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Capítulo VI
La literatura como espacio de reflexión protofeminista
Cómo arden, arden
mientras van a morir empavesadas
las palabras.
Leñosas o verdes palabras.
Bajo su toca negra se enjaezan
con los mil tonos de la lumbre.
Y yo las lanzo a su destino;
en su rescoldo brillen.
Dolores Castro, Soles
La relación entre la filosofía –también llamada “pensamiento”, a secas- y la literatura latinoamericanas ha sido muchas veces enunciada, pero nunca ha sido realmente abordada por las historiadoras e historiadores de las ideas. No pretendo elaborar una teoría sobre una escritura capaz de evidenciar la diferencia de las mujeres en momentos de supuesta pasividad ideológica, ni desentrañar definitivamente por qué el pensamiento latinoamericano se expresa en todos los géneros literarios, desde el ensayo, que es su medio de expresión más relevante, hasta la novela y la poesía.[1] Tampoco quiero repetir acríticamente que toda filosofía es, a final de cuentas, literatura: desde los poemas de Jenófanes, Parménides de Elea y Empédocles de Agrigento, pasando por los mitos platónicos, las flores y cantos aztecas, la épica védica, las epístolas medievales, la elegía sufi, los ensayos renacentistas, la poesía taoista, las metáforas hegelianas, el teatro existencialista y la escritura polimorfa contemporánea. Es un tópico reiterado decir que la filosofía latinoamericana no existe porque su literatura se expresa filosóficamente, pero nadie ha abordado sistemáticamente la teleología de semejante discurso y aquí no es el lugar donde llevar a cabo un estudio tan necesitado de tiempo y profundidad.
Sin embargo, a mediados del siglo XX, las escritoras latinoamericanas empezaron a manifestar masivamente que su escritura estaba determinada por su cuerpo y por el lugar que éste tenía en las historias familiar, nacional y continental. Seguramente sus narraciones contribuyeron al metarrelato del patriarcado latinoamericano, con sus especificidades: machismo, caciquismo, dominación étnica, paternidad ausente, pero anhelada y dominante, traición de la madre, matrimonio forzado, sujeción sexual, indefensión social. A la vez, contaban, historiaban, recreaban una inmensa variedad de molestias, dudas y resistencias femeninas frente al orden patriarcal,[2] y lo hacían desde el dolor que les provocaba la conciencia de que sus madres defenderían a sus hermanos contra cualquier poder que los amenazara, mientras sus padres respetarían la (el) orden que determina que las mujeres pasan de las manos de un hombre a las manos de otro(s) hombre(s). En otras palabras, delataron en su literatura algo que el historiador Hayden White formuló para toda expresión escrita de las ideas, esto es, que “el pensamiento permanece cautivo del modo lingüístico en que intenta captar la silueta de los objetos que habitan el campo de su percepción”.[3]
La chilena María Inés Lagos ha descrito la manera en que el Bildungsroman, la novela de formación de protagonista femenina en Latinoamérica, creció en número y calidad entre Ifigenia (1924) y Las memorias de mamá Blanca (1929) de la venezolana Teresa de la Parra, y las autobiografías, los monólogos, las narraciones en primera y tercera persona, las alternancias de puntos de vista, los estudios psicológicos, las historias de vida y los cuentos de denuncia escritos entre 1949 y 1985.[4]
La venezolana Antonia Palacio, en las viñetas que componen los relatos de Ana Isabel, una niña decente (1949), y la mexicana Rosario Castellanos, en Balún-Canán (1957), buscaron expresar el punto de vista de una niña al contar las experiencias de una niña: sus sueños, sus dolores, su conciencia de no ser un sujeto definido sino un alguien fragmentado que visita la realidad social por los sentimientos que alberga acerca de sus protagonistas. Poco antes, la costarricense Yolanda Oreamuno había descrito el medio gazmoño, cerrado, arbitrario, en que crecía una mujer profunda en La ruta de la evasión (1948). En estos textos, así como en Estaba la pájara pinta sentada en un verde limón (1975), de la colombiana Albalucía Ángel, y en Lilus Kikus (1976), de la franco-mexicana Elena Poniatowska, las protagonistas niñas no se ven como seres independientes y libres sino como personas que deben enfrentar la realidad, tragándose sus deseos de libertad que, sin embargo, nunca las abandonan.
Al crecer, las personajes femeninas expresan también sentimientos de rabia e impotencia: la espléndida adolescente que se sabe dueña de un cuerpo intocado y que es obligada a casarse con el tío moribundo para obedecer a las reglas religiosas y a la construcción moral de lo que es la bondad femenina, encarnada en “La Sulamita” (1961) de Inés Arredondo, es uno de los personajes más redondos del universo literario mexicano de la época. La libertad para las jóvenes nunca es siquiera un anhelo; se concibe como lo que no se tiene, como conciencia de una privación, pero la verdadera soledad es estar sin una mujer cerca o, peor aún, sentir a las demás mujeres como enemigas.[5]
Las escritoras latinoamericanas no eran las primeras ni las únicas en esta tarea de denuncia y afirmación; una y otra vez es necesario recordar que el feminismo es un movimiento internacional y que la política feminista abreva de y ofrece a las mujeres de todas las tendencias políticas temas y actitudes, angustias, despertares y respuestas. En 1951 Marguerite Yourcenar, primera mujer en ingresar a la Academia de Francia, escribió en su “Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano”:[6] “Imposibilidad, también, de tomar como figura central un personaje femenino; de elegir, por ejemplo, como eje de mi relato a Plotina en lugar de Adriano. La vida de las mujeres es más limitada, o demasiado secreta. Basta con que una mujer cuente sobre sí misma para que de inmediato se le reproche que ya no sea mujer. Y ya bastante difícil es poner alguna verdad en boca de un hombre”.
A pesar de que ese apunte pueda interpretarse hoy en sentido antifeminista, manifestaba en su momento la necesidad de la escritora de justificar la posible falta de coherencia con su ser mujer. Justificación o disculpa que ninguna escritora, hasta ese momento, se había sentido obligada a presentar a su público lector.
Según una “visión de género”, la relación desigual entre los sexos en la literatura, y en la lengua y la cultura que la sostienen, se ha expresado: a) como autonomía de los hombres respecto a la existencia del otro sexo y b) como dependencia de las mujeres del poder creador y ordenador de los hombres.
La literatura, encadenada por los valores sexuales de la lengua, ha puesto como positivos los símbolos de lo masculino y ha convertido en negativos aquellos adscritos a lo femenino, confiriendo a los hombres movimiento, honor, seguridad, subjetividad, y a las mujeres una amalgama de sensaciones relativas a lo caótico y lo estanco. La noción de amor, inventada por una serie de poetas medievales para ofrecer a la literatura un tema de calidad universal y sublime, implicaba una devoción casi religiosa del hombre amante hacia la mujer amada, relación de posesión doble y trágica, que fue transformándose a lo largo de la historia de la literatura en el móvil para la búsqueda de un interés individual masculino (uno de los temas de El Quijote de Cervantes) o en un doloroso escollo a superar para cumplir con un código de honor aristocrático y de hombres (Hamlet de Shakespeare). No le fue difícil a la literatura filosófica ilustrada simplemente olvidarlo y relegar con él a las mujeres en el desván de las novelas de entretenimiento.
Sólo la literatura que corrió de Goethe a Tolstoi, a lo largo del siglo XIX, reutilizó el amor como un sentimiento común a mujeres y hombres, pero con la salvedad de demostrar sus diferencias psicológicas (Werther[7]), la fragilidad moral y emotiva de las mujeres al enfrentar sus sueños con el mundo (Madame Bovary[8]), el impacto enloquecedor de la sociedad y las leyes sobre la psicología de una adúltera (Ana Karenina[9]). Ni siquiera la fecunda pluma de George Sand, mujer que compartió algunos años de su vida creativa con Musset y Chopin, entre otros, salvó a sus personajes femeninos de una existencia determinada por la comparación con la libertad del hombre.
Algo pasó entre fines del siglo XIX y fines del siglo XX. Numérica y cuantitativamente, en el siglo que corrió de La cabaña del tío Tom[10] (1852) a Lazos de familia[11] (1960), y en el movimiento que fue de las ensoñaciones liberadoras de la inglesa Virginia Wolf y las descripciones de la francesa Colette, al periodismo narrativo de la argentina Stella Caloni, a la sequedad nerviosa e intensa de Clarice Lispector (Brasil), la introspección de Elsa Morante (Italia) y de María Luisa Puga (México), el estallido verbal de Marguerite Duras (Francia), la denuncia irónica de Rosario Castellanos (México), la toma de posesión de la historia de Elena Garro (México), la antropología narrativa de Marvel Moreno (Colombia); sucedió que las mujeres empezaron a escribir como mujeres, a mirarse, a nombrarse, a explayar con ardor sus posiciones vitales, siempre políticas, a sentir la injusticia a través de su cuerpo, convirtiéndose así en un cuerpo con una creciente presencia.
Si es cierto que el devenir patriarcal de la cultura se ha manifestado como ruptura de la genealogía femenina (mediante cortes generacionales y olvidos de la filiación) e imposición de una artificial separación entre la vida privada y la vida pública, como escribe Luce Irigaray (Bélgica),[12] y que las relaciones entre los sexos se inscriben en la economía profunda de la lengua, entonces en menos de un siglo se concretó una transformación de la historia y de la literatura: las mujeres hoy se reconocen en una lengua nueva que las escritoras, balbuceando, les organizaron. Por ello la justificación de Marguerite Yourcenar tiene sentido; nos dijo de alguna forma: tengo a un hombre por representante de su época, porque sólo un hombre podía excluir a las mujeres y a los dioses de su mundo sin vaciarlo de sentido, pero soy yo con mi pluma de mujer quien lo escribe y lo denuncia.
Es necesario mencionar la bisexualidad cultural de las mujeres. Las escritoras del siglo XX (aunque esta observación vale todavía para todas las mujeres instruidas), pertenecieron ambiguamente al orden vigente: informadas por la escuela, la lengua y las leyes de los hombres que las habían desautorizado históricamente, lograron una conciencia corporal, inmediata, de existir. Su existencia de mujeres estaba al margen, fuera-dentro, del discurso filosófico y antropológico; éste se retorció sobre sí mismo como un gusano cuando las escritoras empezaron a escribir con voz de mujer, sin emplear las formas aprendidas en la gramática y la sintaxis masculinas que, sin embargo, eran las únicas que recibieron. Por otro lado, sólo estando en sí mismas las mujeres no huyen de la realidad; de tal forma que su participación política empieza por su analizarse, defenderse y reivindicarse. Ser se convirtió, así, en las expresiones artísticas femeninas de mediados de siglo XX, en una sonrisa por esa leche materna que las nutrió, aun cuando sus hermanos fueran los preferidos; ser, para las escritoras, era un desafío, un juego, la ruptura de la regla masculina en la cual, sin embargo, vivían casi siempre.[13]
En la literatura latinoamericana el ejemplo más hermoso de lo insólito en lo cotidiano lo encarnó la poesía de la mexicana Enriqueta Ochoa (1928), así como la genealogía femenina se explicitó en la narrativa de la colombiana Marvel Moreno (1939-1995).
Enriqueta Ochoa está en la confluencia de todo. Se inscribe en una genealogía cruzada, hecha de ascendencia masculina y descendencia femenina. Vibra con una religiosidad casi levitante y por la concreta necesidad política de defender la paz. Se afirma suicida desde el vientre materno y enarbola el placer de estar viva. Su obra corre ininterrumpida de 1950 a la fecha, aun cuando esquiva la publicidad y se niega a alimentar el ego mediante la autopromoción. En 1952, le escribió a su pequeña hija Marianne: “Yo me miro y no soy sino una cripta en llamas,/ una existencia inconforme, sonámbula,/ cargada de fatiga”;[14] sin embargo, en 1968 festejaba que esa misma hija adolescente entendiera en su propio dolor al mundo. Le entregó su legado, a la vez que se sentía honrada de que ella fuera su semilla: “Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio,/ que no se te achica la palabra en el miedo,/ que me has visto morir en mí misma cada instante/ buscando a Dios, al hombre, al milagro”.[15]
Mujer que se sabe humana, duda a veces de su ser “hombre”. Cuando lo admite al fin, lo hace con irritación, temblor, risa; expresiones un tanto histéricas de quien aprehendió la historia como aquella ceguera en que “el hombre sólo sabe/ devorar y perderse”.[16] Al parecer, para ella no hay otro modo de estar en el mundo que no sea ladrándole a la luna, embestida por el llanto y el viento, por la emoción religiosa y la sorpresa del aire en los pulmones; no obstante, esa vida al filo de la locura nunca ha sido excusa para el personalismo, pues la poeta se identifica con aquellas vírgenes terrestres que sólo tienen el nombre que recibieron en la pila. A sus amigos les ha escrito poemas en los que describe su fuerza, a la vez que pide un oído, como limosna para su dolor, mientras el corazón le rebota loco entre las sienes:
Estreno una sonrisa cada mañana
Y pido limosna en todas las esquinas,
Porque ¿quién va a prestarme su vida,
Su amor, o su Dios?
Tengo que comprármelos yo misma,
y no me alcanza.
Y todo esto que escondo y espero y que no llega,
Es la razón que me desangra dentro…[17]
Consciente de su talento, con que pobló de imágenes las vivencias de la hija, la hermana y la madre, se pregunta una y otra vez si tiene alguna trascendencia: “¿A quién le importa saber que fue infructuoso/ este viaje de mi vida a la tierra,/ porque quebré mi lámpara sin andar los caminos?”. Sólo con algunas figuras de intensa espiritualidad humana (Cristo, San Francisco de Asís, un santón en la calles de Rabat) y con las figuras del mundo familiar que su pluma sacralizó, se desbordan sus emociones y su ser mujer alcanza la definición de la indefinición: “¿Quién soy?/ No hay identificación, no hay respuesta…”, le pregunta obsesivamente a la hermana y al padre muertos. La hermana con la que aprendió “a entender una misma lengua”. El padre con el cual, para poder hablar, tuvo que echarse toda una vida a llorar sobre sus huesos.
Enriqueta Ochoa vive bastante recluida, aunque en contacto con otras mujeres. Fue amiga y coetánea de otras dos grandes poetas mexicanas, Rosario Castellanos y Dolores Castro, a las que no acompañó en sus viajes de estudio y con las que no se atrevió a realizar una formulación reivindicativa, feminista, política, del propio escribir: cuando se dice hombre por humana se sacude y cuando se define mujer no termina de creerse enteramente humana. Al leer el poema “Retorno de Electra”, escrito cuando ya era una mujer de 50 años, se pueden enumerar las contradicciones de la bisexualidad cultural de una mujer que, en la sublimación del dolor y la pérdida, habla de sangre sudada (la del trabajo, la que la acerca a los hombres) y de sangre que se une a otras sangres (la menstrual, la del parto, la de la filiación femenina).
La Colombia de la década de 1970 vivía apabullada por un estilo, una marca narrativa triunfante: la de García Márquez, su ritmo trino, sus adjetivos hiperbólicos, sus lluvias, su vegetación como tinta, su moral barrida por la violencia, sus hombres derrotados y sus mujeres que se sostienen, sosteniendo a la vez su orgullo y su opresión. Era muy difícil sobrevivir a una influencia tan fascinante. No obstante, en ese clima, una mujer de Barranquilla que desde 1971 vivió en París, Marvel Moreno, irrumpió de manera sorprendente con Algo tan feo en la vida de una señora bien,[18] un libro de cuentos donde las protagonistas ocultaban y develaban “algo”, su realidad interior o una mancha socialmente reprochable, y parecían retratadas desde dentro. Moreno en varias ocasiones se deslindó de la militancia feminista, exigiéndose a sí misma ser “un escritor”, no obstante describió la sexualidad femenina en su expresión transgresora, capaz de burlarse, aunque la sufriera, de la opresión de la autoridad de padres, esposos e instituciones.
No se trataba de la única escritora de la misma zona caribe que García Márquez; la costa es fértil. Su coetánea Fanny Buitrago publicó ocho años antes El hostigante verano de los dioses (1963), una novela que ponía en entredicho las formas de relación entre los hombres y las mujeres y que tenía como trasfondo el movimiento nadaísta, un grupo desesperadamente en busca de ser vanguardia, enemigo de toda institución, revolucionario en cuanto rechazaba la autoridad política y de los intelectuales reconocidos, al cual ella pertenecía. De las cuatro narradoras de El hostigante verano de los dioses, tres son parte del grupo –Inari, Hade e Isabel- y una es la propia autora atrás de la ficción, Marina, la periodista, la forastera, la que quiere investigar la autoría de una novela que es un éxito editorial. Caciques, compañías fruteras, hijas inocentes, amores, guerrilleros, pertenecían al universo de una Colombia ya entonces devastada por la violencia, mitad pesadilla mitad realidad, divertido, exagerado, y tan femenino como femenina es la extranjería de Marina, narradora que usurpa la palabra del hombre, el mundo de la costa, el protagonismo de esos nadaístas que querían destruir todo protagonismo.
No obstante, fue Marvel Moreno y no Fanny Buitrago quien asentó el valor de la genealogía de mujeres en la literatura colombiana. No sólo porque sus personajes son femeninos, sino porque hizo entenderse a mujeres separadas por generaciones al hablar la lengua de las mujeres, hizo escucharse a compañeras de escuela, hizo defenderse a víctimas de diferentes clases de opresión, y les permitió entrelazarse en parentescos poco convencionales, en ríos de vida, en pecados que, al ser adivinados o descubiertos, compartieron. En otras palabras, recordó que hay un torrente de rebelión que corre por debajo de la vida de las mujeres, una fuerza por lo general anticlasista, que las une en genealogías identificables comúnmente por la resistencia al orden social de la opresión masculina.
En su única novela publicada en vida, En diciembre llegaban las brisas,[19] la narradora era una voz memoriosa y algo desencantada, Lina, que no se describía a sí misma directamente sino a través de la ayuda que prestaba, supervisada por tres mujeres mayores que ella –la abuela, la tía Eloisa, la tía Irene-, a sus tres amigas en los momentos más cruciales de enfrentamiento con el mundo de los valores del odio y la represión sexual. En sus cuentos, necesariamente menos complejos, la narración se sostenía sobre voces cómplices al interior de una relación parental femenina –tías-sobrina, abuela-nieta, monja vieja-monja joven-. Todas las narradoras se acercaban al centro de su interés desde muy lejos.
Las tres partes de En diciembre llegaban las brisas, comienzan con versículos de la Biblia que introducen el tema que cada una de las amigas de la narradora representa y, a la vez, son interpretados a lo largo de la complicadísima anécdota. En el cuento “La sala del Niño Jesús”,[20] la monja narradora comienza por enunciar su pecado, una mentira, para llegar a reconocer su simpatía por las monjas más jóvenes, su comprensión por las madres que abandonan en el hospital a sus hijos desnutridos, por su propia madre que soportó a un marido borracho y su antipatía por una mujer que no es ni sensual ni solidaria ni víctima, porque en realidad representa la rigidez que la institucionalidad impone a las personas que atrapa: la madre superiora.
La institución represiva, sea ésta el matrimonio, la familia, la medicina, la abogacía, fue el blanco de todos los esfuerzos de comprensión narrativa de Moreno, que contra ella sólo contaba con la práctica de relaciones solidarias, casi siempre vividas de forma clandestina por mujeres y por hombres con ellas cómplices, hombres al margen de la masculinidad violenta. Empleadas domésticas, criadas, cocineras, conviven con mujeres de alcurnia en el espacio reducido de trato que les deja la vida social, regida por las reglas de otros; no obstante, en ese microcosmos se construyen relaciones socio-afectivas que desafían el tiempo. En el cuento “Ciruelas para Tomasa”,[21] la nieta ve con terror como la abuela trae a su casa a una vieja andrajosa, semidemente, perdida que, sin embargo, mira con los ojos del recuerdo, viéndola bellísima, sensual y amiga: Tomasa, una joven que su madre llevó a vivir a la casa ofreciéndole la vida que merece una igual y que su padre humilló hasta perderla, porque osó enamorarse y ser correspondida por su hermano. El tiempo del pasado es el de la explicación, la raíz inmersa en dos tierras, la del hombre y también la de mujeres capaces de llegar al asesinato por afán de justicia. Tiempo donde la lucha era acompañada de compasión, donde los enemigos podían ser, a pesar de todo, entendidos como víctimas del sistema que fortalecían con sus acciones represivas. La modernidad, con su sexualidad fagocitadora, sus viajes fáciles, la ligereza del vestido, no terminó nunca de convencer a Moreno, aunque la reportaba como el cambio real acaecido entre las mujeres que representaban la resistencia a la opresión de las costumbres y a un nuevo orden no completamente claro:
Los acompañaban las nuevas muchachas de Baranquilla, ya liberadas y un poco indulgentes al dirigirse a mí porque sabían vagamente que alguna vez escribí un libro denunciando la opresión que sufrían sus madres. Ellas ignoraban la sumisión: no se maquillaban y en sus polveras había casi siempre unos granos de cocaína, y hacían el amor con desenvoltura para tormento de sus amantes que se sentían como cerezas tomadas con distracción de un plato. Quizá solo yo comprendía que ese frenético consumo de hombres elegidos y devorados sin ternura ni compasión, era simplemente la venganza que una generación de mujeres ejercía sin saberlo, en nombre de muchas otras […] Quizá sus hijas aprendan que el amor no se encuentra en la promiscuidad ni el erotismo en la droga y, como Divina Arraiaga, sepan distinguir el uno del otro, reconociéndole a ambos su carácter sagrado de iniciación en el largo peregrinaje que permite vislumbrar el infinito.
Esto escribió al finalizar En Diciembre llegaban las brisas. A pesar del tono entre nostálgico y alejado de la narradora envejecida, este final se relaciona con una de las primeras reflexiones de la Lina joven respecto a su abuela, al inicio de la novela:
Sin embargo a los hombres se podía domesticarlos, es decir, enseñarles con el concurso de cualquier religión o ideología, o incluso –y esto, aunque utópico, parecía a su abuela preferible- con la simple demostración que la solidaridad se justifica en la medida en que todos hemos partido del mismo principio y vamos a reventarnos contra el mismo final, hacer menos agresivos haciendo de ellos, de algunos al menos, esos inofensivos soñadores que se enamoran, que escriben libros, componen música o descubren la penicilina. Pero no odiarlos. Odiarlos no tenía sentido. No se detesta al puma que mata a la vaca o al gato que ataca al ratón. Se le comprende tratando de meterse en su piel de puma o de gato, de compartir con él en la medida de lo posible un espacio o un tiempo de vida: sólo se le destruye si intenta destruirnos.
Ésta es la dimensión genealógica que libera a las mujeres del silencio y de la servidumbre. En su último libro de cuentos publicado antes de la muerte, El encuentro y otros relatos[22] -una serie de textos temporalmente alejados de la irrupción del aspecto simbólico de las mujeres en la literatura-, junto con nuevos paisajes aparecieron nuevos elementos del horror en los códigos de comportamiento humano: la frialdad, el desapego, la mirada vacía. Y a pesar de esto, Moreno nunca dejó, como la dimensión materna y creativa de su obra devela, de ofrecernos imágenes y símbolos del goce, la pasión, la cólera y la palabra de las mujeres y sus hombres “domesticados”. Al instalar una genealogía uterina en la literatura, trajo al mundo el arte de las mujeres.
Esta apropiación narrativa de la propia construcción subjetiva no sucedió a destiempo con respecto a la participación política o la elaboración filosófica feminista, sino fue una manifestación de ambas. De hecho, el humanismo feminista, que tiene en la sexóloga colombiana María Ladi Londoño su mayor representante latinoamericana, ha siempre reivindicado el espacio artístico como el primero para la liberación de las mujeres, de su simbólica y hasta de su sexualidad: el placer es a la vida lo que el arte a la libertad. Y el placer no tiene ni debe tener límites sociales.[23]
[1] Cfr. VV.AA., El ensayo en nuestra América. Para una reconceptualización, UNAM (Colección El Ensayo Iberoamericano), México 1993.
[2] Ver, entre otros, al respecto: Martha L. Canfield, Donne allo specchio. Racconti ispanoamericani fra Otto e Novecento, Le Lettere, Florencia 1997; Lucía Guerra, La mujer fragmentada, Casa de las Américas, La Habana 1994; Lola Luna, Leyendo como una mujer la imagen de la Mujer, Anthropos, Barcelona 1996; VV AA, Literatura y diferencia. Escritoras colombianas del siglo XX, 2 vol., Universidad de Antioquia-Uniandes, Medellín 1995; Marina Fe, Otramente: lectura y escritura feministas, FCE, México 1999.
[3] Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, México 2001, p. 11.
[4] María Inés Lagos, En tono mayor: relatos de formación de protagonista femenina en Hispanoamérica, Cuarto Propio, Santiago de Chile 1996, pp. 55-60.
[5] Esta idea en la década de los 80 se expresa con todas sus letras, por ejemplo en Antonia de la mexicana María Luisa Puga; pero durante toda la primera mitad del siglo XX hay que leerla entre líneas y a veces las expresiones de envidia sobre la libertad masculina la ocultan.
[6] Desde este punto, el presente capítulo se refiere ampliamente a mi artículo: “¿Existe una expresión propia de las mujeres en su literatura?”, que en su origen fueron apuntes para una clase en la Maestría en Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. En Casa del tiempo, Vol. II, época III, núm. 15, México, abril 2000, pp. 2-9.
[7] J. Wolfgang Goethe, Fausto y Werther (1774), Porrúa, Colección Sepan Cuantos, n. 21, México 1985.
[8] Gustave Flaubert, Madame Bovary. Costumbres de provincia (1857), Porrúa, Colección Sepan Cuantos, n. 352, México 1978.
[9] León Tolstoi, Ana Karenina (1888), 2 vols., Aguilar, Madrid 1987.
[10] Harriet Beecher Stowe, La cabaña del tío Tom, Porrúa, Colección Sepan Cuantos, n. 72, México 1970.
[11] Clarice Lispector, Lazos de familia, Montesinos, Barcelona 1988.
[12] Luce Irigaray, Yo, tú, nosotras, Cátedra, Madrid, 1992, pp.16-17.
[13] Como el mestizo latinoamericano vive buscando al padre poderoso que se desdibuja y no existe en la omnipresencia de la madre, así las mujeres del siglo XX buscan a sus madres, las inventan, las veneran a pesar de la opresión del patriarcado. En realidad unos y otras sólo tienen hermanos y hermanas, iguales en el abandono y la búsqueda.
[14] “Las vírgenes terrestres”, en Enriqueta Ochoa, Retorno de Electra, SEP-Diógenes, colección Lecturas Mexicanas, n. 72, México 1987, p. 21.
[15] “Del amor”, ibid., pp. 69-70.
[16] “Los himnos del ciego”, ibid., pp. 30-31.
[17] “Carta a Jesús Arellano”, ibíd.., p. 2.
[18] El cuento, aparecido en un suplemento cultural de Barranquilla en 1971, tituló a una colección de cuentos donde se encuentra incluido: Marvel Moreno, Algo tan feo en la vida de una señora bien, Pluma, Bogotá, 1980. Recopilado también, en Marvel Moreno, Cuentos completos, Norma, Bogotá 2001.
[19] Barcelona, Plaza y Janés, 1987. Después de su muerte, el 3 de abril de 1995, en París, su segundo esposo, Jacques Fourrier, dio a conocer la existencia de su segunda novela, El tiempo de las amazonas, y de una colección de cuentos todavía inéditos.
[20] En Cuentos completos, op. cit., p. 91.
[21] En Cuentos completos, op. cit., p. 31.
[22] El Áncora editores, Bogotá 1992.
[23] Cfr. María Ladi Londoño, El problema es la norma. Enfoques liberadores sobre sexualidad y humanismo, Prensa Colombiana, Cali 1989.
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< Capítulo V. Mismidad y diferencia, presente e idea de futuro ___ Capítulo VII. Las historias del neofeminismo >
Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, 2a ed. revisada y aumentada, 2006.
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