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Francesca GARGALLO, «1968. El arte de las mujeres», participación en una joranada a los 40 años de 1968, Universidad de Cali, Colombia, mayo de 2008.

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1968. El arte de las mujeres

Francesca Gargallo

 

Dos elementos confluyen en ese conjunto de situaciones y acontecimientos políticos y culturales que desembocaron en el movimiento estudiantil de 1968: la fiesta y la tragedia. Fiesta del desaburrimiento juvenil, de la risa política, de la sexualidad que se libera, de las malas palabras como estandartes de liberación, del juego con el disfraz y el cuerpo, de la subversión de la realidad. Según Juan Goytisolo, quien vivía en París, en el mes de mayo de 1968, la política tradicional fue rebasada por la política de los deseos reprimidos, la utopía y la imaginación y, sobre todo, la exigencia de nuevas y más amplias libertades. Entonces decenas de flacos greñudos exigieron lo imposible para ser realistas en manifestaciones callejeras, choques con las Compañías Republicanas de Seguridad, ocupación de La Sorbona y Censier, barricadas. En pocas palabras, “la conjunción de Marx y Rimbaud parecía concretarse al fin”.[1]  Y la tragedia de la represión que, como en Checoslovaquia, duraría por décadas y que, como en México, bañaría de sangre las plazas.

La fiesta y la tragedia, no obstante, no se contradijeron nunca, cual si la primera fuera la verdadera causa de la segunda. La fiesta de la libertad sexual, la algarabía de la crítica del consumismo y de la alienante producción industrial para la liberación del ser humano, y la rumba de búsquedas de alternativas de trabajo creativo, puso en tela de juicio los criterios de normatividad para desvelar, a partir de la propia experiencia individual, los mecanismos de opresión de los demás. Se forjaba así una estrategia común a todos los marginados por razones de sexo, raza, clase social, nacionalidad, religión, lengua y cultura, que no fue exclusiva de París, sino llenó de sonrisas los rostros de los muchachos que marchaban al Zócalo en México, de los estudiantes de Praga que exigían un socialismo donde el individuo tuviera presencia en el proyecto colectivo, de los obreros brasileños que intentaron poner fin a cuatro años de dictadura militar, de los estudiantes y obreros italianos y alemanes que luchaban en Milán, Berlín, Dusseldorf y Roma contra la discriminación, contra los privilegios, por el socialismo obrero y democrático. Era una fiesta de puños cerrados en alto, de manos haciendo la V de la victoria, de consignas surrealistas y de reclamos precisos contra el autoritarismo, las guerras en Indochina, el hambre en Biafra, la dictadura en Brasil, la falta de oportunidades en Europa. La tragedia, por lo mismo, caló sobre todos porque al perder el control de la situación los gobiernos se impacientaron e hiperreaccionaron. En Orangeburg, Carolina del Sur, el 8 de febrero de 1968, tres estudiantes negros que exigían el derecho a entrar al boliche de los blancos fueron acribillados por la policía mientras tomaban refrescos alrededor de una fogata.[2] En Alemania, la policía atentó contra la vida del líder estudiantil Rudi Dutschke el 11 de abril de 1968. El mismo mes asesinaron a Martin Luther King, en Memphis, Tennessee. En Francia, a pesar de que una generación de líderes de veinte años contagiaba a la juventud del mundo con su radicalismo, inconformismo, autonomía y coherencia, los heridos se multiplicaban en cada enfrentamiento en la calle. En Brasil, los obreros fueron reprimidos. En Checoslovaquia, los tanques soviéticos amedrentaron a Dubcek y a todos los estudiantes checos, quedándose estacionados por las calles de la república que pretendían satélite durante más de veinte años. Y en México… En México, durante 146 días los estudiantes de la Universidad Nacional, apoyados por su rector, los del Politécnico, solos y bravucones, y los hijos de campesinos de la universidad agraria de Chapingo,  se enfrentaron a una policía que, el 30 de junio de 1968, derribó de un bazukazo la puerta de la antigua escuela de San Ildefonso, sede de la primera universidad de América y, luego, de la Preparatoria Nacional. Jovencitas que se rebelaban a los buenos modales de sus familias y muchachos que se negaban a estudiar para cambiar de status se lanzaron contra la toma de Ciudad Universitaria en septiembre, con un saldo de 500 alumnas, alumnos y docentes detenidos. Preparatorianos y universitarias, madres y padres de familia lanzaron al rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, a la confrontación con el presidente de la república, dividieron la opinión de intelectuales y profesores, marcharon en tres ocasiones a la plaza de la Constitución, hasta entonces coto de las manifestaciones oficiales de conmemoración de las gestas revolucionarias, contagiaron con su entusiasmo a madres de familia, obreros, campesinos, maestras, repartidores de periódicos, trabajadores callejeros. Finalmente, desfilaron cual corderos hacia su sacrificio que sobrevendría el 2 de octubre, a las seis y diez de la tarde, en la Plaza de las Tres Culturas donde 5000 soldados del Ejército con 300 tanques y el batallón Olimpia, compuesto por hombres vestidos de civil y un guante blanco en la mano derecha, se esforzaron para no dejar uno solo de ellos con vida.

Muchos cayeron. La escritora y periodista Elena Poniatowska recuerda: “El fuego cerrado y el tableteo de las ametralladoras convirtieron la Plaza de las Tres Culturas en un infierno. Según la corresponsal de Le Monde, Claude Kiejman, el Ejército detuvo a miles de jóvenes a quienes no sólo mantuvo con los brazos en alto bajo la lluvia, sino que humilló bajándole los pantalones. Algunos golpearon desesperados la puerta de la iglesia de Santiago Tlatelolco: -Ábrannos, ábrannos- gritaban. Los franciscanos nunca abrieron”.[3]

La matanza indiscriminada del 2 de octubre de 1968 en la plaza de Tlatelolco, desde donde Oriana Fallaci salió herida para declarar que era la primera vez en su larga trayectoria de periodista que veía “a soldados disparándole a una multitud encajonada e indefensa”, la masacre de estudiantes que según el periodista José Alvarado  “querían hacer de México morada de justicia y verdad, la libertad, el pan y el alfabeto para los oprimidos y los olvidados”,[4] esa masacre no era la primera de la historia de América Latina donde el 90% de la población murió durante una conquista que fue llamada descubrimiento y donde durante más de 500 años, aproximadamente cada dos años, un levantamiento popular, indígena o urbano, fue reprimido en algún lado. Sin embargo, esa masacre fue el inicio de una fiesta amarga que adquirió los hábitos de la resistencia encabronada, el desafío al sistema desde todos los frentes, las canciones de protesta y el cine de denuncia, y de una tragedia que se conoce como terrorismo de estado, el que secuestra, encarcela y tortura lo suficientemente a escondidas como para no dejar huellas y lo suficientemente poco como para sembrar el miedo.

En esta ocasión quiero hablar de un aspecto de la fiesta encabronada. El de la revolución del conocimiento que llevaron a cabo las feministas contra la hegemonía cultural del patriarcado capitalista y, en particular, de la subversión de la idea de arte y de bello que las artistas feministas acometieron al interior de ese ámbito de liberación.

En las décadas de 1970 y 1980, el arte feminista se nutrió de la fiesta de los sentidos que el movimiento de liberación de las mujeres reivindicó a la par del movimiento estudiantil para referenciar su experiencia. La igualdad con los hombres había sido un deseo del feminismo decimonónico y de las primeras décadas del siglo XX; después de El segundo sexo, de la píldora anticonceptiva, del cuestionamiento de la revolución sexual entendida en clave masculina, de la denuncia de la falsa separación del ámbito público y el privado, de la reivindicación del valor económico del trabajo doméstico y de la revolución cultural y política de 1968 donde sus compañeros seguían tratándolas como secretarias, las feministas se descubrieron positivamente diferentes de los hombres, capaces de una autorrepresentación que fuera a la vez denuncia de su condición subordinada en un mundo diseñado por y para el poder masculino y manifestación de sí mismas como seres para sí mismas, nunca más otras de otro, nunca más para otro. Una diferencia que no significaba ser protegidas frente a esos policías que le recriminaban su deseo de ser tratadas igual que hombre mediante golpizas igual de violentas,[5] sino una diferencia frente a la cultura que justificaba esa violencia.

El soporte de un arte que pudiera expresarlo fue, por ello mismo, ese cuerpo que descubrían suyo: su instrumento de vida concreta, su condicionante, su fuerza.

El cuerpo del arte de las feministas -¿el cuerpo de las feministas en el arte?- no podía ser el soporte de la idea estética que las academias y los filósofos proponían como elemento de equilibrio. Era, debía ser, una expresión de la sujetivación de la individua en un colectivo que se negaba a reconocerse en la estética del otro, del opresor, de la cultura del hombre blanco con poder y educación formal.

El cuerpo se les convirtió así en algo distinto al texto pictórico o escultórico que empujaba al crítico a una interpretación codificada; se les volvió instrumento de exposición, teatro plástico, necesitado de un público presente que lo interpretara según la confrontación con las emociones que le provocaba. En particular, el cuerpo de la artista de performance recuperó la tragedia de 1968, la de los cuerpos reprimidos y convertidos en balaceados, cortados, muertos, para expresar la tragedia constante de la subordinación femenina, la del cuerpo de conquista, del cuerpo de violación, del cuerpo que no puede hablar.

El performance del que se apropiaron las artistas feministas hizo del cuerpo de la artista en primera persona la materia prima de su sentir, el soporte de un discurso explícito, la forma con que experimenta, explora, cuestiona y transforma el mundo. Su herramienta y su producto. Según Josefina Alcázar, “el performance es un género que permite a las artistas buscar una definición de su cuerpo y su sexualidad sin tener que pasar por el tamiz de la mirada masculina. Al tomar elementos de la vida cotidiana como material de su trabajo, el performance permite que las artistas exploren su problemática personal, política, económica y social”.[6]

En México, en particular, una pintora y una artista que subrayaba la ridiculez de la norma en el arte, Mónica Mayer (1954) y Maris Bustamante (1949), respectivamente,  decidieron manifestar desde su experiencia plástica que lo personal es político, el lema quizá más contundente de la liberación feminista. Los materiales de uso cotidiano en las oficinas (fotocopias, sellos, recortes), sus propias gravideces, ollas, recetas, materiales reciclados, mandiles para que los hombres se solidarizaran con el embarazo, y decenas de otros instrumentos entraron  a una plástica dialogada, a un teatro de la polémica, a un juego de objetos inventados para golpear la moral dominante, a una representación estética de la fealdad de la represión sexual.

Aunque por un momento visualizaron la necesidad de formar un amplio grupo de arte feminista, pronto descubrieron que muchas de sus amigas preferían el debate político (Mireya Toto, Lourdes Arizpe y Silvia Pandolfi, junto con sus huestes compuestas por otras treinta valerosas mujeres se manifestaban contra la violación y a favor del aborto frente a la Cámara de Diputados, con sus madres y padres en la acera de enfrente dispuestos a protegerlas de otra matanza como la de Tlatelolco)[7] o una experiencia mixta de la expresión pictórica, dos formas de abandonar en sus manos la transformación del ideario estético que sustenta las acciones éticas y políticas. Se quedaron, por lo tanto, como únicas integrantes de Polvo de Gallina Negra (1983-1993), ese primer grupo de arte feminista en México. Desde su grupo de dos, lanzaron el mal de ojo contra los violadores, hicieron ollas de pócimas para el placer de las mujeres como supremo maleficio contra el machismo, redactaron manifiestos brujeriles sobre el derecho al aborto, cocinaron el valor del trabajo doméstico y prometieron demostrar inefablemente la diferencia entre erotismo y pornografía.

Mónica Mayer recuerda que «la primera exposición en la que ya nos identificamos plenamente como artistas feministas fue «Collage Íntimo». Se llevó a cabo en 1977; mi obra en ese momento se refería a la sexualidad (sin duda el tema que más me interesaba) y por todos lados aparecían falos y vaginas, escandalizando, aunque hoy parezca chistoso, a muchos.” [8]

Dos años después, en el Montaje de Momentos Plásticos del No-Grupo, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, hicieron un  performance utilizando un objeto de hule espuma realizado por Maris: un falo rosáceo que debía ser erótico si se quedaba quieto sobre el plano, mas se volvía pornográfico cuando un mecanismo activaba al viril miembro y éste saltaba orgulloso y prepotente sobre el o la espectadora que, curiosa, se le había acercado exponiéndose al peligro.

En 1982, durante el performance “¡Caliente-Caliente!”, en el Museo de Arte Moderno,   Maris Bustamante utilizó unos gruesos anteojos negros y la figura hiperbolizada de un falo que se colocó sobre la nariz, para representar con hilarante sarcasmo su interpretación visual sobre el complejo de la envidia del pene fabricado por la cultura hegemónica.[9]

Durante la marcha contra la violación del 7 de octubre de 1983, Bustamante y Mayer realizaron El Respeto Al Derecho Al Cuerpo Ajeno Es La Paz, parodiando la célebre frase de Benito Juárez contra la ocupación francesa y evidenciando la falta de paz que representa para las mujeres la amenaza permanente de la violencia sexual. En 1987, estando ambas embarazadas, llevaron a cabo el proyecto ¡MADRES!, una forma de integrar la vida al arte como experiencia inmediata.

La falta de cercanía, el desprecio con que las trataron muchas feministas que a finales de la década de 1980 transitaron hacia una de las maneras más aberrantes de recuperación sistémica de la transgresión femenina, eso es la institucionalización de sus demandas en agendas políticamente correctas, el cierre de muchos espacios de exposición a formas más estrictas de expresión plástica, y la crisis por la que atravesaron los movimientos artísticos y sociales, bajaron la contundencia del juego colectivo de Bustamante y Mayer. No obstante, su amistad y su propuesta estética revestían todas las expresiones del deseo de vivir lo desbordado para mostrar la futilidad del límite, y del intento sesentayochesco de hacer de la utopía feminista de respeto entre diferentes un mundo posible, que derrotó la contrarrevolución que se valdría de las crisis del sindicalismo, de la epidemia de SIDA, de la privatización de los espacios públicos, del revival del cristianismo, de la sustitución del peligro comunista por el peligro terrorista, del moralismo de moda y de la globalización de la riqueza para unos pocos y la miseria para millones.

Hoy ese discurso contrarrevolucionario impulsado inicialmente por Reagan, Tatcher y Woytila a mediados de los ochenta, empieza a ser cuestionado, arañado, empujado por grupos, movimientos y realidades. Tendencias interesantes del feminismo resurgen asimismo de sus expresiones no hegemónicas, las que el poder que se recicla ha dejado a la deriva: las expresiones libertarias de las artistas, de las mujeres de los pueblos originarios y de algunas afroamericanas. Poetas reunidas en Centroamérica desafían la censura del dinero y leen sus obras en mercados, plazas y jardines públicos, se suben a los autobuses y les ofrecen versos a las obreras de las maquilas que regresan cansadas a casas sin comodidades, dicen palabras que pesan en la conciencia de la gente. Pintoras de la frontera mexico-estadounidense recuperan los colores que el rojo de la sangre de los feminicidios ha vuelto casi invisibles. Quizá hasta ese performance que permitió a las mujeres artistas expresarse al margen del control de las estructuras culturales dominantes, sin directores ni dramaturgos que le dictaran qué representar, ni museógrafos que las catalogaran, pueda ser todavía el espacio donde la artista se reviva como sujeto y objeto artístico.

 


[1] Juan Goytisolo, “Instantáneas en sepia de un mes excepcional. El escritor Juan Goytisolo rememora su experiencia en París y recuerda cómo la rebelión acabó engullida por la rutina”, en Babelia, suplemento de El País, Madrid, 19 de abril de 2008.

[2]  Amy Goodman, “La masacre de Orangeburg”, Publicado el 16 de Abril de 2008 en spanish@democracynow.org.: “Fue el 8 de febrero de 1968, pocos meses antes de los asesinatos de Martin Luther King Jr. y Robert F. Kennedy. Faltaban más de dos años para la masacre de estudiantes de la Universidad Estatal de Kent en Ohio. Estudiantes de la Universidad Estatal de Carolina del Sur se estaban manifestando para que se les permitiera el acceso al único salón de bowling de la ciudad. Cleveland Sellers, por aquel entonces estudiante de dicha universidad, históricamente conocida por su alta población de estudiantes negros, era miembro del Student Nonviolent Coordinating Committee (Comité de Coordinación Estudiantil No Violento) y organizador de las manifestaciones. En una reciente entrevista, contó lo siguiente acerca de aquella noche de hace 40 años:“Era una noche fría… estábamos en el cuarto día de actividades para intentar que el salón de bowling dejara de ser un espacio segregado … Los estudiantes habían encendido una fogata para mantenerse calientes y afianzar la moral. Intentaban dar con alguna estrategia. ¿Cuál debía ser el próximo paso? ¿Debían volver al bowling, en donde habían sido arrestados la noche del martes? ¿Debían ir a la Municipalidad? ¿Debían ir al Capitolio del Estado? Ellos pensaban que estaban en una zona suficientemente segura, y de ninguna manera esperaban que la policía fuera a abrir fuego”.

[3] Elena Poniatowska, “Tlateloco para universitarios”, En La Jornada, México, 23 de octubre de 2007.

[4] Citados por Elena Poniatowska en el mismo artículo.

[5] Ver Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco, ERA, México 1971.

[6] Josefina Alcázar, “Mujeres y performance: el cuerpo como soporte”, http://artesescenicas.uclm.es/textos/index.php?id_texto=28082007100628

[7] Mónica Mayer, Rosa chillante. Mujeres y performance en México, Conaculta-avjediciones, México, 2004, p. 22.

[8] Mónica Mayer, «Del boom al bang: género y performance en México (1970-2000)», conferencia impartida en el Instituto Anglo Mexicano de Cultura, 8 de marzo de 2001.

[9] Araceli Barbosa, «El discurso de género en las artes visuales, una nueva expresión de la cultura femenina», Triple Jornada No. 31, 5 de marzo de 2001.

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