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Francesca GARGALLO, «La nada y el ser, el ser, la nada y el vacío, la muerte, el vacío, la nada y el ser. Reflexiones sueltas con pretexto de la obra de Simone de Beauvoir sobre los temas del arte», Texto para una reunión sobre existencialismo y arte en la Universidad del Claustro de Sor Juana, Ciudad de México, 2008.

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La nada y el ser, el ser, la nada y el vacío, la muerte, el vacío, la nada y el ser. Reflexiones sueltas con pretexto de la obra de Simone de Beauvoir sobre los temas del arte

Francesca Gargallo

El tema de este ciclo de reflexiones habladas acerca de la relación entre el arte, el néant sartriano (algo así como un abismo que a la vez es la nada y algo aniquilador, pues como todas las palabras profundamente arraigadas en la construcción histórica de una lengua, néant es intraducible), la práctica literaria autoafirmativa beauvoiriana y el ser de lo humano y, supongo, de las cosas, busca explícita o implícitamente una relación entre el existencialismo y esos temas del arte que, desde una perspectiva simplista, relacionamos con dicha filosofía crítica de la Modernidad, filosofía que acompañó como mosca al caballo sea al idealismo sea al positivismo y al estructuralismo durante los últimos dos siglos.

Propongámonos entonces preguntarnos por las cosas que damos siempre por supuestas. ¿Es propia del existencialismo la duda acerca de la esencia de las cosas y, por ende, la reivindicación de la libertad como expresión del ser de la persona que está en el mundo? Me lo pregunto porque esa reivindicación yo la encuentro en casi todas las formas heterodoxas de enfrentar el fin del ser individual, es decir la muerte, en la poesía y el teatro más antiguos y contemporáneos. Entonces, segunda pregunta banal, ¿deberíamos catalogar ahistóricamente como proto-existencialistas, y por lo tanto darle al existencialismo una vida mucho más larga de la que se le reconoce, a todas las obras que se preguntan sobre el valor de la inmortalidad, la contingencia de la vida, la libertad de elección moral, la insatisfacción de la vida ante la imposibilidad de escaparse del destino, el vacío del orgullo herido y el sufrimiento como despertador de una conciencia moral y estética?

Me lo pregunto porque en la Epopeya de Gilgamesh, el poema épico más antiguo, segundo en tiempo sólo a las odas a Inana, escritas por la primera poeta del mundo, Endejuana, gran sacerdotisa de Ur; pues en esa epopeya de hace 4300 años, la muerte del amado Enkidu dispara en el príncipe Gilgamesh no sólo la búsqueda de la inmortalidad, sino también su renuncia a ella, pues el dolor lo hace consciente de su ser en el tiempo y del abismo ante el cual se encuentra siempre la existencia humana.

¿Eso es existencialismo o más bien lo que el racionalismo hegemónico en la filosofía ática de hace 2500 años ha intentado relegar al campo del arte para darse el lujo de pensar sólo el poder, la medición de la realidad, y la imposición aristotélica de clasificaciones divisorias entre los sentires y los saberes humanos? ¿Cómo olvidar la amistad entre Eurípide y Sócrates, todavía no contaminada por el platónico rechazo de la poesía como medio de conocimiento, cuando el filósofo se apersonaba en el teatro para escuchar en palabras del dramaturgo la descripción de la angustia ante la confrontación moral que implica la necesidad de escaparse de la injusticia del destino y del poder de los hombres?

Y Job, en los libros sapienciales de la Biblia, ¿acaso no es un existencialista al soltar afirmaciones y preguntas sobre el sentido de la vida, el sufrimiento y la vanidad de los actos humanos? Hasta ese condensado de normatividad amorosa heterosexual y afirmación del absolutismo monárquico en beneficio del comercio que fue Shakespeare, en Hamlet deja salir una vena poética profunda y afirma que la pregunta a la que apuesta la humanidad es una sola: ser o no ser.

Más allá de las reglas ético-políticas del deber ser confuciano, en China, Qu Yuan escribió Li sao (Dolor de la lejanía), un largo poema que, entre alusiones históricas y alegorías, trata de la revelación íntima de un personalidad atormentada por su fallida búsqueda de un ideal. Y entre los grandes maestros sufíes, Ibn Al Farid afirmaba que la poesía es el acto del poeta cuando intenta alcanzar lo indecible y emigra del mundo sensible al imaginario para explicarse su ser en la historia. Omar Kayam, a pesar de que obedecía la voluntad divina por ser la primera regla del Islam, consideraba que acceder a esa sumisión religiosa es una elección ante el nulo significado de la vida humana afuera del todo que es uno.

¿Acaso estas reflexiones no están agazapadas en todas las reflexiones que las filosofías de la medición, las religiones de las normas, las estéticas éticamente programadas, menosprecian sin poderlas desterrar?

No voy a traer a la memoria sino pocos ejemplos literarios de los siglos XIX y XX para recalcar la histórica presencia de los temas del existencialismo en la literatura, a) porque si asumimos que son propios del existencialismo como filosofía entonces entre Goethe y Schopenhauer, entre Dostoievski y Kierkegaard, o entre Camus, Mishima, de Beauvoir y Merleau Ponty, habrían horizontes históricos comunes que los contaminarían de ida y de vuelta y b) porque si por el contrario asumimos que son temas propios de la literatura como expresión de conocimiento, entonces deberemos aceptar que no hay arte sin malestar ante la nada en la que la vida concreta se explaya (eso es, que hay un continuum entre arte, filosofía e historia).

Ahora bien, entre Crimen y Castigo de Dostoyewsky y Sobre héroes y tumbas de Sábato, a siglo y medio y continente y medio de distancia, hay un nexo indefinible que cruza la necesidad de entender el comportamiento de héroes negativos más allá de los valores familiares y sociales establecidos, así como la razón allende las epistemes científicas establecidas por un Occidente dominante que se sostiene en la hegemonía de la racionalidad.

Y cómo no percatarnos que los así llamados artistas malditos, franceses, estadounidenses, chinos o uruguayos, mujeres u hombres -Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine, Tristan Corbière, Stéphane Mallarmé, así como Utrillo, Modigliani, el primer Diego Rivera, Nahui Ollín, o Marceline Desbordes-Valmore, Luz Méndez de la Vega, Gertrude Stein, Auguste Villiers de L’Isle-Adam, el cínico François Villon, Su Tung-P´o, Nezahualcoyotl, Thomas Chatterton, Li Po ante el monte Ching-t’ ing, mi amado Caravaggio y Aloysius Bertrand, Gérard de Nerval, Lautréamont, Petrus Borel, Charles Cros, Germain Nouveau, Émile Nelligan, Armand Robin, Olivier Larronde, John Keats, y aún los cineastas Ingmar Bergman, Jim Jarmush y Aki Kaurismaki o Herman Hesse, Alejandra Pizarnik, Cioran y Ioan Culianu, para no hablar de Jack Kerouac, William Burroughs, Audré Lorde y más- son malditos sólo porque son las voces de lo que se ha prohibido decir desde el pensamiento probo, el que tiene razones con que rellenar el vacío de una existencia enfrentada a su propia inutilidad o a la dura elección por una libertad que encara a la vez el destino y las costumbres

En Simone de Beauvoir, una artista ubicada en su cuerpo y su historia de mujer, a la vez que rechaza el condicionamiento de ambos, más aún que considera vacía la vida que no se enfrenta a las condiciones propias de un falso absoluto (la “feminidad” tanto como dios y el Absoluto hegeliano), los temas de la inconformidad ante las imposiciones de un mundo percibido como ajeno, aparecen muy claramente ubicados en el ser concreto de la mujer que toma conciencia de no haber sido para sí sino para otros hasta el momento de un verdadero salto moral, el salto no al vacío sino hacia sí misma. En Para una moral de la ambigüedad (1947) sostiene que la “conciencia de ser” es la “conciencia de ser libre”, una afirmación que puede leerse en los personajes de los dos cuentos y la novela corta de La mujer rota, publicado 21 años después, en 1968. Por decisión propia se puede escapar de cualquier condición, aun la femenina, pero esa decisión implica no sólo leer la propia insatisfacción, sino asumir el fracaso histórico del proyecto moral colectivo y la imposibilidad de que puedan cumplirse imperativos éticos: nada vincula a toda la humanidad, el ser individual tiene el poder y el deber absolutos de fundamentar la propia existencia  desde una libertad de elección sobre hechos concretos, hechos trascendentalmente contingentes.

Madres de familia, profesoras, esposas y amantes apasionadas sexual y vitalmente pueden llevar la vida de una falsa felicidad abnegada hasta que la voluntad de otra persona en busca de su propio actuar moral las obliga a asumirse como voluntades rotas, extrañas a sí mismas. Es en ese momento, de manera más kirkegardiana que sartriana, están frente al vacío y pueden llenarlo de un proyecto, de trascendencia, pues la persona que tiene conciencia de ser-para-sí, no es una esencia petrificada, es un ser libre, es trascendencia y proyecto. La libertad la obliga a realizarse y a hacerse, al reconocer la finalidad de sus actos, al elegirlos, demostrando así que ningún ser es esencia, pues no es estático. La mujer hecha por la sociedad se hace a sí misma al reconocer la no naturalidad de su ser, se reconoce, se libera estableciendo sus propios fines sin necesidad de apoyarlos en significaciones o validaciones externas.  Sobrevivir al fracaso de una vida como esposa que se ve obligada a reconocer en un solo día el alejamiento de las hijas y el amor por otra de su marido, implica establecer metas a las propias acciones, establecerlas como fines a través de su propia libertad.

En La Invitada (1943), la primera novela de la filósofa, la creación, evolución y disgregación de un triángulo amoroso formado por dos adultos y una jovencita, le sirve para poner en cuestión el modelo tradicional de pareja y de familia. Probablemente  autobiográfica, la historia presenta los grandes temas que caracterizarán la obra de Beauvoir –el despertar a la conciencia, la acción y la libertad individual-, pero son la profundidad de los personajes y la exploración acerca de sus sentimientos lo que lleva a la autora a afirmar la independencia de la acción moral de las dos mujeres de las expectativas sociales llevan a cabo su destrozamiento afectivo tradicional asumiendo el riesgo y la incertidumbre que conllevan.

En la posteriores novelas, y quizá con más angustia en la única protagonizada por un hombre, además inmortal, Todos los hombres son mortales, donde la extrañeza del propio cruzar el tiempo asume una característica de imposibilidad de asimiento de la propia conciencia,  Beauvoir asume abiertamente que la pregunta/sensación sobre el vacío es la que puede formularse/sentir quien tiene históricamente la libertad de concebirlo ante sí como resultado último de su estar de pleno derecho en el mundo. Ahora bien, esa libertad, en sí, es un acto filosófico y artístico que las mujeres sólo pueden asumir al desafiar e imponerse al mundo que las cataloga como secundarias. Por lo tanto, la afirmación existencialista de una posibilidad de enfrentar(se) al vacío en la propia vida de Beauvoir, se manifiesta desde entonces en una literatura comprometida con la afirmación de la construcción de un en sí femenino que no es otra cosa que un deber ser que se explaya en actos cotidianos de rebeldía. De ahí que la literatura de Beauvoir por momento parezca tan programáticamente concebida, al punto que nunca se permita una deriva de irracionalidad.

Decir que la filósofa más conocida del existencialismo francés construyó un deber ser del arte es casi una herejía, pues supone que no hay pensamiento de la libertad en ella que no implique el reposicionamiento de una moral de facto. No obstante, quiero sostener que ello no impidió que en la literatura de Beauvoir hubiera libertad de expresión de un ser que eligió imponerse a la marginación histórico-filosófica (entendida como el vacío propio de las mujeres, ni elegido ni descubierto, sino impuesto desde fuera) contra la que luchó toda la vida. Beauvoir para lograr la percepción del aniquilamiento, de la nada, necesitaba antes ser; eso es, para encarar el vacío necesitaba antes llenar los actos de su vida de la trascendencia con la que identificaba el filosofar y el escribir, entendidos como acciones vitales.

Obras de Simone de Beauvoir:

La invitada (1943)

La sangre de los otros (1945)

Todos los hombres son mortales (1946)

Los mandarines (1954), Ganadora del Premio Goncourt

Las bellas imágenes (1966)

La mujer rota (1968)

Cuando predomina lo espiritual (1979)

Para qué la acción (1944)

Para una moral de la ambigüedad (1947)

El existencialismo y la sabiduría popular (1948)

El segundo sexo (1949)

El pensamiento político de la derecha (1955)

La larga marcha (Ensayo sobre China) (1957)

Norteamérica día a día (1948)

Memorias de una joven formal (1958)

La plenitud de la vida (1960)

La fuerza de las cosas (1963)

Una muerte muy dulce (1964)

La vejez (1970)

Final de cuentas (1972)

La ceremonia del adiós (1981)

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