrlo.”
Cruzó la primera calle con el corazón que le latía. En la siguiente esquina, enderezó los hombros y miró fijo hacia adelante; los tres soldados que pasaron a su izquierda no voltearon a verlo. Caminó apretando las nalgas, sudando de los huevos, mordiéndose los labios y sonriendo mecánicamente a cuanto negro se le cruzara. “No me traiciones, hermano”, quería decir según él su mirada y la emitía a pesar suyo, temeroso de que entre aquellos transeúntes enfurecidos hubiera algún desesperado que lo delatara.
Siguió caminando y conforme recorría cuadras se le iban desapretando los dientes, los pasos se le alargaban y en el pecho le nació un deseo de venganza, la suprema revancha de los pueblos avasallados que en la desobediencia de uno solo de sus miembros recuperan toda la dignidad arrebatada. Camino a la estación de autobuses, Alejandro se otorgó el papel del vengador clandestino. Una sonrisa feroz se le dibujó en los labios y entrecerró los ojos hasta dejar abiertas unas delgadas fisuras a través de las cuales miraba a sus enemigos empequeñecidos. Alejandro estrujó los dólares que tenía en el bolsillo y pidió su pasaje. Desde el vidrio de la taquilla, el oficial lo miró a los ojos. Alejandro sostuvo la mirada con rabia y con la boca torcida. Su guerra personal había iniciado y necesitaba ganar la primera batalla. El oficial se llevó la pluma a la boca para escudriñarlo mejor. Se pasó la lengua por los labios e inclinó la cabeza. De repente, una gota de saliva se le cayó en los papeles. Alejandro torció la boca y aprovechó el momento para tirar diez dólares en el mostrador. El oficial los recogió mientras con la manga de su camisa caqui intentaba secar la baba que disolvía la tirita de su pluma fuente en el libro de registros. Alejandro recibió el boleto; a quien le siguiera le tocarían las consecuencias de la frustración del oficial.
Mecido por el ronroneo del motor del autobús, Alejandro se durmió. Cinco veces lo despertaron los soldados de los retenes y cinco veces lo dejaron pasar. Cuando el camión se detuvo, bajó en una ciudad húmeda en la que gravitaba el silencio artificial de un cazador al acecho. Estaba cerca de algo que no sabía qué podía ser. Únicamente unos lejanos aullidos de sirenas rompían el bochorno de la tarde; la sensación de espera era casi sólida.
El Pichón buscó un lugar dónde preguntar por la embajada de México. Desde atrás de las vitrinas cerradas, docenas de ojos expectantes lo miraron; ni un solo comercio le abrió sus puertas.
El pescador cortó el calor de la tarde con sus pasos desorientados y firmes; de pronto las ametralladoras de seis soldados con cascos y uniformes de asalto lo alejaron de una plaza.
—¡Qué la chingada! —respondió con violencia.
De un portón entreabierto salió un anciano vestido de blanco.
—¿El señor es mexicano? —preguntó.
Minutos después, Alejandro caminaba cuesta arriba; a sus espaldas había dejado la Nunciatura en la que Noriega se estaba rindiendo. Escupió al suelo varias veces para limpiarse la boca. El silencio urbano había cedido el paso al estruendo de las dudas que le despertaban esos panameños que no entendía, por momentos gentiles y por otros de una vulgaridad agresiva, como su voz, como su música, como sus cuerpos altos en perpetuo movimiento.
La calle de las embajadas era blanca, limpia, armoniosamente manchada aquí y allí por el brillo verde de un árbol. No obstante, el silencio era el mismo que en otras calles, así como el calor y la inseguridad. Alejandro respiró hondo al reconocer su bandera en la ventana del séptimo piso del edificio del Bank of America; supo de inmediato, aun sin haber visto nunca antes una embajada, que esa bandera marcaba la suya.
Tocó varias veces el timbre sin recibir respuesta. Golpeó el portón con las manos abiertas, gritó, mentó madres. Un ruido ligero de sillas arrastradas delataba la presencia de alguien en el edificio. Igualmente, podía discernir las voces de una televisión prendida. Tocó con más fuerza. Nada. En los pasillos del edificio se dispersaron unos trancos que no fueron a su encuentro. Entonces caminó unos pasos al revés fijando la vista en las ventanas del séptimo piso; se llevó la mano derecha al pecho y desde el centro de la calle entonó el Himno Nacional. A la tercera estrofa un joven rechoncho apareció en el vano de la puerta.
—Entre rápido y cállese —le instó.
La oficina estaba casi fría por el aire acondicionado y varias personas se movían de un lado a otro con carpetas de papeles en las manos y con una expresión angustiada en los ojos. Frente a la televisión una mujer se debatía entre la necesidad de prestarle atención a cuatro niños que la rodeaban y la de seguir las noticias que atraían las miradas de todos. Alrededor de una mesa, cinco hombres y dos mujeres discutían acaloradamente sobre problemas de relaciones internacionales; media botella de tequila y las envolturas de algunos tamales atestiguaban las horas que habían pasado trabajando. Alejandro se les acercó con la expresión de tímido respeto que tienen los campesinos cuando llegan al banco a pedir un préstamo.
—¿Quién de ustedes es el embajador? —preguntó.
Una de las mujeres le hizo un gesto con la mano y un señor de traje arrugado y caro se levantó.
—Quiero unos salvoconductos para mí y para los otros tres tripulantes del Kukulkán: queremos irnos de aquí —dijo exhibiendo sus documentos de viaje.
—Así que usted es uno de los pescadores de Mazatlán perdidos en Colón —dijo el embajador revisando los papeles.
Alejandro agarró la botella de tequila y se sintió consolado por el fuerte olor a patria que destilaba el licor.
—Póngase cómodo —dijo sardónicamente uno de los hombres del embajador.
Alejandro agradeció la invitación sin percibir en ella ningún sarcasmo y se sentó en la silla que el hombre había dejado vacía para ir a buscar al cónsul. Alargó la mano hacia las hojas de plátano y buscó un tamal; el hambre le desgarraba el estómago.
—¿Les fue muy mal en la invasión? —preguntó el embajador por cortesía.
Entonces Alejandro recordó el muelle barrido por las ráfagas, el cuerpo de la mujer destripada en la playa, los cadáveres de los niños y rompió en llanto.
—Quiero ver a mis hijos —formuló entre sollozos.
Las personas a su alrededor quedaron azoradas.
—Quiero ver a mis hijos.
El cónsul llegó en ese instante y fue el único de los presentes que logró romper el encantamiento del dolor. Se le acercó, le pasó un brazo por los hombros y dijo:
—Los va a ver pronto. Pero ahora, ¿no le gustaría darse un regaderazo y descansar un rato?
—Tengo hambre —respondió Alejandro.
Se secó las lágrimas con la palma de la mano; un gesto que no recordaba haber hecho desde que era niño.
—Vamos a ver qué hay en la cocina.
El pescador y el cónsul salieron abrazados de la sala de juntas, como dos amigos que se quieren confesar algo y cuyos pasos acoplados dicen de antemano que se van a comprender.
Don Luis pone dos tazas de café negro en la mesita donde descansaba la reproducción del Kukulkán. La mañana todavía está fresca y la periodista saca su libreta del bolso. Camino a la casa del cocinero había pensado comprar flores para su esposa, pero ni un solo puesto estaba abierto.
El viejo sorbe de su taza recordando cuando, desde los ventanales de la naviera, vio regresar a Alejandro.
—Tenía el semblante agotado —dice—. Sin embargo, no era por el esfuerzo de escaparse, era por, no sé, algo así como ese montón de emociones que no se pueden contar pero que nos asaltan a veces. Traía los salvoconductos y los boletos de Ticabus para San José. De lo que vio en Panamá no nos dijo nunca nada.
Don Luis se calla de repente. Baja, su taza y mira a la periodista.
—¿De veras le interesa esto? —pregunta.
A pesar del sol que sube, la periodista siente un escalofrío. Asiente con la cabeza al terminar su café.
—Es que se me hace difícil creer que usted entienda lo que nos sucede a los de aquí —prosigue don Luis—. A lo mejor es por su cara. A usted nunca se le ocurriría que pueden invadir su país, ¿verdad? Nosotros sí lo pensamos mientras estuvimos en Panamá.
Otra vez. Está cansada de ser considerada una simple mirona de la realidad. Con don Luis esperaba encontrar una voz que no le cuestionara los altibajos de su interés; creía estar unida al viejo por la historia que le contaba. Los ojos se le nublan.
—A lo mejor, usted es como los marinos: siempre surca un agua que ni siquiera se puede beber —intenta consolarla don Luis cuando se percata de haber tocado un punto que, por algo que no entiende, duele a su interlocutora.
La periodista le sonríe. El malestar se disipa poco a poco.
—Una comitiva nos escoltó de Hartanave a la estación camionera —dice en tono cómplice don Luis—. Todos nos pedían lo mismo, que si las cosas empeoraban, pidiéramos la extradición de sus familiares mediante alguna organización de derechos humanos de México. Nos daban papelitos en los que habían anotado la dirección de su madre, el nombre de sus hijos, su profesión, la de sus esposos. Comprendíamos su angustia, pero, ¡cómo podían confiar en la capacidad de gestión de cuatro pescadores para salvar sus vidas! Recogíamos con temor de defraudarlas los nombres y las direcciones de las personas que nos habían ayudado. Cuando llegó el turno de despedirnos de Griffin, nos abrazamos con fuerza. Luego nos subimos al camión y éste enfiló hacia la autopista. Alejandro se dirigió entonces hacia Rosendo. “Papá, le dijo, quiero ver a mis hijos.” A Miguel y a mí nos brotó adentro una comezón de nostalgia al escucharlo. Queríamos ver, abrazar, tocar a las personas que queremos. ¿Las personas? Hasta mi gato quería acariciar yo. Sí, la guerra es lo más odioso que le puede suceder a uno.
Don Luis se levanta y va a buscar unos papeles.
—A veces escribo lo que siento —dice y se voltea hacia la periodista—. Aquí está.
Golpea el cuaderno con el dorso de la mano. La mujer lo toma y abre una página cualquiera. “Ya no tengo miedo”, lee en voz alta, “pero tampoco la seguridad de que esto se acabó. La mala suerte nos persigue, la mala racha no se ha terminado.” Miguel está mudo como si lo fueran a enjuiciar y Rosendo mira la calle con nerviosismo. “Una bala podría alcanzarnos por las ventanillas.”
—Estaba usted muy pesimista —bromea al cerrar.
—Sí —se ríe don Luis—. La verdad es que no nos pasó nada.
—¿No hubo retenes?
—Custodiados por panameños que nunca nos molestaron. Al llegar a la frontera, nos esperaba el vicecónsul mexicano quien nos llevó en su auto hasta el aeropuerto. El pobre hombre intentaba distraernos, contaba chistes malos, hacía preguntas. Estábamos tan silenciosos que terminó por encender el radio. Así nos enteramos de que Estados Unidos no podía enjuiciar a Noriega por falta de pruebas en su contra. A Miguel le dio un ataque de furia al escuchar la noticia. “Si usted hubiera visto esa pobre gente correr hacia la playa bajo los balazos, ¡hijos de su chingada madre, pinches gringos!”, le gritó al vicecónsul que no sabiendo qué decir le contestó que no hay guerras justas. A lo mejor él sabía eso porque lo había estudiado, pero a nosotros la única guerra que habíamos conocido se nos figuraba mucho peor que injusta.
Encorvándose un poco, don Luis se levanta para ir nuevamente al baño. La periodista recoge el cuaderno de la mesita y lee: “Si otro soldado me corta el cartucho porque me moví, no sé qué voy a hacer.” Cierra.
—Curiosa como todas las mujeres —la sorprende el cocinero al volver.
—¿Qué le va a hacer? Deformación profesional —contesta ella.
—Lléveselo. Yo estoy aquí, vivo aunque enfermo, ya no lo necesito: nunca me da tiempo de volver a leer lo que escribo.
El viejo se sienta despacio y su gato se le acomoda en las piernas.
—El vicecónsul nos tenía reservado un hotel frente al aeropuerto y nos invitó a comer —recuerda—. Fue muy solidario; la del 31 de diciembre no es noche para escuchar las historias de cuatro prófugos. Cuando nos vio un poquito mejor, fue a comprarnos los boletos.
En la boca de don Luis se dibuja una sonrisa amarga, grande como la ira y cómica como la impotencia.
—¿Me lo va a creer?
—¿Qué?
—A la hora del despegue, el avión se descompuso.
La periodista sacude la cabeza y ríe despacio.
—¿Qué hicieron entonces? —pregunta.
—Un berrinche gigantesco. Gritamos como niños que el año nuevo queríamos iniciarlo en México, que nos queríamos ir. El pobre vicecónsul nos invitó a su casa y casi lo mandamos al demonio. A las cuatro horas el avión pudo salir, pero cuando le digo que nos perseguía la mala suerte no miento. Llegamos demasiado tarde para tomar cualquier conexión a Mazatlán y tuvimos que abordar un camión.
—Regresaron como salieron —dice la periodista.
—No. Cuando llegamos al puerto, nuestros amigos y las familias nos estaban esperando en la estación. Yo casi me asfixié de la emoción de verlos ahí.
Sorto empezó a repelar de lo cobarde que habían sido al abandonar su barco en Panamá apenas se enteró de la llegada de los pescadores. Ese jueguito le costaría al armador cinco mil dólares y la rabia lo volvió agresivo.
—Si no se van ya a recoger el camaronero, pueden olvidarse del contrato para el próximo año —le dijo a Rosendo y Alejandro el 3 de enero—. Y acuérdense de que me deben una buena lana, por lo menos los préstamos quincenales que les hice a sus familias.
En un principio les restaron importancia a las amenazas. Los cuatro se quedaban el día entero en casa, rodeados de familiares, amigos y cervezas. Era la hora de los regalos y la cercanía. Don Luis le dio el anillo de coral a su esposa.
—A lo mejor pronto vas a tener que empeñarlo —le dijo al ofrecérselo.
—Qué importa si tú estás aquí —le contestó ella.
Alejandro abrazaba a su hija, Rosendo a su mujer. Sólo Miguel dejó su casa en un par de ocasiones para llamar de larga distancia a la periodista que había conocido en Alvarado. Necesitaba contarle su aventura, pero no dejó de experimentar cierto alivio cuando no la encontró. La mujer lo turbaba, provocándole un malestar difuso, un casi dolor. Terminó pidiéndole a su madre que insistiera hasta dar con ella.
Las amenazas de cobrar los préstamos quincenales empezaron a surtir efecto cuando a las dos semanas del regreso de su marido, Andrómeda salió a buscar trabajo. Rosendo, por motorista y por viejo, fue escogido para enfrentar al armador. Sorto dominaba la situación y le dijo de mala manera que él saldría en el primer vuelo para ir a reparar el Kukulkán. Los cuatro hombres aguantaron un par de días, luego volvieron a Panamá.
Griffin estaba más tranquilo y los vio regresar con gusto. En Colón los negocios mejoraban y en todos los periódicos panameños se leían las denuncias de descubrimientos de cementerios clandestinos. El secreto de estado se gritaba por las calles a voz en cuello: los muertos por la invasión eran más de tres mil. Las mujeres que dos meses antes habían recibido a los marines como liberadores, regalándoles flores y besos, se avergonzaban de lo hecho, mientras el presidente que había asumido el poder en una base militar norteamericana, jurando en inglés, intentaba obtener el reconocimiento de su pueblo.
A pesar de su amigo naviero, los cuatro mazatlecos decidieron que había que cruzar el canal lo antes posible.
Don Luis habla despacio, presiente que es la última visita de la periodista y le ha tomado cariño. Como Miguel, el viejo también sabe que no la debe volver a ver. No es sano querer a alguien que no se comprende.
—El motor del Kukulkán —dice el viejo— ronroneaba armoniosamente, el mar se extendía tranquilo frente a la proa y en Salina Cruz nos tardamos apenas seis horas en pasar la aduana. Todo era demasiado perfecto para que no sucediera nada malo.
—¿Todavía andaba usted de pajarraco de mal agüero? —pregunta la periodista sonriéndole.
Don Luis siente que la mujer podría ser su hija y le dan ganas de castigarla como a una muchachita irrespetuosa.
—Miguel me preguntó exactamente lo mismo, señorita. Que qué me ganaba yo al andar de ave chillona. Una prostatitis, eso me gané, señorita —grita el viejo, agitando un dedo bajo la nariz de la periodista.
La mujer sabe que esos dos “señorita” han sido pronunciados para fijar una distancia que es un reproche, pero ya es tarde para aceptarlo. Cuando el viejo termine, se irá.
—Un día antes de llegar a casa, frente a Manzanillo, me hinché como un sapo —sigue gritando el cocinero como si sus desgracias pudieran educarla—. Los médicos de la Capitanía de Puerto me dieron unas píldoras para que aguantara. Llegué a Mazatlán que me moría. Tuvo que venir por mí una ambulancia. Imagínese la vergüenza y la rabia que probé. Había ido por ese maldito barco y no podía pescar; ni siquiera ese poquito tiempo que me aseguraría un dinerito para soportar la temporada de veda. No, señorita, no la estuve llamando: la mala suerte a mí me entra por rachas.
Mazatlán, 1991
México, D. F., 1994
Debe estar conectado para enviar un comentario.