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Francesca GARGALLO, “De libros, utopías y esperanzas”, Zócalo, Ciudad de México, 19 de octubre de 2007.
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De libros, utopías, luces y esperanzas
Francesca Gargallo
Zócalo, 19 de octubre de 2007
No soy una teórica de las utopías como mi maestro y amigo Horacio Cerutti, ni una utopóloga como mi amiga María del Rayo Ramírez Fierro, ni siquiera siempre percibo la crónica como una forma de recoger el deseo urbano vivido por las utopías como mi buen Ogarrio. Sin embargo, me topo con la necesidad de reconocer, defender, construir utopías en cada esquina. Puede que las busque involuntariamente, o que siempre estén ahí, en el deseo de justicia de quien percibe no tener acceso a ella, en las fantasías de amor universal de las muchachas en flor, en la formación del ideario de quien ve en el otro alguien sobre el que no quiere ejercer ningún poder y del que desea que no utilice ningún rango jerárquico fijo e inconsciente (es decir, que no se crea naturalmente dueño de la verdad en la sociedad que lo encumbra).
Ahora bien, para no idealizarlas, hay que saber que las utopías son siempre torceduras de las ideas hegemónicas que en nombre de la justicia imponemos al deseo colectivo de un futuro mejor. No hay, por lo tanto, utopías sin cierta tergiversación de lo mayoritario, cierto constreñimiento a mirar por los caminos no recorridos, una ligera obligación a recurrir a la esperanza de un mañana y a la conciencia social.
Tampoco hay utopía que suponga una situación peor a la presente. A diferencia de las escritoras apocalípticas, las que anhelan el fin del mundo para ponerle un alto a su dolor o para que se genere algo de la muerte del todo, las utopistas, desde la fundadora del género utópico, esa Cristine de Pisan que en 1404 escribió La Ciudad de las Damas -misma que hasta 1770 fue atribuida a Bocaccio por la misógina cultura de la modernidad europea-, pues las utopistas son unas pesimistas del presente que sueñan con el lugar todavía no existente donde hacer posible un ideal de convivencia a futuro. Eso es, proyectan su optimismo en un más allá, entendido como el tiempo/lugar que debe construirse colectivamente.
La utopía fue el género filosófico de la primera modernidad, cuando todavía estaba eufórica por haber descubierto que el teatro del mundo no es necesario y que cada ser humano es dueño de forjarse su vida y de organizarse en sociedad para alcanzar el bien común. Entonces la modernidad no justificaba la guerra contra los indios, la esclavitud de las personas africanas secuestradas de sus lugares de origen para ser vendidas en América, la misoginia que llevaba a los conquistadores a identificar a las “indias fermosas” con el botín de su hazaña colonizadora. La utopía veía ciudades solares e islas sin lugar donde construir sociedades seguramente menos jerárquicas y arbitrarias que las donde vivían sus autores. La modernidad capitalista que desplazó al humanismo utopista, descalificó la proyección utópica, la desfilosofizó, permitió que cientistas sociales y politólogos la criticaran como fruto de un género literario suscitador de agresivas proyecciones sobre los demás y de pérdidas del sentido común, cuando no del principio de realidad. Pero, al hacerlo, la racionalidad con la que se quiso identificar la segunda filosofía moderna -la que separaba el cuerpo del alma, el sentir del saber-, le brindó la sobrevivencia en el corazón de la gente, en los mitos colectivos, en las comunas anarquistas, en el sueño de un mundo sin discriminación sexual, sin racismo, sin descuido de las enfermas: un mundo de iguales que funcionan según un deber moral sentido y compartido, donde las diferencias son internecesarias y no construyen desigualdades.
Las utopías, de por sí, nunca son alcanzables (o cuando se las alcanza pierden su carácter de proyección en lo inexistente: la jornada de ocho horas, la salud pública, las vacaciones pagadas, el derecho universal al voto, la libertad de expresión y de movilidad fueron utopías alcanzadas, y ahora que las estamos perdiendo las visualizamos sólo como derechos arrebatados).
Y no se les alcanza porque se alejan mientras avanzamos hacia su concreción. Por ello, y porque son necesarias, nunca dejan de iluminar el camino de las transformadoras sociales, de esas mujeres y hombres que no quieren ni pueden cerrar los ojos frente a la injusticia que cualquier sistema jerárquico termina por imponer sobre enteros grupos sociales. En la poesía de Rabindranat Tagore como en los textos de Fourier, en los programas radiales que durante la dictadura pinochetista en Chile lanzaba al aire Radio Tierra gracias a la voz de la arquitecta feminista Margarita Pisano, en los programas comunitarios de los cocaleros bolivianos, en la defensa de las mujeres por las mujeres contra el neoestalinismo de Ortega en Nicaragua, en el mismo deseo de igualdad postulado por las feministas cuando le negaron su validez al obligatorio performance de los sexos y sus atribuciones genéricas, están las dos características principales de la proyección utópica: eso es que la justicia es un anhelo legítimo, total y factible, y que, cuando se alcance la justicia, las jerarquías sociales y humanas desaparecerán.
Las utopistas son todo menos personas que fantasean sin tener los pies plantados en el presente. Se proyectan a futuro, pero lo construyen con los elementos contraculturales, colectivos, que entresacan de las estructuras sociales presentes, las concretas condiciones de justicia o injusticia por las que atraviesa su sociedad, y lo hacen criticando sus valores morales. Utopistas fueron Tupac Amaru cuando creía poder construir un gobierno incaico para una sociedad inclusiva con aymaras, quichuas, mestizos, afrodescendientes y criollos; y Juárez al decir que salvaría a México hasta dónde podía, con lo que había y cómo podía; y Aurora Reyes al presentarse en la Constituyente de 1917 para reivindicar el derecho de las mujeres a la ciudadanía; y Rosario Castellanos al escribir que debía haber otro modo de ser mujer que no se llamara ni opresión ni Safo ni Sor Juana. Tupac Amaru fue descuartizado entre cuatro caballos pero hoy en Bolivia gobierna Evo Morales, un aymara cocalero que ni siquiera tiene la obligación de casarse para ser respetado. Las mujeres en México hace 55 años obtuvieron el voto.
Lo que se plantearon conseguir los poetas y las personas que proyectaron sus acciones e ideales sobre la organización de un futuro colectivo positivamente diferente del presente en que vivían se transformó, se regeneró, nunca quedó estático. Las utopías no son ideas dictatoriales porque asumen esos cambios como frutos de la acción de la colectividad en el tiempo. A la vez, para todas las personas que se rebelan ante a la ley del límite o la imposición de lo posible como único horizonte, lo ya alcanzado es la base desde donde saltar más lejos, cual chapulines hambrientos. Así no hay utopía que se mantenga inmutable, ningún liberal sueña ya con el No Lugar de Moro ni feminista que recree la ciudad de las damas, pero mujeres y hombres que cuestionan el statu quo por injusto pueden regenerar esos soles que iluminan el camino de quien desea construir la justicia desde el momento en que está.
Además las utopías se nutren para saltar. Devoran desobediencias civiles así como las mejores ideas de las muchachas que en una marcha piden liberar las identidades sexuales de sus roles impuestos; comen libros en ferias que se levantan en las plazas públicas; sazonan la libertad de pensamiento con el encuentro callejero; destazan el miedo para asarlo sobre el carbón del conformismo que tuvieron dificultad en encender; abrevan de las fuentes de las universidades, no sólo de los manantiales que brotan en los salones de clases, sino también de los veneros de las charlas de grupitos de amigos, de las coaliciones de iguales, de las tardes de estudio colectivo.
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