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Francesca GARGALLO, “Trasgresión y placer: la superación de las normas”, ponencia para I Encuentro de Escritor@s, Escrituras y Homosexualidad, organizado por Carmen Ponce, el Programa de Estudios sobre Disidencia Sexual de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y la Universidad Autónoma de Guadalajara. Guadalajara (UAG), realizado en Jalisco, octubre de 2004. Documentos del Encuentro en línea: http://www.uacm.edu.mx/Documentos/IEncuentro/tabid/2317/Default.aspx
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Trasgresión y placer: la superación de las normas
Francesca Gargallo
Los ideales de la vida arrancan de las figuras míticas
de cada cultura… La ética nace de la decisión
pasional que surge del alma.
Graciela Hierro, La ética del placer.
La primera trasgresión es el placer. Hemos llegado a un grado de normatividad tal que el principio mismo de la vida – eso es, el afán de estar bien en la propia piel y de gozar el aire en los resquicios del cuerpo; tocar el barro, la tela, el pincel; jugar con las palabras; besar una boca anhelante; echarnos a un río helado y limpio-, este principio, pues, se ha convertido en un ideal remoto, teñido de ingenuidad o de perversión. La norma mata. Ata, tortura, deforma. La norma niega.
Y la primera norma de nuestra sociedad está en un libro étnico, La Biblia, convertido en la palabra de un dios omnipresente, masculino y agresivamente expansivo: Creced y multiplicaos.1
Multiplicaos. ¿Para qué? Para invadir la tierra, desplazar a los animales, repetir la norma de la norma.
También para no tener desviaciones de la sexualidad reproductiva. Que no te guste demasiado masajearte el tobillo, que el placer está en los genitales. Genitales, algo medio escondido entre las piernas. Bellas piernas para caminar, placer mío del paso andando. Detente; la norma dice genitales; grita genitales; impone genitales.
La protuberancia y el hoyo no sirven para ser mamados, masturbados, acariciados. Son sacros instrumentos para el intercambio de fluidos procreativos entre un sujeto con genitales femeninos, al cual de ahora en adelante llamaremos mujer y le asignaremos muchas tareas, y un sujeto de genitales masculinos, al que llamaremos hombre y cargaremos de tareas diferentes, excluyentes y obligatorias tanto como las de la mujer. Deben desearse y deben reprimirse, esa es su norma. Desearse para reproducirse, reprimirse para no gozar de manera impune. Lo sacro se profana fácilmente.
La reproducción es el premio que el placer genital -impuesto por encima del placer de la vista, del tacto, del sabor- otorga a las mujeres y los hombres que cumplen con las otras normas del libro étnico de un pueblo de lengua semítica. Es, asimismo, el castigo que impone a quienes las transgreden. Las normas que acompañan la obligación de procrear están ya clasificadas según el lugar simbólico dado a los genitales. Parirás con dolor, es el mandato de las mujeres. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, el de los hombres.
Los hombres no pueden reproducirse fuera de una estructura familiar que les garantice la paternidad; las mujeres, por ende, no deben hacerlo aunque puedan. Las mujeres que tienen a un hombre a quien entregar obligatoria y sistemáticamente el fruto de su vientre tienen por trabajo el parir; los hombres por lo tanto deben fatigar lo doble. Si la norma dejara de actuar frente a semejantes imposiciones nadie ya ejercería el placer genital intersexual, porque hay muchos más. Pero la norma no descansa. El dios que la dicta condena a la mujer a tener apetencia por su marido. Con ello, impone que no buscará otros placeres, que no pondrá el gusto de pintar por encima de dios, el goce por un plato de frutas en un sitio más elevado que la búsqueda de un esposo, la fruición por el saber más allá de la vida familiar, una mujer en lugar de un hombre. Todo deber religioso es hijo de una costumbre social que un grupo con poder transforma en ley. Todas las normas son la norma.
Durante siglos placer y sexo se conjugaron como piezas necesarias del único deleite que implicara a la vez el bien y el mal. Intercambio de fluidos sexuales en el matrimonio, es decir a través del instrumento de apropiación de la reproductividad femenina para los fines del colectivo masculino con poder, acción santa. Igual intercambio fuera de la heterosexualidad monogámica, igual pecado, condena a muerte, exilio de la ciudad y de sus derechos. La santidad descansaba en el pecado. De no existir la tensión del deseo pecaminoso, nadie llegaría al matrimonio, esa aburridísima y gravosa convivencia.
Mientras el sexo fue objeto de apetitos, pasiones y codicias nadie se dio cuenta de que era una imposición normativa, indispensable para el funcionamiento social controlado.2 No sólo en sus formas, sino en sí.3
Mejor casado y feliz que casto y maldiciendo a dios, aconsejaba a los monjes que no podían desprenderse del deseo entendido como pulsión a la sexualidad el bueno de San Francisco; quien, por su lado, amaba a los animales, escribía poemas, se paseaba de un lugar a otro buscando la paz entre los seres humanos, completamente despreocupado de su genitalidad. A sus seguidores más radicales, los quemaron: no todos pueden ser santos y platicar con los pájaros.
Después de tanta liberalidad, debían imponerse los inquisidores: dominicos, educadores, calvinistas, médicos, sicólogos y siquiatras. Si no coges intersexualmente eres rarita/o, si no buscas el matrimonio tienes problemas. Te quitaré el útero para que no goces con cualquiera sin tener hijos (práctica común para curar la histeria, en estados Unidos, a mediados del siglo XX), te daré con un látigo para que no desees a tu hermanito, te quemaré en leña verde si no te pliegas a dios o al matrimonio. Ahora bien, como dice la feminista chilena Margarita Pisano, hay verbos que no pueden declinarse en imperativo. ¡Desea! es una imposición tan fuera del control de la voluntad como ¡quiere!
Amaos los unos a los otros no podía significar que los seres humanos se desearan necesariamente, sino que se hicieran favores, no se molestaran, gozaran de los logros de otros. Se relacionaba con el campo no sexuado de la vida no porque debía imponer la santidad como a-sexualidad, según las nuevas normas que acompañarían contradictoriamente el primer mandato de creced y multiplicaos. Se relacionaba con todos los campos del placer humano. Amaos significaba más bien sembrad juntos y cantando; lo cual contravenía también el conseguirás comida con el sudor de tu frente. Reconocía el placer del trabajo, no su obligatoriedad. Amaos no era una imposición, era un consejo ético, un exhorto al placer de bien vivir. Amaos significaba no poner límites al goce.
Sólo las lesbianas, los homosexuales hombres, las brujas, los paganos, es decir casi todos, lo entendieron así. Pero la norma, que ya era el instrumento mediante el cual los grupos de poder se mantenían a sí mismos en el círculo cerrado de la transmisión del poder, había unido el estado romano con la escuela griega y la religión cristiana en el control de la actividad humana más sacralizada y temida: la sexual. Platón, que en la República había desterrado a poetas, homosexuales y médicos por inútiles, en el Banquete hace que su personaje Sócrates, atraído por la belleza y juventud de Alcibíades, demuestre su templanza filosófica a través de no tocarlo. La represión ya era virtud. Y Platón fue el filósofo que inspiró a Agustín de Hipona, así como su ciudad celeste era una Roma hipostasiada.
Luego no hubo salvación. A Safo, la poeta más leída de la antigüedad, los monjes copistas no la rescataron; sí reprodujeron a Ovidio. Cómo seducir al sexo opuesto era necesario para normar los noviazgos y las conductas permitidas, aunque era indecoroso hablar del placer al interior del intercambio de afectos y conocimientos producidos por personas del propio sexo, sobre todo si se trataba de mujeres, es decir seres a los que se reconocía sólo la función procreativa.
El mundo como el sexo se volvió una cárcel. Pero más el poder quería normar, más las personas desarreglaban sus designios. Con base en anécdotas del libro hebreo, la homosexualidad fue considerada el pecado que llevó a la destrucción de Sodoma y Gomorra, se llamó onanismo la masturbación masculina (en realidad se trataba de un coito interrumpido) y se condenó el uso de los condones de tripa de borrego. También se quemaron tres millones de mujeres acusadas de ser brujas, es decir parteras capaces de disminuir los dolores de parto (pecado), de evitar los embarazos (pecado) y de provocar un aborto (pecado). Cada vez más creced y multiplicaos se volvía el peor enemigo de amaos los unos a los otros.
Entonces, desesperada, heroicamente, los sodomitas dijeron que el amor sí existía. Quemados en leña verde, los hombres que amaban a otros hombres se escondían, pero no dejaban de buscarse. En los bosques, en los barcos, en las cárceles dos masculomm concubitores4 que se acariciaban deshacían a la familia, a la iglesia, al estado. Torturadas y cliterectomizadas si descubiertas, las mujeres que gozaban sexualmente con otras mujeres, y las amaban, y las cantaban, enfrentaron familias, inquisiciones y, en América, gobiernos coloniales. Sodomitas masculinos y femeninas, tal era el nombre impuesto a gays y lesbianas, fueron los defensores últimos del placer sexual no reproductivo y, por lo tanto, del placer que no hacía de los genitales su lugar de obsesión limitante.
Entre los pueblos precuauhtémicos, la sexualidad era estricta y represivamente normada sólo entre las altas culturas teocráticas. Ahí donde el comercio era considerado una actividad más honrosa que la guerra, los intercambios sexuales eran libres y variados y tenían funciones educativas, recreativas, afectivas. La familia se conformaba de varios miembros y la pareja matrimonial se reproducía sin menoscabo de otras prácticas sexuales. La homosexualidad masculina era común entre muchos pueblos en México, Panamá, Colombia, Amazonia; los sioux la consideraban alegre, los mapuches una forma de humanidad. No había ningún prejuicio semejante al de los romanos sobre la actividad o pasividad de los hombres con base en la edad o la jerarquía social. La homosexualidad femenina era más difusa y menos evidente; se acompañaba de la transmisión de conocimientos y gozaba de periodos de convivencia femenina exclusiva en casas especiales para honrar las menstruaciones.
Es muy conocida la unión entre sacerdotes aztecas y frailes franciscanos para perseguir y condenar la sodomía y la libertad sexual de los totonacas, en Veracruz. Muchos caciques centroamericanos fueron muertos con todo su séquito de hombres jóvenes que los amaban y defendían. La represión se manifestó durante la Conquista en todos los campos de la vida cotidiana. Las indias que se mostraban ligadas a otras mujeres de su grupo eran sistemáticamente violadas para demostrar la supremacía cristiana. A las negras secuestradas en África para ser esclavizadas en América, se las veía como trabajadoras, como objetos para el uso sexual de su dueño y como vientres para producir nuevos aperos hablantes. Su homosexualidad era una afrenta tan grave como su enamoramiento por un hombre libre. Sólo los quilombos, en esos casos, podían salvarlas del fuete o del fuego.
Durante toda la época colonial, la trasgresión política y sexual se acompañaron. Indios, mestizos, criollos mal toleraron la negación de su inteligencia, de su vida y de su libertad.
Junto con estrofas de bailes «deshonestos», cantados por los hijos mestizos de una América que a cada restricción levantaba una nueva forma de resistirse a ella,5 también las lesbianas y los homosexuales hacían sorna con los tibiris de la Ciudad de México, con las marimachadas o carnavales donde las mujeres se vestían de hombre y actuaban como ellos, con los bailes y paseos de hombres travestís durante las fiestas patronales, de la autoridad supuestamente cuidadora del orden.
En Colombia, en 1745,6 Gregoria Franco, llevada por los celos agredió a Margarita Valenzuela, causándole con su espada una herida en la cabeza, con lo que haría pública, una vez más, la ardorosa pasión que las unía desde hacía varios años. El Tribunal del Santo Oficio entrevistó a los vecinos y todos afirmaron saber de esa larga historia de amor entre mujeres; relataron caricias, fiestas, bailes en los que las dos llegaban abrazadas. Decidió ponerle fin de manera ejemplar, ya que a nadie parecía escandalizarle que Margarita saliera a los 18 años del Convento de las Hermanas Descalzas para correr derechito a los brazos de Gregoria, de 26 años, y enseñarle el oficio de costurera.
Gregoria fue desterrada de Popayán por cuatro meses, con la advertencia de que si se juntaba de nuevo con Margarita serían encarceladas ambas a perpetuidad. Tras una pena de labores forzadas en Antioquia, una vez en libertad Gregoria se puso en marcha e investigando de calle en calle localizó el paradero de su amada Margarita. Vestida de hombre se presentó ante ella, quien la reconoció de inmediato, y le propuso matrimonio. Vivieron juntas el resto de su vida, intercambiándose los vestidos de hombre y de mujer cada vez que salían a la calle.
NOTAS
1 Citada de: Biblia de Jerusalén, editor José Ángel Ubieta, Bilbao, Editorial Española Desclée de Brouwer, 1966.
2 Los estoicos pensaban que moralmente la sexualidad era indiferente; pero, en el siglo III a. C. en Atenas, promovieron la regulación estatal de la sexualidad por ser ésta un asunto de orden público. Cfr. James Brundage, Law, sex and Cristian society in medieval Europe, Chicago, University of Chicago, 1987, p. 51.
3 Quien mejor ha subrayado la construcción del sexo biológico como una marca de diferencia corporal absolutizada, y posteriormente «naturalizada», como el género, es la española Beatriz Preciado en su Manifiesto contrasexual de 2001.
4 El término es de San Pablo, el primer cristiano en condenar la sexualidad como fuente de pecado. Proscribió el divorcio, condenó el sexo extramarital, consideró a las mujeres generadoras del pecado y les otorgó un deber de sumisión en la relación conyugal. Asimismo, condenó por primera vez la homosexualidad e introdujo el pecado moral de «molicie», algo así como las prácticas que retrasan el coito y prolongan el placer. Cfr: Marcela Suárez Escobar, Sexualidad y norma sobre lo prohibido. La ciudad de México y las postrimerías del virreinato, México D.F., UAM, Colección Cultura Universitaria n. 68, 1999, p. 86-87.
5 Cfr. José Roberto Sánchez Fernández, Bailes y sones deshonestos en la Nueva España, Veracruz, Instituto Veracruzano de Cultura, Cuadernos de Cultura Popular, 1998.
6 Historia parcialmente narrada en: Pablo Rodríguez, «Historia de un amor lesbiano en la Colonia», En busca de lo cotidiano. Honor, sexo, fiesta y sociedad, s. XVII-XIX, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2002, pp. 169- 174. Otro libro sobre los heroicos amores lesbianos en la Colonia es: A Coisa Obscura. Mulher, sodomía e inquisicao no Brasil colonial, Sao Paulo, Editora Brasiliense, 1989.
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