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Francesca GARGALLO, «Y del Javier geométrico que siempre estuvo», texto para el artista

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Y del Javier geométrico que siempre estuvo

Francesca Gargallo

Desde sus rojos de mural arqueológico griego hasta sus verdes de chinampa xochimilca, pasando por el negro del universo y el marrón con morado de las cuevas y las riveras del lago de Chapala, la paleta de Javier Arévalo revela al hombre nómada: se relaciona con la tierra que camina y con el clima que envuelve al pintor dictándole sus sensaciones, es ligera para subir a los cerros y cargada en los mercados de la costa. Javier no podría imponerle un naranja en la rarefacta emoción del cielo limpio y frío de las montañas, allí donde el amarillo de una flor supondría un lastre inútil, ni le negaría jamás tocar la tierra con los pies y palpar el soporte con los colores de un mar y un cielo de trópico húmedo y caliente, azul hasta el hartazgo, una verdiroja primavera absorbente, una negra ciudad ocre y avasalladora.

     Como todos los verdaderos nómades, Arévalo el peripatético respeta lo que el momento ofrece, es un catador de lo efímero. Por ello nunca desperdicia el tiempo del traslado, ese extendido sucederse de instantes a su disposición para pensar sin ataduras, aparentemente ilimitado y que lo remite a los números y sus ritmos. Ritmos de pasos sobre figuras geométricas planas y caminos viboreantes, ritmos adormecedores y rectangulares de los rieles del tren, ritmos de arados que dibujan figuras sobre los campos, ritmos de montañas, de noches y días, negras como el universo y blancos como la primera avasalladora luz de la vida que se repite cada mañana, ritmos de olas y ritmos que se detienen de repente en una emoción tan fuerte que exige un punto único, negro sobre blanco. Con ellos construye una geometricidad que desde hace cuarenta años atraviesa y sostiene su trabajo.

    Geometría que no es necesariamente abstracción. Nunca hay una descarga emocional violenta en la obra de Javier Arévalo, ni un gesto en busca de aire y expresión o un estado de ánimo alocado. Conviven en sus diferentes formatos múltiples rupturas con sus múltiples escuelas (que nadie piense que este vago que ha sido maestro desde los 18 años es o ha sido un autodidacta: ha estudiado metódicamente, cruzando continentes para ir a encontrarse con una escuela), así como atrevimientos que pocos de sus maestros hubieran recomendado, pero su abandono paulatino de una figuración de alquimista, hecha de cuerpos poderosos y de retazos de los mismos en posiciones circenses, está ligada al equilibrio en el manejo del color y a una pulsión por la tierra que se manifiesta desde sus primeros dibujos, guaches y litografías en el lejano neohumanismo del México de 1963.

    Sus geometrías son la reflexión plástica que un pintor obsesionado por la idea de que en toda la naturaleza se expresa el principio dual de la hembra y el macho, aun en el hermafrodita necesario, trino y dual a la vez, ha llevado a la tela. Hembra y macho se explayan en un espacio negro que representa su propia magnitud (“El espacio es negro y te doy la noticia de que es muy grande”, me acaba de retar en su casa), son la noche y el día, la línea y la mancha y se acoplan como las formas geográficas de ríos, montañas, campos arados y brazos, sillas, cabezas, vulvas. Vulvas que se ríen, rombos perfectos de repetición rítmica. Vulvas de tierra que se ven en los ojos ovales del que mira. Vulvas repetidas hasta volver innecesaria la figuración. Ahora bien, las vulvas son a la geometría lo que las mujeres a la filosofía de Arévalo: su wendepunkt, ese lugar en el espacio que determina por dónde han de cruzar todos los caminos del pensamiento.

    Después de su segunda gran retrospectiva, Solas las cosas van diciendo, en el Centro Médico Nacional Siglo XXI, donde expuso más de doscientas obras, Javier Arévalo se alejó de las piernas de sus maestras, los pájaros nuevos, los arcos de triunfo y los caifanes que transfiguraban los modelos de mujer y hombre en el centro de papeles fuertemente cargados de pigmentos diversos (no exenta la acuarela trabajada con espátula). Y empezaron a aparecer sus puertas: al misterio, al cielo, de la nostalgia y la pasión, así como sus rectángulos y sus triángulos de títulos más que literarios: El silencio es poder, Mañana no tiene fin. Es decir, afloraron rasgos geométricos y no figurativos que siempre estuvieron ahí, aunque medio a escondidas. Algo parecido había pasado en 1990, después de la primera retrospectiva en el Palacio de Bellas Artes, Yo, el pintor, cuando algunas de sus constantes se volvieron más centrales y evidentes, como la subversión del cuerpo humano y la “aparición” de un mundo de cabeza.

       En noviembre de 2000, tres meses después de la segunda retrospectiva, presentó De todas formas… Javier Arévalo me llamo, en el Museo José Luis Cuevas de la Ciudad de México. La literalidad de los títulos (Arévalo jamás ha pintado algo sin título, porque lo único literario de su obra es el título, pero la literatura es indispensable a todo el arte, le da sentido y subraya su ironía) acompañó una paleta de quietud intensísima, cargada hacia las tierras con poquísimas concesiones a los colores vivos de los pequeños detalles, y una geometricidad que delataba el excelente observador que el nómada tiene que ser. Las escamas del árbol, un techo de tejamanil y el caparazón del armadillo, así como el temor a la enfermedad, la repetición de los días y las noches, la ansiedad por expresar se sucedían en rectángulos que se empujaban y deformaban sobre diez líneas irregulares, trazados en negro y habitados por marrones y ocres, cuyo título era toda una recomendación y una lección de vida: Teme quedarte quieto. Líneas de bambú o motivos de tejidos africanos se siguieron a trazos finísimos que parecían reproducir elementos cavernarios magrebinos sin copiar ni decir nada; negros violentos en triángulos conformaban con ocres, blancos y rojos rostros de máscaras primarias, agresivas defensoras geométricas.

     Muchos de esos cuadros fueron pintados durante los dos meses y medio de 1997 en que se refugió en la Cueva Coxala, en las riberas del lago de Chapala, al lado del pueblo de San Juan Cosalá en su Jalisco natal, territorio al que el nómada recurre periódicamente para saber por qué vuelve a sus caminos. La cueva, de grandes dimensiones, lo obligó a relacionarse desde su interior con la tierra, elemento primero de su idea de naturaleza y de su paleta, a la vez que necesariamente, a él formado en la historia de la pintura y la escritura,  le impuso el análisis de los reflejos del sol sobre las paredes del fondo, las sombras de la mañana y las de la tarde, las filtraciones de la luz. Entre las dos figuraciones más coloridas de la experiencia de regreso a los orígenes de lo humano sedentario están una vulva enmarcada por los brazos y las piernas naranja del principio hembra y un falo erecto enmarcados por las articulaciones ocre del principio macho. Cabe destacar su geométrica calidez: la cabeza vuelta al revés se vuelca a un mundo de colores intensos, mira al interior de sí misma y reconoce lo rectangular del marco sexuado. Igualmente vertical es la mujer vestido, un juego de dos rectángulos, el inferior formado por cinco líneas de tela floreada de la cual sobresalen dos pies con guaraches, y el superior por unos hombros y brazos en los que domina una cabeza al revés de características infantiles que contrastan con la redondez de los senos y la fortaleza de las manos.

     Por primera y única vez en su vida de viajero Javier Arévalo sintió el deseo de quedarse a vivir toda su vida en un lugar. Le tuvo miedo, pero no traicionó ese sentimiento genuino. En París, en Perú y en México, durante el año y medio siguiente, pintó motivos geométricos cada vez más cercanos a la rarefacción de los espacios y de los colores hasta llegar a signos escuetos en blanco y negro.

    La pulsión por la tierra que se le manifestó tan violentamente en la Cueva Coxala y en París lo llevó a gritar en verde y negro “Viva la vida”, lo relaciona hoy de manera juguetona con la naturaleza. En Xochimilco, donde vive momentáneamente en una chinampa, se dedica a sembrar y a diseñar jardineras, mientras reflexiona sobre las lecciones que le ofrecen los árboles con su fuerza, que de repente se derrumba por el viento o por haber cargado demasiados elementos externos a su vida, a su esencia: lianas, yedras, orquídeas. Pinta diario, en todos los estados de ánimo por los que atraviesa: melancólico, feliz, triste y en crisis. Considera que el artista es como el día que amanece, cruza por la mañana y se hace tarde y no por eso deja de ser día. Si el artista esperara a ser feliz para pintar, pintaría muy poco, dice una y otra vez. A veces se acerca a sus colores con nostalgia, otras con rabia y unas más con ironía. Por momentos echa de menos haber dejado de enseñar. Afirmaba en clases que el que enseña aprende dos veces, y ahora tiene ganas de seguir aprendiendo, de tener una vez más la oportunidad de subvertir lo que le enseñaron a él.

    Luego, en el instante fugar de la luz verde del lago, disfruta de los tamaños grandes que mientras viaja no puede elaborar. Es en el recogimiento de la chinampa, donde organiza una exposición de obra sobre papel, Hembra-macho, en la que el color ya no se expresa, sólo se sugiere. Donde las puertas se abren a la aventura de la luz, la presencia es un claroscuro brutalmente contrapuesto. Ahí, en el dibujo y el material, se cifra una ironía que no deja de ser enseñanza, un enojo contra la pérdida del amor al oficio; es desde su trabajo que nuevamente arremete con/contra sus colegas: Si alguien desea ser pintor, que pinte.

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