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Francesca GARGALLO, «El ojo coqueto de la vida: geometría y mirada en la obra de Jerónimo Arévalo», Ciudad de México, septiembre de 2009.

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El ojo coqueto de la vida: geometría y mirada en la obra de Jerónimo Arévalo

Francesca Gargallo

Ciudad de México, septiembre de 2009

 

Un rostro de perfil enfrenta un ángulo visual que se va cerrando del amarillo al verde o que se abre del ocre al limón. Un fondo de paralelepípedos rojos, negros y marrones. Otros rostros, de grandes ojos separados, tan ovales como coronados de pestañas triangulares, se superponen a letras, números y símbolos que se intersecan, conjugan, rompen y acoplan. A este mundo rebosante de imágenes entre oníricas y rígidamente cuestionadoras, casi como si avanzaran por la duela del estudio, se apersonan dos ojos redondos como la vida. Y se aventuran a generar las arrugas verdes, amarillas y blancas de la espiral eterna de la América enmascarada, taína, maya y amazónica.

Así, en tamaños que invocan la monumentalidad, pero se desmenuzan en geometrías fractales, Jerónimo Arévalo empuja sus trazos en diagonal hasta dejarlos morir en escalones rectangulares, narices con el porte de una columna, miradas de puntos, y cachetes que esconden una sombra naranja, una presencia ajena al aquí y ahora. La vida es la pasión de este artista de mediana edad, hijo de arte y autor de sus paseos y sus fortunas, cuando fija en los rostros de su obra más reciente una humanidad invadida por ricas texturas  de óleo y arenas sobre tela, y le impone la incesante repetición de una geometría de dimensiones medibles y ubicadas. La vida hecha de perplejas miradas y de un cambio de expresión sobre lo íntimo y lo público.

“El proceso de las caras”, como Jerónimo Arévalo llama este preciso momento de su quehacer plástico, le permite estar en trámite y reflexionar sobre lo evidente, su propia expresión de las expresiones de la Ciudad de México, la que reconoce en cada cruce de caminos y devela abiertamente las migraciones que dejan su huella en los rostros.

Porque un “proceso” es una historia que deviene, un momento activo. Así los ojos coquetos de una geometría de la vida se hacen pintura para y desde aquellos personajes sintetizados que suben de las costas ondulantes, emergen desde las grietas de la tierra devastada por sequías recurrentes, avanzan con la avidez de una libertad que es movimiento, cambio, trazo. La duda en una mirada ansiosa, la comunalidad desgarrada en el abandono de la aldea, la arruga escarbada por un sol profundo proyectan para Jerónimo Arévalo la contemporaneidad, el ir y venir de hombres y mujeres cuya vida crece desde lo pequeño, y reproduce en lo público una individualidad proporcional al desenfado de su gesto.

Sin embargo, en éste que es el momento más urbano y social de su producción, la paleta de Jerónimo se carga de color, se satura de sentimientos, como si se negara a representar los pleitos de un periodismo aberrante, sin renunciar al placer de los rojos ni a la vida feliz de la libertad azul. Nace una sobriedad emocional no pasguata, una voluntariosa libertad de las convenciones de la pasión, como si sus colores primarios poco matizados y sus manchas paralelas quisieran decir que la pasión no es un sine qua non del arte, tan sólo uno de los estados de ánimo que puede expresar.

El ojo que seduce a otro en su propio espejo negro, blanco, oblicuo, renueva la propuesta de una vida pictórica del día a día, un “proceso” de formas que se tardan lo necesario para plasmarse tal y cómo son y quieren ser. En el ojo coqueto de la geometría arevaliana se refleja todo cuadro pintado por gusto y necesidad: una filosofía de vida, una visión de futuro que se procesa en el presente, un marrón de costa que se duerme paralelepípedo al lado de un azul mar.

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