La propiedad privada es la base del matrimonio

Francesca Gargallo

Festival Internacional por la Diversidad Sexual, Museo del Chopo

Mesa debate: Matrimonio y mortaja. ¿Hasta dónde los discursos políticos que reclaman el matrimonio, cuestionan el orden social y cultural en beneficio de la comunidad LGBTTT?

Ciudad de México, 22 de junio de 2012

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Detesto el matrimonio, en todas sus formas: el monogámico, el con el cuñado de una mujer viuda para darle un hijo al muerto, el concertado, el polígamo, el poliándrico, el de conveniencia, el que se da entre personas de rangos sociales diferentes y también el muy moderno, democrático y progre matrimonio entre personas del mismo sexo.

El matrimonio no me es antipático por melcochoso, aunque pienso en las fiestecitas de mala música y comida pesada, flores pútridas, estética inmóvil, augurios de prisionía, promesas de trabajos, dolores y aguantes y me dan ganas de vomitar. Tampoco lo detesto sólo porque va a limitar la sexualidad entre las y los contrayentes (aunque esta es una razón de peso). Lo detesto porque es una trampa legal, un instrumento histórico para la des-organización social que le roba libertad y derechos tanto a las y los individuos como a la colectividad en nombre de la familia. Por lo tanto es un instrumento de lo que, a falta de una definición mejor, llamaré régimen económico patriarcal. Un régimen que el estado capitalista encarna bastante bien.

El matrimonio es el medio para la adquisición de la capacidad productiva y reproductiva de una persona, históricamente de una mujer. Es el instrumento por el cual una familia queda ligada a otra a través del intercambio de un bien, la persona desposada. El vínculo entre familia y organización delictiva -la semejanza entre ellas casi lleva a su confusión- es que por medio de este intercambio se producen una serie de efectos jurídicos o de obligaciones mutuas entre los contrayentes y su entorno que redundan en deberes de obediencia, olvido de la propia individualidad ética, obligaciones económicas y laborales entre los cónyuges y con sus grupos de allegados. El matrimonio como cualquier mafia impone a sus miembros la obligación de socorrerse mutuamente y guardarse fidelidad, eso es de cumplir con un código de silencio que se traduce en “los paños sucios se lavan en casa” y de omitir el ejercicio de la propia capacidad de juicio ante lo que parece injusto, feo, deshonesto, inhibidor de las características individuales, de la construcción de redes de afecto libres y voluntarias entre amistades y de la propia vocación social en beneficio de la comunidad.

Ya sé que el matrimonio adquiere características según las culturas, aunque no es cierto que existe en todo el mundo y desde siempre, como han pretendido hacernos creer juristas e historiadores, antropólogos y economistas. Las singularidades o formas de matrimonio, debidamente adaptadas por la ley, responden en cada país y en cada institución religiosa a su propia concepción cultural de lo que son los hombres, las mujeres, la relación entre ellos y de lo que es la misma institución. Donde hay matrimonio casi siempre encontramos una idea de la natural debilidad de las mujeres (y de todo lo que se asocia con lo femenino, queridos hombres gays; así que con cuidado al decir que les gusta su osito de peluche), pues el matrimonio (matris munium o gravamen de la madre) es la apropiación por parte de quien tiene poder de la capacidad reproductiva de una mujer a la que se excluye del mundo para convertirla a la obediencia de un núcleo privado. Privado de la sociabilidad y sus libertades y derechos.

Que la guerra y el matrimonio están asociados, lo devela la lectura histórica de muchas costumbres. En la sociedad zapoteca del posclásico, las reinas y los reyes de los diversos estados se reconocían emparentados entre sí por matrimonios prestigiosos, realizados entre ciudades que no podían derrotarse mutuamente (Zaachila y Tilantongo, por ejemplo). En otras palabras, para las y los zapotecas el matrimonio sólo adquiría relevancia cuando una o un dirigente establecía una alianza con alguien que no podía someter. No obstante, tanto entre los zapotecas como entre franceses e ingleses en el siglo XIII muchas guerras se realizaron por motivos de herencias dinásticas.

Podríamos seguir ejemplificando por horas: en la época republicana y en la imperial de Roma, el matrimonio era una institución de y para los poderosos. Un miembro de una clase social elevada decidía casarse, sólo cuando deseaba transmitir su patrimonio a los descendientes directos que reconocía, en lugar de que, como era costumbre, lo recibieran sus amigos u otros miembros de la familia. Entre los aztecas, los pipiles y en particular los grandes aristócratas se casaban con varias mujeres –hijas de dirigentes con quien estrechar lazos políticos- para que sus esposas tejieran o bordaran los regalos más ricos para los intercambios de embajada. En la Atenas clásica no existía un trámite civil o religioso y ni siquiera un nombre específico para designar el matrimonio. En ocasión un hombre libre y rico, padre cabeza de familia, entregaba bajo caución a su hija a otro hombre con el que quería estrechar vínculos políticos o económicos.  La ciudad no  registraba ningún acta ni daba testimonio de este trato privado entre dos familias, que implicaba un contrato que se realizaba cuando había un patrimonio para heredar y cuyo objetivo era dar nacimiento a hijos legítimos que pudieran heredar los bienes paternos. En Esparta como entre muchos otros pueblos, entre ellos varias nacionalidades semi-nómadas americanas, los hombres sexualmente activos no convivían con “sus” mujeres, sino para procrear chicos fuertes en plena juventud se reunían con las mujeres de familias de igual poder en la oscuridad y, después de tener relaciones con ellas, se marchaban para reunirse en sus dormitorios con el resto de los hombres jóvenes.

En prácticamente ninguna cultura antigua o moderna las personas esclavizadas podían casarse y aún hoy un hombre musulmán pobre no puede unirse en matrimonio porque no tiene los medios para mantener a una mujer para que le dé una descendencia, mientras un hombre rico puede tener hasta cuatro esposas.

Fueron los pueblos germánicos -que concebían a las personas como unidades con sus propios derechos (o mund)- los que introdujeron en el mundo latino un contrato matrimonial entre pares, que le vino como anillo al dedo a la pujante iglesia cristiana que iba volviéndose hegemónica.  La costumbre germánica, en efecto, preveía un contrato entre un “novio” y el guardián o tutor de una mujer, obligado a pedir que ésta diera  su consentimiento. Hacia el siglo XII, ya se había establecido el principio legal del matrimonio por consentimiento, que se fortaleció con los procesos de urbanización y el regreso al mercantilismo después del siglo XIII. Podría decirse que sin matrimonio no habría burguesía, una clase social relativamente nueva, ni mecanismos legales para quitarles a las mujeres sus derechos a dirigir talleres, a heredar, a legar a otras mujeres, a movilizarse y a controlar sus bienes de producción. Fueron en efecto la derrota del campesinado rebelde, los tribunales inquisitoriales y las leyes modernas de París y Florencia lo que garantizó al colectivo masculino la acumulación originaria que dio inicios al capitalismo a finales del siglo XV.

Entonces, ¿qué es el matrimonio?, ¿por qué ahora hasta los gobiernos laicos conservadores abogan por el matrimonio de las personas del mismo sexo?, ¿por qué los gobiernos laicos de la modernidad adoptaron las modalidades cristianas de matrimonio monogámico, excluyente y duradero?

Vuelvo al principio: el matrimonio es un instrumento para la adquisición legal de la capacidad femenina de ser madre o, más precisamente, es el instrumento legal, avalado por diversas tradiciones, para que el colectivo masculino, de forma individual o colectiva, se apropie de la capacidad reproductiva de las mujeres y de lo que considera femenino, secuestrándola a las mujeres mismas, reduciendo su libertad de goce e instaurando las bases de la heteronormatividad. Con ello, ciertos hombres adquieren el derecho de definirse como dominadores de su sociedad. Los gobiernos que controlan otorgan y quitan derechos a las personas que se casan y a las que no se casan: desde la transmisión de la nacionalidad –cosa que hoy, en épocas de represión de la libertad de movimiento y criminalización de las migraciones, no debe dejar de tomarse en consideración- hasta el pago de impuestos, pasando por el reconocimiento de derechos económicos cuales los préstamos para la vivienda y las pensiones de ancianidad y viudedad.

En un libro muy reciente, Sexualidad femenina en diversas culturas. De ninfómanas a decentes (Madrid, 2012), donde mezcla diversas fuentes y sistemas de investigación, la feminista española Francisca Martín-Cano devela que desde la fundación de sus respectivas academias, la Arqueología y la Antropología se han dedicado a ocultar las pruebas que cuestionan el status quo contemporáneo y capitalista de las relaciones de género, pretendiendo que en épocas remotas (la Prehistoria) las mujeres estaban supeditadas a los hombres cazadores, de los que dependían para poder vivir y alimentar a sus crías.

Según Martín-Cano, en contra de la lectura de la natural o por lo menos continua sumisión social de las mujeres, las mujeres hasta la Edad del Bronce asiático-europea (y momentos similares en otros lados del mundo), disfrutaron de una absoluta libertad sexual y autonomía económica, teniendo en ocasiones una sexualidad más desarrollada que la masculina.

Dos feministas radicales reconocidas, Victoria Sendón de León y Michelle Renyé, presentaron la investigación en la Casa del Libro de Hermosillas, en Madrid, el 12 de junio recién pasado, para subrayar que en lo sexual la mujer prehistórica estaba dedicada a satisfacer su exigencia biológica de gratificación sexual sin inhibiciones ni limitaciones morales. Su sexualidad no tenía tabúes ni represión, la vivía sin ningún pudor, por placer, de forma libre, insaciable, ninfomaníaca, bisexual, autocomplaciente a solas o en compañía, en relaciones homosexuales o heterosexuales, según su elección y sin esperar una contraparte económica. La sexualidad era fundamentalmente un bien que agradecer a la Madre Naturaleza…

Las prácticas de convivencia durante casi toda la humanidad eran promiscuas, independientes, autónomas,  impúdicas, no normadas, indecentes, juguetonas, atrevidas y desenvueltas hasta llegar a lo que una mirada moderna tildaría de obscenidad. Duraron decenas de miles de años, hasta que fueron brutalmente sometidas por una “revolución patriarcal” que acaeció en épocas de transformaciones tecnológicas, como la Edad del Bronce en Asia y Europa, o durante la patriarcalización de las culturas matrilineales primitivas.

A diferencia de Maritza Gimbutas, que asocia esta revolución patriarcal al despertar de la agresividad guerrera hace aproximadamente unos 5000 años, práctica que trajo aparejada la esclavitud y la sumisión de la capacidad reproductiva femenina, Martin-Cano se enfoca en las medidas restrictivas que convirtieron la mujer en un objeto sexual.

Para la feminista española, la sexualidad y sus normas restrictivas contemporáneas, que nos ubican en un rango o categoría de personas, son el resultado de una estrategia de condicionamientos que descansa en valores y estereotipos patriarcales, ligados a la apropiación de la prole. Consecuentemente,  sin condicionamientos, sean éstos violentos o legales –o las dos cosas, como está sucediendo hoy cuando la violencia delincuencial contra las mujeres goza de una impunidad siempre mayor que vuelve a imponer medidas de control mediante el miedo- no existirían la monogamia, la fidelidad ni el sometimiento a ningún mantenedor. Las personas tendríamos un comportamiento hipersexual, el apetito de las mujeres no dependería de la ovulación ni de su período fértil y todas y todos elegiríamos a nuestros amantes sin depender de su sexo. El matrimonio sería simplemente inexistente e impensable.

En la actualidad, la mayoría de los estados han atraído el reconocimiento del matrimonio como una de sus atribuciones y lo consideran un instrumento para definir y controlar los comportamientos de los miembros de sus sociedades. La pareja casada se convierte así en una unidad económica, en la receptora de créditos, en una garantía de estabilidad que se traduce en ofrecimiento de prestaciones laborales, sociales y bancarias. La publicidad para el disfrute de lugares de ocio y servicios de lujo se dirige a los matrimonios; los hospitales privados diseñan paquetes de atención de pareja; el double incom no kids se presenta como una forma de vida ideal.

Por otro lado, como empecé a decir antes, los matrimonios son medidas de privilegio en caso de obtención de la nacionalidad, pues no es el amor sino el casamiento lo que facilita los trámites de residencia y nacionalización de un o una extranjera.

Por supuesto, si es a estos carísimos beneficios a lo que una persona aspira, el matrimonio debe ser un derecho de todas las personas y ser independiente del sexo de los contrayentes. Pero si de lo que se trata es de liberarse, el matrimonio se ha convertido en un sistema de acoso, pues hoy ni siquiera reivindicándose lesbiana una mujer logra escaparse de la imposición de una sexualidad normada y excluyente.

La actitud normativa del estado nos acompaña desde el surgimiento del capitalismo, no es nueva y es inherente al sistema que sostiene y preserva. Ante la gran crisis de valores, la maravillosa barredora de prejuicios, la tromba de aire de los cimientos heteronormativos de la familia que ha sido la revolución sexual de mediados del siglo XX, yo me pregunto si no es para salvar la institución matrimonial que los matrimonios entre personas del mismo sexo son esgrimidos como modelos de convivencia entre dos hombres o dos mujeres, nunca tres, nunca cuatro.

¿De veras en nombre del seguro social y la herencia debemos volver a aceptar los principales condicionamientos sobre nuestra libertad, la condena del desenfreno erótico, la legislación social que prolonga los límites de los códigos jurídicos, las imposiciones económicas, el regreso a normas de género aunque ahora paradójicamente jugadas por personas del mismo sexo, el encasillamiento en códigos familiares y la obsesión por la descendencia?

Yo, por precaución, me mantendré muy alejada de cualquier figura jurídica que pretenda determinar cómo debo sentirme segura, cómo disfrutar de mi sexualidad y por qué debo subordinarme a una regla en la construcción de mis relaciones afectivas. Es cierto que en las pocas culturas de comunidades no patriarcales que subsistieron hasta hoy en Asia, las mujeres pagan su autonomía con una enorme carga de trabajo, pero viven en colectivo, se sostienen entre sí, juegan y cuentan con sus hermanos, tíos y primos, no sufren a sus hijas/os como una carga, no conocen las relaciones de convivencia con sus parejas y su libido no ha sufrido las medidas coactivas de presión que han terminado por modelarla a la baja en las sociedades que se rigen por el régimen económico patriarcal.

 

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