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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “Ética, ética feminista y libertad”, en Ximena Bedregal (coord.), Ética feminista, 2ª edición, fem-e-libros/Creatividad feminista, Ciudad de México, 2004. (1ª ed.: La Correa Feminista, Ciudad de México, 1994). Libro en línea: http://www.nodo50.org/herstory/textos/etica%20feminista.pdf.

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Ética, ética feminista y libertad

Francesca Gargallo

 

Ética para sí es la libre acción de una persona en solidaridad con las demás y el todo, tanto en contra de la injusticia de la dominación de una persona, sexo, clase, cultura o raza en nombre de su supuesta universalidad, tanto en contra del avasallamiento de la naturaleza de la que somos parte con base en una supuesta superioridad humana sobre todo lo vivo.

Ética feminista es la que, actuando contra el privilegio moral y social del macho de la especie humana, reconocido como universal en la cultura, descubre que éste constituye la injusticia inicial sobre la que se ha construido un sistema lógico-político que ha llevado a la humanidad por una senda de destrucción e incapacidad de paz.

Como feminista, por tanto, actúo responsablemente en contra del sistema cada vez que lo descalifico en una de sus injusticias. Asimismo, mediante esta acción ética me libero. De tal modo la liberación ética feminista es la que impulsa mi acción y es el resultado de mi accionar. Esto implica que, para mí, en la ética feminista no hay fin ni medios para alcanzarlo, ya que ambos momentos de la acción se confunden, son lo mismo.

El feminismo no se agota en la lucha (palabra de contenido competitivo patriarcal) por la liberación de las mujeres, ni es un instrumento de recuperación de los ideales más elevados de las utopías pasadas; el feminismo es una ética porque no deja fuera de su razonamiento a ningún elemento de lo humano. Al reivindicar que lo privado es también público, ha ampliado la esfera de la ética (como acción individual libre y responsable) a la política (como acción de y en la sociedad), negando a ésta última como ámbito desligado de la acción individual. El feminismo es una ética y como tal una propuesta civilizatoria distinta, una transformación de todas las relaciones que el ser humano es capaz de producir.

He llegado a esta posición a través de un camino plagado de rebeliones individuales contra mi situación de desigual. Hoy no llamaría a todas ellas feministas. Inconscientemente, cada vez que mi malestar se manifiesta a través de “pugnas” o luchas sociales, estaba aceptando las reglas del sistema de competitividad masculina. En él se ha permitido actuar a mujeres dispuestas a muchos esfuerzos, pues son necesarios para demostrar que es posible escaparse a la condición femenina, es decir, para probar que el mundo social no ha sido impostado sobre lo masculino sino que es supuestamente neutro. Sin embargo, todas mis rebeliones conformaron la personalidad de una cuestionadora que, cuando se encontró con otras cuestionadoras, fue capaz de reconocer éticamente su diferencia sexual.

Desde entonces, para mí, la ética es el proceso de construcción de una relación de respeto entre mi forma de ser y las de los demás, entre yo y la naturaleza de la que soy parte, que arranca de la conciencia de que no hay normas iguales para diferentes. La libertad a la que me enfrento por la no igualdad frente a la norma, me responsabiliza, me da vida, me impulsa a actuar en la humanidad.

La ética es, por lo tanto, una acción de libertad relacional, una humanización.

En la adolescencia, el miedo a mi cuerpo que sangraba y cuyos cambios dolían, me acercó al mundo de la filosofía postsocrática. Leer a los clásicos era, además, una fuga ideal para una persona que como yo necesitaba del movimiento y venía castrada en ello por los miedos represores del padre, que la madre manejaba en términos de permisos rechazados.

La filosofía me otorgaba la libertad que mi cuerpo de mujer me negaba. Como muchas adolescentes viví un intenso deseo de ser asimilada a lo masculino, de parecerme a un hombre y tener sus privilegios. Empecé a creer que ser inteligente era olvidar el cuerpo, llegar a una especie de asexualidad inspirada. Logré, con mucho orgullo, convivir con coetáneos que me consideraban una igual… y por lo tanto, no me deseaban.

Sin embargo, la discriminación no cejó. Muy pronto sentí que me era enemiga la desigualdad de derechos y las maneras de valorar comportamientos; luego todo lo doble se me hizo enemigo por injusto. Asocié la prohibición que yo tenía de hacer, pensar, decir, planear algo que a mis coetáneos hombres les era permitido, con el hecho que mi madre consideraba justa la intervención estadounidense en Vietnam y opresiva la de los soviéticos en Afganistán. Mi madre era ferozmente anticomunista, yo quise encontrar en el marxismo una solución a mi búsqueda de una medida de justicia igual para todas y todos.

Fui moralista en mi primera juventud, lo cual me permitió vivir una sexualidad sin culpas. Entendida la moral como una norma que aceptaba como válida, me amparé en la idea de que lo que es bueno para un hombre lo es también para una mujer y me dediqué a coger.

Más tarde aprendí a conocer mi cuerpo y descubrí el placer de menstruar, de tener senos y caderas, relaciones cíclicas entre mis emociones, mis cambios físicos, mi sueño y mi época de actividad. Mi cuerpo me enseñó que era yo mucho más diurna que la mayoría de mis compañeros escritores. Con mi cuerpo inicié a amar mi ser diferente de las personas que me rodeaban; a cuestionar el hecho que la mayoría de los horarios de trabajo están diseñados con base en la funcionalidad masculina (que deja la responsabilidad del mundo de los afectos en manos de mujeres); a darme cuenta que no se puede ser iguales en un mundo organizado para la valoración jerárquica de los sexos.

Era yo diferente de un hombre por mi cuerpo y, sin embargo, era capaz de pensamiento.

El feminismo, al que arribé tardíamente después de haberlo confundido con la lucha por los derechos de las mujeres, fue la única filosofía que me ha permitido comprender que el divorcio que yo había impuesto a mi cuerpo y a mi mente para sobrevivir en una cultura hostil, era un acto desesperado y estéril. No hay una norma moral para mover el cuerpo y otra para dejar fluir las ideas. Somos a la vez carne y mente, como humanidad participamos de la naturaleza, y somos libres en cuanto el otro existe para que nos responsabilicemos con él. Nadie es igual a otra persona, de modo que las mujeres y los hombres somos diferentes aunque participemos de algo común.

Estos descubrimientos me provocaron una crisis muy fecunda, gracias a la cual busqué en el derecho y en la filosofía un punto coincidente que me explicara mi necesidad de actuar según una moral profunda, crítica, mientras rechazaba todas las normas que la moral me imponía.

Así aterricé en el campo de los derechos humanos y, de la reflexión sobre su validez universal, transité sin graves crisis hacia la ética feminista.

Hacia 1992, cuando el colectivo del CICAM se planteó organizar un Foro sobre los Derechos Humanos de las Mujeres, insistí en que debíamos analizar a los Derechos Humanos desde una perspectiva no únicamente normativa. El problema era que ese enfoque sólo nos permitía analizarlos desde un sistema de valores y yo tenía hacia ellos una desconfianza de mujer, es decir la legítima desconfianza de quien en el sistema de valores patriarcales ha debido luchar contra valoraciones restrictivas de su capacidad moral, intelectual y de acción. Los valores eran para mí algo peligroso, representaban la síntesis de los deberes ser diferenciados por sexo, clase, ubicación geográfica (países y culturas colonialistas y excoloniales). Valores eran los que habían permitido a un juez dictaminar un divorcio por culpa en contra de una amiga porque, harta de que su marido regresara a altas horas de la noche impidiéndoles compartir la responsabilidad del hijo común y gozar de su propio tiempo libre, dejó al niño dormido cuatro horas solo para ir al cine. Valores eran los que permitían que la libertad del hombre fuera considerada irresponsabilidad en una mujer.

Rechazando la normatividad del derecho positivo y el sistema de valores en el que estamos inmersas, propuse que el enfoque feminista de lo que son los derechos humanos nace de la acción hacia la justicia, hacia la no discriminación, hacia el reconocimiento de las diferencias de las personas que actúan a favor, dentro y en defensa de un derecho que limita el poder de la autoridad. Planteé entonces la existencia de autoridades consuetudinarias, tan agresivas en contra de las libertades individuales de las mujeres como las autoridades estatales y patronales lo son en contra de los hombres: estas autoridades consuetudinarias son la familia, la comunidad, la razón del padre/marido, las expresiones religiosas, las costumbres.

Ahora bien, actuar en contra de los abusos y violaciones a los derechos humanos efectuadas por las autoridades consuetudinarias es actuar éticamente, implica una acción libre en contra de la norma moral vigente. A la vez, actuar desde una no jerarquización de los valores es negar esa propia jerarquía, desconstruirla.

No habría descubierto ni las opresiones de las autoridades consuetudinarias ni la jerarquización implícita en todo sistema de valores de no haber sido una feminista, es decir de no ser una mujer en proceso de descolonización social y reconsideración de su propia corporalidad.

El salto de la aplicación de la acción ética a los derechos humanos, a la ética como filosofía feminista, se ha dado en el proceso de crecimiento grupal, en el intercambio de ideas y posiciones con otras mujeres que, por motivos similares o distintos, han llegado a la necesidad de rehacer la filosofía, repensar su lugar en el mundo ya no desde la lógica sino desde la acción libre y responsable.

 

 

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