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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “El feminismo y la educación en y para Nuestra América”, en Revista venezolana de estudios de la mujer, Caracas, Vol. 13, n. 31, julio-diciembre de 2008, pp. 17-26. ISSN: 1316-3701. http://www.scielo.org.ve/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1316-37012008000200003&lng=en&nrm=iso

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El feminismo y la educación en y para Nuestra América

Francesca Gargallo
Doctora Estudios Latinoamericanos, México

Mi maestra, Graciela Hierro, quien dedicó una parte importante de su vida académica al estudio de una educación en clave feminista, estaría muy sorprendida de verme abordar el problema de una educación inclusiva y atenta a los saberes de las mujeres, desde un feminismo que se concibe como una filosofía práctica de características políticas dialogales.

Pero, puesto que abordar la relación entre la teoría feminista y la educación me ha sido pedido por las y los estudiantes, es decir, por esa categoría de personas que hace que mi profesión de maestra tenga sentido y sea una práctica conjunta de transferencia, transformación y construcción de conocimientos, voy a intentar dialogar con ustedes acerca de cómo la educación formal puede dejar de ser un instrumento de repetición, asimilación y naturalización de pautas sexistas, si los sujetos de las mismas no son preconcebidos como neutros, que ocultan una naturalizada asignación de roles genéricos, sino como personas sexuadas, con derechos, presencias, intereses, historias individuales y colectivas, y aportes propios al conjunto de la sociedad.

Además, las teóricas clásicas de los feminismos modernos se han referido enfáticamente a la educación de las mujeres, sea como derecho, sea como práctica de emancipación o como lugar de superación de la discriminación. Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de las mujeres (1792), era una pedagoga reconocida en su tiempo y se atrevió a refutar las teorías de Rousseau sobre la educación de las mujeres en el momento del mayor éxito del filósofo ginebrino. Desde finales del siglo XIX y hasta la década de 1930, las anarquistas mexicanas y argentinas fundaron escuelas donde no separaban las niñas de los niños y les enseñaban las mismas materias, rechazando los castigos y las clasificaciones como prácticas pedagógicas.

Según Simone de Beauvoir, en El Segundo Sexo (1948), una mujer no nace sino se convierte en tal, por una serie de prácticas educativas que abarcan desde la familia hasta el estado, pasando por la religión, la cultura popular y las normas sociales y de etiqueta. Gabriela Mistral fue una maestra que abogó por la educación femenina, tanto en su Chile natal como en la Secretaría de Educación Pública fundada por Vasconcelos en el México pos-revolucionario.

Ya es tiempo de iniciar entre nosotros la formación de una literatura femenina seria. A las excelentes maestras que empieza a tener nuestra América, corresponde ir creando la literatura del hogar, no aquella de sensiblería y de belleza inferior que algunos tienen por tal, sino una gran literatura con sentido humano profundo [….] La llamada literatura educativa que suele circular entre nosotros, lo es solamente de intención. No educa nunca lo inferior. Necesitamos páginas de arte verdadero, en las que, como en la pintura holandesa de interiores, lo cotidiano se levante hasta un plano de belleza. (Mistral, 1925:9).

De tal manera, creo que para abordar la relación entre la educación y la vida de las mujeres podemos plantearnos dos temas sobre los que dialogar. El primero es el nexo entre la educación formal e informal y diversas prácticas de inclusión o exclusión social. El segundo es el papel de la educación para la asimilación y repetición, o para la transformación de los roles sociales genéricamente asignados a las mujeres y los hombres.

Personalmente, considero que el nexo entre las prácticas sociales de inclusión y exclusión de grupos humanos específicos, mayoritarios o no, y las formas y contenidos de la educación, salta a la vista desde diferentes ángulos, siendo el primero, la elección y construcción de la validez de los conocimientos para sostener, posibilitar y reforzar los proyectos de los grupos que detentan el poder de gobierno, así como de los medios para transmitirlos, hasta imponerlos como los únicos subsistentes. Esto genera que siempre exista una tensión entre la educación formal y las corrientes políticas, sociales o culturales que disienten de las posturas hegemónicas en una determinada sociedad. Esta tensión puede derivar en una influencia recíproca o en un conflicto abierto, siendo que el sistema educativo nunca es totalmente coercitivo ni un abierto facilitador de la transformación social. Hegemónicamente, tiende a la construcción de un pensamiento fuerte para dirigir la sociedad, pero en su seno se desarrollan corrientes alternativas que el propio sistema educativo retoma, aunque sea para reconciliarlas con su finalidad disciplinar. La revolución cultural de 1968, que se generó en la aulas universitarias de Francia, México, Checoslovaquia, Estados Unidos y la mayoría de los países del mundo, brotó precisamente de la tensión entre los planes de estudio y los métodos de enseñanza, y la necesidad de interpretar el mundo desde una perspectiva no determinista de jóvenes hombres y mujeres que ya no querían ni podían sostener los burocratismos del mundo capitalista y socialista de la Guerra Fría, la segregada división de géneros, en todas las esferas de la vida íntima, privada y pública, las morales sexuales de origen religioso, la familia nuclear y sus autoritarismos, así como la difusa sensación de sofoco que provenía de la transmisión de conocimientos tradicionales en crisis y que se expresaba mediante un cine, un teatro, una literatura y una plástica que circulaban en los intersticios de la visibilidad.

De las formas explícitas de exclusión social a través de la enseñanza, las más obvias son las que tratan de definir quién debe ser educado y quién no;1 la de segregar las escuelas y diferenciar la calidad de las enseñanzas según la clase socio-económica, el color, la lengua, el sexo, la religión o la pertenencia a comunidades no hegemónicas de los y las educandas; la de privatizar la educación para que el derecho a los estudios se convierta en un privilegio; la de seleccionar, según métodos competitivos, el alumnado de las mejores instituciones educativas de un país o de las carreras que dan acceso a profesiones lucrativas.

La mayoría de los currículos abiertos, que conforman los programas de educación pública de los países democráticos del mundo, rechazan hoy estas prácticas y tienden a formular teorías inclusivas, antiviolentas, recuperadoras de los sujetos de la educación. Algunos son frutos de análisis de contenidos, llevados a cabo por grupos críticos de feministas, pedagogos, estudiosas de las migraciones y antropólogas, para que no se soslaye la necesidad de una igualdad de trato entre todos los miembros de la comunidad estudiantil.

No obstante, la mayoría absoluta de las personas presentes en esta aula ha sufrido una u otra de las tácticas de exclusión social enunciadas con anterioridad, así que sabrá reconocerlas. Así mismo, pudo y supo sortearlas, porque el propio sistema educativo no puede ser definido desde una sola significación y se caracteriza también por explícitos ideales de inclusión universal.

Más aún, les propongo que consideremos que las instituciones educativas podrían ser poderosos instrumentos de transformación social, en tanto que en ellas, no se reprodujeran relaciones sociales anquilosadas, mediante los así llamados currículos ocultos, es decir, conductas y actitudes, generalmente inconscientes, y a veces opuestas a las intenciones de un currículo oficialmente inclusivo, que se manifiestan en gestos, omisiones, selecciones sesgadas de materias, miradas de aprobación o reprobación, que reflejan la posición de las y los docentes sobre los temas en que se asientan las desigualdades sociales, las prácticas culturales hegemónicas y los conflictos de género en las aulas.

Las y los docentes que descreen y no practican los valores y competencias sociales que sus instituciones esperan afirmar, como, por ejemplo, la cooperación, las relaciones horizontales entre los géneros, la responsabilidad o la solidaridad, difícilmente podrían estimularlas en sus alumnos. El currículo oculto influye en los y las docentes y estudiantes, tanto o más que el currículo oficial. Por lo tanto, es importante tomar conciencia de que responde a los supuestos indecibles de la transmisión de prejuicios, y se adscribe a la repetición por parte de las y los docentes, de saberes que no se expresan en una práctica crítica de los mismos, sino en la aceptación-repetición sin examen de lo aprendido en estudios tendientes únicamente a la titulación, entendida ésta, como un trámite para la adquisición de un instrumento de acceso al trabajo. A la vez, las autoridades educativas no siempre se esfuerzan en evidenciar y combatir los currículos ocultos porque ciertos rasgos de sexismo y racismo hacen parte de la cultura difusa del país o de las clases dirigentes del mismo. Así, cuanto más represivo o conservador es un gobierno, su organización de la educación será más tolerante con la discriminación, eso, cuando no la fomentará subrepticiamente.

En el caso de la educación de las mujeres y en el caso del reconocimiento de su derecho a la igualdad de oportunidades, en un aprendizaje donde se resalten sus capacidades y aportes, así como aquellas de sus realidades y necesidades que son diferentes de las de los hombres, y que algunos currículos vuelven explícito, los currículos ocultos reprograman estereotipos y tabúes acerca de lo que pueden y deben hacer hombres y mujeres. En las prácticas docentes se manifiestan en omisiones, períodos de atención, reforzamientos y otras distinciones, donde se estimulan la participación, liderazgo y aprendizaje de los hombres y la actitud pasiva de las mujeres. Según afirmaciones de Cornbleth en “¿Más allá del currículo oculto?” (1998:113). Estos currículos establecen que los hombres son los hacedores de la cultura nacional, sus forjadores, enmascarando así, sus privilegios detrás de prácticas que denominan culturales, o que “naturalizan” afirmando inmutables tendencias de las mujeres y los hombres a ciertos conocimientos, actitudes, facilidades, etc.2

Ahora bien, asumiendo que las escuelas están obligadas a no discriminar el grupo de personas a quienes transmitir los conocimientos indispensables para su inserción social y para el crecimiento y diversificación de esos mismos conocimientos, es importante reconocer que también reciben instrucciones precisas acerca de quién es y qué es importante transmitir como ejemplo positivo o negativo para la sociedad en su conjunto. Así, si Mussolini, a finales de la década de 1920, excluyó a las mujeres de la enseñanza de la historia y la filosofía, bajo el supuesto que ellas no “hacían” ni la una ni la otra (“la historia la hacen los hombres”, “la historia es historia de la virilidad”) y, por lo tanto no podían enseñarla; durante el gobierno de Bush, en Estados Unidos, se prohibió la enseñanza de la teoría evolucionista para privilegiar el derecho de los religiosos de creer en una creación ab novo del mundo.

Gabriela Cano, historiadora feminista mexicana, ha denunciado en repetidas ocasiones que en los libros gratuitos de historia para las primarias del país no se nombra a ninguna mujer mexicana y sus efigies aparecen en tan sólo 8 ilustraciones. Puesto que las definiciones de qué es una mujer, así como qué es un hombre, son construcciones culturales, producto de circunstancias históricas específicas, y juegos de poder que se inscriben en el reconocimiento escrito de la participación de las mujeres en la construcción o resistencia a su subordinación, la educación –y en particular la educación de la historia– se debe tomar en cuenta que la invisibilidad de las mujeres es, a la vez, una consecuencia de la relación de poder desigual entre las mujeres y los hombres y de la repetición de paradigmas que pretenden que la subordinación femenina, y la desigualdad entre los sexos, son generalizadas, hegemónicas, irreversibles, cual si no fueran producto de un largo proceso.

A su vez, dada la multiplicación de gobiernos neoconservadores en Europa y las Américas, y a pesar de la consolidación de un conjunto de países progresistas en el sur de América Latina, en los últimos tres lustros se ha detenido, cuando no revertido, la visión política de una educación de las mujeres tendiente a educar a las niñas y los niños, alertándolos acerca del papel activo desempeñado por las mujeres al luchar por sus derechos, de los valores y estructuras de la esfera privada y de la posición que en ella ocupan las mujeres, y de la procedencia de los obstáculos para la consecución de esos derechos (Argot, Madeleine: 1996). Esto es, se ha dejado de incluir en el saber escolar la diversidad de culturas, la historia de las luchas políticas y la rica humanidad de todos los miembros de la sociedad, porque quien no corresponde a un ideal restrictivo de ciudadanía es nuevamente castigado con la invisibilización o la ridiculización. En el contexto del resurgimiento de una ideología familista y del control conservador del Estado, las preocupaciones y las vidas de las mujeres han sido excluidas de los programas educativos, para ser devueltas al ámbito de la transmisión oral de conocimientos, mismo que se jerarquiza como inferior, a-científico, no redituable políticamente.

Habiendo llegado a este punto, quisiera introducir un problema que últimamente me está regresando de múltiples maneras, y que se relaciona con la educación, tanto como con la política y con la cultura. Hablo del problema de la construcción a través de complejos mecanismos de repetición, afirmación e imposición de una verdad hegemónica, que se sostiene en la negación o la invisibilización de las alternativas. Eso es, hablo del afán de un sistema político-económico dominante por someter a los lineamientos de su idea de razón las mentes y los comportamientos del mayor número posible de personas en el mayor número posible de países. Para volverlo operativo, identifica el pensamiento de los “otros” –los excluidos del sistema– con la ignorancia o con la diferencia folclórica, y, desde el lugar de la fuerza de su enunciación, criminaliza las ideas, actitudes, enseñanzas de los grupos que lo enfrentan. El método educativo de este sistema dominante es en realidad un mecanismo de adiestramiento a la obediencia de pautas de comportamiento y de aprendizaje incuestionables, que se sostiene en la identificación de lo hegemónico con lo científico, lo racional, lo masculino, lo desarrollado. En fin, con lo que corresponde a un mundo educado, global, en vía de superación de las emociones y contradicciones, todavía difusas, debido a las diferencias culturales de quienes no se identifican con el legado europeo (posteriormente occidental), heredado del colonialismo del pasado reciente. Este método de instrucción abarca, desde la escuela hasta la publicidad, los medios masivos de comunicación, la definición estética, la propuesta de un único tipo de vida de familia, siempre más reducida, una especie de pareja de ensayo, sin contacto con afectos alternos que la liberen de su encierro.

A pesar de su finalidad censora de las alternativas, el discurso público puede ser capaz de mostrar rostros de maquillajes diferentes, algunos aparentemente transformadores: se remite al matrimonio gay, a la igualdad de las mujeres, a un multiculturalismo que se resume en la aceptación de expresiones artísticas, religiosas y culturales indistintamente diversas. Por ello, es indispensable recordar que, en palabras de Amalia Fischer, el sistema occidental hegemónico sólo respeta aquello que es como él, por lo tanto, tolera la diferencia sólo cuando la ha derrotado (1999:11-27).

Este sistema es hegemónico en cuanto reproduce la competitividad económica en las esferas sociales de la vida, recurriendo invariablemente a la construcción de jerarquías entre los individuos, convirtiéndolos en seres humanos descontextualizados, de los que se obvia la pertenencia a géneros, clases, naciones, culturas, sexualidades, gustos, pero cuyas diferencias se manipulan para subrayar, desde el lugar del poder, la naturalidad de su superioridad y la inferioridad del otro.

Desde una perspectiva feminista radical –que asume la diferencia como un aporte histórico y cultural de las mujeres y no como la marca de la desigualdad social con la que han sido tratadas y que, además, sostiene el derecho a la propia diferencia sexual sobre la base de una equivalente apropiación del uso de los espacios públicos, privados e íntimos–, la invisibilización de las diferencias, con el fin de resaltar únicamente el valor de las actitudes y saberes masculinos a los que se les identifica con un neutro social inexistente (invisibilización de las diferencias con el modelo propia de todo sistema hegemónico), es particularmente preocupante, pues equivale a la invisibilidad de las mujeres en cuanto tales y a una nueva minorización de su presencia social.

Un sistema que reconoce sólo al sujeto dominante fomenta la indefensión de quien se aleja de su modelo, por ejemplo, impulsa la asimilación de las mujeres al ámbito masculino, que se refuerza con su presencia subordinada. El fortalecimiento del dominio que ejercen los hombres sobre los conocimientos se convierte entonces en una práctica educativa y social que vuelve a identificar toda diferencia con la desigualdad y anula la posibilidad de reivindicar un mundo sin jerarquías.

La hegemonía de la figura masculina, y de sus saberes en la educación, remite a la coerción del convencimiento, a la capacidad de doblegar las opiniones contrarias, o simplemente divergentes, así como a lo que no se cuestiona por costumbre, por aceptación o por debilidad. Alude al discurso filosófico interpelado por Luce Irigaray3 y a la tradición filosófica criticada por Celia Amorós. Puede imputársele a la enseñanza de los sistemas económicos y de una corriente filosófica, de una idea y de las prácticas deportivas de la escuela. En realidad aspira a controlarlo todo. Lo masculino cuando no se reconoce como tal y se confunde con lo neutro –lo común a todas y todos– modela palabras y símbolos para enmarcar las formas de entendimiento de la realidad, de modo que las mujeres no sólo deben obedecer su identificación, porque desde su idea de razón es incuestionable, sino que no puedan escaparse de su marco de referencia, ni siquiera cuando se rebelan o resisten su dominación. La identificación educativa de una parte con el todo, de la idea de inteligencia con las prácticas racionales de tradición europea, de lo humano con lo masculino, de un estado multinacional con la etnia dominante, es una práctica hegemónica fácil de desenmascarar para quienes consideren pertinente concebir la educación como un elemento fundamental de la liberación humana.

NOTAS

1. En un pasado todavía muy reciente, la cultura hegemónica occidental cuestionaba el acceso de indios, negros, mujeres, judíos, gitanos a la educación. Hoy, en México, se evita reconocer las costumbres educativas de los pueblos originarios y se segrega la educación de las personas con capacidades diferentes. En la India, los hinduistas más puros siguen rechazando a los dalits en las escuelas donde acuden los estudiantes de las castas superiores y en Estados Unidos y Europa, se regula, limita, controla o niega el acceso a la educación de las y los migrantes y sus hijas e hijos.

2. Ver: Rosa Cobo (editora), Interculturalidad, feminismo y educación (2006).

3. Para Irigaray, el patriarcado, que es lo que ella llama la ‘cultura de entre-hombres’, es una construcción histórica del discurso filosófico que sostiene el orden falo-lógico-céntrico. Por ende, es susceptible de cambios -deseables y necesarios- para que las mujeres dejemos de ser absorbidas como varones inferiores en el orden hegemónico, y excluidas como sujetos igualmente válidos y co-creadores de cultura. Las consecuencias para la sociedad en general de lo que Irigaray llama el orden simbólico-social sexualmente indiferente (pero en realidad masculino) pueden ser revertidas mediante el parler-femme (hablarmujer). La subversión del lenguaje de las mujeres condenadas al silencio de la no-enunciación en el orden simbólico actual, mediado por un lenguaje y un discurso masculino, implica una tentativa de articular nuestra propia identidad como sujetos femeninos. El parler-femme se refiere a la posibilidad de que la subjetividad femenina se exprese por medio de la lengua, a diferencia del meta-lenguaje masculino que se erige como discurso teórico, como filosofía. El parler-femme permitiría el saber escucharse de las mujeres entre sí, y por lo tanto el diálogo entre diferentes.

En “The Power of Discourse and the Subordination of the Feminine”, en This Sex Which Is Not One (1985). (Traducción de Catherine Porter) Cornell University Press: Ithaca. pp.31-103. También ha sido recopilado por Julie Rivkin y Michael Malden (editors), Literary Theory: An Anthology, Blackwell Publishers, 1998, pp. 31-103. En castellano, ver: Ese sexo que no es uno, Ediciones Saltés. Madrid, 1982.

Referencias bibliográficas

Amorós, Celia (1991). Crítica a la razón patriarcal. Barcelona: Anthropos.

Argot, Madeleine (Verano-Otoño 1996). “Feminismo y Educación Democrática”, en ESTUDIOS: http://biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/letras45-46/texto05/sec_1.html

Beauvoir, Simone (1969). El segundo sexo. Buenos Aires: Siglo XXI.

Cano, Gabriela y Valenzuela, Georgette José (coord.) (2001). Cuatro estudios de género en el México urbano del siglo XIX. México: UNAM-Miguel Ángel Porrúa.

Cornbleth, Catherine (1998). “¿Más allá del currículo oculto?”, en Revista de Estudios del Currículum, Vol. 1, N° 1. Barcelona: Ediciones Pomares.

Cobo Rosa (edit.) (2006). Interculturalidad, feminismo y educación. Madrid: Los Libros de la Catarata.

Fischer, Amalia E. (1999). “Producción de tecnocultura de género. Mujeres y capitalismo mundial integrado”, en Anuario de Hojas de Warmi. Barcelona.

Irigaray, Luce (1985). “The Power of Discourse and the Subordination of the Feminine”, en This Sex Which Is Not One. (Trad. Catherine Porter). Cornell University Press: Ithaca.

Mistral, Gabriela (1925). Lecturas para mujeres. México: Secretaría de Educación, Departamento Editorial.

 

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