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Francesca GARGALLO, «Pintando con el mar. El caracol púrpura en manos de José Luis García», dos versiones, textos para el artista.

 

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Pintando con el mar
El caracol púrpura en manos de José Luis García (versión A)

Francesca Gargallo

 

Agua Blanca, Oaxaca, 5 de enero de 2008. A los trece años quiso conocer el mar y echó a andar desde su natal Huajuapan de León, en la Mixteca oaxaqueña, hasta Salina Cruz, donde el guiño del sol sobre el agua le reveló que además de caminante sería pintor. Casi cuarenta años después, bajando de Chicahuaxtla, tierra triqui enclavada en lo más alto del nudo mixteco, a Agua Blanca, sobre la costa, la mar, la madre oceánica, la gran placenta del mundo le sigue otorgando a José Luis García sus colores de caracol, sal y agua, la inspiración de su fuerza y, sobre todo, la luz del mundo.

García nunca se propuso alcanzar la abstracción como meta. Por un lado fueron los retratos -que pintó durante más de 25 años, hasta afinar su pincel y reproducir los rostros de las mujeres y los hombres de su tierra en diversos murales- y, por otro, la búsqueda de pigmentos cada vez más esenciales -tierras, flores, piedras semipreciosas, cochinilla y, sobre todo, el caracol púrpura- quienes lo llevaron de la figuración más detallada a un trazo que sugiere el movimiento, fija una sombra, insinúa la presencia de un río en medio del mar o de la marcha cósmica de Venus frente al sol.

La alteración de la luz, que reproduce con la transparencia de los cuadros de su amado De la Croix, y el levantamiento de las figuras de El Greco, son inspiraciones más que marcas de un estilo. De igual modo el arte de su pueblo, que aprendió a valorar durante sus viajes y cuya impresión carga consigo como una identidad, le permite ser testigo de su tiempo en cualquier lugar. Enemigo de las economías de servicios, en particular del turismo que envenena el alma de los pueblos volviéndolos miserables y serviles, José Luis García ve el arte como una actividad productivo-creativa, material, fáctica, que se relaciona con todos los oficios conocidos: “Son los oficios los que nos dan raíces, el conocimiento de lo que se tiene entre las manos y la visión e intuición de la propia capacidad”, afirma sonriente.

Gracias a la reinvención del teñido de las telas, a la molienda del lapislázuli, a la moldura de arcillas podridas, asume que las necesidades se resuelven con la producción, que los oficios instruyen y que el arte es autónomo y colectivo a la vez, pues es lo que encarna la pertenencia al tiempo y al lugar. “Prostituir la propia historia falsea la cultura; la vuelve digerible para los demás, pero te enajena de ella”, insiste este pintor cuya hospitalidad es legendaria en la Mixteca. Así es capaz de vaciar todo su ser en un esfuerzo plástico que atraviesa los momentos, de respirar con el gesto que lleva al papel, de alimentarse con la impronta de sus colores.

Llegamos a Agua Blanca temprano por la mañana. El viento ha soplado recio durante toda la noche y las olas se levantan blancas de espuma antes de estrellarse sobre las rocas donde José Luis García recogerá el tucohoy tix nda, o purpura pansa, un caracol marino de la familia de las muriacidae, con que los mixtecos, los triquis y los mixes, así como lo hicieron los antiguos cretenses y fenicios, tiñen sus prendas más importantes, las del matrimonio y el sacerdocio, las del funeral y del poder de mando.

Ha llevado consigo los papeles de arroz y de bambú que le traje de China, así como un gran rollo de papel de algodón hecho en México por De Ponte, papel amate, papiro siciliano y papel de lino francés. Carga también con los pinceles y estiletes que se ha construido con pelos animales y fibras vegetales o que ha recogido de los talleres de artesanos de todo el mundo. Quiere ensayar los poderes de absorción de los papeles, así como oler el aroma a fósforo de la secreción sagrada de la concha gris oscuro de su mar, la que cura pústulas, ulceraciones, tumores, dolor de oído y manchas de los ojos, según la medicina tradicional de la costa pacífica americana desde Baja California hasta las Galápagos.

Tras pedir permiso al océano, el pintor y alfarero mixteco se lanza entre las rocas de esta playa angosta después de que las olas se retiran y busca entre los plegamientos más escarpados el molusco gasterópodo, cuyo animal se esconde al interior del opérculo de su concha cuando es retirado, y secreta una leche blancuzca que reacciona inmediatamente a un proceso de oxidación y fotosíntesis, que la lleva del verde agua al rojo púrpura y el morado según su exposición a la luz del sol.

Con el caracol entre los dedos, José Luis García corre hacia el papel que ha dejado sobre la playa o que ha fijado al punto más alto de las rocas y dibuja directamente vaciando la secreción según gestos que nunca olvidan la sección áurea del plano sobre el que desplaza su mano. Antes de ir por un segundo caracol, se ocupa de buscar un lugar donde el primero pueda recuperarse. Lo devuelve al mar y a la vida.

El proceso se repite una y otra vez. La tinta, el mar, el fósforo se hunden en el papel tendido, mientras las olas del Pacífico se estrellan contra las bien plantadas piernas del pintor. En otoño, me cuenta, pintó un lienzo de seda de Camboya de tres metros por metro y medio. Se tardó más de un mes y utilizó cerca de setecientos caracoles, de los que no mató ni uno solo.

Hoy la luna no es la adecuada y los purpura pansa no suben a la superficie con facilidad; no obstante, el pintor no se amedrenta. Una fina caligrafía de puntos y líneas se dibuja lentamente sobre un sutilísimo papel de bambú, que una ola moja y rompe.

La pluma es una caña hueca cortada, las manos son las de José Luis. Las mismas que en la iglesia du Saint Jésus, en Toulouse, levantaron un mural de cerámica en técnica de naranja delgado, utilizada durante dos mil años en la Mixteca, y teñido con el azul pastel que dio renombre a la ciudad francesa durante la Edad Media. Las mismas manos que esculpen en barro y recuperan las enseñanzas de las tejedoras amuzgas, mixtecas, triquis, chocholtecas, zapotecas y mazatecas. Manos de pintor, de alfarero, de cocinero, de tejedor: un artista apasionado de la autonomía productiva que se afirma artesano creativo.

Para que el mar y la tierra se encuentren en su abstracción expresionista, después de una mañana de sol y agua nos retiramos hacia el interior donde algunos nopales han sido atacados por un parásito, un pequeño molusco terrestre, la grana cochinilla, que, molida y disuelta en agua, proporciona colores que cambian según los mordentes con que se fijan y van del rojo puro, al negro cuando se le echa carbonato, al naranja si alcanzada por el limón.

Mientras trabaja sobre un papel muy extenso alrededor del cual se desplaza con agilidad, me cuenta que está preparando unas correspondencias entre lenguas que se desconocen y mundos económicos distintos a través del uso simultáneo del caracol púrpura y el azul pastel (cuyo uso en el arte le confirió la investidura, en octubre de 2007, de Caballero de Corazón Púrpura en Francia). Cuando preparaba su mural en Toulouse se encontró con griegos, árabes, chinos e indios cuya lengua universal era el arte, aunque nunca renunciaran a las caligrafías propias de sus culturas. De ahí nació la idea de pintar correspondencias. “A veces las distancias muerden el alma, así decidí dialogar con quien está lejos en el ir y venir del pincel. Creo que las distancias se salvan sólo por la fuerza del trazo”.

Al bajar el sol de invierno que nos ha calentado durante el día, sobre el papel se han quedado estrellas calientes como ojos de diosas, hierbas que se cruzan por los sueños que el patio trasero esconde, grafiti sobre una pared encalada. Los trazos y manchas de caracol púrpura y de grana cochinilla evocan sensaciones acuosas y estallidos de fuegos cósmicos. El pintor que por la mañana me había dicho: “Quiero ser hermoso como las cosas que produzco. Cuesta mucho. Implica ser coherente y negarse a ser cabrón. Se puede caer en un instante. Pero el artista que quiero ser me impone ser honesto conmigo mismo, para que mis hijos nunca se avergüencen de mí”; es el mismo pintor que por la noche me ha enviado una correspondencia de trazos como ladridos de perro, galaxias encendidas y simples momentos de nostalgia que se asoman a mi sentir como letras de un alfabeto marítimo y ritmado.

 

 

 

 

Pintando con el mar
El caracol púrpura en manos de José Luis García (versión B)

Francesca Gargallo

 

Agua Blanca, Oaxaca, 5 de enero de 2008. A los trece años quiso conocer el mar y echó a andar desde su natal Huajuapan de León, en la Mixteca oaxaqueña, hasta Salina Cruz, donde el guiño del sol sobre el agua le reveló que además de caminante sería pintor. Cuarenta años después, bajando de Chicahuaxtla, tierra triqui enclavada en lo más alto del nudo mixteco, a Agua Blanca, sobre la costa, la madre oceánica, la gran placenta del mundo, le sigue otorgando a José Luis García sus colores de caracol, sal y agua, la inspiración de su fuerza y la luz del mundo.

García es hoy la fuente inspiradora del movimiento de artesanos-artistas Polvo de Agua, cuyas integrantes –en su mayoría mujeres – luchan contra la migración forzada hacia las ciudades y el norte con dos armas: la creatividad a partir de materiales tradicionales y la calidad de sus acabados. Las integrantes de Polvo de Agua están íntimamente ligadas a las comunidades mixtecas de donde provienen, a sus formas de percibir, pensar y sentir el mundo. Son depositarias directas de una herencia ancestral que José Luis García, el pintor que desde 1979 expone en España, Panamá, Alemania, Costa Rica y Francia, además de Oaxaca y la Ciudad de México, les impulsa a revalorar, devolviéndole al barro y a la palma el carácter y la fuerza expresiva que poseen.

García nunca se propuso alcanzar la abstracción como meta. Por un lado fueron los retratos -que pintó durante más de 25 años, hasta afinar su pincel y reproducir los rostros de las mujeres y los hombres de su tierra en diversos murales- y, por otro, la búsqueda de pigmentos cada vez más esenciales -tierras, flores, piedras semipreciosas, cochinilla y, sobre todo, el caracol púrpura- quienes lo llevaron de la figuración más detallada a un trazo que sugiere el movimiento, fija una sombra, insinúa la presencia de un río en medio del mar o de la marcha cósmica de Venus frente al sol.

La alteración de la luz y el arte de su pueblo, cuya impresión carga consigo como una identidad, le permiten ser testigo de su tiempo en cualquier lugar. Enemigo de las economías de servicios, en particular del turismo que envenena el alma de los pueblos volviéndolos miserables y serviles, José Luis García ve el arte como una actividad productivo-creativa, material, fáctica, que se relaciona con todos los oficios conocidos: “Son los oficios los que nos dan raíces, el conocimiento de lo que se tiene entre las manos y la visión e intuición de la propia capacidad”, afirma sonriente.

Gracias a la reinvención del teñido de las telas, a la molienda del lapislázuli, a la moldura de arcillas podridas, asume que las necesidades se resuelven con la producción, que los oficios instruyen y que el arte es autónomo y colectivo a la vez, pues es lo que encarna la pertenencia al tiempo y al lugar. “Prostituir la propia historia falsea la cultura; la vuelve digerible para los demás, pero te enajena de ella”, insiste este pintor cuya hospitalidad es legendaria en la Mixteca.

Llegamos a Agua Blanca temprano por la mañana. El viento ha soplado recio durante toda la noche y las olas se levantan blancas de espuma antes de estrellarse sobre las rocas donde José Luis García recogerá el tucohoy tix nda, o purpura pansa, un caracol marino de la familia de las muriacidae, con que los mixtecos, los triquis y los mixes, así como lo hicieron los antiguos cretenses y fenicios, tiñen sus prendas más importantes.

Ha llevado consigo los papeles de arroz y de bambú que le traje de China, así como un gran rollo de papel de algodón hecho en México por De Ponte, papel amate, papiro siciliano y papel de lino francés. Carga también con los pinceles y estiletes que se ha construido con pelos animales y fibras vegetales o que ha recogido de los talleres de artesanos de todo el mundo. Quiere ensayar los poderes de absorción de los papeles, así como oler el aroma a fósforo de la secreción sagrada de la concha gris oscuro de su mar.

Tras pedir permiso al océano, el pintor y alfarero mixteco se lanza entre las rocas de esta playa angosta después de que las olas se retiran y busca entre los plegamientos más escarpados el molusco gasterópodo, cuyo animal secreta una leche blancuzca que reacciona inmediatamente a un proceso de oxidación, según su exposición a la luz.

Con el caracol entre los dedos, corre hacia el papel que ha fijado al punto más alto de las rocas y dibuja directamente vaciando la secreción con gestos que nunca olvidan la sección áurea del plano sobre el que desplaza su mano. Antes de ir por un segundo caracol, se ocupa de buscar un lugar donde el primero pueda recuperarse. Lo devuelve al mar y a la vida.

El proceso se repite una y otra vez. La tinta, el mar, el fósforo se hunden en el papel tendido, mientras las olas del Pacífico se estrellan contra las piernas del pintor. En otoño pintó un lienzo de seda de Camboya de tres metros por metro y medio. Se tardó un mes y utilizó cerca de setecientos caracoles, de los que no mató ni uno solo.

Hoy la luna no es la adecuada y los purpura pansa no suben a la superficie con facilidad; no obstante, el pintor no se amedrenta. Una fina caligrafía de puntos y líneas se dibuja lentamente sobre un sutilísimo papel de bambú.

La pluma es una caña hueca cortada, las manos son las de José Luis García. Las mismas que en la iglesia du Saint Jésus, en Toulouse, levantaron un mural de cerámica Mixteca, teñido con el azul pastel que dio renombre a la ciudad francesa durante la Edad Media.

Para que el mar y la tierra se encuentren en su abstracción expresionista, después de una mañana de sol y agua nos retiramos hacia el interior donde algunos nopales han sido atacados por un parásito, un pequeño molusco terrestre, la grana cochinilla, que, molida y disuelta en agua, proporciona colores que cambian según los mordentes con que se fijan.

Mientras trabaja, me cuenta que está preparando unas correspondencias entre lenguas que se desconocen y mundos económicos distintos a través del uso simultáneo del caracol púrpura y el azul pastel (cuyo uso en el arte le confirió la investidura, en octubre de 2007, de Caballero de Corazón Púrpura en Francia). Cuando preparaba su mural en Toulouse se encontró con griegos, árabes, chinos e indios cuya lengua universal era el arte, aunque nunca renunciaran a las caligrafías propias de sus culturas. De ahí nació la idea de pintar correspondencias. “A veces las distancias muerden el alma, así decidí dialogar con quien está lejos en el ir y venir del pincel. Creo que las distancias se salvan sólo por la fuerza del trazo”.

Al bajar el sol de invierno que nos ha calentado durante el día, sobre el papel se han quedado estrellas calientes como ojos de diosas, hierbas que se cruzan por los sueños que el patio trasero esconde, grafiti sobre una pared encalada. Los trazos y manchas de caracol púrpura y de grana cochinilla evocan sensaciones acuosas y estallidos de fuegos cósmicos. El pintor que por la mañana me había dicho: “Quiero ser hermoso como las cosas que produzco. Cuesta mucho. Implica ser coherente y negarse a ser cabrón. Se puede caer en un instante. Pero el artista que quiero ser me impone ser honesto conmigo mismo, para que mis hijos nunca se avergüencen de mí”; es el mismo pintor que por la noche me ha enviado una correspondencia de trazos como ladridos de perro, galaxias encendidas y simples momentos de nostalgia que se asoman a mi sentir como letras de un alfabeto marítimo y ritmado.

 

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