Archivos Mensuales: marzo 2017

Reflexiones variadas desde la Ciudad de México, posteriores al paro del 8 de marzo de 2017 a propósito de las políticas de las mujeres y un cierto malestar ante los balbuceos del feminismo descolonial de GLEFAS

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Reflexiones variadas desde la Ciudad de México, posteriores al paro del 8 de marzo de 2017 a propósito de las políticas de las mujeres y un cierto malestar ante los balbuceos del feminismo descolonial de GLEFAS

Francesca Gargallo Celentani

Hace unas semanas, una amiga politóloga y activamente comprometida con los derechos a la vida de las personas me preguntaba por qué los movimientos de izquierda radical, ubicados en un lugar no privilegiado del espectro geopolítico (campo y no ciudad, barrios marginales y no universidades, pueblos indígenas y no cabeceras municipales, etcétera) o en lugar políticamente golpeado por su radicalidad (las madres y padres de los desaparecidos y muertos de la escuela normal rural de Ayotzinapa, por ejemplo) “prefieren” increpar a la izquierda, antes que confrontar a la derecha, por su falta de responsabilidad social, su cerrazón ante los problemas que provoca la minería, la construcción de represas, la edificación de campos para la energía eólica, amén que por su incapacidad de diálogo con los sectores que están a su izquierda y/o al margen del sistema de representación.

La pregunta me recordó todas, absolutamente todas, las expresiones de defensa de los grupos revolucionarios y reformistas que se han institucionalizado (o buscan hacerlo) contra quien ensaya y explicita su interés por otras vías que la electoral mayoritaria para incidir en la transformación de la sociedad. Como yo le dijera a mi amiga que me parecía obvio buscar el debate con quien, se supone, tiene algunos puntos de acción e interpretación en común, me respondió que la temporada electoral no es el momento para debatir. Y agregó que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el Consejo Nacional Indígena, las madres y padres de los estudiantes desaparecidos y asesinados de las escuelas normales rurales, como Ayotzinapa, las madres de las mujeres desaparecidas, torturadas, tratadas y asesinadas en Ciudad Juárez, las feministas, las y los anarquistas les hacen el juego a los candidatos de la derecha en la carrera por la presidencia.

Cerrazón aun de una mujer muy inteligente, académica, con un pasado fuerte de activismo y represión y un presente de trabajo en grupos para la defensa de los derechos humanos. ¿Acaso defensa de unas reglas del juego que no se quieren volver a pactar? Más bien apego a los caminos de relación política que no se identifican con la historia de la representación, propia de las políticas posteriores a la Revolución francesa y la Revolución Industrial. Justificación de la búsqueda del poder para proponer cambios sociales desde el poder. Estas y más ideas cruzaron por mi cabeza, mientras revisaba por qué me sigue pareciendo obvio, necesario, indispensable que las clases que se escapan a las definiciones del capitalismo (¿Cuántos son y cómo se organizan los y las que Marx llamó lumpen?) se separen y cuestionen a la izquierda “institucional” que intenta sacudírselos de encima, porque le molestan, porque no sabe cómo responderles y los considera idiotas o atrasados o sin progreso o…. La izquierda que opta por la vía electoral, en efecto, no escucha a los sectores populares, sus demandas y sus propuestas, porque usa las reglas, el lenguaje, los modos de una corrección política ajena a la urgencia de sus necesidades. Por ello ridiculiza o descalifica los proyectos de futuro distintos a los de la linearidad del desarrollo, postulada por la economía capitalista, de origen europeo e historicidad colonial.

En México, en particular, este argumento es muy espinoso, ya que la “izquierda” de partido tiende a identificarse con un caudillo, es decir una sola persona, y no con un programa. Como en algunos de los otros casos de reciente caudillismo reformista en América, se trata de una persona considerada más “honesta” que sus contrincantes. Lo cual es fácil, en un continente marcado por 500 años de colonialismo donde las cúpulas de poder derivan de una clase-etnia que se identifica con la cultura de los conquistadores, y por lo tanto con sus actitudes de rapiña. Igualmente, se trata de una persona que, de alguna forma, “ha roto” con los grupos de poder establecidos, aunque mantiene vínculos con los partidos o el ejército de procedencia. Algunos de estos dirigentes fueron realmente carismáticos, algunos sacudieron la estética del poder llevando a la presidencia a hombres (básicamente se trata de dos hombres, el coronel Hugo Chávez y el dirigente cocalero Evo Morales) que las cúpulas económico-religiosa-sociales menosprecian por su apariencia física (no se parecen a los miembros de la clase-etnia que se identifica con los conquistadores), otros provenían de las clases que nunca habían tenido acceso al poder, como el obrero industrial Luis Inácio Lula da Silva, una era una mujer que había tomado las armas, había sido torturada y sufrido graves vejámenes por su participación en la guerrilla, otros y otras actuaban movidos por alguna inspiración ideológica no bien definida que los impulsaba hacia las “masas” populares, fuera el catolicismo tutelar y misógino de Rafael Correa, fuera el deseo de emular a Eva Perón de Cristina Fernández.

He puesto varias palabras entre comillas porque hay que comprobar su honestidad (¿con relación a qué?), la ruptura con las cúpulas de poder (han buscado entre ellas los miembros de su burocracia y siguen permitiendo y fomentando las actividades mineras y extractivas) y porque la abstracción de la palabra masa esconde a diversos sectores de mujeres, hombres, ubicados política y geográficamente en lugares precisos, acuerpados alrededor de sus tierras comunales o su cultura.

Sin embargo, coincidía en un punto con mi amiga politóloga: si en México al actual caudillo de la izquierda institucional no le hubieran robado-manipulado en dos ocasiones las urnas, como presidente no habría desencadenado esta guerra sucia en acto, dirigida contra el pueblo y en particular contra las mujeres y hombres jóvenes y dirigentes ambientalistas que defienden su territorio. Una guerra contra el pueblo que ha causado más de 30 000 personas víctimas de desapariciones forzadas y 200 000 personas asesinadas. Quizás habría buscado resolver el piso de asesinatos y desapariciones de mujeres jóvenes, que se mantiene aún en las épocas de paz social, creciendo en los momentos de violencia generalizada. Probablemente, tampoco habría vendido Petróleos Mexicanos y otras empresas y recursos nacionales.

Actúo en defensa del derecho a la vida de cualquier persona, y más específicamente del derecho de las mujeres a caminar sin miedo por las calles, a dirigirse sin temor a los bosques, los campos, los ríos, a actuar, a expresar su disenso y, por qué no, sus consensos, a no sufrir injurias por parte de los agentes de estado. He estado con comunidades de pueblos diversos, reunidas en asambleas donde sus miembros –mujeres, hombres y trans-inter-géneros- hablaban de la inseguridad que viven por ser indígenas, campesinos, ecologistas, estar ubicados en zonas de interés para la explotación de recursos minerales, forestales e hídricos, porque sus territorios colindan con zonas de tráfico de estupefacientes o de trata de mujeres y niñas. He estado con mujeres jóvenes de pueblos que la Ciudad de México -como urbe, no como entidad federativa- ha englobado sin proporcionarles educación, medios de transporte seguros, trabajo, exponiéndolas a la violencia feminicida. Pertenezco a la muy dispersa y poco articulada fauna de las y los artistas, sin seguro médico, sin acceso a editoriales, museos, galerías ni la posibilidad de mantenerse con un trabajo cualquiera, debido a las jornadas laborales del neoliberalismo, de más de 11 horas por día. He acompañado a las muy reprimidas mujeres de los movimientos por el agua en barrios populares o las del movimiento urbano que intentan conseguir vivienda mediante políticas de presión, casi siempre de dirección masculina. Participo de reflexiones colectivas de mujeres que intentan construir otras maneras de sustento para sí y su grupo de convivencia (pareja, trieja, comuna, familia nuclear o reconstruida, monoparental o abierta) a través de la agricultura urbana, la mecánica de bicicletas, la panadería comunitaria. Por lo general, estas participaciones me llevan a escuchar a personas que critican ferozmente al dirigente de la izquierda electoral por su incapacidad de escuchar a los sectores de la población que a su izquierda no lo alaban.

Las feministas populares, que en muchos casos han acompañado, en los 17 estados de México donde se ha legislado que la vida empieza en la concepción, a mujeres perseguidas por abortos espontáneos, temen que el caudillo no intervendrá para castigar a la derecha neoevangélica y católica que actúa con odio contra las mujeres que abortan, y contra las y los transgéneros y transexuales. Solo pocas piensan que de haber él llegado a la presidencia (votaron por él, aunque lo critican), probablemente el actual clima de odio a las mujeres no habría podido crecer a los extremos de invisibilizar los actos de violencia de hombres contra compañeras, aún en los colectivos de resistencia y lucha.

Debatíamos con mi amiga, los míos eran ejemplos, las suyas teorías acerca de la democracia que se sostienen sobre datos y expresiones perfectamente articuladas. Después de más de media hora de discusión, ella soltó: ¿Y qué posibilidad de ganar tiene la mujer indígena que va a postular el CNI a las elecciones?

No creo, sería realmente improbable que la candidata que vayan a proponer 43 de los 69 pueblos originarios de México logre ganar una contienda electoral, en un país donde el voto no es obligatorio, los partidos cooptan sectores de votantes y la mayoría de la población vive en ciudades de cultura desarrollista, manipuladora y racista. Eso es, no creo que vaya a ganar porque la mayoría de la población de México no quiere, aborrece, teme identificarse como indígena y porque las mujeres somos menospreciadas, utilizadas, ridiculizadas, temidas y no se nos quiere reconocer como posibles dirigentes.

Mi amiga exultó: ¿Ves?, me dijo, me das la razón: quien la propone sólo quiere desviar votos, le hace el juego a la derecha. Y me dejó plantada sobre mis dos pies, pensando en qué momento le había dado la razón.

A la semana estaba yo con algunas de mis amigas y compañeras en el paro del 8 de marzo. Por supuesto, hubo mujeres de los sectores más altos de la burocracia, algunas pequeñas empresarias y profesoras universitarias que no quisieron parar porque a ellas “el trabajo las liberó”. También recibimos expresiones de mujeres albañilas que nos dijeron que no podían parar porque de hacerlo las despedirían. Lo mismo pasó con las mujeres de intendencia de la universidad donde laboré por 14 años y de los deportivos públicos de la ciudad. En solidaridad con ellas, una mecánica de bicicletas se quedó trabajando. Las trabajadoras del hogar en su mayoría se unieron al paro, asalariadas y no. Una mujer anciana, de una comunidad nahua, escribió que a ella parar le daba la fuerza de soñar con que iba a tener derecho a descansar y pensar en sí misma si se detenía el 8 de marzo.

Ayer anoche un amigo me envió la reflexión de las miembras de Glefas (Grupo Latinoamericano de Estudio, Formación y Acción Feminista), un colectivo de académicas, maestras y activistas que se identifica como “descolonial”, titulada: “Algunas reflexiones sobre metodologías feministas. A propósito del llamado a un paro internacional de mujeres para el 8 de marzo. Balbuceando un punto de vista feminista descolonial”. Me sorprendió encontrar ahí expresada la idea que las mujeres que llamaron al paro eran una especie de occidentalizadas privilegiadas, que apelaban a la idea de huelga de los obreros europeos, incapaces de actuar acorde a formas no occidentalizadas de expresar el malestar y la acción política de las mujeres.

Puede ser, de hecho es cierto que la huelga no es un sistema de organización para la manifestación del propio disenso pensada desde los pueblos originarios e indígenas de América, pero cuando ha sido necesario los pueblos indígenas han llamado a paros laborales y manifestaciones. ¿Acaso la masacre de los pueblos maya quichés de Totonicapan en octubre de 2014 no se dio durante un paro laboral y de actividad comercial contra la reforma educativa y el cambio de las tarifas eléctricas? ¿No recurren a diversas formas de paro laboral, comercial, de respuesta, de movilidad las comunidades indígenas de diversos territorios de Abya Yala cuando quieren manifestarse contra autoridades locales o nacionales?

Que el feminismo (¿acaso nos son ya décadas que en Nuestramérica se habla de “feminismos”, así en plural?) nuestroamericano sea “profundamente eurocentrado en sus análisis y en sus metodologías” por haber llamado a un paro de mujeres, desde Buenos Aires hasta México, me parece una reflexión ligera, priva de conocimiento de la historia reciente de las formas de apropiación de algunos instrumentos de lucha originados en las prácticas obreras fabriles por parte de los pueblos indígenas.

¿Acaso las Glefas creen que no hay transmisión de las metodologías de una pueblo a otro cuando tienen utilidad? Es decir, ¿que si algo me sirve pero ha sido inventado-descubierto-utilizado por otro debo evitar usarlo para no perder mi identidad y ser colonizada por esa metodología? De no ser por una posición de intransigencia ideológica de corte no dinámico, esencialista, esta afirmación no tiene sentido: “El paro de actividades ha sido una estrategia que surge dentro del contexto particular de la revolución industrial y la lucha de la clase obrera europea. Un método que logró legitimidad dentro del pacto entre clase obrera y burguesía en los años del Estado de bienestar europeo. El “paro” como estrategia hace parte de una genealogía de resistencia dentro del mundo de lo humano, aquel constituido por el pleno desarrollo del sistema capitalista. Allí las clases obreras y campesinas enfrentaron relaciones de poder que les sometían, dando lugar al “paro” como instrumento de la lucha de clases. El “paro” ha sido engendrado dentro de este contexto histórico particular y, dentro del mismo, habría que celebrarlo”. Hay errores históricos evidentes: el paro ha sido utilizado en diversos países (es un paro de labores, anticolonialista, que cruza las clases sociales, el que encabeza Gandhi en la lucha por la independencia de la India) y en las relaciones obrero-patronales data del siglo XIX, cuando en Europa no existía un estado de bienestar. Y hay errores de interpretación: nadie puede apropiarse de lo inventado por otro, por ende la historia no tiene importancia alguna y las relaciones humanas son consideradas en el esquema inamovible de un juego de poderes.

Por supuesto, comparto con las Glefas, y con Silvia Rivera Cusicanqui, una pensadora radical que considera la existencia de diferentes tradiciones de descolonización del pensamiento en Nuestramérica, que la vida social del continente americano está caracterizada por una heterogeneidad estructural, una abigarraba composición social, “en donde cohabitan matrices de organización capitalista y comunal de la vida con horizontes utópicos muy distintos, pero coincidentes en un mismo tiempo histórico”. Esto implica formas diferentes de visualizar el trabajo, con o sin empleo asalariado, explotado y explotador de muchas formas, colaborativo o coactivo, en las actividades agropecuarias y en redes de comercio contemporáneas pero no dirigidas a la misma población. En quinientos años, no sólo ha devenido de manera colonial una mano de obra explotada por la industria capitalista, se han realizado recomposiciones de clases tan diversas así como contrapuestas maneras de considerar la propiedad, donde lo privado y privativo se enfrenta a lo comunitario y las organizaciones de lo común. En este escenario, es forzado pasar a sostener que no existen reapropiaciones de las políticas de productividad sin que las mujeres que se apropian de la masculina, sindical, industrial herramienta de la huelga de brazos cruzados omitan el uso de otros modelos de organización comunal. O que todas las asalariadas tilden de “atrasadas, improductivas, no desarrolladas, arcaicas” las relaciones laborales de “millones de mujeres racializadas en nuestro sub-continente”.

¿Estoy reaccionando como mi amiga cuando pretendía decirme que hay que votar por el caudillo de la izquierda electoral mexicana? ¿Considero acaso que es indispensable que todas nos sumemos al paro? No lo creo, pero considero taimado desestimar una decisión tomada por las mujeres de diversos países que lograron coordinarse.

La celebración del 8 de marzo es de origen socialista, dio pie al inicio de la Revolución Rusa y está siendo recuperada para manifestarse contra una violencia de crueldad creciente contra el cuerpo y la vida de mujeres racializadas (todas los somos, aunque de manera diferente) y feminizadas por el sistema.

Está siendo rescatada básicamente por mujeres urbanas, es cierto. Entre ellas, se sumaron al paro muchas mujeres indígenas desplazadas a las ciudades por la violencia delincuencial y política, el ecocidio, los caciquismos y desastres ambientales. La posición de condena del paro que las Glefas postulan por ser una universalización de un medio de lucha política propia del mundo industrial (cosa que yo pongo en duda) permitiría considerarlas como mujeres que no se resisten de manera radical al capitalismo y a la expansión del orden moderno-colonial. ¿Realmente están diciendo esto?

Seguramente para la mayoría de las teóricas feministas contemporáneas (las Glefas entre ellas) el concepto de “mujeres” presenta muchas dificultades. Sin embargo su significado es de primaria importancia si queremos llegar a políticas democráticas, sea en relación con las mismas mujeres, para permitir que sus diferentes experiencias culturales e históricas, con sus respectivos constructos de género, lugar de asignación y formas de liberación se expresen, sea en relación con las personas de los otros géneros en sus respectivas culturas. Sean dos géneros, como en las culturas islámicas, cristianas y laicas de origen cristiano, judías y del valle del Indo, o sean tres, como en la cultura zapoteca, la bri bri y otras, o sean cinco, como en ciertas culturas de Malasia, entre los géneros siempre hay un lugar para definir a las mujeres, en algunas muy específicamente las “mujeres femeninas” y las “mujeres masculinas”. Ahora bien, el 8 de marzo de 2017, sobre la ola de varias acciones y marchas contra los feminicidios desde Argentina hasta México, han sido “las mujeres” las que han decidido entrar en paro. ¿Todas? Obviamente no, nunca hemos tenido una expresión política que aglutine la mitad de los seres humanos en una sola acción. Sin embargo, sostener que “un puñado de mujeres privilegiadas definen la política feminista en América Latina” porque ha habido un llamamiento al paro, es equivalente a decir, como lo hacen las y los portavoces de la cultura patriarcal, de todas las clases sociales propias del mundo capitalista, también algunos dirigentes indígenas, que la violencia contra las mujeres no es una expresión de odio de los hombres, sino que la fomentan las mismas mujeres.

A ver, ¿quiénes serían esas privilegiadas? Mujeres que sostienen con su trabajo sus núcleos de convivencia; mujeres que son explotadas; mujeres que estudian a pesar de que sus aportes a la investigación son invisibilizados por las publicaciones científicas; mujeres afrodescendientes, mestizas, blancas, de pueblos y nacionalidades originarias, asiáticodescendientes que compiten por un acceso siempre más restringidos a los estudios; mujeres asalariadas que han perdido junto con los hombres los derechos laborales adquiridos gracias a las luchas del siglo XX y que ahora soportan el peso de una segunda jornada laboral doméstica alargada por las tareas de sustitución de los beneficios perdidos; mujeres sin pensión ni seguro social porque el trabajo de reproducción y reposición de la vida no es reconocido como trabajo, sino como tarea asignada a las mujeres. Vaya privilegiadas.

¿En qué momento el llamado al paro para un día de conmemoración y agitación implica “la subalternización de los mundos que le exceden condenando a invisibilidad las apuestas y las metodologías de resistencia de millones de mujeres indígenas, afrodescendientes, campesinas y populares que cada día enfrentan la violencia sistemática del sistema moderno colonial capitalista de género”?

Seguramente, en las comunidades donde las mujeres tienen otras formas de expresar su malestar con la inferiorización y explotación de su trabajo como mujeres, el paro no tiene sentido de ser. Pero en las ciudades sí lo tiene. En las zonas de rebelión organizada de manera igualitaria contra el capitalismo global, el paro no tiene razón de ser. Pero sí en las familias de las zonas marginales donde la jornada laboral doméstica de una mujer es de 13 horas.

No tiendo a la universalización de una estrategia, de manera que no afirmaría que el paro es un instrumento útil para todas las mujeres; lo que sé es que condenarlo porque el llamado a realizarlo ha sido lanzado por una red de mujeres urbanas transcontinental (y no solo de los países de mayoría blanca) excluye a las mujeres que sintieron la necesidad de realizarlo. Las que se expresaron en él. Las que finalmente gozaron de un día de descanso gracias a él.

En la Ciudad de México, alrededor de la Victoria Alada (el monumento emblemático de la ciudad que, durante años, por la misoginia de las simbolizaciones significantes, fue llamado Ángel de la Independencia a pesar de sus tetas), desde las 12 del día se sucedieron performances, sentadas de reflexión, prácticas colectivas de dibujos, momentos de autoconciencia y la realización de carteles para la marcha que partiría a las 5 de la tarde. Se realizaron gracias al paro de labores de las mujeres el 8 de marzo y no reunieron a un selecto grupo de “privilegiadas” ni reprodujeron metodologías propias de la lucha fabril. Hubo bordadoras ñahnú, vendedoras callejeras mazahuas, mujeres trans aceptadas en sus pueblos y mujeres trans que han hecho de la ciudad su refugio de la violencia homo y transfóbica de sus comunidades. Había jóvenes que debatían acerca de si el trabajo asalariado es un fin, si debe ser considerado el único que proporciona derecho a la salud y el retiro y si construye relaciones de horizontalidad. Había madres felices de encontrarse con otras mujeres y recurrir al cuidado colectivo de sus hijas e hijos. Había bailarinas gordas que nunca tendrán acceso a un ballet convencional y se sienten liberadas en sus cuerpos gracias a la acción feminista. Había viejas que no alcanzaron la pensión por cambios de leyes que las rebasaron y que quieren saber cómo no convertirse en seres desechables en la sociedad capitalista financiera global. Había mujeres de todas las edades cuestionando que la familia sea el núcleo de la sociedad, que la heterosexualidad sea normativa y que la blanquitud implique un pase al mundo de los privilegios.

Dos días después, en México nos enteramos que en Guatemala, mientras se realizaba el paro y la marcha feminista, en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción 40 niñas y adolescentes eran encerradas en un cuarto por parte de policías y custodios para que murieran asfixiadas y quemadas. En Guatemala se ha recurrido sistemáticamente a la violencia para someter a la población a un orden extremadamente injusto, autoritario, racista y clasista. Las feministas han denunciado hechos atroces, genocidios, asesinatos de personas inermes perpetrados con saña por un Estado que deja de lado las necesidades de las mayorías, poniéndose al servicio de una élite patriarcal, racista y excluyente que se ha perpetuado en el poder a través de un sistema político colapsado.

El fatal incendio fue la cúspide de una acumulación continuada de violencias, que las propias jóvenes denunciaron en reiteradas ocasiones como auténtico infierno. Las autoridades habían sido señaladas por cometer abusos, violaciones sexuales, torturas y una serie de agresiones que condujeron a un desenlace atroz. La denuncia y la rebeldía de las niñas fueron castigadas con la pena de muerte, como el sistema patriarcal castiga a toda persona que se oponga a las desigualdades, la violencia y la corrupción.

El feminicidio institucional que ocurrió en el Hogar de la Virgen de la Asunción involucró a agentes del Estado en funciones, que tenían la obligación de proteger y garantizar condiciones de vida digna a las víctimas. El crimen afecta al conjunto de la sociedad, genera terror y no puede quedar en la impunidad. Entre las jóvenes que han sobrevivido al incendio y entre las víctimas muchas estaban embarazadas a consecuencia de violaciones. En esas condiciones ¿las blancas eran privilegiadas? Las que hoy nos manifestamos contra el estado feminicida de Guatemala, como las mujeres que pararon el 8 de marzo, no dudamos que pertenecer a una comunidad indígena o a un núcleo familiar pauperizado aumenta las probabilidades de ser “rescatada”, es decir tutelada y privada de libertad y relaciones afectivas, por el estado. No dudamos que en una comunidad indígena esas niñas tendrían otras condiciones y oportunidades. No obstante, sabemos que muchas hijas e hijos de familias de militantes y de personas que buscan alternativas sociales radicales, pertenezcan a los grupos racializados y las clases que sean, han sido encerradas en espacios semejantes. Exigimos justicia y poner fin a la violencia feminicida para todas ellas, para todas las mujeres.

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