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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “Las disidencias sexuales desde una mirada feminista”, en Revista Trabajo social, Escuela de Trabajo Social, UNAM, Ciudad de México, n. 18, 2008. ISSN: 0188-1396.
En línea: www.revistas.unam.mx/index.php/ents/article/view/19515,
PDF: http://www.revistas.unam.mx/index.php/ents/article/download/19515/18507

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Las disidencias sexuales desde una mirada feminista

Francesca Gargallo *

 

Resumen

La sexualidad es un fenómeno histórico en el cual interviene toda una serie de tabúes socialmente impuestos y aceptados, sostenidos por diversos juicios ideológicos. Este articulo aborda la manera en que las mujeres comenzaron a pensar en su liberación y en la necesidad de deconstruir la sexualidad tradicional, con el fin de acceder a la libertad de elección sexual, de descubrir su cuerpo, encontrando que tenían una amplia gama de posibilidades sexuales, con la emergencia de la revolución sexual. Así nació el feminismo lésbico, expresado como un movimiento social solo cuando las mujeres ya habían rechazado la construcción masculina para referirse a sí mismas, desconstruyendo lo que hay de “natural” en ser mujeres y hombres, después de haber demostrado la inexistencia de principios o esencias femeninas, lo cual es una actividad actual del feminismo.

Palabras clave: Sexualidad, deconstrucción, revolución sexual, feminismo, feminismo lésbico.

 

Abstract

Sexuality is a historical phenomenon in which a whole series of socially imposed and accepted taboos take part, maintained by diverse ideological judgments. This article aims to approach to the way in which women began to think about their own freedom and their need to deconstruct traditional sexuality, with the purpose of acceding to free choice of sexuality, to discover their bodies, finding –with the emergency of sexual revolution– they have a huge range of sexual possibilities. Thus, lesbian feminism arose, expressed like a social movement, only when women had rejected masculine construction about themselves, deconstructing the “natural” in being women and men, after having demonstrated the nonexistence of principles or feminine essences, the current activity of feminism.

Key words: Sexuality, deconstruction, sexual revolution, feminism, lesbian feminism.

 

 

A lo largo de buena parte de nuestras vidas escuchamos que la sexualidad es algo natural, que responde a nuestra biología y cuyo ejercicio pertenece al ámbito de las decisiones personales. En realidad, pocas cosas se han tergiversado más que estas afirmaciones, aparentemente ingenuas. La sexualidad es un fenómeno histórico en el cual interviene toda una serie de tabúes socialmente impuestos y aceptados, sostenidos por diversos juicios religiosos. Por ejemplo, para los totonacas, la sexualidad es una consolación otorgada por las divinidades para compensar los sufrimientos de las personas; mientras que para los huicholes es una condena, y para los cristianos, un pecado que debe embridarse con rituales. Aún más, como concepto, es probable que sea tan reciente como la invención de la medicina europea del siglo XVIII. Las mujeres que comenzaron a pensar en su liberación siglos después, comprendieron –por la insistencia en la naturalidad de la actividad más reprimida– que si no coligaban su realidad con la deconstrucción de la sexualidad jamás podrían ser dueñas de sus vidas. Es decir, jamás podrían decidir qué hacer, cómo vivir y defender sus cuerpos del dolor, de la violencia, el menosprecio y la inferiorización. Así, feminismo y contradiscurso sobre la sexualidad van de la mano. Pero no se acompañaron siempre, porque la libre expresión de los deseos no fue la primera aspiración de las mujeres organizadas, sino la igualdad como ciudadanas. En el siglo XIX y a principio del XX, el feminismo fue más bien un movimiento para la emancipación de las mujeres, que respondía a posiciones educativas, laborales y de participación en la política representativa.

Durante siglo y medio, la lucha por la igualdad de condiciones con los hombres implicó la reivindicación de salarios iguales, derecho al voto (de ahí que al primer feminismo se le llame también “sufragismo”), derechos económicos, educativos y también el derecho a la patria potestad. Liberales y socialistas esgrimieron posiciones semejantes sobre la condición económica de las mujeres y la necesaria emancipación. Ambos creyeron que la ley era su territorio a conquistar. Los conservadores de varios cuños respondieron que existía algo “esencialmente” femenino que las privatizaba y recluía en la intimidad, una esencia que las relegaba a la casa, al matrimonio, al cuidado de los hijos, a los dolores de parto, a la prestancia física para el deseo de los hombres, a la reproducción de la especie y los preceptos religiosos. Es decir, mezclaban todos sus prejuicios –y los deseos de control que construían sobre ellos– en una única idea del ente femenino que las dejaba sin escapatoria. A mediados del siglo XX –cuando las ideologías religiosas que habían servido para vigilar las conductas personales y sociales entraron en crisis, y los pensamientos políticos buscaron relacionar la libertad de elección con la responsabilidad social y la denuncia del autoritarismo– las mujeres descubrieron que sobre su cuerpo se había escrito toda la historia de la opresión humana. Descubrieron que para protegerse, más allá de su necesidad de igualdad frente a la ley, necesitaban decirse, mirarse, descubrirse en una mirada no colonizada por la idea masculina de lo que debían ser. Eso implicaba reconocerse como objetos de la moralidad universalizada, construida por y desde las necesidades de dominio masculinas, entre ellas, la de obtener el fruto del cuerpo de las mujeres: hijas e hijos legítimos o ilegítimos, placer, trabajo, lugar de la descarga de su violencia: reconocerse en esa objetualidad para asumir que otros caminos están abiertos para la historia de las mujeres, sus relaciones sociales y también su goce.

La liberación de las mujeres se manifestó poco antes de la revolución sexual de las juventudes occidentales, que veían en la prohibición del ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio un instrumento de control ejercido por los poderes jerárquicos: el estado, la iglesia, la familia.

La revolución sexual proponía el sexo sin posesión, la experimentación fuera de la pareja y la liberación de la reproducción en el sexo, pero no cuestionaba el papel de las figuras masculinas en su relación con las mujeres, ni asumía con la misma “naturalidad” las expresiones no heterosexuales de la sexualidad. Por el contrario, el feminismo intentaba liberar el cuerpo femenino de los dolores que le imponía la cultura: la menstruación como “maldición”, necesariamente acompañada por malestares físicos y psicológicos; el parto, que no conllevaba el derecho a analgésicos, como un dolor de muelas; la perdida de la virginidad, que se ofrecía como un rito de paso equivalente a una herida; la menopausia, acompañada de la dolorosa perdida de los atractivos. A la vez, descubría que ser mujer y ser madre no son sinónimos; que ser una “buena” mujer entraba en contradicción con el deseo de elegirse-construirse como una buena persona, que sus características morfológicas visibles eran también una construcción cultural y, sobre todo, que sus “necesarias” relaciones con los hombres no eran tan necesarias fuera del horizonte reproductivo. El derecho a la diferencia sexual fue planteado, primeramente, como derecho de las mujeres a conocerse y verse entre sí. Se organizaron talleres de auto reconocimiento durante los cuales las mujeres echaban mano del instrumento de la medicina que las instrumentalizaba –el speculum–, diálogos sobre el placer (orgásmico y no), que podía sentirse por el contacto sexuado no coital; así como el libre fluir de los deseos entre varias que los comentan, denuncias de la violencia o la brutalidad sexual masculina, análisis de las insatisfacciones ligadas al desconocimiento del propio cuerpo y la necesidad de recuperarlo para sí; todo ello fueron prácticas comunes del primer feminismo de la liberación.

El cuestionamiento de la heterosexualidad se acompañó de la duda sobre el derecho del hombre a la penetración. Lo “femenino” en si fue puesto de cabeza, lo cual no fue difícil, porque lo femenino, como la sexualidad, es una construcción ideológica. De repente, el feminismo descubrió que, a lo largo de la historia, no solo habían cambiado el papel, el valor y la riqueza de las mujeres, sino también su fuerza física, sus habilidades manuales y su capacidad de creación. Ahí donde una mujer fuerte era bien vista, tenía derechos (como en Dinamarca); donde su debilidad se exaltaba, sus pies eran reducidos a muñones y la sola sospecha de adulterio la llevaba a la muerte (como en China).

De igual forma, descubrieron que tenían tantas posibilidades sexuales como las diferencias culinarias existentes entre un pueblo y otro. En los mismos textos sagrados, sus posiciones sexuales variaban: colocada encima del varón en el acto heterosexual en Mesopotamia; en la Biblia, debía estar abajo; cubierta por un sostén para demostrar su moralidad en Roma; en América, los senos no eran una marca sexual; respetadas durante la vejez en Australia, no tenían límites de edad para el goce sexual, mientras que en Europa la juventud y el amor debían servir para demostrar la propia capacidad reproductiva.

Si la sexualidad fuera un hecho natural, todos los pueblos tendrían las mismas prácticas sexuales. El feminismo descubrió que lo natural no es otra cosa que un comportamiento normado que se “naturaliza” para que la sociedad no se vea tentada a someterlo a cambios. Si lo natural no existe, entonces todas nuestras formas de ejercer el placer son válidas. Y la primera entre ellas es la búsqueda de poner fin al sufrimiento. Para disfrutar es necesaria una sexualidad distinta de la heterosexual naturalizada por las religiones europeas y mediterráneas. Se necesitan prácticas sin violencia, sin discriminación, sin coacción, cuando y con quien se desee, sin estar atadas a la posibilidad de la procreación. Si bien éstas pueden exigirse –aunque no siempre lograrse– de los hombres, también pueden practicarse sin ellos, o con varios de ellos, o a solas. Así, no es solo que la sexualidad no sea naturalmente hetero, sino tampoco monógama.

El movimiento de liberación de las mujeres, o el feminismo postsufragista, al unir a mujer para dialogar entre sí, se construyó como un movimiento que reconsideraría todas las relaciones vitales, a través de su redefinición por los colectivos de mujeres reunidos en la autoconciencia: con la sociedad, con el medio ambiente, con los horarios, con el trabajo, con las personas de la familia cuyo cuidado descansaba sobre el trabajo doméstico de las mujeres (niños y ancianos principalmente, pero también enfermos, convalecientes, desempleados) y que negaba la diferencia económica entre los espacios público y privado.

Si los hombres no se consideraban un sexo, las mujeres –al tener que asumir que habían sido definidas como sexo por ellos, que se consideraban personas– lo revolucionaron. El discurso masculino (el de quienes se concebían como “plenamente humanos”) se sostenía en el valor primordial de la razón; con ella los hombres construyeron su “idea de mujer”, que implicaba que esta fuera emotiva, caprichosa, inmoral, transitoria. Al asumir estas marcas como culturales y asignadas, las feministas las dotaron de otros valores sexualmente marcados, pero (más que reinterpretados) literalmente revolucionados mediante técnicas de razonamiento emocional, sensible y capaz de entender la diferencia como algo asignado por fuera (si todas somos diferentes, ¿qué es la diferencia si no una marca de quien se pretende igual a sí mismo?). Lo asignado por fuera se puede sufrir o se puede asumir como propiamente liberatorio, de modo que no es lo mismo ser desigual (discriminada, minorizada, despreciada) que reconocerse diferente de quien emite y sacraliza el discurso del poder, porque una es capaz de ubicarse fuera de su sistema de opresión. La razón masculina se cree equivalente a lo universal y se expresa de forma logocéntrica, centrada sobre su propia palabra; por lo tanto, no soporta ser desconocida como única.

El feminismo puso en crisis el logocentrismo con solo afirmar la diferencia positiva de las mujeres como personas ya no menores de edad, victimas, subordinadas al deseo masculino, sino autonombradas, capaces de elegir su placer. El feminismo lésbico es tan antiguo como el feminismo, aunque se expreso como un movimiento social por separado solo cuando las mujeres ya habían rechazado la construcción masculina para referirse a sí mismas. Una de sus portavoces más congruentes, Monique Wittig, llegó a decir que las lesbianas no son “mujeres”, porque las mujeres son definidas desde el lugar que los hombres les asignan; mientras que las lesbianas no son influidas por la norma ni por la opinión masculinas. Desde esta perspectiva, las feministas tampoco eran ya “mujeres”, pero no querían no ser lo que acababan de reivindicar.

Desconstruir lo que hay de natural en ser mujeres y hombres, después de haber demostrado la inexistencia de principios o esencias femeninas y masculinas, es una actividad actual del feminismo. La ética no solo debe incluir a las mujeres, sino también lo que no quiere ser mujer, lo que no lo es, lo que se niega a la marca genital para definirse. No es suficiente decir que lo humano no es de los hombres, ahora hay que enunciar una humanidad que va más allá de la binaria definición de la genitalidad. Entre las mujeres y los hombres hay millones de posibilidades de ser, así como entre el bien y el mal.

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* Cursó estudios de filosofía en Roma, su ciudad natal, y el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. Vive en México desde 1980. Novelista y viajera, es asimismo una feminista militante que trabaja la historia de las ideas feministas generadas en América Latina. Es profesora- investigadora de la Academia de Filosofía e Historia de las Ideas en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Ha escrito más de diez novelas, investigaciones de historia de las ideas y trabajos sobre diversos artistas plásticos de América Latina. Entre sus libros más reconocidos vale la pena destacar: Ideas feministas latinoamericanas (cuatro ediciones, Ciudad de México, Caracas, Bogotá y San José de Costa Rica, 2004, 2006); Garífuna, Garínagu, Caribe (Ciudad de México, 2000); Saharaui. La sonrisa del sol (Caracas, 2007); las novelas La decisión del capitán (1996), Marcha seca (1999); y la colección de cuentos Verano con lluvia (2001).

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