Archivos Mensuales: julio 2015

Y Aura Sabina dice a propósito de la novela Los extraños de la Planta Baja, Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2015

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Los extraños del gineceo:

amemos a quien tenemos, mientras lo tengamos, bajo este techo

Aura Sabina

¿Cuántas veces, a lo largo de la vida, compartiremos la casa con nuestras amistades? Por placer o por necesidad, de manera temporal o más o menos permanente, habitar un mismo espacio nos mostrará siempre lo más íntimo de  las personas: cómo comen y qué, cómo duermen, cuánto tiempo van al baño o cuánto son capaces de llorar, de beber, de aullar, de cambiar de pareja o de volverse célibe. Creo que las relaciones se afianzan o destruyen después de experimentar la vida bajo el mismo techo. Quizá solo así se sabe del amor, del deseo o de la pesadilla.

Así es la vida de Giovanna, quien cuenta su vida al lado de Simón, empedernido bohemio, escritor, consumido por el alcohol, por las utopías que llevó hasta las últimas consecuencias, con las nostalgias y abatimientos a cuestas, con amigos que migraron para salvarse de dictaduras y otras guerras.

En este sentido, Gargallo se detiene unos cuantos minutos a hablar de aquellos orígenes que hacen de la migración el camino: las guerras, la trata de personas, maridos asesinos, aventuras más allá de las convenciones de casa… Mezclados al mismo tiempo el horror y el amor de esos mismos lugares. De la fantasía ineludible, voluntaria o producto del estrés de la violencia.

Su relación de amigos, de íntimos amigos que se ocultan los verdaderos motivos, Giovanna había omitido ante  Simón su adhesión a un grupo troskista durante la universidad, su tema de tesis doctoral o el temor a la tormenta en el Caribe. De esos amigos, pocos, con quien una quisiera siempre estar, como si fuesen adolescentes, con quien se habla y habla sin parar.  También,  esos amigos suelen ser los más acérrimos enemigos.

Tanto amor se vuelve odio. Porque es tan grande que cuando  acaso amenaza con acabarse, algo nuestro se despeña. Algo nos faltará quizá para siempre. O quizá nos devuelva algo que habíamos perdido tiempo atrás. Eso nunca se sabe.

Pero no solo de Simón vive Giovanna. El departamento, ubicado en la planta baja de un edificio, es habitada también por Malicia, una mujer hondureña lesbiana, con quien compartía profundas vivencias, preguntas existenciales alrededor de Simón. Y ese diálogo sororal que solo entre mujeres puede darse.  La Pantera, una bella, inquietísima e inteligente niña, hija de Giovanna, también vivía ahí. La Pantera solo  piensa en cine, en escenografías. Duerme y sueña con la madre. Y con Malicia. Y adora a Simón.

A lo largo del libro se puede presentir la ansiedad por la vida, por las luchas contra las desigualdades sociales, Nicaragua, el Salvador, España, Argentina, Italia… Lo mismo da si finalmente, al paso del tiempo, pareciera que las historias, no importa la latitud, van a repetirse con la misma maldita exactitud, y dejar a miles con los sueños un poco ajados, revueltos  los recuerdos, perturbada la sensibilidad y lejanas las naciones de origen.

En realidad, Francesca Gargallo habla de los exilios, todos: los emocionales, los físicos, los sexuales. Habla, a través de cada personaje, sobre la angustia ante las despedidas, los hospitales, las patrullas. Lo mismo da caminar por el Centro Histórico que por una cantina barata y mal oliente de Iztapalapa, zona de la Ciudad de México conocida por su alto índice de “criminalidad”. También la felicidad de estar en la selva, de las relaciones casuales con marinos o con alguna amiga querida. De la veleidad del sexo, de la eterna pregunta de qué  diablos es el amor, de qué es el deseo. De si son mitos literarios o reales fuerzas vitales. Todo depende del grado etílico en la sangre.

Giovanna cuenta cómo se enamoró de América y su llegada a ella. Cuenta, también, con gran razón y rabia, cómo los hombres, por el simple hecho de serlo, suelen ser privilegiados. De ahí la importancia de nombrar su espacio como el gineceo: un lugar  con reglas, pensares y acciones de mujeres. Un lugar más o menos horizontal, dónde vivir en cierta paz (la que pueda lograrse a pesar de vivir con una persona alcohólica que con cierta frecuencia se pierde por días, semanas, hasta que…).

Eventualmente los hombres, sobre todo los jóvenes, siempre dispuestos a aprender,  eran bienvenidos. Siempre y cuando no quieran ser maridos o protectores. De ahí en fuera, si son amigos, alumnos, hijos putativos… Serán bien recibidos en el gineceo. De ellos también habla, de su manera de aliarse, muchas veces en contra de las mujeres: “La solidaridad masculina es misógina y se sostiene sobre la necesidad constante de justificar como natural y válida cualquier acción de un hombre”. Su mirada hacia el patriarcado es fulminante, sin contemplaciones innecesarias.

Y sigue contando la historia hacia atrás. La  abuela de Simón había fundado las brigadas del amor durante la guerra Civil Española, su abuelo era periodista. La madre de Giovanna es romana. Un poco (o mucho) anti comunista, religiosa: fatal combinación para los deseos de libertad de Giovanna, quien muy pronto decide emprender el vuelo hacia otras latitudes. Los recuerdos de Nápoles se vuelven profundamente bellos y frívolos. Sus recuerdos de secundaria, el papá de su hija,  Malicia, Guatemala, Nicaragua…

Todo junto pareciera el camino reglamentario a la desesperación, al vacío momentáneo, a las ganas de no seguir. Pero es a través de lo que en las demás personas logra vislumbrar, que recupera, más o menos, las ganas de continuar, de no despedirse, de gritar y enojarse. Giovanna es un personaje poliédrico, perfecto porque manda a la mierda lo que tiene que mandar, con la misma boca y manos que saben tenderse ante una necesidad.

Por ello, Los extraños de la Planta Baja es una novela de perfecta factura y estructura, con un lenguaje rico, pícaro, doloroso. Imprescindible.

Carta que me leyó (nos leyó) mi amiga Gloria Velasco en Cali a propósito de «Los extraños de la planta baja»

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Santiago de Cali, julio 9, 2015

Francesca

Por esas cosas de la vida, entre ellas esa amistad que pervive en el tiempo y la distancia, estoy aquí presentando tu última novela, “Los extraños de la planta baja”, o “el hombre del gineceo”, como era su título original, que seguramente fue cambiado para que comercialmente fuera más llamativo. Confieso que tampoco sabía que significaba la palabra gineceo, la intuí pero ahora que terminé de leer la novela, ya creo entender  plenamente la  explicación dada en voz de Simón quien aparentemente es el protagonista de la novela.

He dado algunas vueltas tratando de escribir estas palabras de presentación, que se empiezan a escapar saltarinas, riéndose a carcajadas de mi pretensión de darles un carácter crítico literario. Quiero en primer lugar decir que tu novela se lee de un solo tirón, eso es buena señal pues un texto que no se deje leer de corrido, ni atrape, es mejor dejarlo a un lado, por muy buenas recomendaciones o críticas que le hayan hecho. Pues si algo hay subjetivo, por fortuna, es la poesía, el cuento, la novela, ya que el gusto depende del estado de ánimo con que nos hayamos sentado a leer.

Aquí quiero dedicar una parrafada a la crítica literaria, que si bien es muy respetable, como todo lo humano es muy subjetiva y quienes la ejercen pueden dejarse llevar por arrebatos elogiosos o no, no es nada censurable que la gente se exprese como quiera, de la manera que quiera, tal vez lo que podría cuestionarse es el medio dónde lo hacen y el perjuicio que se puede causar a un autor o autora. En esto debería existir cierta ética o como se llame eso del respeto a la gente y la tarea de quien ejerce la crítica literaria es hablar del producto, de lo que llega a sus manos y no de la persona que lo produce. Ya sé, es más fácil dedicarse a interpretar lo que no se ha dicho, que lo que se dice, o buscar la explicación psico-histórica-económica-política- social que influyó en el autor o autora para decir lo que dijo, que buscar la esencia solo en las palabras, esas esquivas y juguetonas palabras.

Por tanto podría decir que tu novela transcurre en un presente inmediato, alrededor de un personaje muy cercano con el que nos habremos topado en algún momento de nuestras historias, al que hemos odiado y amado, fascinante y repulsivo pero para nada indiferente. Quién no ha conocido a seres abusadores, insufribles, desordenados, anarquistas, paranoicos como Simón que “arrastra generaciones de derrotas, tatarabuelos perseguidos, pueblos sin redención, soledades que hunden su razón de ser en la maldad del hombre, la perversión de la raza humana”.

Sí, la novela aparentemente gira alrededor de ese hombre, pero creo que es el pretexto para explorar el significado del amor y la amistad, especialmente de la amistad, el hermanamiento entre las mujeres, que ahora se le da el nombre de sororidad, palabra proveniente del latín sor, cuyo significado es hermana. En francés es sororité, en italiano sororitá, en inglés sisterhood, todas definen lo mismo “amistad entre mujeres diferentes y pares, cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer, que se encuentran y reconocen en el feminismo, para vivir la vida con un sentido profundamente libertario”. En tu novela el lugar físico para ese vivir la vida es el gineceo, es el “espacio para todo tipo de diálogo, que donde hay para tres hay para cuatro, que tantos cuartos son para compartirlos, que no hay más riqueza que la que se usa en común. El gineceo protege..por ello no tolera maridos ni protectores”. Si mucho uno que otro visitante pasajero como Simón que no es más que el fantasma romántico de la narradora, o como bien lo señala, “más que nada parecíamos hermanos o amigos de adolescencia, es decir compañeros de esa edad durante la cual el otro es una parte imprescindible de sí. Y en ocasiones éramos enemigos acérrimos, de ésos que no son nada sin su contrincante”.

Creo que hemos llegado a un punto en el que las mujeres tenemos la necesidad de reencontrar el origen emocional de nuestros vínculos con otras mujeres. En especial con “tus mujeres”. ¿Quiénes son ellas? Son aquellas que han intervenido en nuestra historia personal. El análisis de dichas relaciones nos asiste para hallar nuestra identidad femenina, como dice la psicoanalista mexicana Anabell Pagaza Arroyo. ¿Cómo podría yo crear una alianza con otra mujer, en una relación de semejanzas, si no tengo primero claridad de quién soy? La ruta perfecta para lograrlo es la reflexión acerca de lo que han significado esas mujeres en nuestras historias: abuelas, madres, tías, hermanas, primas, amigas de la infancia, maestras, etcétera. Muchas veces las expectativas más rígidas vienen precisamente de ellas. Pues se trata no solo de “un mundo de hombres”, sino también de uno donde las mujeres compiten duramente entre ellas.

Cualquier relación de amistad es una re- edición de estos vínculos primeros. Como decíamos anteriormente la palabra sororidad etimológicamente expresa “hermana” en distintas lenguas y tendría que entenderse más bien – como lo propone Marcela Lagarde- como una política de sororidad y menos como un mero llamado a la amistad entre mujeres. Se trata de eliminar la misógina en todo lugar donde se encuentre, como puede ser el inconsciente mismo de las mujeres. Si dicho odio hacia el género femenino está interiorizado en las relaciones que tienen las mujeres con las mujeres de sus familias, es lógico pensar que la modalidad vincular esté afectada por la misma percepción.

Pensemos en un caso frecuente “Yo nunca seré como tú”, podría exclamar una hija enojada con los ideales que su madre intenta transmitirle. Pero también es posible que una madre critique con severidad a su hija por no parecerle lo suficientemente cercana a esos mismos ideales. Y en la novela subyacen estas relaciones donde la narradora es al tiempo una madre  amiga de su hija la Pantera, en una relación que parece fluir amorosa y sorora hasta el momento en que la Pantera quiere visitar a su familia materna con quien la narradora no ha convivido con ella más de 15 días cada dos o tres años durante los últimos 30 de su vida. Tal vez la muerte de Simón logra acercar a estas mujeres y le da el valor a la narradora de renunciar a su mínima estabilidad laboral para de nuevo empezar a re-encontrarse con su hija y con su mejor amiga.

Necesitamos generosidad. Empatía. Es esencial el desarrollo de la capacidad de perdón, otorgado a nuestras propias mujeres, a nosotras mismas. Si la sororidad está contaminada por la envidia, rivalidad y demás sentimientos no elaborados, será improbable que dicha política logre un cambio verdadero hacia el exterior. La misma Lagarde propone que una de las batallas más importantes deberá darse en la psicología misma de las mujeres. ¿Pues de qué nos serviría una sororidad que solo actúa hacia afuera y que obvia un odio en contra de la madre o de las hijas? Si las mujeres nos armamos de recursos emocionales para verdaderamente generar esa sinergia entre nosotras, entonces será posible vernos como hermanas.

Para finalizar quiero decir que renuncio a ser crítica literaria en el sentido que nos han acostumbrado y me quedo con el disfrute que necesariamente nos brinda la lectura de una novela o una poesía sin que necesite de padrinazgos y recomendaciones críticas para que me guste. Tampoco necesito de explicaciones semántico –semiológicas- sicológicas para entenderla. Si no entiendo por mis propios medios mal me queda refugiar mi inseguridad en las palabras de otras personas para “entender” y por lo mismo adquirir cierta competencia en el medio intelectual al cual no me interesa pertenecer, ni que me pertenezca.

Como mujer, como creadora, como feminista estoy interesada en deshacerme de la racionalidad, de las estructuras, de las teorías que nos brindan esa seguridad tan necesaria para sobrevivir dentro de los caminos que nos han trazado por muchos siglos. No es necesario decir por quién, ya se sabe y no me interesa el proselitismo barato; busco expresarme y para hacerlo es necesario que olvide los viejos métodos, los viejos discursos, los viejos gestos… y vaya que cuesta, aunque haya tan poco que perder: la lógica, la razón, la brutalidad, el miedo, el delirio de poder, la dominación, el engaño, la miseria, la ignorancia, la violencia…

Lamento no poder orientar a las posibles personas lectoras de tu novela, prefiero que se aventuren, que se adentren en ella, aprendan con ella, se nutran con ella y después opinen lo que quieran, que les guste o no lo que escribes. Ahí está y se defiende por sus propios medios, ya dejó de pertenecerte. Ahora pertenece a  nosotros, “los extraños de la planta baja”.

Un abrazo

Gloria

Lo que no leí hoy porque el diálogo tomó otros rumbos: Cuerpo, arte y diálogos entre mujeres

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Cuerpo, arte y diálogos entre mujeres para acabar con el racismo

Cali, 10 de julio de 2015

Dialogar implica escuchar, cuestionar(se) y aprender.  Básicamente dialogar es poner en crisis las propias convicciones, ideas y construcciones políticas por el peso de las palabras de otra persona o grupo de personas. Dialogar apela al sentir, la emoción y el asombro como elemento comunes a la estética, la actividad artística y la pedagogía. No se opone a la racionalidad, la argumentación y la productividad, pero las ubica como partes de la construcción del conocimiento, no su totalidad. El diálogo, como el sentir que pone en juego, nunca es neutral. Involucra los cuerpos y las historias corporales, traza nuevamente las siluetas de los cuerpos con sus experiencias y sus proyecciones, eso es sus proyectos, deseos y utopías que, para no convertirse en imposiciones autoritarias, deben precisamente circular de una a otra. Como feminista no concibo otra forma de filosofar que no sea el diálogo entre mujeres sobre su condición y sus intenciones. [1]

Reconstruir nuestras historias corporales y redibujar nuestras siluetas en la historia del presente educa a la empatía no sólo entre personas, sino entre cosmovisiones, ideologías, sistemas de género diversos y hace de la diferencia un elemento de construcción y no de división.

Como mujer blanca, soy parte del sistema racista porque existen privilegios que ese sistema me otorga y que (junto con los privilegios y las desigualdades del clasismo) han sido usados para impedir el diálogo entre mujeres desde hace más de 500 años. Individuar, denunciar y no usar los privilegios  que el sistema reserva a las personas blancas es una actitud política.

Por supuesto es imposible dialogar con quien no quiere hacerlo y es totalmente legítimo que por motivos diversos (políticas de la identidad, desconfianza, imposibilidad de encuentro, etcétera) las mujeres indígenas y negras de Nuestramérica se nieguen a considerar el diálogo con una mujer blanca, académica, urbana, con un pasaporte que le permite cruzar fronteras sin vivir el infierno de las migrantes que cruzan por el territorio mexicano.

Sin embargo, rescatar el cuerpo sexuado, racializado, etarizado a través de las historias corporales que remiten a cómo se vivieron esas experiencias ofrece la posibilidad de nombrar el gozo, la represión, el miedo, el poder desde un nosotras en construcción. Romper las barreras de la prepotencia blanca y del resquemor y rechazo de las mujeres racializadas para la explotación laboral y la expoliación territorial es la tarea de las dialogantes. Y es una tarea política, pues tiende a la construcción de caminos epistémicos del ser y el actuar de las mujeres como sujetos sociales organizados, y redunda en un avance concreto hacia la destrucción del sistema racista como sistema de múltiples opresiones. Y es una tarea estética, pues permite la emoción y el asombro, da vida a maneras de percibir la realidad desde otro lado que la confrontación y la organización jerárquica de los valores.

De 2008 a 2011 leí toda la bibliografía escrita por mujeres indígenas en Nuestramérica que pude conseguir en la Ciudad de México, así como fui a escuchar a las dirigentes y voceras de los pueblos originarios que las universidades y organizaciones políticas feministas o progresistas mexicanas invitaban a hablar. Viajé a diversas comunidades donde esas mujeres me invitaron y desde ahí, durante 2010 y 2011, fui al encuentro de interlocutoras en sus propios lugares de producción ideológica, política, filosófica, teológica, ecologista de corte feminista.

Había terminado de escribir Feminismos desde Abya Yala[2] cuando conocí a las mujeres purépechas de Cherán.  Su oralitura se me reveló en la narración de su lugar político, afectivo y de lazo entre diversos elementos eco-mágico-religiosos en el movimiento que habían encabezado en abril de 2011 para defender su agua, su bosque y sus hombres de la delincuencia organizada y de las autoridades del estado que la solapaban. Hay un sentir político, estético y pedagógico en las acciones de mujeres tan inextricablemente involucradas con su pueblo-territorio que fueron capaces de transformar la historia política de México, gracias a una interpretación propia de la autonomía municipal.

La importancia y la fuerza que tienen las reflexiones y acciones de las mujeres maya y xinka de Guatemala son igualmente entrañables. Tengo la sensación (y subrayo que se trata de una sensación -un sentir y una emoción- que informa mi análisis y no una falta de racionalidad) que la intelectualidad más disruptiva de América es la hoy se reúne en los círculos y comunidades de estudio de los pueblos originarios guatemaltecos. Hagamos el esfuerzo estético de sentir aquí la fuerza política que tuvo la denuncia de la violencia sufrida en su cuerpo y en sus sentimientos y comunidad por parte de las mujeres del pueblo Ixil en el juicio por genocidio contra el ex dictador de Guatemala, Efraín Ríos Montt. Con la cabeza cubierta, ante una jueza que respetó su palabra, acompañadas y contenidas por las mujeres de otros pueblos mayas y por feministas blancas y mestizas y abogadas solidarias con su condición de mujeres violentadas, las mujeres ixiles hicieron evidente que no hay colectividad que no esté formada por mujeres y hombres y que aún la abstracta ciudadanía del estado liberal, no existe sin el lugar imputado a los cuerpos con sus atributos sexuales.

Cuando hablaron de violencia contra sus cuerpos, las denunciantes ixiles relataron las formas de la represión y el genocidio, cuando dijeron violación definieron la forma de la tortura, cuando dijeron mi hija dijeron una persona amada que era miembro de mi comunidad, cuando dijeron sobrina dijeron una compañera, cuando dijeron muerta dijeron víctima de un crimen de estado. Así la palabra de las mujeres ixiles les dio a los pueblos maya de Guatemala la fuerza del reclamo frente a un estado racista y ratificó una alternativa política para Nuestramérica, la que se está perfilando desde las prácticas y las teorías de la convivencia de los pueblos de Abya Yala, uno de los nombres ancestrales del continente.

Puesto que la historia es siempre historia del presente, los intercambios de posiciones sobre los feminismos y las políticas de las mujeres de las compañeras de diversos pueblos están hoy atravesado por acciones y reflexiones muy diversas. En todos los territorios americanos, en este momento, mujeres en colectivo o mujeres y hombres están actuando y reflexionando de manera autónoma de lo que se produce en la escuelas, congresos y universidades.

Ningún libro –mucho menos un libro escrito por una mujer blanca- puede contener la historia contemporánea de los pueblos originarios de Nuestramérica. Las propuestas políticas de las comunidades ante la nueva forma de despojo territorial sin límite legales del capitalismo global –aparejada a las represiones estatales y de los grupos económicos transnacionales, en particular de las mineras y otras empresas que “rapiñan” (uso aquí un término caro a Rita Laura Segato)[3] los territorios, los trabajos y la tierra defendida por las comunidades- provocan cambios que  la academia y la política de estado no  registran porque no los comprenden.[4] La historia contemporánea de los pueblos originarios está muy revuelta y activa. Traducir y relatar las palabras que ruedan entre nosotras es hoy una tarea estético-política. Por supuesto, no niego que todo proceso de traducción implica una apreciación que no está exenta de vivencias de privilegio o de discriminación. No obstante, no hay diálogo sin traducciones diversas (de contexto, de significados, de voluntades, de lenguas).

Para acercarnos a sistemas de ideas que conviven sin conocerse, hay que reconocer que sin la voz de una interlocutora no idéntica éstos se nos escapan o quedan atrapados en el propio sistema de ordenamiento. El caso más obvio de ello es la comprensión de los sistemas de relación entre personas sexuadas, que el feminismo occidental ha reducido a su propio sistema de género, binario, jerárquico, heteronormado y profundamente desigual por la alta valoración que la cultura que se deriva del cristianismo atribuye al universo “masculino”. La historia en acto de los levantamientos, pronunciamientos, debates políticos, construcciones ideológicas, organizaciones políticas y –desgraciadamente- represiones e intentos de despojo se entiende de modo distinto dependiendo de la narración que se haga de ella. No podemos renunciar a las narraciones, éstas deben ser escuchadas, deben impactar nuestras emociones para que las incorporemos al ámbito de la comprensión. ¿Cómo referir la historia de la masacre y secuestro de los estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa omitiendo que muchos de los asesinados y de los 43 desaparecidos, además de ser hombres, es decir de cargar con una construcción de género que los ha obligado a desarrollar “una afinidad significativa a lo largo de la historia de la especie entre masculinidad y guerra”[5] – y que es aquella con la cual la historiografía oficial tiende a identificar la humanidad- eran y son miembros de una comunidad? Por lo menos uno de ellos era me’phaa y dos eran nahuas. Eso es, eran estudiantes con una identidad comunitaria que regía su voluntad de aprendizaje para convertirse en educadores.

Volviendo al diálogo entre mujeres feministas diferentes, éste es un ir y venir de ideas  generadas por diversos sistemas de rebelión ante las jerarquías de género propias de cada pueblo. Cuando empecé a escuchar las historias corporales de mis interlocutoras, yo era ya una feminista “histórica” (es decir, viejita y rodada), no obstante desconocía muchas reflexiones y propuestas interpretativas de lo que es el cuerpo, la sexualidad, la pertenencia. La lingüista mixe Yásnaya Aguilar afirma que: “El ‘otro’ se crea a partir de establecer una diferencia generadora”.[6] Eso es, el otro no existe en sí, es necesario que se le construya, categorizándolo como alguien uniforme y homogéneo, desvinculado de la individualidad y al que no se pregunta si se considera una unidad con todos los otros “otrizados”.

Yásnaya Aguilar además sostiene que:

En el caso de los pueblos indígenas, el hecho de que constituyamos un ‘otro’ uniforme y homogéneo para la mayoría de la población mexicana sorprende, por decir, lo menos; sobre todo, considerando que formamos parte del mismo estado-nación, que llevamos una convivencia de cinco siglos y que, además de todo, en el discurso se habla con orgullo del mestizaje físico y cultural de nuestro país. En este caso no hay distancia geográfica que valga para justificar la homogenización que se hace del mundo indígena. La nulificación de nuestras complejidades y diferencias sólo evidencia que, a pesar del tiempo y la mutua convivencia, aún no establecemos una relación realmente verdadera y de iguales que propicie un conocimiento profundo y un intercambio intenso.

El diálogo precisamente apunta a borrar esta actitud de otrificación simplista. Pone en juego pluralidades y no homogeneizaciones, implica la imposibilidad de someter a una idea clara y distinta de matriz individualista occidental las ideas de las mujeres que conviven en América. Es reconocimiento, una mano que palpa un rostro, el impacto de la voz en el oído, la ubicación de una imagen que nos enreda, nos convierte en tejido, en texto, en lienzo. Al construir el espacio para escucharnos nos desubicamos, ya no somos quienes éramos, nos preguntamos quiénes somos sin hacernos acreedoras de las relaciones coloniales.  Yásnaya Aguilar, así como la poeta q’eqchi’ Maya Cu, quien se carteó conmigo de 2008 a 2012, al no rechazarme ni al preferirme, sólo aceptándome como interlocutora, me dieron el derecho de entender los orígenes históricos y las consecuencias cotidianas del racismo y el sexismo americanos en nuestras respectivas vidas, quitándome con ello el privilegio de ser su intérprete. En efecto donde existe un privilegio siempre hay un derecho negado. Someterse a una entrevista no es lo mismo que confrontar universos semánticos para manifestarse y significarse.

El diálogo feminista urge a denunciar la discriminación implícita en los modos de categorizar, definir y demarcar la importancia de una idea o una acción que aprendimos en nuestras universidades, muchas veces públicas, cuando no progresistas. Así como obliga a reconocer la producción de ideas políticas de liberación de las mujeres que no provienen del feminismo (los feminismos, en realidad) que se han generado en el seno de la organización política capitalista, que sólo reconoce a un  sujeto individual de ciudadanía y una economía monetarista.

Ser el otro equivale a ser una minoría, no numérica sino ideológica. Ser alguien minorizado, como dice mi amigo Jesús Serna,[7] alguien disminuido y definido. Alguien borroso, siempre igual a sí mismo, desprovisto de presente porque excluido de la historia activa y reconocible.

Como feminista, no soy otra de un hombre ni de una mujer, estoy interesada en ella con quien me hago yo y me vuelvo nosotras. Es-soy-somos alguien que tiene una identidad negada a partir de que se le niegan la lengua, la historia, los intereses construidos y se le esencializan las diferencias. Es-soy-somos quien se pregunta quién es a sabiendas que no puede darse una respuesta si no la teje con las imágenes, las representaciones y los escenarios de cada una de sus figuras.

La feminista comunitaria aymara Julieta Paredes -coincidiendo en ello con las mujeres del movimiento francés por la paridad entre mujeres y hombres de la década de 1990- sostiene que todas las sociedades olvidan  que están compuestas por un 50% de mujeres y que, por lo tanto, las mujeres no pueden ser sus otras, pues son sus constituyentes. La abstracta ciudadanía y la esencializada identidad son construidas como neutras, pero son femeninas y masculinas (por lo menos hasta que se reconozca discursiva y políticamente la existencia social de las y los intersexuales).

Las mujeres somos la mitad de todas las sociedades, también de aquellas naciones que son “otrizadas”; eso es, infantilizadas, segregadas, marginadas, tuteladas, escondidas, convertidas en la excepción ante una sociedad hegemónica que se auto-identifica con el sujeto universal del derecho y la historia. Somos la mitad de la ciudadanía abstracta y de la población concreta en todas las naciones y según todos los sistemas de participación política: sean los que sostienen un sujeto individual, legalmente igualitario, que elige sus representantes, sean los que nutren su organización comunal en asamblea y creen en la complementariedad de las personas para el funcionamiento del colectivo.

En todos los pueblos donde ésta existe, las mujeres hemos generado un pensamiento crítico a la organización desigual de los poderes entre hombres y mujeres, en beneficio de los primeros. Si las mujeres de los pueblos originarios le llaman feminismo o no, en buena medida, es un problema de traducción. ¿Qué es el feminismo? ¿Una teorización liberal sobre la abstracta igualdad de las mujeres y los hombres o la búsqueda  puntual que emprenden las mujeres para el bienestar de las mujeres y en diálogo entre sí para destejer los símbolos y prácticas sociales que las ubican en un lugar secundario, con menos derechos y una valoración menor que los hombres? Si la palabra feminismo traduce la segunda idea, entonces hay tantos feminismos cuantas formas de construcción política de mujeres existen. En cada pueblo, desde precisas prácticas de reconocimiento de los propios valores.

Por años el feminismo blanco y blanquizado -como Rita Laura Segato define el pensamiento de las personas que no siendo blancas comparten con ellas sus sistemas de valores-,[8] que hoy ha logrado espacios de institucionalización significativos, ha visualizado su liberación con base en la historia corporal y las experiencias de mujeres que viven dentro de un sistema de género binario y excluyente. La percepción de que este sistema no es universal se le escapa porque es hegemónico y organiza de igual forma sus saberes y su economía de mercado. El feminismo blanquizado tiende a dirigirse a las mujeres de los pueblos indígenas como si compartieran el mismo sistema de relación entre los géneros, más aún como si fuera necesaria la existencia de un sistema de géneros y su relativa invención de lo femenino y lo masculino. Esta tendencia reproduce una actitud de tutelaje colonial y duplica la otrización indiferenciada que Yásnaya denuncia; el feminismo blanco no puede identificar la palabra, iguala todas las opresiones, recusa lo que no conoce, equipara el reconocimiento de lo comunitario con la sumisión a sus normas, desprecia el valor de las historias y no reconoce validez a ideas que no sean las propias.

Este feminismo exige del estado leyes y organiza “escuelas de líderes”, sin darse cuenta que la misma idea de liderazgo pone en crisis la identidad política de quienes se piensan colectivamente, siendo capaces de aportes individuales que se socializan. Propone la igualdad con el hombre, cuando en procesos duales no binarios, la igualdad no es un principio rector de la organización política de las mujeres. Se crispa ante la idea de una complementariedad múltiple,  donde ni las mujeres ante los hombres, ni un pueblo ante el estado-nación que lo contiene, vivan subordinación alguna, sino sean interactuantes en la construcción histórica de su bienestar.

Elaborar ideas que se salen del parámetro de la racionalidad aprendida es un hecho estético y político que el diálogo propicia. Las mujeres mayas, nasas y zapotecas que dialogaron conmigo, me aceptaron  a pesar de mi aspecto, porque no lo valoraron como un símbolo de identidad que estaba por encima de la emoción y el asombro de estar juntas. Me enseñaron el sentir de sus sistemas de evaluación, considerándome tan humana como en ocasiones la sociedad que me ha formado no las consideró a ellas.

Vuelvo a la denuncia de las mujeres ixiles que en abril de 2013 testificaron en el Tribunal de Mayor Riesgo de Guatemala para que el general Ríos Montt, ex presidente de facto, fuera enjuiciado por genocidio. Una Comisión de la Verdad, respaldada por Naciones Unidas, concluyó hace años que Ríos Montt había cometido una media de 800 asesinatos mensuales en los 17 meses que gobernó Guatemala entre 1982 y 1983, el periodo más sangriento de una guerra civil que duró de 1960 a 1996. Las sobrevivientes de las masacres contra el pueblo maya Ixil se atrevieron a recordar y relatar las formas que adquiere una guerra genocida, dejando clara evidencia de que la violación sistemática de las mujeres de un pueblo es un instrumento de genocidio. El 10 de mayo de 2013, el Tribunal de Mayor Riesgo condenó a Ríos Montt a 80 años de prisión inconmutables por la muerte de 1,771 ixiles a manos del Ejército entre 1982 y 1983. A pesar de que el 20 de mayo tres jueces corruptos de la Corte Constitucional anularon la sentencia, los pueblos maya de Guatemala hoy saben que su incursión en el derecho de un gobierno que siempre los ha discriminado y empobrecido ha sido exitosa. El pueblo Ixil contó con una jueza honesta, la presidenta del Tribunal de Mayor Riesgo, Jazmín Barrios. Las mujeres ixiles contaron con lesbianas y feministas blancas que les pasaron la seguridad de que nos las juzgarían, con escuchadoras asombradas por su fuerza, con mujeres que tejieron con ellas sus emociones.

En este momento, los agronegocios, la minería, la explotación petrolera, el turismo, las hidroeléctricas y eólicas son los rostros de una renovada frontera de expansión económica (¿neoconquista, rapiña?) que busca expulsar de sus territorios a pueblos que legalmente han adquirido derechos a la participación y consulta sobre los “intereses que los afecten”.

Las mujeres purépecha del Municipio Autónomo de Cherán, que en abril de 2011 encabezaron la revuelta contra los talamontes que acosaban su comunidad, agrediendo sus bosques y amenazando la pureza de sus aguas, me enseñaron también que los “malos” –los delincuentes y agresores organizados- se suman a los otros agentes de la corrupción y la discriminación económica y nacional: trata de personas, despojo maderero, contrabando, asesinato de dirigentes son crímenes relacionados con el intento de etnocidio.

Paralelamente, a la luz de la violencia que los agentes de los estados, la delincuencia y las empresas despliegan contra los pueblos cuando defienden el agua, el aire, la tierra, el subsuelo como elementos sagrados de la vida, la categoría de “territorio cuerpo-tierra”, producida por el feminismo comunitario xinka de La Montaña Xalapan, en Guatemala, adquiere una relevancia política que es también pedagógica y estética. Resulta evidente que “defender un territorio ancestral de la minería sin defender a las mujeres de la violencia sexual es una incoherencia”. Lorena Cabnal sabe que no puede omitir las historias corporales que atestiguan la rapiña violenta de los territorios, pues actúa y piensa como feminista comunitaria que no elude la denuncia del capitalismo y el colonialismo para describir el patriarcado mixto, fruto del “entronque” del patriarcado cristiano colonialista con el patriarcado ancestral, que pervive en su comunidad.[9]

Hacer dialogar las ideas de las feministas de La Montaña Xalapan con las reflexiones de Rita Laura Segato cuando define la pedagogía de la crueldad como la construcción  sistemática de la falta de empatía entre las personas para sostener el actual sistema de poder, me parece de vital importancia para destejer la modalidad de explotación que descansa, entre otras cosas, en un racismo que sólo puede ser deshecho por las proyecciones de las mujeres feministas que no omiten los cuerpos con sus sentires y emociones en la reconstrucción de su historia.

[1] Para entender por qué “filosofar” y no “filosofía”, hay que conocer la propuesta activa del pensamiento neustroamericano de Horacio Cerutti Guldberg, Filosofar desde nuestra América: Ensayo problematizador de su modus operandi, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, México, 2000; Filosofías para la liberación: ¿liberación del filosofar?, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, 1997; Filosofando y con el mazo dando, Biblioteca Nueva, Madrid , 2009. En cuanto al diálogo como una de la propuestas más antiguas de la lógica, el diálogo feminista no es platónico, en cuanto una mujer que filosofa no lo hace lanzando una pregunta al modo de Platón, con la respuesta adecuada ya preparada en su mente para ser proyectada como una argumentación que desemboca necesariamente en la verdad lógica.

[2] El libro ha tenido varias ediciones, entre ellas las de Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2012 y 2015; Pañuelos en rebeldía, Buenos Aires, 2013; UACM, México, 2015.

[3] Por ejemplo, en la entrevista “La pedagogía de la crueldad” de Verónica Gago, Página 12, Buenos Aires, viernes 29 de mayo de 2015, http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-9737-2015-06-01.html Segato sostiene que: “Creo que un primer telón de fondo que hay que aclarar es la fase actual de la explotación, que involucra un tipo de retorno al trabajo servil, semiesclavo e incluso esclavo, producido por la caída de la centralidad del salario. Esta modalidad de sujeción de personas como mercancía demanda una insensibilidad particular. Hay una idea que estoy trabajando, donde elaboro algo que empezó como una broma y ahora es serio: estaríamos hoy en tiempos de conquistualidad del poder, más que de colonialidad del poder, como propuso Aníbal Quijano en su célebre formulación. Me refiero a una nueva fase de conquista de los territorios, de rapiña de todo, sin límites legales. Una característica esencial de la conquista fue la suspensión del derecho, de los códigos de justicia de la época, por la cual la corona pasó a tener una existencia en gran medida ficcional como poder central. Hoy estamos en un momento semejante debido a la ferocidad de las apropiaciones territoriales, al desalojo de los pueblos de sus espacios de vida, realizados con una truculencia extrema.”

[4] Para los nuevos métodos de protesta que se rehacen a tradiciones de resistencia indígenas y el saber propio de los pueblos indígenas, ver a Gladys Tzul,  “San Juan Sacatepéquez: una lucha abierta en la Guatemala del despojo. Las doce comunidades kaqchikeles contra la Cementera San Gabriel”, en Varios Autores, Territorios en disputa. Despojo capitalista, luchas en defensa de los bienes comunes naturales y alternativas emancipatorias para América Latina, Bajo Tierra Ediciones, México, 2014: “…los sistemas de gobierno comunal indígena de San Juan Sacatepéquez han elaborado y producido una serie de estrategias de lucha para la defensa y la recuperación del territorio. Así, podemos encontrar desde la deliberación en asambleas comunales, la realización de denuncias en tribunales nacionales e internacionales, la elaboración de consultas comunitarias, la construcción de puestos de control para vigilar el ingreso de extraños a los territorios, hasta la composición de canciones y música que alimentan los procesos de lucha. Incluso, las comunidades hicieron desfilar a San Francisco de Asís para que defienda el territorio, al que rebautizaron como santo ecologista en el entendido de que camina con la gente en las multitudinarias marchas. De esta forma, en junio de 2008 lograron impedir que la maquinaria de la empresa entrara a San Juan. Si bien la coyuntura actual implica nuevos desafíos y aprendizajes, el despojo no es nuevo para los pueblos indígenas de Guatemala. Durante los años en que se perpetró el genocidio, es decir, entre 1960 y 1996, se produjeron una serie de desmembramientos y de expropiaciones de tierras comunales. Los hombres y las mujeres que participan en las luchas indígenas saben que existe una correlación entre los muertos en las comunidades arrasadas-desmembradas y el despojo de sus tierras…”, p.171

[5] “La pedagogía de la crueldad, ob. Cit.

[6] Artículo del el 4 de julio de 2012 en la revista mexicana Este País.

[7] Jesús Serna Moreno, México, un pueblo testimonio: los indios y la nación en Nuestra América, UNAM-Plaza y Valdés, México, 2001

[8] Según Rita Laura Segato, las naciones americanas no son mestizas sino blancas o blanquizadas, es decir asumen como  identidad neutra colectiva la que privilegia el lado europeo de su sistema de organización, convirtiendo en “otros” a los pueblos indígenas y las colectividades afroamericanas. De esta forma, las naciones americanas esconden el racismo construido por la explotación colonial que no ha terminado de destejerse porque representa los intereses de la economía capitalista y sostienen la legalidad con que el racismo y el sexismo fueron impuestos: “Los cauces profundos de la raza latinoamericana: una relectura del mestizaje”, en Crítica y Emancipación. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, año II, n.3, CLACSO, Buenos Aires, 1er semestre de 2010.

[9] Lorena Cabnal: “Para las mujeres indígenas, la defensa del territorio tierra es la propia defensa del territorio cuerpo”, entrevista con PBI Estado Español, mayo de 2013: “Ser mujer y defensora de derechos humanos nos coloca en situación diferente a la de los compañeros defensores hombres, porque se usa la violencia sexual como instrumento de represión contra la defensa del territorio tierra”. http://www.pbi-ee.org/fileadmin/user_files/groups/spain/1305Entrevista_a_Lorena_Cabnal_completa.pdf

Fuertes, maltratadas, insumisas y trabajadoras las mujeres mexicanas desean pasársela bien

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¿Princesa azteca como Macuilxochitl, poeta virreinal como Sor Juana, pintora que instala su estudio en el centro de la ciudad desafiando la moral burguesa como María Izquierdo?  Hay muchas viejas imágenes estereotipadas  de la mujer mexicana. El cine de la época de oro se inventó a Juana Gallo. La literatura de Elena Poniatowska subrayó aspectos nacionales de la heroicidad femenina, transformando a revolucionarias, campesinas, pintoras, feministas y fotógrafas en “cabritas locas”. Tina Modotti las envolvió en banderas. La iglesia católica las hizo mártires. La violencia del narco y la trata de personas, víctimas.

En la mente de muchos, nacionales y extranjeros, existe también “una” mujer mexicana. Es la que encarna la nación, o por lo menos el 50 por ciento de ella: se parece en algo a la Madre Patria de la portada de los libros de primaria, de largo pelo negro y gesto republicano; otro poco, a las publicidades pintadas por Gala en las década de 1930-1950, flores en el pelo y hombres que las acechan caballerosamente; y finalmente, a la madre devota, el ángel del hogar, aquella que lleva  una chancla en la mano derecha para reprimir al hijo (pero sobre todo a la hija) que llega tarde, y una sartén en la izquierda para prepararle de comer a la hora que sea.

Existen estereotipos más modernos, por supuesto. Jefa de un cartel del narcotráfico, tipo “La Reina del sur”, una Teresa Mendoza muy taquillera inventada por el novelista español Pérez Reverte y convertida en antiheroina de telenovela. Las siempre enamoradas, despechadas y cocineras mujeres de las novelas mexicanas más vendidas, las Tita de Como agua para chocolate de Laura Esquivel o las tías y primas educadas para el matrimonio y la servidumbre familiar que Ángeles Mastreta retrata en Mujeres de Ojos grandes. Las cabareteras fatales de los antros de Garibaldi. Las asexuadas investigadoras en ciencias genómicas que buscan el reconocimiento internacional y están dispuesta a pasar sobre todos para conseguirlo. Ninguno es cierto, pero todos tienen un uso.

El sistema de salud mexicano lucha contra el sobrepeso de 60 millones de mujeres, dando a entender que todas son candidatas a la diabetes. Por ello tapiza los muros de las ciudades de simpáticas gorditas dispuestas a saltar la cuerda para no enfermarse y ser mamás cariñosas por muchos años. La publicidad en folletos, volantes o anuncios espectaculares, por el contrario, se dirige al 40% de la fuerza laboral mexicana compuesta por mujeres y las representa como flaquitas activas, de sensualidad agresiva,  compradoras compulsivas, atentas a su figura, bien vestidas y caprichosas, dispuestas a comerse el mundo, aunque sigan ganando entre un 8 y un 20% menos que los hombres.

El racismo es poderoso en la publicidad, el cine y la televisión. Sólo el 4% de la población mexicana es blanca, aunque ese mínimo porcentaje es casi el único representado en esos medios. El arte es menos discriminador: las mujeres mexicanas se parecen más a sí mismas en los pinceles de sus extraordinarias pintoras – desde las iniciadoras María Izquierdo, Andrea Gómez, Olga Costa hasta las contemporánea Gabriela Arévalo, María Romero, Flor Minor, Magali Lara-  y en las fotografías de Mariana Yampolsky, Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide y las contemporáneas Ivelín Meza, Irma Villalobos, Yolanda Andrade, Eunice Adorno.

El altísimo número de artistas mexicanas sigue sin ser  muy conocido, una poeta oculta a la otra, pocas veces las clases de literatura moderna recuerdan que enteras corrientes literarias del siglo XX les deben sus inicios a autoras femeninas, como lo real maravilloso a la pluma de Elena Garro, la literatura íntima a la descripción de la revolución llevada a cabo en Cartucho por Nellie Campobello y la novela de formación de caracteres críticos al racismo y al sexismo a Balún Canaan de Rosario Castellanos.

Los estereotipos de belleza inventan indígenas acostadas como montañas, con sus trenzas convertidas en colinas, o amazonas, domadoras de caballos, bebedoras de tequila, cuando no humildes muchachitas a la espera de su hombre en el umbral de una encalada casa de campo. Inventan asimismo a hijas, madres, enfermeras, maestras. Todas son fantasiosamente bellas porque son percepciones fijadas de una fantasía externa: las siempre dispuestas, las esforzadas, las seductoras. Son la encarnación del engreimiento masculino, su necesidad de saberse objeto de la intención e interés de las mujeres y su creencia de poderlas poseer.

Pero la belleza de las mexicanas no viene de su abundante cabello negro, de su sonrisa desafiante, de la altivez de su juventud ni de sus vestidos tradicionales, hermosamente bordados a mano o tejidos en telares de cintura, según una tradición milenaria atravesada por los cambios en la indumentaria que introdujo la invasión europea en el siglo XVI.  La belleza mexicana es un asunto de gentileza y de solidaridad, de capacidad productiva y de resistencia. Esta belleza no es estereotipada, sino diversa.

Entre las mujeres más bellas de México están las cocineras de La Patrona, un pueblo del estado de Veracruz, encabezadas por Norma Romero Vázquez y su madre Leonila Vázquez, quienes desde hace 20 años se paran a un costado de las vías del tren, para entregar comida a los migrantes que atraviesan por esta región en su tránsito por México con dirección a Estados Unidos.

Hermosamente vivas son también las mujeres de los 69 pueblos indígenas del país, que sostienen una economía agrícola no agresiva con la Madre Tierra. Muchas de ellas son artesanas del tejido, la alfarería, el trabajo en madera y la pintura sobre papel de corteza de un árbol, el amate. Con su telar y los conocimientos antiguos de sus abuelas, cuidan plantas medicinales e hilan sueños y esperanzas, produciendo tisanas para el cuidado de la salud y tejidos para los miembros de su familia y para la venta en las calles. Venden sus productos hechos a mano, se encuentran, caminan juntas, abarrotan los mercados, les pagan los estudios a sus hijas. Sin embargo, su vida no es fácil: en muchas ocasiones la policía, los acaparadores y los comerciantes establecidos las expulsan y les roban su mercadería. Las autoridades de muchos municipios les niegan permisos para el comercio. Las empresas internacionales, las corporaciones que patentan los medios de subsistencia y los productores de bienes genéticamente modificados las rechazan e intentan criminalizarlas.

La actividad social y política de las mexicanas parece no tener límites. Son defensoras de derechos humanos, se organizan contra la desaparición de personas, son ambientalistas, artistas visuales, poetas, narradoras, documentalistas. Las periodistas más comprometidas con las causas sociales del país son mujeres. En la década de 1980, Sara Lovera sistematizó la actividad informativa de y sobre las mujeres desde una perspectiva feminista. En 2013, Marcela Turati  fundó la Red de Periodistas Sociales “Periodistas de a pie”. Considera que el periodismo es “un medio de cambiar las cosas” y sensibilizar a los lectores. Se ha especializado por ello en investigaciones sobre la violencia y sus efectos en la sociedad mexicana. Una elección peligrosa: México es el segundo país más mortífero del continente americano para el gremio periodístico después de Honduras.

En un primer momento, Marcela Turati pensaba que no había diferencias entre un hombre y una mujer periodista; hoy su opinión ha cambiado y le preocupa la discriminación por sobreprotección tanto como el acoso sexual al que se enfrentan las periodistas. En particular, denuncia que  cuando  dan a conocer estas presiones, sobre ellas se cierne la censura moral y les dicen que están locas o histéricas; que quieren llamar la atención. Para mejorar la situación de las periodistas, Marcela insiste en la importancia de acabar con la impunidad, de emprender investigaciones con una perspectiva de
género y de ofrecer una protección adaptada a las víctimas.

Las mexicanas son valientes, no hay lugar a dudas. Y son muy trabajadoras. Demasiado, podría decirse, ya que de por sí México es el segundo país donde se trabajan más horas por semana, 50, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, que reúne a 34 países. Si se considera la segunda jornada laboral, la de los cuidados afectivos, de salud y alimentarios, así como de la reposición de la casa y la ropa, las mujeres mexicanas ¡trabajan más de 80 horas a la semana!

Las mujeres mexicanas dedican 373 minutos cada día a diversas actividades del hogar, tres veces más que los 113 minutos que les destinan los hombres.

En algunas de las tareas realizadas en casa, las diferencias entre mujeres y hombres son mayores: en el cuidado de los hijos, las mujeres destinan 53 minutos al día y los hombres sólo 15; ellos pasan 75 minutos diarios realizando actividades rutinarias como limpieza, preparación de alimentos o lavado de ropa, mientras que ellas le dedican 280 minutos al día, casi el cuádruple. No obstante, es brutal el uso del discurso de la afectividad y la no diferencia en la calidad de los cuidados, es decir del discurso de la igualdad de género de origen feminista, que los hombres esgrimen cuando reclaman la custodia de los hijos e hijas a la hora del divorcio. El problema es que la mayoría de los jueces y las juezas ¡les creen!

Tanto trabajo redunda en que las mexicanas descansan y aparentemente se divierten menos cuando viven en pareja: hay estudios que dicen que dedican una hora menos que los hombres al descanso y la diversión.

¿Entonces de veras es cierto que las mexicanas se desviven por el amor y buscan pareja como pretenden que hagan sus telenovelas?

Siete millones de mexicanas encabezan familias que mantienen con su trabajo. Conforman el 51.6 por ciento de la población del país, viven profundos rezagos en temas de igualdad, a pesar de que han logrado la batalla por el 50% de las candidaturas en las elecciones federales, y están expuestas a una violencia que las madres organizadas contra la desaparición y asesinato de sus hijas han bautizado hace 22 años en Ciudad Juárez con el fatídico nombre de “feminicidio”. A la par,  son el 52 por ciento de las estudiantes universitarias del país, médicas y biólogas destacadas,  así como importantes abogadas y sociólogas, a pesar de que el analfabetismo, en México como en el mundo, es una condición que afecta en mayor proporción a la población femenina. La posibilidad de acceder a una educación básica permanente disminuye para las mujeres respecto a los hombres ahí donde las condiciones de bienestar de las familias imposibilitan que no trabajen durante la infancia y la adolescencia. Aun así, hoy el 98% de las niñas mexicanas cursan la primaria y el 87% la secundaria.

También es cierto que ahí donde hay pobreza, las mujeres comen menos y después que los hombres. Costumbres, malditas costumbres… Desgraciadamente, los hogares encabezados por mujeres presentan carencias alimentarias en una proporción mayor a los hogares que tienen a un hombre como jefe de familia.

¿Pero cómo soportar la convivencia con un hombre si según la más reciente Encuesta Nacional sobre Dinámica de las Relaciones en los Hogares (realizada en 2011), el 46% de las mujeres mexicanas mayores de 15 años reporta haber sufrido alguna agresión de pareja? ¿Si el 53%  se considera víctima de violencia económica por parte de sus convivientes masculinos; el  29% reporta agresiones físicas y el 16%, violencia sexual?

Mejor romper con estereotipos, que soportar matrimonios. En realidad, es difícil decir de las madres mexicanas que son conservadoras y tradicionales: sólo el 50% se ha casado alguna vez y apenas el 22% vive en pareja. El 44.1% está en el mercado laboral y, desgraciadamente, un número altísimo es adolescente (19.4%). Por supuesto, no muchas llegan a ser madres, puesto que la mortalidad materno infantil es muy alta (42.3 por cada 100 mil nacimientos).

Ya que la mitad de las mujeres en las parejas heterosexuales ha sufrido alguna vez violencia doméstica, se divorcian con facilidad y construyen hogares con amigas de diversas edades o con hermanas, tías, primas, cuñadas. Son tantas las divorciadas/separadas que optan por esta forma de vida,  que el 20 por ciento de las mujeres mexicanas viven con otras mujeres.

Desde el 29 de diciembre de 2009, en la Ciudad de México las personas del mismo sexo han accedido al matrimonio. Muchas mujeres lesbianas han optado por hacerlo, conformando las parejas que hasta el momento menos se divorcian. No obstante, no se trata de todas las relaciones lésbicas, ya que muchas cuestionan la norma de la convivencia matrimonial.

Es interesante notar que entre los grupos de mujeres jóvenes en México, de sectores populares y medios, hay una fuerte crítica a las relaciones excluyentes. “No, las parejas no son para mí: no quiero vivir con una sola persona y perder por ello lo que puedo hacer con mucha más gente”, me dice una grafitera de 22 años. Igualmente una rapera que estudia química en la UNAM, insiste: “La pareja te excluye del mundo”. En las grandes ciudades más que en los pueblos y en el campo, las jóvenes, así como las mujeres mayores que se han divorciado, reivindican la amistad como sentimiento privilegiado y optan por la vida en grupo o en soledad (si el dinero da para la renta de una vivienda). Algunas cabareteras contemporáneas y feministas, como Minerva Valenzuela, se mofan del amor en tiempos de violencia y hacen una sátira política que tiene mucho de sarcasmo sobre las costumbres.

Más tradicionalistas, las mujeres que se dedican a la política en los partidos y buscan acceder a cargos de representación no se atreven a tanto. Han venido implementando desde hace cuatro décadas medidas legislativas para favorecer el acceso y la participación de las mujeres en la vida política del país. Hasta 2014, la ley electoral imponía una cuota de género del 40% en las postulaciones al Congreso Federal. Una reforma constitucional promulgada en enero de 2015, con vista a las elecciones del 7 de junio, elevó este requerimiento hasta el 50%. Estas medidas han permitido que las mujeres representen el 33.6% de los escaños en el Senado de la República y 38% de los asientos de la Cámara de Diputados, cuando a principios del 2000  no superaban el 20%.

Sin embargo, en los 32 congresos estatales de la Federación Mexicana, la presencia femenina oscila entre un 8% (Querétaro) y el 33% (Distrito Federal). Además, en los diversos poderes ejecutivos, la participación de las mujeres es aún menor: actualmente ninguna de las 32 entidades del país es gobernada por una mujer y en el gabinete federal únicamente tres de 21 secretarías (ministerios) tienen una cabeza femenina. A nivel municipal, solo el 5.5% de las alcaldías están presididas por mujeres.

En el Poder Judicial, las mujeres no están mucho mejor: en la Suprema Corte de Justicia de la Nación solo ocupan dos de 11 asientos. En el otro lado de la procuración de justicia, son presas presas tampoco gozan de derechos.

Según la periodista Mayela Sánchez, en efecto, las mujeres que están internas en el Centro Penitenciario de Piedras Negras, Coahuila, no tienen dónde dormir, ni dónde bañarse, lavarse o depositar agua para limpiar los sanitarios que usan. Las que están recluidas en el Centro Estatal de Reinserción Social 14 El Amate, en Chiapas, tienen que soportar el mal olor que provoca la zanja con agua sucia que hay alrededor de la cocina, mientras que las que viven en el Centro Femenil de Readaptación Social Santa Martha Acatitla, en la Ciudad de México, no cuentan con agua corriente, algunos de los baños que usan no funcionan y tienen que soportar la presencia de chinches. En el Centro Preventivo y de Readaptación Social Chalco, en el Estado de México, no tienen agua corriente ni drenaje, por lo que vierten sus desechos en fosas. Ellas también tienen que lidiar con las chinches. En otros lugares, como el Centro de Reinserción Social Duport Ostión, en Coatzacoalcos, Veracruz, además de las malas condiciones de mantenimiento e higiene del lugar, hay instalaciones eléctricas improvisadas, lo que implica el riesgo de un corto circuito o un incendio.

El recuento de los agravios puede seguir hasta cubrir casi todos los centros de detención femenina. Las mujeres son por lo general apenas el 4% de los presos hombres, aunque en la última década las agresiones, amenazas y seducciones económicas que acompañan el tráfico de drogas han aumentado la actividad delictiva femenina. La poeta Elena de Hoyos y la artista visual y performancera Lorena Méndez, que desde hace más de una década trabajan con presas desde una perspectiva de liberación de las emociones y enunciación de la propia historia, cuentan que además de alimentos insuficientes y de mala calidad, las presas sufren de abandono. Olvidadas por la sociedad, lo son también por sus familias, en particular por sus parejas masculinas, que tienden a sustituirlas afectivamente por otras mujeres.

Según Elena de Hoyos, sin embargo, el arte de las mujeres es más poderoso que las cadenas.  A propósito de las mujeres presas con quienes sostiene diálogos de creación, en una entrevista, sostuvo: “Hemos tenido fantasías de fugas colectivas y las hemos realizado con la escritura. A través de sus palabras, las internas han viajado fuera de la prisión, no sólo en su vivencia interior, sino al ser miradas por personas en el exterior y escuchadas en su verdad. Uno de los aspectos que más me conmueve del trabajo de escritura con las internas es su sinceridad y valentía. En un lugar como la cárcel, los sentimientos son poco gratos y se evitan en la medida de lo posible, se vive en una especie de coma emocional”.

El golpe que provoca la incomprensión y el asombro, lo vivieron también las primeras rockeras mexicanas cuando, creyéndose tan capaces de hacer música como sus contrapartes masculinas, descubrieron el sexismo de las casas discográficas que las consideraban, cuando mucho, “chicas a go go” y nunca las reconocieron como protagonistas de un arte musical urbano, que provocó cambios en el mundo social, político y cultural.

Cantantes, productoras, compositoras, arreglistas, ingenieras tuvieron que superar el pasmo de verse siempre reducidas a un segundo lugar, cuando no al silencio. En la década de 1960, Mary Jett, con sus instrumentos electrónicos, y la vocalista Julissa, quien se atrevía cantar la sensualidad de la cercanía física, rompieron moldes, pero pagaron el alto precio de la soledad. Dos décadas después, Kenny y Los Eléctricos y Cecilia Toussaint abrieron la puerta para que las mujeres se ganaran un lugar en la escena musical del país.

En la actualidad, existen bandas conformadas completamente por mujeres, como Las Ultrasónicas, con sus letras agresivas contra el patriarcado, y vocalistas que componen de una manera muy particular, mezclando los guitarrazos, con melodías suaves y amorosas. Julieta Venegas le abrió las puertas a Natalia Lafourcade, rompiendo con la idea que las mujeres no crean genealogías artísticas propias. Jessy Bulbo fue bajista y voz de Las Ultrasónicas, luego decidió separarse y formar Bulbo Raquídeo en la ciudad de Xalapa y posteriormente un proyecto denominado Bulberaizer, hasta decidirse a grabar su disco solista, Saga Mama. Pero son las femcee, las raperas feministas, como la zapoteca Mare y el grupo Advertencia Lírika, que con su violencia disruptiva, en la década de 2010, han terminado su labor, hablando abiertamente del hartazgo que les provoca la opresión de género y el deseo que tienen las mujeres de hablar con su propia voz. Con un claro objetivo de liberación feminista, Mare y Advertencia Lírika usan el rap como herramienta de cambio y lanzan sus fuertes y claros mensajes contra el sistema que siempre pone a los hombres un escalón encima de ellas. La guatemalteca Rebeca Lane, que ha sido en dos ocasiones invitada por feministas y lesbianas que desde hace tres años se reúnen en la Ciudad de México para celebrar el festival Lesbianarte, canta también para acompañar a las madres de desaparecidos, a las mujeres que denuncian los feminicidios y para apoyar a las artistas callejeras que han hecho del grafiti su expresión principal de intervención cultural urbana. La “ragamuffin”, es decir compositora de reggae social, Alika completa el cuadro de las músicas comprometidas con las mujeres y el medioambiente

Cuando estos movimientos iban apenas perfilándose, en la última década del siglo veinte, a contracorriente con las dificultades económicas y la crisis de la ideología socialista, una nueva generación de cineastas mexicanas comenzó a emerger con gran empuje a lado de sus compañeros masculinos. Eran integrantes del «nuevo cine mexicano»,  combinando el compromiso social, la denuncia de la opresión de género, las expresiones del placer de las mujeres, con el éxito comercial. María del Carmen de Lara, María Novaro, Dana Rotberg, Marisa Sistach, María Elena Velasco, Isabel Tardán, Sabina Berman y Guita Schifter han tocado temas de la memoria femenina y de los afectos que sostienen nuevas formas de relación, a la vez que han estimulado la creación de mujeres más jóvenes mediante seminarios, talleres y proyecciones comentadas.

Gracias a ellas una generación de muy jóvenes documentalistas, han encontrado la libertad de decir qué sienten hacia su domesticación para “convertirse en mujeres” y la rebelión que le ha provocado. Así pueden retratar también a sus congéneres con agudeza y simpatía, en pos de la liberación. Si bien muchas filman, como la cineasta Alejandra Sánchez Orozco, largometrajes para la comprensión de los actos de violencia misógina que llegan a la muerte, como Bajo Juárez. La ciudad devorando a sus hijas,  otras, como la periodista Jacaranda Correa han hecho del documental un territorio de libertad con que cuentan historias de manera fresca e innovadora.

Según Correa, la realización y difusión documental permite “una experimentación narrativa y creativa, sobre todo a nivel de contenidos impensables”: un territorio de gran libertad y expresión. Por ejemplo, en Muerte en casa, Correa investiga la violencia feminicida desde el punto de vista del asesino. Según ella, en México no existían estudios al respecto, por lo tanto decidió avanzar en la compresión del problema de la violencia contra las mujeres, echando un vistazo al otro, a la parte criminal. Al mirarlo, deshace al agresor sobrevalorado por la cultura que lo llama guerrero u hombre victimario, reflexionando en las circunstancias educativas, sociales, económicas que lo han formado para ser alguien al interior de una masculinidad violenta.

En fin, a pesar de que se ha querido decir qué son las mujeres mexicanas, buscando apresarlas en estereotipos que daban bandazos de la abnegada madre a la revolucionaria indómita, ellas hoy se dicen a sí mismas, cuestionan las autoridades, viven sus sentimientos, repensando también los elementos culturales que las han formado. La violencia delincuencial y el incremento de la trata de personas con fines de explotación sexual y trabajo doméstico debilitan su seguridad en las calles, los lugares de trabajo y las escuelas,  pero les provocan un afán de construcción de espacios colectivos para la reflexión, que redunda casi siempre en la categórica decisión  de luchar por la justicia.

En el campo de la moda como en las actividades agrícolas de cuestionamiento a las técnicas intensivas y transgénicas, en la música y en la literatura, en la física y en la medicina, las mexicanas hablan con voz propia. A la vez, reclaman sus derechos a una sexualidad libre de imposiciones, se reúnen para divertirse, invierten tiempo para disfrutar o para estudiar la sociedad donde actúan.  Cada vez con mayor decisión se comprometen en la lucha por los derechos humanos, cuestionan el racismo y se solidarizan con las víctimas de la violencia general, como las madres y padres de los 43 estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa. Su proverbial hospitalidad se ha mantenido involucrando a los huéspedes en discusiones profundas sobre el sentido de la vida y la libertad humana. Al cansarse de las asimetrías y las escalas jerárquicas, hoy juegan con los roles. La Inquietante e internacional semana de las mujeres barbudas, promovida hace diez años por las escritoras Cristina Rivera Garza y Adriana González Mateos, puso en juego la barba como símbolo de lo masculino y cuestionó que la vellosidad femenina fuera monstruosa y poco deseable. Desde entonces, las mexicanas van cuestionando las moralejas de todos los cuentos y buscan desmarcar las diferencias tajantes entre el deber ser femenino y el masculino. Su ideal contemporáneo es pasársela bien. Para ello necesitan de paz y de justicia. Sobre todo, necesitan que se ponga fin a la impunidad de sus agresores.

LAS FILÓSOFAS MEXICANAS : QUE LAS HAY, LAS HAY

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Nadie encuentra a las filósofas, pero que las hay las hay

De pocas mujeres se ha negado tanto la existencia en el mundo occidental como de las filósofas. Su presencia en la historia de la filosofía y la especificidad de sus desarrollos teóricos han sido borradas durante siglos mediante complejos aparatos conceptuales y metodológicos, que servían –todos- para garantizar el dominio intelectual y el poder material de los hombres encargados de la definición del saber, del bien, de lo bello y de lo históricamente trascendente.

¿Y cómo iba a ser posible lo contrario? Construidas por la cultura católica como tentadoras; relegadas a la relación mística con Dios porque la deducción racional del mismo era impedida por el silencio que le fue impuesto en la iglesia por San Pablo; despreciadas por la cultura moderna como seres de escasa capacidad de abstracción; confinadas por el romanticismo al papel pasivo de indefensas (para ser amadas por sus defensores); y, finalmente, convertidas en objetos de lujo por el capitalismo liberal del siglo XIX y principios del XX, a las mujeres no podía reconocérseles la capacidad de describir, organizar, proponer o imponer ideas ni métodos de acercarse a la verdad mediante ellas.

De hecho, las mujeres que tenían los medios para cultivarse, ocultaron la producción de sus saberes en la mística, como Teresa de Ávila, los embellecieron hasta hacerlos de difícil detección, como Juana Inés de la Cruz, o enfrentaron la inquisición y el escarnio, en un primer momento, y el olvido, en un segundo, como muchísimas mujeres laicas y religiosas, en la Nueva España y durante los primeros años de la vida independiente de México.

Desde que hace unos cuarenta años el movimiento de liberación de las mujeres planteó la necesidad de revisar las fuentes del pensamiento para encontrar los aportes y las disidencias de las mujeres a la cultura oficial, se ha empezado a registrar un marcado interés científico, unido a un fuerte interés de las investigadoras, para revisar la historiografía de la filosofía y sus estructuras epistemológicas con el fin de desechar interpretaciones acríticas que de la academia pasaban a la cultura popular y que se resumían en un tajante: “las mujeres no piensan, se dejan vivir por sus emociones”.

Con este empuje renovador, el pensamiento de las mujeres que organizaron de algún modo sus discursos históricos, científicos, estéticos, políticos, éticos y didácticos ha sido objeto, en México como en el resto del mundo, de una observación más aguda y una interpretación más precisa del léxico y de sus formas argumentativas y expresivas (poemas, cartas, artículos de revistas, confesiones, arrebatos místicos, proclamas políticos, ensayos). Gracias a esta rearticulación de la mirada, han adquirido visibilidad filósofas que pensaron y actuaron en precisos marcos históricos.

Una opción por la filosofía práctica: educadoras y políticas

Según la filósofa contemporánea María del Rayo Ramírez Fierro, las mexicanas no sólo se inscribieron en estudios formales de filosofía antes que en muchos países de Europa, donde los prejuicios contra la racionalidad de las mujeres eran más afincados, sino participaron en debates políticos y en reflexiones sobre educación en paridad con los hombres.

Por supuesto que no en todos los ámbitos, es conocido el profundo antifeminismo del positivismo que se desarrolló al amparo de la dictadura porfirista, por ejemplo. Pero lo hicieron ahí donde las condiciones históricas y las construcciones de grupos políticos revolucionarios, o por lo menos críticos de la ideología dominante, permitían a las mujeres incorporarse como pares en los debates sobre tópicos que compartían con sus correligionarios.

Las respuestas de Leona Vicario a las acusaciones misóginas de Lucas Alamán demuestran que esa gran periodista y activista política de la Independencia era también una lectora crítica de las teorías historiográficas en boga. Es importante subrayar su refutación a la teoría de que las mujeres se involucran políticamente sólo por amor, que Alamán esgrimió citando a Germaine de Staël, historiadora alrededor de cuyo libro De l’Allemagne se había configurado el romanticismo liberal francés a finales del siglo XVIII y que era muy leída en México y en América Latina.

Que Leona Vicario fuera una liberal y que contara con el apoyo de otros liberales, entre ellos su marido –uno de los pocos ejemplos de solidaridad intelectual con la propia mujer existente en la literatura política mexicana-, y que Lucas Alamán participara de la corriente más conservadora del momento inmediatamente postindependentista, no debería sorprendernos. La misoginia, aunque presente en la mayoría de corrientes de pensamiento de manera más o menos explícita, tiende a ser disfrazada o a ser combatida por aquellas que abogan por un cambio social profundo.

A finales del siglo XIX, los postulados para transformar la escuela en sentido moderno-racionalista empezaron a ser difundidos en España por su creador, el libertario Francisco Ferrer i Guàrdia; en México, éstos fueron reclamados a principios de la década de 1910 por las y los anarquistas del grupo LUZ, quienes exaltaron el libre pensamiento en contra de la “escuela-cárcel”. En el primer Congreso Obrero Socialista, celebrado en 1918 en la ciudad yucateca de Motul, el quinto punto del día fue dedicado a la educación: la escuela debía basarse en la libertad, ser mixta, sin discriminación de enseñanza entre niñas y niños, no tendría exámenes, ni castigos o internados y se guiaría por el conocimiento científico.

Durante ese congreso, la maestra anarquista Elena Torres expuso sus teorías acerca de la escuela moderna, “capaz de formar una raza fuerte, apta para la vida y ayuna de todo prejuicio, robustamente preparada para embestir con rudeza las organizaciones reaccionariamente instituidas e inteligentemente dirigidas a cegar todo impulso de libertad”. Con sus compañeros y compañeras de reflexión compartía el ideal libertario del aprendizaje a través del trabajo y el acompañamiento constante de las maestras/os y alumnas/os. Como maestra, postulaba una política de la educación desde la perspectiva filosófica libertaria, que incluía la dimensión ontológica del ser de las mujeres, como iguales de los hombres.

Otras maestras socialistas, en Tabasco, una vez perdidas las esperanzas de obtener el derecho al voto de las mujeres puestas por las revolucionarias y las sufragistas en la Constituyente de 1917, fundaron con algunos compañeros Redención, un “periódico doctrinario de las clases laborantes”. En 1924, las profesoras Celerina O. de González y Ana Santa María destacaron en la instrumentación de la campaña anticlerical y la propaganda antialcohólica en el periodismo regional y manifestaron sus posiciones sobre la situación de las mujeres en la política nacional. En diversas actividades culturales hablaron de las mujeres en la Revolución, las ciencias, las artes, anticipando algunas ideas acerca de cómo las mujeres participaban de las diversas clases sociales: como subordinadas.

Es importante reconocer que el anticlericalismo del sur de México era sostenido por pensadores políticos locales, como Felipe Carrillo Puerto, en Yucatán, y Tomás Garrido Canabal, en Tabasco, y que éstos apoyaron la libre expresión del pensamiento de las mujeres en sus Estados, considerando al feminismo un “aliado y derivado natural” del socialismo. Se inspiraron en las acciones del socialista Salvador Alvarado, enviado como gobernador por el presidente Carranza, quien había convocado el primer y el segundo Congreso Feminista Nacional, en Mérida, Yucatán, en enero y noviembre de 1916. Junto al debate en torno de posiciones religiosas, liberales y socialistas en el campo de la educación y la participación política de las mujeres, las más de ochenta participantes tocaron temas relativos a una antropología filosófica, al preguntarse, como lo hizo la profesora Felipa Ávila de Pérez, qué entrañaba la “completa manumisión” de la mitad del género humano y qué desencadenaría en el ser de las mujeres la “reivindicación femenina”. Paralelamente, la sufragista carrancista Hermila Galindo escandalizaba hasta a sus propias compañeras al postular una ética sexual femenina, centrada no en la reproducción sino en el derecho a la satisfacción del deseo y la consecución del placer individual que redundaría en la liberación de la sociedad toda.

Hacia una filosofía de las mujeres

La pregunta por las mujeres en ese entonces implicaba un reclamo de igualdad jurídica e intelectual con los hombres, pero ya no se limitaba a ella. Por lo menos no lo hacía en el contudente República Femenina de Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, de 1936, donde la feminista coahuilense –verdadera precursora del feminismo de la diferencia sexual- postulaba una vida propia para las mujeres, y por ende una política de los valores de la maternidad, la enseñanza y el interés por los demás. La política en la República Femenina no tenía una característica sufragista, más bien debía reconocer, definir y ejercer las motivaciones y las finalidades de las acciones de las mujeres para las mujeres.

Es decir que, mientras la influencia de la Revolución Mexicana iba trastocando las formas de comprensión del mundo, en México y en toda Latinoamérica, las mujeres mexicanas se hacían preguntas filosóficas sobre su ser y su modo de ser en la realidad cotidiana: ¿Quiénes somos?, ¿cuál es y cuál debe ser nuestro actuar en el mundo?, ¿quién que no sea una mujer en diálogo con otra puede determinar qué es bien y qué es mal para las mujeres?

Reconocer estas preguntas como preguntas que fundan una filosofía, ha implicado el esfuerzo de muchas historiadoras de las ideas y filósofas para liberar a la filosofía de su sesgo racionalista masculino, que justifica la historia de los hombres y sus modos de actuar y, por lo tanto, que fundamenta la eticidad de la misoginia y las acciones que le son correspondientes: el colonialismo (que feminiza a los colonizados de ambos sexos), la esclavitud y la explotación capitalista (que feminiza, es decir despoja de los derechos que se reconocen a sí mismos los “hombres”, a las trabajadoras y trabajadores). Ahora bien, liberar a la filosofía implica ubicarla en una dimensión relacional, conflictiva en la mayoría de las ocasiones, pues remite a la construcción del poder (entendido como una red de relaciones que atrapa en un lugar fijo de sumisión a quien no lo controla, aunque a la par provoca reacciones que pueden producir contrapoderes capaces de minarla) para los hombres y la discriminación de la riqueza, el saber, el reconocimiento y el derecho a decidir para las mujeres.

A nivel institucional esta liberación supone cierta apertura de los círculos académicos y su comprensión de la filosofía, lo cual no se ha dado de manera fácil. A mediados del siglo XX, entre las primeras mujeres que incursionaron en el ambiente académico filosófico se cuentan Monelissa Lina Pérez Marchand, Victoria Junco Posadas, Olga Victoria Quiroz Martínez, Rosa Krauze, Elsa Cecilia Frost, Vera Yamuni y María del Carmen Rovira Gaspar, todas ellas recibidas en el Seminario dirigido por José Gaos. Entre ellas, la costarricense radicada en México Vera Yamuni, filósofa y médica, se preguntaba si sólo la autonomía económica podía dar a las mujeres la autonomía de movimiento que redundaría en la autonomía de su pensamiento.

Yamuni se preparó en la Universidad Nacional Autónoma de México con su casi coetánea Carmen Rovira, quien se convertiría en la más importante historiadora de la filosofía mexicana de la época colonial y del siglo XIX. Al historiar la filosofía en México, Rovira siempre se detuvo en los grande hitos del humanismo americano y en las particularidades que introdujo con respecto a la cultura europea en la idea de “hombre”, un ser ya no definido por una racionalidad construida desde estudios dirigidos, sino por su actuación en la historia, sea este “hombre” español, indio o mujer. Carmen Rovira, asimismo, se hizo eco de la idea de su maestro Gaos que Primero Sueño de Juana Inés de la Cruz fue el primer poema filosófico escrito en México después de la caída de Tenochtitlan: “La poetisa es la primera autora que en la tradición filosófica mexicana después de la conquista emplea la vía poética para la expresión de contenidos filosóficos”, escribía en 1995. Además subrayaba: “el alma de la poetisa se encuentra frente a la confusión del caos al cual desea someter a un orden lógico, eminentemente explicativo”, cual si Sor Juana se estuviese enfrentando al caos de saberse un ser racional y no poder demostrarlo, dado lo omnicomprensivo (y represivo, pues remitía a la Inquisición) del poder que implicaba la masculinidad todopoderosa de sus detractores.

Mientras Vera Yamuni y Carmen Rovira se formaban, otra gran poetisa se manifestaba como filósofa, Rosario Castellanos. Maestra en filosofía y escritora de éxito, Castellanos intentó entenderse entendiendo al mundo concreto que la rodeaba, lanzando sobre cada hecho de la cotidianidad una mirada racionalizadora que le permitiera abarcar la realidad cultural toda. En 1950, presentó en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM una tesis titulada Sobre cultura femenina, donde sustentaba que la creación de ideas y de arte en las mujeres entra en contradicción con la educación que reciben y que las arroja compulsivamente al cumplimiento de tareas maternas, que aceptan como propias de su condición debido a una larga tradición cultural de sometimiento.

En los veinticuatro años sucesivos, Castellanos, junto con la más intensa narrativa indigenista de México, publicó cinco volúmenes de ensayos y una obra de teatro, El eterno femenino, donde manifestó una clara conciencia del problema que significa reconocerse en una identidad en construcción, a partir de la doble condición de ser mujer y de ser mexicana. En sus poemarios, escritos “con fiebre” de pasión, reivindicó una y otra vez la antigua relación mexicana entre poesía y pensamiento. En la larga entrevista que concedió a Emmanuel Carballo en 1964, a propósito de Poesía no eres tú, aseveró que entre los géneros literarios el que más se aproxima a la filosofía es la poesía, aunque en el lenguaje se instale una diferencia: “Si la filosofía tiene su principio de identidad, la poesía también lo tiene: es la metáfora. Para mí, la poesía es un ejercicio de ascetismo, un intento de llegar a la raíz de los objetos, intento que, por otros caminos, es la preocupación de la filosofía”.

Mediante este camino radical de comprensión, Rosario Castellanos enfrentó las dos fuentes de la filosofía: el mito, y en particular el mito de la mujer, y el lenguaje. Sobre ambos ejerció una suave ironía que le permitió expresar lo que pocas mujeres mexicanas habían dicho con tanta claridad hasta ese momento.

En Mujer que sabe latín… escribió: “la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito”. Explicar el proceso que hace de una persona concreta la portadora de un lugar cultural -asignado desde el pasado y que se reafirma en cada interpretación presente- la llevó a una rebeldía lúcida, un posicionamiento como mujer en la búsqueda de otro modo de ser en la cultura, posicionamiento que la convirtió en una feminista. Por ello se abocó a desentrañar la red de juegos de poder que las elites regionales y nacionales venían tejiendo desde la Conquista en detrimento de los sectores sociales marginados, las mujeres y los indígenas en particular.

En Los convidados de agosto la actitud de las mujeres de los sectores altos y de las marginadas encarnó en personajes femeninos tan burlados, engañados y utilizados como abnegados; personajes que ofrecían la posibilidad de una intensa y, a la vez, tierna, irónica, reflexión sobre la colonialidad de la condición femenina, de su propia colonialidad de mujer obligada a sentirse inferior al hermano, al marido, al padre, mientras se expresaba en una lengua ajena. Rosario Castellanos, en efecto, mientras escribía se percataba que las mexicanas -como ella misma- no poseían un idioma propio, que el español de los libros les era ajeno, pues les impedía saltar el foso existente entre su decir, ser y sentir, obligándolas a encubrir la realidad y de sus sentimientos.

Desde ese momento, la literatura filosófica de Rosario Castellanos le mostró un camino propio al feminismo mexicano. Era urgente emprender la tarea de quitar máscaras, disfraces y afectaciones al romanticismo que encubría la violencia misógina del sistema familiar, social y político que la filosofía académica no quería visualizar.

Empujada por este afán de develar el mundo, una galaxia de mujeres empezó a expresarse y escribir trastocando las bases de las disciplinas que enfrentaban. En la década de 1970, el feminismo mexicano se conformó como una vanguardia de mujeres radicales que buscaban la emancipación corporal, intelectual y sexual y que entendían al feminismo como una apropiación de sus vidas. Practicaban la autoconciencia en pequeños grupos y se concentraban para llevar a cabo una atrabancada, libérrima, acción pública ejemplar, mediante el asalto de lugares simbólicos como el Monumento a la Madre o la Cámara de Diputados. Consideraban necesario intervenir políticamente en la vida de su país, pero rechazaban las organizaciones partidistas y no se planteaban ninguna toma del poder. La discusión acerca de cuál debía ser la relación entre el feminismo y la política estaba atravesada por un sentido militante que aglutinaba y dividía a autónomas, anarquistas, fundadoras de grupos de debate con el Estado, socialistas, heterosexuales y lesbianas. Todas confrontaron un Estado autoritario, capaz de ejercer el poder sea como cooptación sea como abierta represión.

Algunas feministas se aglutinaron alrededor de la revista Fem, fundada en 1976 por Alaíde Foppa y Margarita García Flores: Adelina Zendejas,  Elena Urrutia, Marta Lamas, Nancy Cárdenas, Elena Poniatowska; otras se buscaron para expresar sus rebeldías en La Revuelta: Berta Hiriart, Eli Bartra, Lucero González, Dominique Guillemet, María Brumm y Ángeles Necoechea, o la Coalición de Mujeres Feministas en Cihuat; otras más intentaron socavar con su espontanea reflexión las bases históricas, jurídicas y epistémicas de la opresión y la violencia de las que eran objeto: Mireya Toto, Carmen Lugo, Esperanza Tuñón, Carmen Ramos, Marta Acevedo; finalmente, muchas se hicieron de una expresión artística propia, escandalosa y militante: Indra Olavarrieta, Mónica Mayer, Norma del Rivero, Maris Bustamante.

Ensayos, lecciones, conferencias, talleres, poemas, novelas, proclamas y manifiestos constituyeron un corpus filosófico sui generis, una piedra miliar en el itinerario por donde iba configurándose una conciencia colectiva con su respectivo lenguaje.

Asimismo, se fueron perfilando filosofías feministas que se insertarían en las aulas y en la conciencia colectiva de las mujeres. Sin embargo, no debe incurrirse en el error de creer que todas las filósofas que se formaron o que empezaron a producir en esos años fueron feministas. Por ejemplo, junto a Gaos Victoria Junco Posadas analizó la producción de Gamarrra y el eclecticismo en México; Monelissa Lina Pérez-Marchand estudió el siglo XVIII en México a través de la inquisición; Olga Victoria Quiroz Martínez, el eclecticismo español. Carmen Rovira trabajó el eclecticismo portugués en el siglo XVIII y Vera Yamuni conceptos e imágenes del pensamiento de lengua española, mientras Elsa Cecilia Frost se dedicaba a la historia de las ideas religiosas y a los escritos de los primeros evangelizadores de América.

Poco después, Juliana González Valenzuela se consagró a los estudios de la ética formal y sus relaciones con la bioética, interesándose sólo de soslayo en la condición de las mujeres; Rosa Krauze se abocó al estudio de los seres imaginarios en la literatura y su relación con la racionalidad; y Margarita Valdéz, al relativismo epistemológico y sólo muy tardíamente, tocó la controversia del aborto en la ética religiosa. Varias otras filósofas se abstuvieron de expresar sus posiciones feministas por miedo a quedar atrapadas en la figura política de la militante y perder con ello la libertad de entregarse a estudios diversos: Paula Gómez Alonso apasionada por la ética cristiana y su relación con la libertad individual y María Rosa Palazón inmersa en la reflexión estética del México independiente, son sólo algunas. Quizá convendría mencionar que, sin embargo, Elia Nathan se dejó ganar por la pasión por comprender la persecución de las brujas en Europa, lo cual la acercó al análisis del discurso feminista.

Dos filósofas que empezaron a trabajar sus posturas éticas y educativas, la primera, y estéticas, la segunda, en la década de 1970 son de particular importancia por su radicalidad feminista y por haber formado generaciones enteras de estudiantes en la UNAM y en la Universidad Autónoma Metropolitana: Graciela Hierro Perezcastro y Eli Bartra Muriá, respectivamente.

Dos filósofas militantes

La doctora Graciela Hierro Perezcastro estudió apasionadamente filosofía apenas logró liberarse del tutelaje de un marido de clase alta. Después de lo cual se abocó a una especie de “militancia feminista académica” en las universidades latinoamericanas. Muchas filósofas fueron sus alumnas en la UNAM, cuando en la década de 1980 esa universidad fue un centro de irradiación de la cultura latinoamericana. Además, desafió los temas de los convenios internacionales para insertarse y contactarse con las filósofas de los países que visitaba. Conversaciones, debates y cursos propiciados por Hierro en los céspedes de las universidades de Chile, Argentina y Perú, proporcionaron a alumnas y maestras la oportunidad de expresar sus reflexiones acerca de las acciones de los colectivos de mujeres.

Atraída por la opción individual al compromiso social del existencialismo francés, Hierro ubicaba en la elección de Simone de Beauvoir por la libertad de las mujeres el arranque, no sólo de una teoría política, sino de una ética utilitaria que postulaba, como criterio de juicio moral, la utilidad social de la igualdad de oportunidades de mujeres y hombres.  La relación entre ética y política, según ella, se daba en dos niveles: 1) en las reglas morales que sirven para orientar los actos de los individuos en sociedad, y 2) en la práctica histórica.

Hierro entendía las normas morales como convenciones que pueden ser revocadas si las consecuencias de su cumplimiento no se acoplan al principio de justicia, que se centra en la idea que diferentes individuos no deben ser tratados en forma distinta. Esto resultaba en extremo adecuado para proponer una reforma de la idea de la condición femenina: “La decisión ética sobre la condición femenina actual se sustentará en la evaluación que se haga de sus tendencias y sus consecuencias, en tanto éstas son provechosas para el mayor número”.

La categoría central aplicable a la condición femenina era para Hierro la de “ser para otro” que, según de Beauvoir, la situaba en un nivel de inferioridad respecto al otro sexo, negándole toda posibilidad ontológica de trascendencia. “El ser para otro del que nos habla de Beauvoir se manifiesta concretamente en la mujer a través de su situación de interiorización, control y uso. Son éstos los atributos derivados de su condición de opresión, como ser humano, a quien no se le concede la posibilidad de realizar un proyecto de trascendencia”, escribía al respecto en 1985.  Esta interpretación de lo masculino como la norma humana que confinaba lo femenino en la posición estructural de lo “otro”, aquello que establece la diferencia, implicaba para la filósofa mexicana un deber ser ético-político, que coincidía con la denuncia del sistema de desigualdad entre los sexos. Coincidía, asimismo, con la  formulación de la existencia de un sistema de géneros, esto es, un sistema de división sexual y económica del trabajo entre los sexos y su representación simbólica.

La política de las mujeres era y debía ser una política de reivindicaciones, por ello cuestionaba la inserción de las mujeres en una sociedad de decisiones y simbolización masculinas, que les impedía la definición de sí mismas. En 1990, cuando ya utilizaba la categoría de género, Hierro escribió que el “fenómeno humano” podía estudiarse en todos sus aspectos para comprender la conducta ética. Estos aspectos, todos de igual valor para el conocimiento de la vida de las personas, eran: sus características socioeconómicas, su localización geográfica, su historia personal y social, su sexo-género, su edad. El ser mujeres representaba para Graciela Hierro una variante fundamental de la condición humana.

En 2001, Hierro radicalizó su postura feminista, planteándose una ética del placer para un sujeto femenino en proceso de construcción, ya menos identificado con su género y más dispuesto a relacionarse con su diferencia sexual: un sujeto necesitado de orden simbólico, autodefinición y autonomía moral, que se escribía en femenino plural: las mujeres. De esta manera, no podía evitar el reconocimiento de la centralidad de la sexualidad y del placer en el análisis de la relación entre poder y saber. Se cuestionaba, por lo tanto, la posibilidad de una ética del placer que no fuera un ética sexualizada. Implícitamente, empezaba a cuestionarse la utilización de la categoría de sistema sexo-género como instrumento conceptual para la autonomía moral de las mujeres, pues el sistema genérico sólo es lo que una cultura organiza e impone como propio de las mujeres y de los hombres; es decir, no es un medio para descubrir y realizar el estilo de vida de los sujetos mujeres.

La ética del placer se convirtió, así, en una ética para la práctica de la diferencia sexual, visualizada desde varias disciplinas, que permitía a las mujeres ser independientes de los condicionamientos sexuales. “La ética feminista se ha ‘sexualizado’ porque las mujeres, en tanto género, nos hemos creado a través de la interpretación que de los avatares de nuestra sexualidad hace el patriarcado. Sin duda, nuestra opresión es sexual; el género es la sexualización del poder”, escribía entonces. Y agregaba que la filosofía se re-crea bajo la vigilante mirada feminista, cuyo método implica el despertar de la conciencia, sigue con la desconstrucción del lenguaje patriarcal y culmina con la creación de la gramática feminista, cuyo fundamento último es el pensamiento materno.

Desmontar la relación de género permitiría a las mujeres separar sexualidad, procreación, placer y erotismo. Ahora bien, la sabiduría y la ética de las mujeres debían trascender este primer paso, a través de un proceso de liberación que implicaba el ejercicio moral de un sujeto que se reconocía libremente a sí mismo y que analizaba sus acciones para su buena vida. La doble moral sexual es genérica, la ética del placer es un saber de las mujeres.

La personalidad de Graciela Hierro y su real independencia económica la llevaron a no prestar ninguna importancia a las descalificaciones y al intento de marginación académica a la que algunos colegas intentaron orillarla (desde izquierdas y derechas).  Reconociéndose hija simbólica de Sor Juana y de Rosario Castellanos, dos escritoras que filosofaron, Graciela Hierro valoró todo saber femenino, otorgándole valor de conocimiento, y se ofreció como “madre simbólica” a numerosas alumnas que necesitaban tender un puente entre su activismo y sus estudios, así como a varias filósofas que se atrevieron a mirar más allá del análisis lógico formal para pensarse.

Poco antes de su muerte, en octubre de 2003, escribió: “Todo lo que sé se lo debo a las mujeres, brujas que se atreven a pensar. Yo sólo leo a mujeres, ya leí a tantos hombres… Aprendí lo que necesitaba de ellos y sólo consulto a algunos cuyas ideas sirven a mis propósitos. Ser feminista, para mí, significa personalizar todo”.

Veinte años más joven, Eli Bartra Muriá se fogueó en la discusión colectiva y el activismo feminista de los sectores medios politizados y cultos de la década de 1970. Desde un principio se manifestó intencionada a romper con los moldes para la definición de las personas y sus modos de ser en la historia y en la producción artística. Después de cuarenta años en el movimiento de liberación de las mujeres y treinta en la enseñanza feminista universitaria, hoy considera que la historia del feminismo mexicano puede verse como el encabalgarse de tres, posiblemente cuatro, grandes etapas de luchas.

Según Bartra es necesario nombrar el feminismo anterior a la década de 1970. Durante mucho tiempo, al movimiento por el voto se le llamó sufragista; aún hoy en día hay quienes lo nombran así, separándolo del feminismo. No obstante, en ese primer feminismo la reivindicación de derechos tales como la educación, la potestad sobre las y los hijos, la igualdad salarial en el trabajo implicó el reconocimiento por sí mismas de la condición humana de las mujeres, a la par que una movilización para la obtención del voto. Desde una  reconstrucción de la historia del feminismo, es necesaria una hermenéutica de los esfuerzos realizados para que se modificasen las leyes, posibilitando la actuación de las mujeres en el ámbito público, según los cánones de la política formal. ¿Qué significaba la igualdad con los varones en el goce de los derechos políticos, sociales y económicos cuando éstos eran negados a las mujeres por su incompatibilidad “sexual” con la vida pública? Frente a la desigualdad dominante, el feminismo empezó reivindicando la igualdad para acabar con la discriminación y la subordinación.

En un segundo momento, el feminismo se manifestó como un verdadero movimiento de liberación de las mujeres. Centrado en el cuerpo, en la sexualidad, en los ámbitos de lo privado, a finales de la década de 1960 consignó que lo “personal es político”. Se dirigía así hacia el interior de cada mujer (en lo físico y en lo psíquico). En la formación de pequeños grupos concentrados alrededor de la práctica de la autoconciencia, entendida como un diálogo en profundidad entre mujeres, dirigió su actuación pública a la obtención de espacios (y también leyes) que garantizasen a las mujeres una vida libre, autónoma, de la mirada masculina, de su palabra, de su violencia.

Esta segunda ola feminista, este neofeminismo, se confrontaba con el feminismo decimonónico desde una dinámica de continuidad y ruptura, descubriendo el valor de la diferencia ante la desigual equiparación física, histórica e ideológica de las mujeres con los varones en lo que había derivado su anterior demanda de igualdad. Entonces, el pensamiento feminista enarboló el valor político del respeto a las diferencias.

A finales del siglo XX, Eli Bartra vislumbraba la vuelta del feminismo a un interés por lo exterior, proyectándose en la escena pública, abandonando momentáneamente el camino del reconocimiento de las dimensiones personales de la libertad de las mujeres. Se confrontaba en la arena pública, tomando por asalto las instituciones (gubernamentales y no gubernamentales) y la política formal. Se trataba de apropiaciones mucho más sofisticadas que las de un siglo y medio antes, pues a través del posicionamiento de las mujeres en el ámbito público buscaban una modificación del imaginario social acerca del ser y el deber ser de las mujeres.

Mientras este feminismo “hacia afuera” no deja de reproducirse, Bartra detecta en la actualidad los albores de un nuevo feminismo autónomo en los indicios de la necesidad de su resurgimiento.

Según la filósofa, el feminismo durante las dos décadas recién pasadas obvió la referencia al proyecto político de construcción de un sujeto colectivo, en nombre de cierta sumisión teórica al reconocimiento de la entrada en crisis de los “sujetos históricos” de la Modernidad. Era menos problemático referir los nudos de la organización entre mujeres que reconocerse como grupo social frente a los hombres.

Este regreso al sujeto político colectivo, Eli Bartra lo sostiene porque considera indispensable alcanzar una paridad entre grupos sociales resultados de una intensa tecnología cultural para amoldar a las personas según asignaciones económico-culturales impuestas a las y los portadores de genitales femeninos y masculinos (los “géneros”), tanto en el ámbito social como en el privado. Pero esa paridad nadie se la va a conceder a las mujeres, si ellas no la exigen y cuidan.

Por la propia propuesta de revisión de la historia feminista, esta filósofa militante historiza el valor del discurso que organiza el saber y lo inserta en la revisión epistémica del ser y el hacer sexuado. De ahí que desde la década de 1970, postule una estética y una política encarnadas en el cuerpo femenino. En 1979, durante el Tercer Coloquio Nacional de Filosofía, afirmó que el feminismo es una corriente teórica y práctica que se aplica al descubrimiento del ser mujer en el mundo concreto. Su batalla se verificaba en un doble nivel: la destrucción de la falsa naturaleza femenina impuesta socialmente y la construcción  de la identidad de las mujeres con base en sus propias necesidades, intereses y vivencias. Ahí mismo, definió su politicidad sexuada como una lucha consciente y organizada contra el sistema patriarcal  “sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los grupos fuera de las esferas de poder”.

Heterosexual y blanca, Bartra desde entonces ha evitado referirse a especificidades sexuales o étnicas en el análisis feminista, cuestionándolas en ocasiones porque le implican una potencial separación de las mujeres, entendidas en su conjunto como grupo fuera del poder. Siempre fue una crítica radical de la doble militancia o de la referencia (que consideraba una manera de legitimarse) de algunas feministas a la política de los partidos, los movimientos sociales, los grupos culturales masculinos. Filosóficamente, para ser, el movimiento feminista necesita de un modo de ser, el de un movimiento político subversivo del orden establecido, una presencia actuante de las mujeres todas, un espacio de autonomía que adquiere significado en la historia de resistencia de las mujeres cuando postulan un futuro distinto al de la discriminación capitalista, una posibilidad de cambio en la historia material y en la simbolización de la vida.

El feminismo es, pues, una filosofía política. Bartra lo ha expresado con vehemencia  y claridad, en términos que no podrían ser recuperados por ninguna teórica del feminismo continental europeo –demasiado autónoma en la definición de política para las igualitarias y demasiado relacionada a la existencia del patriarcado para las autónomas- ni por las feministas anglosajonas, ancladas en el análisis del género.

En 1982 Bartra estuvo entre las fundadoras del área Mujer, Identidad y Poder, del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana, en Xochimilco. Su filosofía entró en diálogo con las teorizaciones de historiadoras, antropólogas, psicólogas, sociólogas y escritoras y, en la década de los 90, impugnó el abuso de la categoría de género y el uso indiscriminado de la frase ya hueca de “perspectiva de género” para analizar la condición femenina, aun cuando tener presentes las relaciones  le parezca fundamental para el análisis de la realidad. A la vez, por ubicarse en el contexto de su realidad histórica concreta, donde el asesinato de mujeres es una práctica tan común como la discriminación económica sexual, ha confrontado las “muertes” de la historia, la política, los sujetos: postular una sociedad posfeminista es el suicidio de la política, ya que “vivimos inmersos e inmersas en un neocolonialismo en el que el feminismo está todavía por llegar plenamente”.

Y porque la historia actúa en el presente de las personas, cuestiona la historia del arte como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la perspectiva del arte popular de las mujeres, tema que ha sido prácticamente ignorado por el feminismo. Al analizar los fenómenos de hibridación de ciertas expresiones del arte popular, descubre la articulación entre las culturas tradicionales indígenas y mestizas y la cultura occidental moderna por motivos intra y extra estéticos: las crisis económicas, la feminización de “lo popular”, las diversas creatividades. Aun en aras de la comercialización, la creatividad artística implica una renovación constante. El uso del hilo y la aguja, del barro, del cartón, de la lámina y del sentimiento religioso inserta a las artistas en el ámbito de lo novedoso, ámbito casi siempre negado a las expresiones creativas de las mujeres.

Lo estético no puede ser abordado obviando lo estudios feministas. En Mujeres en el arte popular. De promesas, traiciones, monstruos y celebridades, de 2005, afirmaba al propósito: “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el que se crea, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética”.

Las filósofas que afinan categorías feministas

El éxito de las reflexiones de las filósofas que desafiaron y desafían la racionalidad pretendidamente universal del pensamiento masculino (ese que afirma que el feminismo es excluyente porque deja afuera a los hombres, previniendo la posibilidad de que su práctica de exclusión se revierta en su contra) ha liberado finalmente a las mujeres que hacen filosofía. Pocas son hoy las filósofas que realizan su oficio mimetizándose con los modos e intereses de sus colegas hombres. Pueden abordar las mismas temáticas, y aún no referirse directamente a la condición de las mujeres en sus estudios, pero ya no evitan las citas y referencias a sus colegas mujeres y en su método hay una aceptación implícita que la propia realidad (y la mirada sobre la misma) se construyen desde el lugar de una corporalidad sexuada, que implica caminos de aceptación o de confrontación con la misma.

Semiólogas como Sandra Torlucci aplican a la revisión del cine y el teatro contemporáneo una consideración acerca de la invisibilización de lo simbólico femenino. Latinoamericanistas abocadas al estudio de la utopía política como horizonte de acción ética en la historia, como María del Rayo Ramírez Fierro, asumen que la perspectiva de género es indispensable para entender las dinámicas de opresión que los grupos de poder despliegan sobre las poblaciones que necesitan someter: “estamos obligadas y obligados a considerar la triple mediación de los procesos de subjetivación propia y ajena: el género, la clase y la etnia”, afirma en clases. Teóricas de la educación y constructivistas convencidas como Helena Beristain se mantienen abiertas a los datos que puede revelar un análisis de género aplicado a la comprensión de un texto, develando de tal forma cuestiones críticas acerca de la objetividad del saber. Destacadas filósofas prácticas, como Margarita M. Valdés, se ocupan de éticas ambientales, desde la perspectiva de la relación social sexuada con el medio ambiente, sea desde la perspectiva de las éticas ambientales antropocéntricas, que consideran que lo único que tiene valor moral intrínseco es el bienestar de los seres humanos, en particular de los que explotan la tierra y sus recursos; sea desde las éticas ambientales no antropocéntricas. Éstas amplían el espectro de las cosas intrínsecamente valiosas e incluyen en él, además del bienestar de todos los humanos, el de los seres naturales en general.

Paralelamente a este ejercicio consciente del aporte de otras mujeres, como ellas sujetos filosóficos, se han diversificado las filósofas feministas y los campos sobre los que aplican sus métodos.

Desde los estudios culturales, sería imperdonable no resaltar la importancia de los estudios sobre la imagen de las mujeres en la cultura de los grupos que confrontan la hegemonía capitalista y racista mexicana, por ejemplo en las comunidades zapatistas, llevados a cabo por Marisa Belausteguigoitia. Estudios que en contextos diferentes y hasta opuestos, permiten a sus alumnas analizar la imagen de las mujeres en los medios masivos, la prensa amarillista, la publicidad, para perpetuar la naturalización de la subordinación de las mujeres, el desinterés de las instancias encargadas de procurar justicia a las víctimas de violencia misógina o la concepción difusa de que las mujeres son corresponsables de los crímenes que se cometen en su contra.

Ana María Martínez de la Escalera con sus estudios sobre la alteridad de las mujeres en la memoria colectiva y en los testimonios de sus vivencias, está promoviendo que muchas filósofas y filósofos se atrevan a reconocer las condiciones de extranjería implícitas en la condición femenina, así como en la producción de saberes alternativos a los dominantes y consagrados. Sus apreciaciones de la diferencia, en diálogo con una Luce Irigaray y un Jacques Derrida aterrizados en contextos latinoamericanos, ofrecen importantes lecturas críticas de la Modernidad.

Graciela Gutiérrez actualmente trabaja las aportaciones de la crítica cultural nacida del feminismo; Leticia Flores Farfán, enamorada de los griegos, nos ofrece de ellos y ellas una lectura renovada y fresca a través de la genealogía, el poder y el erotismo. Como maestras, todas ellas tienden a formar a las jóvenes filósofas con responsabilidad académica sin hacerlas renunciar a un proyecto de vida independiente, que incluye el  trabajo profesional, la vida amorosa y una permanente reflexión sobre sí  mismas, atreviéndose a romper con la normatividad patriarcal que implica el matrimonio, la maternidad obligatoria, la heterosexualidad y la dependencia de un pensamiento falogocentrista.

Finalmente, los derechos de las mujeres al ejercicio de su autonomía de juicio y de su libertad ante al riesgo de embarazo suponen un pensamiento radical acerca del derecho a la maternidad voluntaria, no impositiva, no condenatoria de la condición femenina, y este derecho conlleva la opción por el aborto voluntario. Este es el tema ético-político-ontológico que muchas filósofas hoy enfrentan, sea porque les despierta cuestionamientos importantes sobre la condición femenina, sea por los vehementes ataques de los poderes emisores de juicios contrarios a la libertad personal de las mujeres.