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Francesca GARGALLO, «Polvo de Agua. El viaje del pintor obsesionado por la diosa del mar», texto para el artista.

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Polvo de Agua
El viaje del pintor obsesionado por la diosa del mar

Francesca Gargallo

 

Un mar de nubes cobija el nudo mixteco. Un mar diurno, de olas como algodoncitos recogidos por manos de mujer en las laderas de los montes. Y un mar nocturno, oscuro y tormentoso como océano de presagios.

Este es el mar más antiguo de los ñu savi vicoo, los hombres y las mujeres de las nubes, que en su devenir bajaron hasta el mar de agua de la diosa de las profundidades.

El humo de las nubes se esfuma frente a la cara del hombre que duerme. Lo cobijan paredes de bajareque y murmullos de hojas. Se sueña andando sobre la tierra seca que a cada paso cambia de color. Extiende sus lienzos sobre las dunas. El viento mece las nubes y cuatro zopilotes sobrevuelan el altiplano desnudo. El hombre que sueña tiene miedo. Los enviados del dios del viento, del hermano de la tierra, recogen los cadáveres para devolverlos al cielo.

El día da paso a la noche. El hombre que sueña delira, sabe que puede pintar en las nubes del cielo, sus pinceles como alas de zopilote. Sabe que puede estar muerto, frente al mar donde lo envían los zopilotes.

Inmóvil bajo la arena mojada, enterrado, el hombre que sueña quiere vivir. Recuerda que abandonó viejos nidos de flamencos en una laguna, recuerda sus pasos por el río de la purificación y el veloz deslizarse de los patos buzos por el agua. Respira, el pecho se le llena de aire. El hombre que sueña despierta a la vida de los ahuehuetes milenarios, los árboles del conocimiento y la tradición. Recuerda entonces que siempre ha querido abrazar a la diosa del mar, la señora de los abismos. La sabe bella, y terrorífica y generosa.

Una luz se  asoma entre las ramas de los ahuehuetes. El hombre la sigue por veredas, bosquecillos y lagunas. Así llega a la bocana. En la arena cobriza, se detiene ahí donde confluyen el río, la mar y el cielo. Se tiende, agotado por el largo camino. Se duerme. Esta vez sueña que lo recubren las escamas de los bagres, esos peces enormes y bigotones que son los hermanos marinos de los zopilotes. Los bagres digieren los naufragios.

Despierta cuando la noche inmensa lo envuelve. La diosa del mar está a la portada de sus brazadas, se mete en las olas y de repente recuerda que ha visto en el antiguo Códice Nuttal la historia de su pueblo pintada en tinta de caracol púrpura. El soromullo que cobijó su sueño lo espera en las orillas, el cangrejito quiere decirle: tu diosa del mar está aquí, vuelve. El hombre nada de regreso, ve a la diosa, sus curvas, sus propias manos modelando el barro, sus gestos alfareros de tierra y agua.

La diosa del mar le deja un destello púrpura entre las manos, una mancha de caracol que es mujer y cada 28 días renueva su fertilidad y su tinta para quien sabe respetar su vida.

Un sol amarillo y absoluto amanece sobre la playa. El soromullo se esconde y el hombre con un caracol en la mano tiende su lienzo sobre la arena. Pinta como quien descubre el secreto de su tierra. Ahora es un alquimista que fija la tinta con sus propios orines; ahora es quien se juega la vida en un trazo. La violencia de la ola que lo aplasta, le recuerda que no puede cruzar los acantilados, que la diosa castiga a quien le roba al caracol, a su hijo preferido.

El hombre va al encuentro del anciano Abacuc, el único que puede enseñarle a convivir con la madre mar y el secreto de ordeñar a los caracoles. Lo halla en la costa y aprende a pedir permiso, a donarse como amante sin prisa a la mar, a reconocer su diosa.

Abacuc es hermano de las mujeres de Jicaián y de Tlacamama. Ellas tejen en telares amarrados de la cintura, con los pechos desnudos y las caderas envueltas en sus propias telas. Abacuc confía al pintor que es del caracolito sagrado la tinta que tiñe los algodones con que ellas hurden los arcoiris y los atardeceres de los posahuancos que tejen.

Las tejedoras se alejan, envueltas en sus telas como nubes que tocan la tierra. Se van las hijas de la mar, las trenzadoras de sueños, las del color de la tierra. Al pintor lo dejan solo. La realidad es ese farallón donde sigue unas huellas que sus propios pasos entierran.

El pintor pinta, para eso ha nacido, para desplazar su gesto sobre el papel. Su trazo corre como las olas entre las islas que se divisan en el horizonte. La madre mar no entiende, se enoja, envía sus caballos para que castiguen al ladrón. Una pared de agua lo tapa de improviso, lo cancela, pero él ha cumplido y al retirarse la mar, sigue pintando sobre el papel mojado, donde la salinidad de la diosa ha vuelto indeleble la tinta del caracol.

Otro día se extingue y la mar ruge en la noche. Frente al fuego, el pintor recuerda que estaba soñando. Tuvo miedo de su destino cuando los zopilotes llegaron a presagiarlo, pero la diosa se ha dejado servir.

Una parvada de cotorros y un jarcelote azul lo despiertan al amanecer. Ríen en bandada, como niños malcriados y felices, esos pájaros alegres. Llaman al pintor revoloteando, para recordarle que es hora de exponer sus cuadros. La mar le presta su gran galería.

 

José Luis García Cruz nace en Huajuapan de León, Oaxaca, el 13 de octubre de 1956. Pintor de oficio y alfarero de corazón, ordeña el caracol para teñir las nubes, según el respeto más absoluto a su ciclo vital.

La Diosa del Mar encarna la organización de mujeres Polvo de Agua. Mediante su creativo empeño como artistas populares, están recuperando el ancestral derecho a ser respetadas como forjadoras de la pluriétnica nación mexicana.

 

 

 

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