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Francesca GARGALLO, “Hotel Juárez o del teatro como instrumento del justo saber”, texto leído en la presentación del libro Hotel Juárez. Dramaturgia de feminicidios, compilación de once obras de teatro por Rocío Galicia (Colección Teatro de Frontera. Coedición de la Universidad Juárez de Durango y Union College, impreso por Libros Godot, 2008, 335 pp.), en el Círculo Teatral del Método, Colonia Condesa, Ciudad de México, 6 de julio de 2009.
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Hotel Juárez o del teatro como instrumento de justo saber
Francesca Gargallo
Hay un mecanismo de control social muy bien aceitado que trabaja para que las mujeres perdamos la memoria a través de la repetición, en años de recrudecida violencia contra nosotras, de medias verdades tales como que tenemos derechos, que las leyes nos garantizan la vida y la integridad física y mental y que tenemos iguales oportunidades de trabajo que los hombres; a la vez que nos siembra una inquietud total al soltarnos preguntas acerca de si sabemos lo que hacemos al salir a la calle o por qué desafiamos a los hombres al expresarnos públicamente, al ganar dinero, al divertirnos, al estudiar, en fin al vivir. Preguntas acerca de si realmente no nos damos cuenta que somos las responsables de lo que nos está sucediendo…
Se intenta desterrar de nuestro vocabulario palabras como “igualdad en la diferencia”, “libertad de movimiento”, “derecho a la vida”, “liberación sexual” por considerarlas subversivas, de la misma manera como a los sectores populares se les criminaliza por hablar de “justicia social” o “bien común”.
De repente se nos obliga a escuchar andanadas de discursos a favor de la unidad familiar, los valores cristianos, la obediencia a las pautas de una heterosexualidad monogámica tan normativa que contempla la voluntad del padre a acceder a los estudios de las hijas por encima de las peligrosas complicidades materno-filiales… El mundo del control no tiene fin. Ya lo decía Creonte, ese terrible personaje de Sófocles, cuando al castigar a Antígona y al hombre que la ama, su propio hijo, por hacer lo que le dicta su propia conciencia, exclama: “No hay desgracia mayor que la anarquía: ella destruye las ciudades, conmociona y revuelve las familias; en el combate, rompe las lanzas y promueve las derrotas. En el lado de los vencedores, es la disciplina lo que salva a muchos. Así pues, hemos de dar nuestro brazo a lo establecido con vistas al orden, y, en todo caso, nunca dejar que una mujer nos venza; preferible es -si ha de llegar el caso- caer ante un hombre: que no puedan enrostrarnos ser mas débiles que mujeres.”
Agradezco enormemente a mi amiga Gabriela Huerta Tamayo haberme recordado este parlamento del poder misógino que es siempre poder antibiótico, antipopular y antilibertario. El poder del asesino con leyes en la mano, igual en el trono que en las agazapadas libertades del policía que en Ciudad Juárez hace suya la impunidad para imponer el orden de la burocracia mientras arremete contra los cuerpos de las ciudadanas. El poder del padre violador que enseña a su hijo a gozar del oscuro placer del dominio antes que construir el placer compartido del encuentro. El poder de la pandilla de los que al no haber tenido nunca justicia actúan como si ésta fuera una pendejada contra aquellas jovencitas con las que podrían hacer una revolución en su nombre. El poder de los hijos de ricos que desprecian a las hijas de las pobres, como si la lucha de clases se llevara al extremo del sustituto poder divino, poder de dar la muerte a quien puede dar la vida, poder de acabar con el trabajo de quien los enriquece al no tener otra opción que el de ser explotadas en la maquila.
Cuando nuestros amigos de la editorial Libros de Godot, Maricela de la Torre y Guillermo, me invitaron a leer y presentar Hotel Juárez. Dramaturgia de Feminicidios (Union College-Editorial Espacio Vacío-Universidad de Durango, México, 2008) sentí que sería incapaz de comentar las obras de Cristina Michaus, Enrique Mijares, Víctor Hugo Rascón Banda, Alan Aguilar, Demetrio Ávila, Antonio Zúñiga, Juan Tovar, Edelberto Galindo, Ernesto García, Cruz Robles y Virginia Hernández. En México hay verdaderas especialistas en la denuncia de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, lo que yo no soy, por mucho que haya trabajado la relación entre las formas de contrainsurgencia paramilitar en Guatemala y el asesinato con exceso en las marcas de violencia contra el cuerpo de las mujeres –relación que implica que la guerra es siempre misógina y la misoginia es siempre una guerra contra la humanidad-, así como hay comprometidas críticas y críticos de teatro. Sólo cuando Maricela insistió y yo terminé de leer las once obras reunidas en Hotel Juárez, estremecedoras al punto de despertarme pánicos supersticiosos y, después, rabias rebeldes, me di cuenta una vez más que es en las expresiones artísticas donde se manifiesta la necesidad colectiva de develar la verdad que el poder oculta con sus mecanismos de control. Más aún que el teatro permite leer la realidad porque la representa, y por lo tanto teatro y realidad son los dos únicos espacios donde todos y todas podemos comprender al ser humano en su(s) contexto(s).
Comprobar lo que en la academia es considerado un lugar común, es decir que el arte pone la denuncia, evidencia, ubica a la realidad en su dimensión caníbal o excelsa, aunque no la pueda probar y, por ello, puede ser negada como constructora de la verdad, me llevó a preguntarme acerca de la solidaridad de las o los artistas con las condiciones de vida de quien no tiene poder ni conoce derechos. Por ejemplo, ¿qué llevó a Enrique Mijares, al siempre extrañado Víctor Hugo Rascón Banda, a Maribel Uribe y a Amparo Galdoz a reunir las obras de otros dramaturgos en Hotel Juárez. Dramaturgia de feminicidios? Más aún ¿qué llevó a Cristina Michaus a ser la primera a imponer en la conciencia del público que la vida de las obreras de maquila, las hijas de los barrios marginales, las vendedoras de zapatos, las meseras, todas las mujeres de Ciudad Juárez; esa vida pues, tiene el derecho a que una actriz le pida perdón frente a una cruz rústica, pintada de rosa, y así recobre la dignidad que forenses, fiscales especiales, pandilleros, licenciados y policías le arrebataron? ¿Qué hace que Demetrio Ávila entienda el dolor de ser y no ser, sirena y asesinada, madre en búsqueda, señora desesperada porque todos desvían la mirada ante el auto que le arrebató a su hija? ¿Por qué es posible que Juan Tovar entienda el hilo sutil que une la persecución del crimen con la fascinación que éste ejerce en quien debería perseguirlo, siempre a espaldas, siempre en contra del respeto a la condición humana de la víctima?
El arte o tiene contenido o no es arte, la narración o cuenta algo o no se escucha, la verdad por muy sofocada que sea por los mecanismos que hoy tienen los medios masivos de comunicación para restarle importancia –exceso y mezcla de informaciones de diverso contenido, imposibilitando en el público construir una escala de valores entre ellas, por ejemplo- se mantiene en la palabra de quien quiere develarla, se sostiene, se da a conocer, se niega a desaparecer. Conocemos más acerca del irrespeto a los derechos humanos por la poesía, el teatro o las novelas que por todos los libros de historia, de sociología, de filosofía o de derecho. Las Suplicantes de Esquilo, las 123 tragedias de Sófocles y las diecinueve que se conservan de Eurípides, más allá de que nos proporcionen una visión de sus conceptos de justicia y piedad, de sus repudios por la guerra y de sus creencias en una voluntad divina, nos muestran la derrota de las mujeres en la sociedad griega, derrota aceptada como natural, impuesta por la muerte, ridiculizada por sacerdotes, militares y políticos. Es Dante quien al darle voz a Francesca de Rímini en la Divina Comedia nos hace saber que los maridos celosos impunemente asesinaban a sus esposas en la Edad Media. Es la monja alemana Roswitha de Gandersheim quien, al mantener viva la tradición teatral en el siglo XI de la era cristiana, contesta al latino Terencio –y a través de él a todos los hombres de su época- que las mujeres son seres inteligentes que merecen la vida.
Así hoy es un novelista que se desvive como periodista, Sergio González Rodríguez, quien en Huesos en el desierto, es capaz de una investigación que devela una verdad que la policía intenta enterrar; es una joven actriz de cine, Vanessa Bauche, quien siente el dolor de las madres de las muchachas asesinadas y las acompaña durante sus marchas en demanda de justicia; es una actriz, directora y dramaturga hermosillense como Cruz Robles quien revela una constante sociológica por boca de uno de sus personajes: “A mi hermana la mataron porque era pobre y a nadie le importa”.
Por suerte no son las únicas personas en clamar por la verdad. Feministas, activistas de derechos humanos, mujeres en movimiento y abogadas/os solidarias/os también trabajan para que se acabe y castigue esa instigación a delinquir contra el cuerpo y la vida de las mujeres implícita en la impunidad de los criminales. Lo increíble es la empatía, el común sentimiento que una artista del teatro (sea dramaturga, actriz, coreógrafa, productora) y su correlato masculino, llegan a sentir frente al desamparo de la víctima del feminicidio, cual si la fragilidad del respeto al teatro (y al arte y las humanidades en general) que se vive en la actualidad, su grandiosa marginalidad, le permitiera sentir como propia la indefensión de toda la humanidad, en particular la trabajadora migrante y femenina, expuesta a la masacre de sus individuos.
Por momentos, en las obras de algunos dramaturgos hombres reunidos en Hotel Juárez, llegué a sentir en la denuncia de la violencia misógina la carga aplastante de una culpa colectiva por la masculinidad dominante, cual si no pueda haber hombres que desafíen en el contexto de la violencia impune la identificación del macho con el asesino. Así Alan Aguilar construye una historia donde todo lo bueno, todo lo que sufre, todo lo que soporta la muerte, el olvido, la frustración de los sueños y el abandono son las niñas y sus madres; Demetrio Ávila representa la iniciación sexual como un ritual de asesinato en el que los oficiantes son el padre y el hijo; Edelberto Galindo describe a unos pandilleros a los que se le ha borrado el rasgo de la humanidad en relación con la voz femenina y a unos funcionarios que hacen de su poder un arma de feminización del padre que exige justicia cual si fuera una madre; Ernesto García presenta la relación heterosexual entre los funcionarios de un estado corrupto y mortal y sus mujeres como la justificación para la violación y la muerte de todas las demás mujeres; Enrique Mijares convierte el asesinato de hombres hiena, chacal, rata, gavilán y agentes en un frenesí sexual sin límites; Juan Tovar hace de la momentánea intimidad entre dos hombres el pretexto para empujarse y justificarse ante el crimen cuando la víctima es una mujer que los atrae.
Por suerte, el arte reporta también la existencia de solidaridades que se sostienen sea en rasgos compartidos de amor y marginalidad, como en “Hotel Juárez” de Víctor Hugo Rascón Banda, sea en recuerdos de una violencia también sufrida como hombre marginal, en “Estrellas Enterradas” de Antonio Zúñiga, sea en las denuncias corales de “La Ciudad de las Moscas” de Virginia Hernández. En particular, en “Deserere”, de Cruz Robles, los hombres y las mujeres que no son asesinos, que sienten piedad por la otra y el otro, buscan, reclaman, escarban, mantienen alerta sus sentidos para no perder la esperanza de que la justicia sea fundamentalmente la paz para quien no puede más con la agonía de saberse víctima, sea como mujer asesinada sea como sociedad arrancada de los afectos y el amor.
Hace unos días, creo que en relación con un alegato mío sobre la ignorancia de algunos colegas muy sesudos, mi amiga Gaby Huerta me dijo: “Goethe escribió lo que desde tanto tiempo atrás sabían todos los pueblos cuando se ponían a contar, a platicar, a verse en el lavadero, a cruzarse el rebozo, es decir que ‘en el principio era la acción”. Pues, narración y teatro tienen a la acción por principio, la reportan y la inspiran. Hoy actuar en favor de una verdad que ponga fin a la impunidad de asesinos y autoridades, implica juntar trozos de acciones y mostrarlas.
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Hola, mi nombre es Loreto Ortúzar, estudiante de letras hispanicas de la universidad católica de Chile, me gustaría contactarme contigo por correo para hacerte un par de preguntas sobre el tema que tratas en tu artículo, ¿será posible que me envíes tu correo?
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