Ponencia presentada en el II Congreso Internacional: Cuerpo, Territorio y violencia en Nuestra América. Cartografía materiales y simbólicas. CIALC, Torre II de Humanidades, 3er piso, UNAM, 20 de octubre de 2017
Hace medio siglo, el movimiento de liberación de las mujeres propició una auténtica revolución en las artes. Evidenció la reiterada negación de los aportes de las mujeres en los campos de la producción simbólica, estética y política, su historicidad y sus valores. A la vez, cuestionó la importancia de la autoría en el arte, los parámetros para definir la calidad de la producción y las técnicas reconocidas, desenmascarando la construcción patriarcal del autor genial y las características que acompañan su figura performativa: excentricidad, soledad, incapacidad de tolerar o responder a las normas, rasgos que a una mujer, artista o no, la identifican como “loca” y no la llevan a la fama sino a la reclusión y control médico.
La hermenéutica feminista de los textos clásicos de la cultura europea descubrió que si sobre la voz de las mujeres recaía una descalificación invalidante desde la prohibición de Telémaco a su madre Penélope de opinar sobre la poesía de los bardos y la subsiguiente invitación a que se retirara a sus aposentos con sus doncellas,[1] sobre las acciones de los hombres la alta valoración era reincidente y reiterativa. Tomar la palabra en el ámbito público y valorarla en el espacio privado e íntimo fue, por lo tanto, un acto revolucionario: las mujeres se negaron a guardar respeto, se volvieron irreverentes a los mandatos patriarcales. De ahí que fueran en busca de una memoria de sí, apropiándose de un lenguaje que en buena parte se había construido con el afán de rebajarlas.
El feminismo de la segunda ola, como también fue llamado el movimiento de liberación de las mujeres que empezó a manifestarse en la década de 1960, se diferenciaba del movimiento feminista que reivindicó la emancipación de las mujeres a fines del siglo XIX y principios del XX porque, precisamente, no exigía que las mujeres alcanzasen la igualdad de derechos con el hombre en un mundo construido para que él fuera el modelo de persona libre que define el desarrollo y que tiene la palabra. Las feministas de mediados del siglo XX se hicieron del escenario artístico como del escenario político, porque de ambos habían sido expulsadas. Querían ser sujetas de sus propias vidas y analizaron por qué las mujeres que habían participado de la plástica y la literatura eran olvidadas por las historias del arte. Actuaron en plazas y teatros piezas antiguas de mujeres que pusieron al día para reivindicar a la vez su pasado y su presente.
Una connotación en femenino de la humanidad implicaba asumir que el derecho al voto había sido un paso para llegar a cuestionar el sistema de producción, pues el capitalismo había actuado en contra de la remuneración del trabajo de reposición de la vida, convirtiéndolo en una tarea gratuita de las mujeres, indispensable para la explotación de la mano de obra masculina. El cine tanto como el activismo de Mariarosa Dalla Costa, Silvia Federici y Selma James revelaron que el capitalismo se apropió del trabajo no pagado, degradando la reproducción y los cuidados e imponiendo una dependencia económica y afectiva de las mujeres a la figura del marido proveedor. Helma Sanders-Brahms filma por lo tanto los cuidados infantiles, la maternidad, el miedo y las reacciones de las mujeres a la violencia. Con Bajo los adoquines está la playa (1975) se pregunta sin tapujos qué novedades trajo el feminismo. Grischa y Heinrich son dos actores que quedan durante una noche encerrados en una sala de ensayo. Aunque ella rechaza a su seductor colega, posteriormente se separa de su marido y se marcha con él, que le propone que tengan un hijo. Grischa inicia un trabajo de entrevistas a madres trabajadoras para analizar cómo conjugan el trabajo y la familia y su sexualidad, pero su dedicación al proyecto, que la mantiene ocupada incluso cuando llega a casa, irrita a Heinrich, enturbiando su relación en el momento en que se aprueba la nueva ley del aborto y Grischa queda embarazada. Su obra maestra, Alemania, madre lívida (1980), interpreta en clave femenina la vida de las familias alemanas que sobrevivieron el nazismo, el terror que producía y cómo las mujeres enfrentaron la guerra, su relación con la nación y la violación, la maternidad y la sexualidad. La belga Chantal Akerman, en Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) revela la trampa emotiva que esconde limpiar una casa y cuidar a un adolescente. La suiza Cristina Perincioli, en 1978, realizó el largometraje Die Macht der Männer ist die Geduld der Frauen (aproximadamente, el poder de los hombres es la paciencia de las mujeres) sobre las mujeres maltratadas por sus maridos porque no pueden escapar de su dependencia económica.
En los mismos años, en México, el Colectivo Cine Mujer reunía a jóvenes mujeres nacionales y provenientes de otros países, decididas a dejar una marca visual en la recuperación de la experiencia femenina: Beatriz Mira, Rosa Marta Fernández, Odile Herrenschmidt, Laura Rosseti, Lillian Liberman y Sybille Hayem. Beatriz Mira filma en 1977 Vicios en la cocina, que atestigua la rutinaria vida de una amada de casa con tres hijos; Rosa Marta Fernández en 1978 dirige el mediometraje Cosas de mujeres, que relata la historia de una estudiante que enfrenta un aborto en condiciones de clandestinidad y es maltratada por el médico que se lo practica, y en 1979, Rompiendo el silencio, sobre la violación sexual, la discriminación que la acompaña y las violencia del aparato legista, de la familia y de la sociedad contra la mujer violada. Artistas visuales como Mónica Mayer y fotógrafas como Ana Victoria Jiménez se acercaron a las cineastas para reflexionar con ellas acerca de su quehacer. Ambas iniciarían en ese entonces dos de los más importantes archivos visuales y hemerográficos sobre las acciones de arte feminista en México.
El teatro y la literatura también tocan el tema de la explotación laboral invisible de las mujeres. Los performances de Mónica Mayer y Maris Bustamante, durante la década de 1980 insisten crítica y reiterativamente sobre la maternidad como derecho, como imposición cultural y como trabajo. Sus propias imágenes de embarazadas son reproducidas en maquetas de panzas abultadas que ofrecen a hombres para que las lleven en solidaridad con las madres por un día.
El feminismo de la liberación ponía el acento en el desmenuzamiento del patrón masculino de convivencia. Liberarse implicaba conocerse y tomar decisiones sobre sí mismas. El performance y las instalaciones de Ana Mendieta, artista cubana en Estados Unidos, centraron la atención en la libertad expresiva de las mujeres, en sus cuerpos en el marco de la naturaleza y en las agresiones que las mujeres recibían en la sociedad estadounidense. La denuncia visual de la violencia contra las mujeres, los performances contra los feminicidios y el poner el cuerpo en la naturaleza, sin embargo, no pondrían a salvo la vida de la artista: Ana murió cayendo de un piso 32, muy probablemente víctima de la violencia feminicida de su marido, un famoso pintor minimalista, Carl André, para cuya defensa legal muchos hombres artistas aportaron cuantiosos fondos.
La opresión no le gustaba a las mujeres, el silenciamiento de su creatividad se les reveló repulsivo, la violencia les provocó rechazo. Las artistas feministas enseñaron al movimiento de liberación que si se percibía algo contrario al goce de la vida, era factible evidenciar su lado abyecto, su fealdad. Percibir lo rechazable, las confrontaba con el gusto, con las costumbres y las empujaba a revisar la idea de belleza. Riñeron con el orden que las constreñía, lo retaron. Los cambios de valores estéticos se les ofrecieron como instrumentos para la liberación.
El feminismo empezó a refigurar el mundo al otorgar importancia a la palabra y las opiniones de las mujeres. Puso fin a un monólogo masculino de siglos, a un secuestro de las expresiones humanas por un grupo de poder. Los círculos de autoconciencia fueron prácticas de reapropiación feminista: reunidas en pequeños grupos autónomos, las mujeres aprendieron a nombrar, definir, reconocer, significar su lengua. Buscaban colectivamente el significado de las palabras que usaban, cuestionaban las reglas que habían obedecido, identificaban los malestares que habían experimentado en los campos afectivos, educativos, sexuales, laborales y políticos. Escuchar, mirar, leer, poner atención y citar a otras mujeres se convirtieron en hechos políticos.
La convivencia de mujeres provenientes de zonas geográficas y culturas diferentes en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos ya era un hecho, y ahí las mujeres tocaron temas como el racismo. Las afroamericanas de Estados Unidos, en particular, hablaron de la violencia que las mujeres blancas no experimentaban en sus cuerpos y que, por lo tanto, no analizaban a profundidad. Una cultura racista difundida exotizaba a las mujeres negras para convertirlas en objetos de apetencia sexual y de agresiones de las cuales ellas eran culpadas.
La erotización del cuerpo de las mujeres negras era la cara racista de un sistema de género que construía a los hombres negros como delincuentes perseguibles por la policía. Esta diferencia en la construcción de las relaciones de género en el seno de la cultura estadounidense provocó un primer conflicto al interior del movimiento de liberación de las mujeres, en cuanto las feministas blancas insistieron en la predominancia de la opresión sexista, mientras las negras y, posteriormente, las latinas, indígenas y asiáticas, empezaron a analizar la inseparabilidad, convivencia y no jerarquía entre las opresiones de género, el racismo y la discriminación de clase.
En 1977, el “Manifiesto de la Colectiva del Río Combahee” (grupo del feminismo negro de Boston, que se reunió de 1974 a 1983) partía del principio feminista que lo personal es político para no separar el sexo de la clase y la raza: teorizando desde el punto de vista de la experiencia de las mujeres negras, evidenciaban un conjunto de opresiones que no podían ser jerarquizadas ni aisladas.[2] Audre Lorde, quien nunca subdividió su identidad entre negra, madre, poeta, lesbiana, profesora, activista, sostenía que las mujeres blancas se negaban a ver lo que las distinguía.[3] A la vez, la activista Angela Davis cuestionaba que la discriminación de sexo, raza y clase fuera igual en todos los tiempos y que durante la esclavitud hubiera sido peor ser mujeres que hombres.[4] Las discusiones que se realizaron en 1987 en Taxco, México, durante el cuarto Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe entre feministas urbanas y de sectores medios y feministas provenientes de organizaciones en lucha por la liberación nacional en Guatemala y El Salvador, entre ellas mujeres de sectores populares, indígenas y campesinas, se centraron en la crítica a la opresión sexual como único problema a superar para las mayorías continentales. En Brasil, Jurema Werneck y Sueli Carneiro plantearon una tríada de opresiones, “raza-clase-género”, sin la cual es imposible articular las diferencias entre mujeres brasileñas que el discurso feminista blanco y heterosexual había pretendido ignorar.[5]
Más que ponerle un límite a la sororidad como sentimiento de amistad, comprensión y solidaridad entre mujeres, las feministas no blancas insistieron en la diferencia social de las mujeres para un estudio más complejo de la desigualdad y opresión femenina. De igual manera, las lesbianas feministas rechazaron que la opresión femenina estuviera desligada de la opción sexual y hubiera diálogo teórico entre heterosexuales y disidentes. Sin embargo, muchas de ellas participaron en colectivos de artistas feministas. La artista visual Faith Ringgold nunca siquiera separó los ámbitos de su lucha por los derechos civiles de las y los afro estadounidenses de sus reivindicaciones feministas. En su obra American People retrató a las personas involucradas en los derechos civiles desde la perspectiva de una activista mujer.
En 1989, la abogada activista Kimberlé Williams Crenshaw, sobre la base de los debates del feminismo negro, acuñó el término interseccionalidad para dar a entender que los sistemas de opresión, dominación y discriminación se intersectan en la vida de las mujeres. En efecto, responden a condiciones biológicas, sociales y culturales como el sistema de género, la racialización de las personas, la pertenencia a una etnia no dominante, el clasismo, las discapacidades, la orientación sexual, la religión, el grado académico, la nacionalidad o la pertenencia a alguna casta. Se trata de rasgos que están unidos de modo firme, inextricable, con todos los demás y constituyen identidades diversas.[6] De igual modo, los feminismos comunitarios aymara y xinka, expresión de las reivindicaciones de mujeres indígenas de Bolivia y Guatemala que peleaban su liberación en el marco de la liberación de los territorios ancestrales y la lucha contra el racismo, conceptualizaron el “entronque” de patriarcados que ha generado el machismo contemporáneo. Los patriarcados ancestrales habrían ofrecido a los hombres de las comunidades indígenas derrotadas después de la invasión española una manera de mantener el control y la sumisión de las mujeres de sus comunidades al apropiarse de las características patriarcales del catolicismo de los conquistadores y ofrecerse como únicos interlocutores entre su comunidad y el poder colonial.[7]
Para ese entonces, las teorías feministas que habían surgido de la autoconciencia sobre las experiencias históricas de las mujeres de diferentes lugares y culturas, ya habían fijado su atención en la “diferencia” femenina: la analizaron como una realidad, como una construcción simbólica, como el efecto de un mecanismo represivo y como método de ordenamiento de la sociedad. Se era diferentes en cuanto no se era hombres y se era diferentes porque las simbologías sexuales de las culturas provocaban comportamientos diversos entre quienes eran definidos como mujeres o como hombres. Había culturas que se mostraban de acuerdo con los y las intersexuales, así como con las mujeres y hombres que no se amoldaban a patrones sexuales reproductivos ni a maneras de portarse atribuidas a su sexualidad. Igualmente, al interior de una misma cultura era diferente la vida de una mujer que se amoldaba a los patrones tradicionales de aquella que se rebelaba a ellos.
Antes de que se difundiera la criminalización del Islam después del fin de la Guerra Fría y el aniquilamiento de los países no alineados, las feministas coincidían por lo general en que la cultura de origen cristiano europeo, que en el siglo XVI se había expandido sobre América, y estaba en la base de la revolución mercantil que había dado origen al capitalismo, era seguramente la cultura misógina más binaria, más excluyente y más simbólicamente descalificadora de las mujeres y de todo lo asociado con lo femenino, incluyendo los hombres homosexuales y las sexualidades no reproductivas. No obstante, era también la cultura más estudiada por las feministas y aquella sobre la cual recaía la atención mediática, lo cual redundó en una cierta centralidad de sus demandas al interior de la gran ola del movimiento de liberación de las mujeres en el mundo. Como hemos visto, esta centralidad provocó teorizaciones críticas de las feministas de sectores populares, movimientos políticos de liberación nacional, activistas negras e indígenas quienes desde un principio cuestionaron el valor y las prácticas tendencialmente universales del feminismo de las mujeres educadas, de sectores medios que reclamaban una revolución sexual antes que la redistribución de los alimentos. Audre Lorde concretó un reclamo a sus “hermanas” blancas:
Como mujeres, algunos de nuestros problemas son comunes, otros no. Ustedes, las blancas, temen que al crecer sus hijos varones se sumen al patriarcado y testifiquen contra ustedes. Nosotras, en cambio, tememos que a los nuestros los saquen de un coche y les disparen en plena calle, mientras ustedes le dan la espalda a las razones por las que están muriendo.[8]
Las chicanas Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa reunieron poemas, cuentos, gráfica, dibujos y testimonios de las “mujeres de color”, es decir las asiáticas, indígenas, negras, mestizas y nuestroamericanas en Estados Unidos en This Bridge Called My Back: Wrintings by Radical Women of Color (traducido por Ana Castillo y Norma Alarcón como Esta puente, mi espalda. Voces de mujeres tercermundistas en los Estados Unidos).[9] Un acto literario y visual anticanónico contra la invisibilidad de las mujeres de color en las universidades. Feministas chicanas, indígenas, asiáticas y afrodescendientes afirmaban “la necesidad de unir las voces de aquellas que han experimentado la opresión múltiple por raza, sexo y clase”, habiendo soportado “enfrentamientos vocíferos ante el sexismo de nuestros ‘hermanos’, en los que las mujeres de color fueron negadas sistemáticamente a puestos de liderazgo…” [10]
La poeta y fotógrafa hunkpapa lakota Barbara Cameron las acompañó constantemente en la reivindicación de la diferencia feminista y del derecho a teorizar su experiencia desde múltiples variables, reconociendo el racismo y la norma heterosexual como barreras entre las mismas mujeres. Había estudiado fotografía en el American Indian Art Institute de Nuevo México y 1975 estaba entre las fundadoras del Gay American Indians, negándose a ser lesbiana, artista e indígena por compartimentos estancos, como si en su vida significaran sobreposiciones identitarias que no se influenciaran unas a otras.
Paralelamente la aguafuerte de Ester Hernández titulada “La Libertad” (1976), en la que una mujer “latina” (es decir, mestiza y migrante) re-esculpe la estatua de la libertad evidenciando el carácter indígena y femenino escondido bajo los símbolos coloniales americanos, se relacionaba con el cuestionamiento que hacía Barbara Cameron de la “fácil” explicación de las vidas de las mujeres no blancas y con la exaltación de la espiritualidad femenina en todo el arte feminista de esa misma década.
Treinta años después, Selen Arango sigue insistiendo en que la obra de Gloria Anzaldúa tiene una gran importancia para los estudios nuestroamericanos y para la crítica literaria feminista. Básicamente por la influencia de las coordenadas de sexo, sexualidad, género, raza y clase social en los cambios de la crítica literaria interesada en estudiar la creación literaria en clave de políticas de la escritura. Arango sostiene que el movimiento de liberación de las mujeres hizo más visible su producción literaria, lo cual provocó un marcado interés por el o los sujetos del feminismo y sus experiencias. Fue la teorización de las feministas no blancas la que ahondó en la experiencia creadora de los sujetos literarios, negando definitivamente las razones sexistas que adjudicaban comportamientos según el sexo biológico, las características fenotípicas de las personas y las clases socioeconómicas.
Tomando la obra de Gloria Anzaldúa, Selen Arango se niega a reconocer la muerte de la autora en el momento que la experiencia femenina adquiere valor de conocimiento. Aborda la idea de experiencia en el feminismo como construcción e interpretación de sí. Arremete contra una “esencia” que despersonaliza y despolitiza a las mujeres. “Hablar en lenguas. Una carta a escritoras tercermundistas”, el aporte de Anzaldúa a Esta puente, mi espalda, se le revela como un manifiesto: insiste con sus hermanas de color, las lesbianas, las hijas de las migraciones latinas, asiáticas, gitanas, africanas que no dejen de escribir así lo hagan en lenguas no entendidas por quienes no han reconocido su diferencia.[11] Cuerpos, lenguas, experiencias hablan de discriminaciones diversas, complejas, y permiten entender por qué entre las blancas y las blanquizadas[12] las cuotas de representación y las políticas de género emprendidas por los gobiernos desde la década de 1990 les permiten creer que pueden participar del poder masculino representado a todas las mujeres.
Desde las prácticas estéticas, la pérdida de conexión con la realidad de artistas y activistas ha sido mucho menor que entre las mujeres en los gobiernos. Las expresiones feministas que descontrolaron las artes y cuestionaron la figura del genio masculino hace cincuenta años, proponiendo una iconografía experiencial de las mujeres y denunciando el sexismo y la violencia patriarcal, poco a poco han pasado a evidenciar el Brasil negro, el indigenismo reduccionista mexicano, la refeminización de la artesana, la estética de la pobreza. Las artistas feministas han elaborado diversos instrumentos para renovarse: irrumpir en el espacio público sin solicitar permiso, imponer un imaginario doméstico a la estrecha mirada de la comprensión masculina de la realidad, cuestionar las imágenes publicitarias, disputar los modelos, cuestionar la materialidad y la calidad del objeto de arte, apropiarse de un gusto que no es el de la heterosexualidad que fija los parámetros de la belleza para beneficio de la mirada acosadora masculina. Y precisamente en este desafío al gusto, las estéticas feministas han elaborado caminos de liberación sexual, de denuncia política, de identificación del racismo y la discriminación.
Las artistas acoplan su disidencia de los roles sexuales y de género con otros aspectos de la vida cotidiana, tanto colectivos como del ámbito íntimo. Nada es universal y eterno en el campo del arte, por lo tanto las mismas expresiones estéticas feministas se transforman ante la reacción de un sistema patriarcal que despliega su misoginia al sentirse cuestionado. Desde finales del siglo XX, mediante discursos fundamentalistas y renovados moralismos, se ha desplegado una ola de agresiones mortales contra los cuerpos de las mujeres. Al firmarse la mayoría de los acuerdos de paz en los países con conflictos armados, en el siglo XXI la guerra se trasladó a las relaciones civiles, convirtiéndose en una forma de la violencia delincuencial con anuencia de los estados: torturas, asesinados de masa, feminicidios demostrativos, políticas del terror entraron a las casas de mano de familiares y vecinos como antes entraban en la aldeas con las tropas militares y paramilitares.[13] Se cometen crímenes de crueldad inédita, en todo semejantes a los que ejecutan militares y paramilitares cuando arremeten contra la población civil, para producir reglas de poder y sumisión. Rita Laura Segato no duda en calificarlos como actos de “violencia expresiva”, ya que suscriben mensajes lanzados contra la libertad de movimiento, expresión y opinión de las mujeres. “Los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente”, constituyen un “alfabeto violento” que instala un sistema de comunicación, un lenguaje estable y semiautomático.[14] Para desinstalarlo, el lenguaje de las leyes parece insuficiente, falla su aplicación porque el Estado que debería garantizar su comprensión concurre en la acción enunciativa de la violencia. Nadie sabe realmente cómo aplicar aquellas leyes que garanticen a las mujeres vidas libres de violencia (mismas que se lograron por las presiones y convencimientos ejercidos por las mujeres en las estructuras de gobierno) cuando la mayoría de los crímenes contra ellas quedan impunes. Entonces se renueva la urgencia de unas artes capaces de apelar a la empatía y las apreciaciones positivas de una humanidad compleja. Siete mujeres asesinadas al día en México, trece en Brasil, una cada 26 horas en Argentina, un muy elevado número de asesinadas, desaparecidas y torturadas en Centroamérica sacan a la calle contundentes demandas del respeto a la vida. En las marchas que desde 2016 se despliegan por toda Nuestramérica a partir de las exigencias de “Ni una menos”, entendiendo con las argentinas que el mundo necesita de todas las mujeres, y de “Ni una más”, que en México resume que no se quiere una víctima de feminicidio más en la lista del duelo nacional, se cargan máscaras, se tocan instrumentos, se pintan carteles y se exhibe la importancia de una transformación cultural en las políticas contra la violencia sexual y el feminicidio. Se debaten los contenidos de las telenovelas, la violencia escolar, las letras del reggaetón, el neomoralismo agresivo contra la libertad de decisión de las mujeres, la poesía feminista y las prácticas de viaje.
Con el movimiento de liberación de las mujeres, hace cincuenta años se gestó un pensamiento que no ha dejado de cuestionar principios considerados inamovibles por la filosofía moderna, pero que no eran eternos ni universales. Así como se descubrió que nada en el arte es eterno e inmutable, se identificaron los elementos patriarcales y normativos de supuestos sentimientos naturales como el amor y sus componentes de celo, exclusividad, posesividad y violencia, derivados de una alta valoración literaria de los conflictos amorosos para la poesía y la narrativa.
La supremacía de la filosofía europea y americana colonial fue barrida cuando las artistas feministas rescataron las construcciones simbólicas previas a la imposición de la modernidad, con sus valores sociales, morales y estéticos, cuales la individualidad subjetiva, la originalidad competitiva y la exclusión de lo diferente. Precisamente porque las feministas cuestionaron la doble moral en lo social, laboral y sexual, individuaron los mecanismos de la jerarquía y la injusticia en los sistemas de relación sexogenéricos. Igualmente, riñeron con una estética que las definía, dibujaba, exponía a una mirada no propia, sino de servicio y consumo masculino. La estética feminista ha iniciado la apropiación del derecho a verse, decirse, emocionarse como diferentes al modelo de división entre lo masculino valorado y lo femenino asujetado. El cuerpo se separó entonces de la valoración de los hombres y de la representación del modelo de organización social sexista, clasista y racista. La heterosexualidad normativa y el derecho a la mirada masculina sobre el cuerpo de las mujeres fueron desenmascarados ideológica e históricamente, mientras el feminismo descubría el secreto a vista del sistema capitalista, es decir el robo de la mitad del trabajo humano. En la separación económica de los ámbitos de producción pública, siempre remunerada en el capitalismo, y de producción privada, impaga y obligatoria, asignada a las mujeres para que el capital no tuviera que hacerse cargo de ella, descansaban varios mecanismos de negación. El feminismo se reveló una praxis política y posibilitó una reinterpretación estética de la representación del cuerpo y las actitudes de las mayorías femeninas invisibilizadas por la cultura capitalista: mujeres de todas las edades, con cuerpos agotados por el trabajo, expuestas al terror mediante la amenaza de la violencia física y sexual, separadas de sus hijas e hijos, enemistadas entre sí, educadas a la sumisión y a la idea de que servir es gustar a otra persona que sí misma. Durante cincuenta años la revolución del arte feminista ha sido permanente. Las acciones de las mujeres en el ámbito de lo simbólico han develado las implicaciones de la violencia sexual en la represión social. Un imaginario ha aparecido y se transforma según cambian las condiciones de las mujeres. Lo estético ha rescatado y valorado técnicas desechadas por el mundo del arte porque propias del mundo doméstico, como la decoración de interiores, el bordado, el tejido. Hoy se dirige la mirada hacia patrones de belleza desligados del poder y la dominación, proponiendo una ecoestética y una revaloración del equilibrio con la naturaleza, el rechazo a la estetización de la violencia y una crítica a las exotizaciones de los cuerpos humanos que se apropian de la representación de las mujeres de los pueblos indígenas. A través del performance, las instalaciones, el uso de la fotografía, el video, la bioarte y, por supuesto, la pintura, la escultura, el cuento, la novela, la dramaturgia y la poesía, ha ido cambiando la narrativa acerca de las mujeres en relación consigo mismas. El hip hop feminista revela un posicionamiento poético que no hace corresponder la voz femenina con la interpretación del deseo erótico de los hombres. Las rockeras, las poetas y las grafiteras urbanas intervienen el espacio de la rebeldía juvenil.
Las propuestas estéticas inicialmente irreverentes, rebeldes, y por ende, experimentales, no dejan de cuestionar los sistema de valores éticos y estéticos segregados, produciendo relaciones inéditas entre los cuerpos femeninos y los cuerpos no determinados por el binarismo patriarcal: mujeres con discapacidades, viejas, gordas, fuertes, que se encuentran, que se defienden, que se mueven sin recato; mujeres con vulvas expuestas y marcas de sus historias personales, como cicatrices de mastectomías, arrugas y cansancios; mujeres transexuales y de varios grados de intersexualidad, tanto natural como quirúrgicamente logradas. Para su propia liberación la estética feminista relaciona la construcción del gusto y las imposiciones sociales y culturales, subrayando de diversas maneras que el gusto es una compleja construcción ideológica cuyas finalidad son los patrones de distinción que facilitan el control social. El gusto se vincula con el cuerpo y la producción de las artes a través de la evaluación social de la persona que crea objetos, representaciones, sonidos e imágenes. Una lectura feminista del gusto revela cómo incide en las discriminaciones sexistas, racistas y clasistas. En efecto, si bien el machismo debe entenderse como el resultado de la preferencia de las sociedades dominantes por el quehacer de los hombres, y de la prepotencia a la que ésta da lugar contra las mujeres, es posible sólo si una imagen se instala en el campo de la apreciación del cuerpo -y por consiguiente de sus gestos y producciones- así como en la valoración de las artes a través de la elaboración del gusto.
Compleja, constante y elaborada construcción ideológica, el gusto se disfraza de libertad para deleitarse y gozar de la presencia de personas y de su refinamiento, de modo que nadie se atreve a cuestionar su finalidad práctica, implícita en la idea de que elegimos por gusto lo que socialmente nos conviene o no (amistades, trabajos, vivienda, estudios y todo lo demás). Hasta que el relato de las mujeres se apodera del silencio y lo subvierte.
[1] De ninguna manera, la Odisea es el poema escrito más antiguo, como pretendió la cultura europea renacentista y clásica. Precedentes a la literatura griega, en la región euro-medioriental existen textos poéticos líricos sumerios, como la poesía de Enjeduana a la diosa Inana y la epopeya en versos de Gilgamesh, rey hijo de una reina de Uruk, cuyo amor por Enkidu y búsqueda de una fuente de agua de vida eterna para sacarlo de la muerte constituyen la narración épica más antigua conocida hasta ahora. Las tablillas de arcilla, en escritura cuneiforme, que recogen los 3500 versos del Poema de Gilgamesh datan aproximadamente del 2500 antes de la era común y los poemas líricos de Enjeduana de dos siglos antes. No obstante, la cultura europea clásica, renacentista y romántica hizo de los 24 cantos de la Odisea (Odysseia) y los 24 cantos de la Ilíada (poemas atribuidos a Homero, compilados oralmente entre los siglos IX y VIII a.e.c. y escritos al final de la así llamada época oscura-750 a.e.c.-, cuando Grecia readquirió una forma de escritura después de tres siglos de analfabetismo, probablemente posteriores a una derrota militar masiva por parte de los Dorios) no sólo las narraciones más importantes de la literatura clásica, sino el origen de la literatura misma. En ellos aparecen claras alusiones a que las mujeres no deben tener palabra pública y sólo pueden hablar cuando son interpeladas. Por ejemplo, en el primer canto de la Odisea, Penélope al escuchar al bardo Fermio entonar una canción sobre las tribulaciones de Ulises para volver a casa, le pide que deje de cantar porque la entristece; Telémaco entonces dice a su madre que se retire a sus habitaciones y que le deje resolver el asunto de los pretendientes, pues él ya es un hombre y tiene el mando de la casa de su padre.
[2]“Combahee River Collective (1983/1977). The Combahee River Collective Statement”, en Barbara Smith (compiladora), Home Girls, A Black Feminist Anthology (1983), Rutgers University Press, 2000, pp. 272-282. Ver: http://www.herramienta.com.ar/manifiesto-colectiva-del-rio-combahee (consultado 13 de agosto de 2017)
[3] Una de las ideas centrales del pensamiento de Lorde era que “Muchas mujeres blancas están empeñadas en ignorar lo que nos distingue”. Reunió la mayor parte de sus primer escritos militantes en Sister Outsider, ‘Age, Race, Class and Sex: Women Redefining Differences’, de 1980, traducido al español por María Corniero Fernández como La hermana, la extranjera, editorial Horas y horas, Madrid, 2003 “Cuando las mujeres blancas ignoran el privilegio que supone ser blanca en una sociedad racista y definen a todas las mujeres únicamente en base a su propia experiencia, las mujeres de Color nos convertimos en “las otras”, unas extrañas cuya experiencia es demasiado ajena para ser comprendida. Un ejemplo es la significativa ausencia de la experiencia de las mujeres de Color en los estudios de género. A menudo, la excusa es que la literatura de las mujeres de Color solo puede ser enseñada por mujeres de Color y que es difícil de entender porque proviene de experiencias “demasiado diferentes”. He escuchado este argumento en boca de mujeres blancas que, sin embargo, no tienen ningún problema en enseñar el trabajo proveniente de experiencias de vida tan dispares como las de Shakespeare, Molière, Dostoievsky o Aristófanes”, p.35
[4] Según Angelas Davis podía ser más peligroso ser hombre que mujer en un sistema clasista y racista que descansaba en la esclavitud. Sostuvo que “si las negras difícilmente eran ‘mujeres’, en el sentido aceptado del término, el sistema esclavista también desautorizaba el ejercicio del dominio masculino por parte de los hombres negros”. De hecho, reconocer cierto dominio a los hombres sobre las mujeres que como ellos estaban a merced de sus propietarios “podría haber provocado una peligrosa ruptura en la cadena de mando”. Angela Davis, Mujeres, Raza y Clase (1981), Akal, Madrid, 2004, p.16.
[5] Cfr. Sueli Carneiro, “Ennegrecer el feminismo. La situación de la mujer negra en América Latina desde una perspectiva de género”, en Nouvelles Quéstions Féministes. Revue Internationale francophone, volumen 24, n. 2, 2005. Edición especial en castellano, “Feminismos disidentes en América Latina y el Caribe”, ediciones fem-e-libros, pp. 21-22.
[6] Kimberlee Crenshaw, “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics”, en The University of Chicago Legal Forum, n. 140, enero de 1989, pp. 139-167.
[7] Lorena Cabnal, Feminismos diversos: el feminismo comunitario, Acsur, Las Segovias, 2010, pp.10-25. En https://porunavidavivible.files.wordpress.com/2012/09/feminismos-comunitario-lorena-cabnal.pdf (consultado 10 de agosto de 2017)
[8] Audre Lorde, La Hermana, la extranjera, traducido al español por María Corniero Fernández, Horas y horas, Madrid, 2003, p. 45. El original Sister Outsider, ‘Age, Race, Class and Sex: Women Redefining Differences’, Crossing Press, Berkeley, 1984, fue una emblemática recopilación de los artículos y discursos escritos por Lorde entre 1976 y 1983.
[9] Cherrie Moraga (autora) y Ana Castillo (editora), Esta puente, mi espalda. Voces de las mujeres tercermundistas en Estados Unidos, ism press, San Francisco, 1989
[10] Ibid., p.2
[11]Selen Catalina Arango Rodríguez, “Las Transformaciones de la Idea de Experiencia Femenina en Gloria Anzaldúa”, en Revista Xihmai, vol. XII (23), n. 29-44, Pachuca, Enero – junio 2017, p.32
[12] Utilizo el término “blanquizadas” retomándolo de Rita Laura Segato para significar a las mujeres de color que no quieren o no pueden reconocerse como tales, personas que no siendo blancas comparten con ellas sus sistemas de valores estéticos, culturales, morales y jurídicos. Cfr. R.L.Segato, “Los cauces profundos de la raza latinoamericana: una relectura del mestizaje”, en Crítica y Emancipación. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, año II, núm. 3, CLACSO, Buenos Aires, 1er semestre de 2010, pp. 11-44. Personalmente considero que el feminismo blanco y blanquizado ha logrado espacios de institucionalización significativos; sólo escucha las demandas de las mujeres que viven y se quieren liberar dentro de un sistema de género binario y excluyente, que organiza de igual forma sus saberes y su economía de mercado. Por lo tanto, cuando se dirige a las mujeres de otras culturas, las pretende educar según los parámetros normativos del propio sistema, sin escuchar sus demandas, sin conocer su historia de lucha, sin reconocer validez a sus ideas. Organiza “escuelas de líderes” sin darse cuenta que la misma idea de liderazgo pone en crisis la identidad política de quienes se piensan colectivamente, siendo capaces de aportes individuales que se socializan. Propone la igualdad con el hombre, cuando en procesos duales no binarios, la igualdad no es un principio rector de la organización política que las mujeres reclamen. Se crispa ante la idea de una complementariedad múltiple, que las feministas de muchos pueblos estudian para volver a verse como constructoras de una historia no blanca ni blanquizada de América, donde ni las mujeres ante los hombres, ni su pueblo ante el estado-nación que lo contiene, vivan subordinación alguna, sino sean interactuantes en la construcción histórica de su bienestar.
[13] El Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH) de Guatemala publicó en 2005 Asesinatos de Mujeres: expresión del feminicidio en Guatemala, para explicarse el fenómeno del incremento de las muertes violentas de mujeres en el campo y la ciudad después de 1996, cuando tras las firma de una docena de acuerdos desde 1991, se suscribió la paz entre el gobierno de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. La idea central del escrito de las investigadoras de CALDH es que las prácticas del feminicidio se derivan de los genocidios cometidos por el ejército contra las mujeres de los pueblos indígenas. Las torturas y agresiones que sufren las mujeres asesinadas en tiempos de “paz” son muy similares a las aplicadas por los temidos kaibiles, fuerzas especiales del ejército guatemalteco responsables de asesinatos de masa. Igualmente las mutilaciones y faltas de respeto a los cuerpos son propias de las acciones represivas del ejército. Es la guerra la que enseña a matar, no son las tradiciones ancestrales las que intervienen en la guerra para volverla más cruel. Diversas feministas suscriben esta idea central de CALDH: Victoria Sanford, en 2008, publicó Guatemala: del genocidio al feminicidio (Cuadernos del presente imperfecto, Ciudad de Guatemala, 2008, 87 p.) donde revela que la “paz” ha generado más muertos que la guerra declarada y que los feminicidios han avanzado grandemente. Yo misma, en 2005, apunté a la relación entre proceso de pacificación y conversión de las áreas pacificadas en zonas de maquila donde el feminicidio se multiplica prolongando las tácticas de guerra: “El feminicidio en la república maquiladora”, Masiosare, suplemento de La Jornada, domingo 17 de julio de 2005, http://www.jornada.unam.mx/2005/07/17/mas-gargallo.html. Rita Laura Segato, en La guerra contra las mujeres, Traficantes de Sueños, Madrid, 2016, sostiene que “la lección de la guerra informal, paraestatal, en sus varias formas, ha entrado en las casas, y el umbral de sufrimiento empático se ha retirado. En Guatemala la guerra dejó una secuela de hogares indígenas y campesinos ultra-violentos — atención: no fue al contrario, como sostiene un cierto pensamiento feminista eurocéntrico. La violencia sexual y feminicida no pasó de los hogares a la guerra, su derrotero fue el inverso. En nuestros días, como demuestran una serie de casos en todo el continente, el crimen íntimo pasa a tener características de crimen bélico: la desova de la víctima al aire libre, en las zanjas, basurales y alcantarillas, la espectacularidad de los asesinatos, que han pasado a perpetrarse también en lugares públicos. Asimismo, hablan de ese terror difuso las ejecuciones sumarias, extrajudiciales y a manos de agentes estatales, que sin explicación aumentan cada día en América Latina y especialmente en Brasil, agrediendo la lógica, la gramática que permite tener una expectativa estabilizada de mi relación con los otros”, p.101
[14] Rita Laura Segato, La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, Tinta Limón, Buenos Aires, 2013, p. 5.