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Prólogo a la segunda edición

Terminé este libro a finales de 2003, estamos a mediados de 2006. En 2004, ha tenido dos ediciones: una mexicana, otra colombiana-costarricense. Ambas se han agotado. ¿Acaso es necesario introducir y aumentar estas páginas a tan sólo tres años de haber sido entregadas a la prensa?, fue la pregunta que me formulé. Y la respuesta es esta nueva edición.

A pesar de que había discutido muchas de las ideas expuestas con feministas mexicanas y centroamericanas, y con filósofas y filósofos latinoamericanistas, enfrenté la crítica de las feministas indígenas y de las lesbianas, que sintieron que pocas de sus ideas fueron recogidas. Asimismo, la reflexión sobre qué tipo de hermenéutica exige el feminismo a la filosofía, adelantada por Horacio Cerutti, sólo fue formulada después de haber publicado Ideas feministas latinoamericanas.

La tendencia del feminismo a dividirse entre una fuerza minoritaria de crítica política, organizada en pequeños grupos muy activos y dispersos (sólo a veces en diálogo entre sí), diversas individualidades en fuga hacia organizaciones políticas y sociales mixtas y una macro-organización de “especialistas en temas de género” -relacionada con los gobiernos del área y las instituciones supranacionales, sin ninguna crítica estructural al sistema de expoliación económica y ambiental, y alimentada por las últimas generaciones de estudiantes que se han acercado a las mujeres desde las aulas de las universidades y no desde el reconocimiento de sus cuerpos y deseos- que había descrito en 2003, se ha ido confirmando.

Con algunos gobiernos conservadores (en México, Colombia, Honduras), aparecieron “feministas de derecha”, que reivindican el derecho de las mujeres a no sufrir violencia doméstica y a ocupar puestos políticos importantes (que esos gobiernos casi siempre les conceden); pero, a la vez, combaten con juicios morales y religiosos excluyentes el derecho al aborto, al reconocimiento de las disidencias sexuales y, en ocasiones, a la anticoncepción. Se oponen así a las críticas feministas a la familia nuclear y declaran muerto u obsoleto el feminismo como teoría de las mujeres. Las representantes de estos gobiernos defienden el derecho de las mujeres de las clases sociales y de las posiciones ético-religiosas que corresponden a sus intereses, pero no critican que sus gobiernos se ensañen muy violentamente contra las mujeres que reivindican posiciones políticas contrarias (México y Colombia, son ejemplos contundentes), no castigando el uso de la violencia sexual ejercido por sus órganos represivos (policías y ejército) y por aquellos que les son afines (paramilitares). A la vez, nunca exigen el fin de las actitudes misóginas que llevan a la virtual impunidad (cuando no complicidad) con la violencia, hasta su expresión más álgida en los feminicidios (como se está denunciando en Guatemala).

Con estas representantes de la derecha, las especialistas de género están obligadas a pactar en los espacios públicos, ahondando el malestar contra ellas de las feministas autónomas. También están obligadas a pactar con los gobiernos de izquierda que, aunque no consideran ya el feminismo como un desviacionismo burgués, siguen arrastrando prejuicios contra las mujeres organizadas fuera de los partidos políticos reconocidos y, en ocasiones, dan pasos atrás (el tribunal de Venezuela restringiendo las leyes contra la violencia hacia las mujeres, por ejemplo) frente a los logros alcanzados por las mujeres para ser protagonistas de sus derechos.

Las mujeres “empoderadas” de los gobiernos “roban cámara”. Sus palabras se reproducen en los medios de comunicación masiva, sus fotografías de mujeres dignas y decentes (blancas, maquilladas, vestidas según los cánones de lo correcto) invisibilizan la imagen y el trabajo de las especialistas, demostrando a los sectores progresistas masculinos lo que los izquierdistas de los años 1960-70 ya decían: que las reivindicaciones “femeninas” no son confiables cuando no se vinculan con las organizaciones mixtas de defensa ecológica, anticapitalistas o con los partidos progresistas. Todo ello implica un nuevo golpe a la propuesta política de la autonomía feminista.

Me parece importante dar cuenta de este fenómeno.

Al mismo tiempo, en estos tres años han aparecido publicaciones de características feminista y latinoamericanista, como el libro de la filósofa costarricense Grace Prada Ortiz sobre las escritoras forjadoras del pensamiento de su país, las reflexiones acerca del origen de la exclusión femenina en la historiografía de la venezolana Iraida Vargas Arenas, el estudio de las relaciones que en un contexto de guerra las mujeres construyen con la violencia que ejercen y padecen de la mexicana Silvia Soriano Hernández, o las reflexiones sobre política y violencia de la argentina Pilar Calveiro, o los escritos de las pacifistas colombianas, los folletos de las mujeres rurales mexicanas y los artículos para la nominación de una mujer ñahño, Macedonia Blas Flores, entre las Mil Candidatas al premio Nobel de la Paz 2005. Estas publicaciones han fortalecido la idea, que subyace en estas páginas, de que en América Latina entre teoría y prácticas políticas y sociales hay un nexo doble, pues la filosofía latinoamericana se alimenta de las teorizaciones que surgen de las reflexiones grupales, tendencialmente horizontales, necesarias para enfrentar contingencias inmediatas que ahondan sus raíces en problemas históricos negados, primeros entre ellos los de la dominación y el autoritarismo.

También, y gracias al diálogo con Pilar Calveiro, he llegado a analizar más sutilmente el concepto de resistencia como mecanismo de sobrevivencia, de visualización de la debilidad del poder autoritario, de desconstrucción de lo heroico, de subordinación aparente para revertir, cuando las condiciones son propicias, la imposición de la autoridad que se impone sobre las mujeres –y sobre cualquiera que no esté en la condición de poderla evitar. La milenaria y multifacética resistencia de las mujeres al autoritarismo masculino, en los ámbitos público, privado e íntimo, me ha abierto una vez más los ojos frente a la imposibilidad de que exista un único pensamiento feminista.

Paralelamente, mi alumna Karina Ochoa me ha llevado a bordar más fino en la definición del ámbito público, como un espacio donde las actuaciones sociales y políticas son diferenciadas y donde las mujeres se explayan más fácilmente en la acción social, fluida, que en la política, rígida y determinada por mecanismos de corrupción, manejo del poder, cabildeo, ajenos a la experiencia histórica de las mujeres. Con mayor convicción aún me pregunto: ¿De qué hablan, entonces, los proyectos gubernamentales que empujan las mujeres hacia las “políticas públicas”? Acaso ¿de colonización masculina de la diferencia femenina?

La mejora de las condiciones de vida presentes y futuras, el reconocimiento de los sujetos políticos que llevan a cabo la reflexión y los actos necesarios para alcanzarla, la crítica y las aportaciones (transformaciones, a veces) de los conceptos mediante los cuales lograr formas de gobierno que no avasallen las diferencias propias de América, el antirracismo, las reivindicaciones autonómicas, el antiquísimo respeto a las diferencias sexuales de la mayoría de los pueblos originarios anteriores a la conquista y cristianización forzada, alimentan al feminismo latinoamericano, así como a toda la filosofía del continente. Se trata de una filosofía del sujeto histórico que, como las africanas y las asiáticas contemporáneas, se propone enfrentar los parámetros ideológicos del neoliberalismo, porque se ha entrenado en visualizar los mecanismos coloniales del apartheid que sufren las ideas que no se identifican con el modelo europeo y norteamericano: la pretendida universalidad del camino al progreso, la democracia representativa como único régimen aceptable, la religiosidad monoteísta, la ley universal del mercado y la racionalidad definida en términos de aceptación de todo lo anterior.

En Bolivia, México, Ecuador, Guatemala y Venezuela las cosmovisiones indígenas, la historia de la lucha secular de los pueblos originarios para obtener el reconocimiento de su dignidad, las ideas que sustentan la común pertenencia a la tierra y la fundamental dualidad (femenina-masculina) de la idea divina, se están dialogando y transcribiendo. Las mujeres, además de promover la autonomía y la libre determinación de los pueblos que conforman, se organizan, participan en debates y decisiones comunitarias y denuncian el racismo cotidiano del que son víctimas; a la vez, impulsan campañas contra la violencia hacia las mujeres y niñas indígenas.

Lo utópico, incluyente y crítico del pensamiento latinoamericano necesita constantemente reconocer y confrontar actitudes comunes de origen colonial, violentas y excluyentes, capaces de una regeneración continua. La lucha contra los asesinatos de mujeres por ser mujeres en México, Guatemala y, en general, en todo el continente, se enfrenta desde la acción feminista -política, callejera y de diálogo con las instituciones. Pero también se hace desde la reflexión histórico-filosófica de las causas de la agresión feminicida, es decir, desde los propios estudios feministas.

A la vez, la reflexión sobre el racismo que proponen algunas feministas autónomas brasileñas, caribeñas, andinas y mexicanas ofrece la posibilidad de un nuevo estudio de la historia y sus relatos explicativos, con miras a una renovación de la antropología filosófica y un golpe definitivo a todo absolutismo conceptual sobre el ser humano, sus reglas y su forma de pensamiento.

Ciudad de México, 12 de julio de 2006

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< Dedicatoria ________________  Preámbulo >

▒ Índice del libro

Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, 2a ed. revisada y aumentada, 2006.

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