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Publicado también en: Francesca GARGALLO, “Intentando acercarme a una razón narrativa”, en revista Intersticios. Filosofía, arte, religión, Universidad Intercontinental, Ciudad de México, Año 8, n. 19, 2003. ISSN: 1.200-16 425.

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Intentando acercarme a una razón narrativa

Francesca Gargallo

Para Clara Guadalupe García, historiadora de las palabras

El verbo narrar, así como la persona que lo pone en acto –la narradora- y el objeto que la acción produce –la narración-, tienen todos un origen etimológico que los hace remontar al sustantivo latino gnarus, el que conoce, el hábil, experto y familiarizado con una temática, y más lejos aún a la raíz sánscrita gná, que significa conocer.

Si yo pudiera creer que la etimología expresa una cierta sacralidad de la palabra en la que se fundamentaba el pensamiento del pasado, sacralidad que la volvería inmune a los cambios de sentido, y no sólo que es la reveladora de una huella poderosísima de las emociones e ideas de un pasado sacralizado por un poder que puede cambiar, jugaría un rato a construir venganzas lexicales contra las y los filósofos e historiadores que me han marginado por ser yo una narradora, una escritora de “ficciones”. Desgraciadamente soy una historiadora demasiado consciente de todo lo que interviene en las construcciones humanas y por lo tanto no me atrevo a decir sólo sobre la base de un verbo romano que todo el que no cuenta es un ignorante. Sin embargo,  narro en latín significa lo mismo que en castellano: cuento, relato, y para el orador romano así como para  los capitanes de navíos, las mujeres que agitaban sus brócolis en el mercado, los campesinos y las tejedoras, el ignaro o ignorante era aquel que no podía contar porque desconocía la realidad.

La relación entre narración y conocimiento es para mí obvia[1] y muchas veces la he visto expresarse positiva o negativamente en la vida de pueblos muy diversos: el cantador entre las y los wixarica es la persona de sexo masculino que relata los acontecimientos reales y míticos, sin distinción, que hacen de su pueblo un creador de cultura consciente de su importancia; en el dialecto de la Roma contemporánea un “ignorante” no es sólo la persona que desconoce algo, que lo ignora, sino aquella que manifiesta su antipatía, su falta de interés por los demás, su egoísmo a través de no comunicarse verbalmente: es quien contesta con monosílabos o rehúsa dar explicaciones. Esta definición dialectal me atrae mucho porque implica que quienes no transmiten sus saberes son unos ignorantes, por ejemplo esos maestros que piensan que no deben pasarles el conocimiento adquirido a lo largo de años de estudio a las estudiantes de licenciatura, para obligarlas a un trajín que las llevará a la maestría o al doctorado, lugar simbólico donde, quizá, las reconocerá como “pares”. Esta práctica es bastante común en las universidades de toda América y se sostiene sobre la idea que las estudiantes al llegar a la universidad desconocen demasiadas cosas. En efecto: nadie se las cuenta[2].

Desde hace aproximadamente un siglo, la narrativa está siendo muy problematizada. De la historia y de la literatura, de la semiología, de la filosofía analítica de inspiración anglonorteamericana, de la antropología estructuralista, de la hermenéutica y del cine se han levantado voces para clasificarla, eso es para analizarla ontológicamente, saber qué es en sí (Barthes, Todorov, Kristeva), o histórica y culturalmente (en México, Aralia López y Evodio Escalante), o para establecer su valor epistemológico, su función y su uso (Eco, Levi-Strauss, Walsh, Gardiner).

Para Roland Barthes la narrativa está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades, permitiendo a menudo la comunión entre seres humanos de culturas diversas;[3] para Hayden White es un impulso, la inevitable necesidad de entender-explicar cómo sucedieron las cosas (aunque implica siempre una moraleja de la que quiere desembarazar la historia –dudando de poder hacerlo);[4] para Paul Ricoeur la narrativa es un  discurso que se expresa de igual manera en la oralidad y la escritura[5], tiene una configuración fruto de una operación  de la imaginación creadora[6] y es capaz de refigurar a tal punto la experiencia humana de la temporalidad que logra el efecto de revelar el tiempo humano, tiempo en el que se conjugan la representancia del pasado mediante la historia y las variaciones imaginativas de la ficción.[7] Pero éstos son sus grandes defensores, no sus críticos.

La literatura europea de la primera mitad del siglo XX declaró si no su muerte por lo menos su incompetencia para expresar las razones del nuevo discurso moralizante que la medicina y la filosofía estaban elaborando: las razones del subconsciente, de lo que no era cognoscible. La escuela francesa de los Annales, Économies, Sociétés, Civilisations ha rechazado el relato para la comprensión de la historia de mediana y larga duración, aquella que rebasa el tiempo que una narración puede abarcar, afirmando que la teatralización que la narrativa impone a la historia política, événementielle, episódica, impide su cientificidad[8]. Asimismo, atenta diariamente contra la narrativa el encierro en pequeños núcleos familiares que, en las ciudades de todo el mundo, rechazan la transmisión de conocimientos inter-generacionales por dar crédito a imágenes –tan manipuladas como los cuentos de antaño- o a informaciones consideradas científicas, que se transmiten vía aparatos domésticos (la televisión, la computadora personal), impidiendo el surgir de los lazos de solidaridad que se tejen por el conocimiento narrativo de las condiciones de otra persona. La filosofía analítica al buscar un instrumento epistemológico capaz de reducir a reglas interpretativas toda situación, niega valor cognoscitivo a la divergencia de opiniones que necesariamente están presentes en la diversidad de los conocimientos narrativos posibles y cuando mucho admite un uso apropiado del relato para la explicación de los procesos históricos; sin reconocer jamás, sin embargo, un estatus de ciencia a la historia.

Ahora bien, Ricoeur ve en la narración histórica la forma de resolver el misterio del ser en el tiempo[9] y Hannah Arendt, de la que pocos reconocen la extraordinaria crítica literaria, dice a propósito del cuento de Kafka “Él”: “El relato en su pura brevedad y simplicidad consigna un fenómeno mental, algo que se podría denominar un acontecimiento del pensamiento”[10]. Quiero quedarme un instante en este punto para reflexionar acerca de si la narrativa presupone una forma del pensar y no sólo del decir, y si las dos cosas presuponen realidades separables. Esto es, si construir “historias” para darse a entender implica una manera específica de organizar el pensamiento y si ésta puede ser enseñada. No es un problema de poca monta. Como novelista y como historiadora, considero que al narrar se expresa una voluntad de comunicación que es en sí ética y política, pues presupone no sólo que la elección y el ordenamiento de los hechos narrados tenga un fin moralizante, acertadamente puesto en luz por Hayden White, sino un interés por el otro como beneficiario de un aprendizaje y como interlocutor posible. Un interés de algún modo previo a la emisión del mensaje, un deseo racional de interesar/interesarse por otras personas. Si un texto escrito es intrínsecamente lo mismo que un discurso oral, como pretende Ricoeur en Teoría de la interpretación,[11] entonces tanto un libro como una clase, una conferencia, una charla entre amigas pueden ser contestadas;  y en la contestación se establece su razón de ser. La razón narrativa sería por lo tanto una razón dialogal, un intento de superación de la humana soledad que implica una voluntad ético-cognocitiva.

Yo vivo asombrada por la rigidez del mundo no narrativo, por la coraza que interpone entre los seres humanos. Contar y escuchar cuentos me es tan indispensable como acariciar o sonreír. Poner atención a las palabras de la directora del museo arqueológico de Bagdad, mientras relata en lágrimas la destrucción de piezas de hace ocho mil años durante una guerra de invasión, me pone en contacto con su humanidad, me lleva a descubrir la mía, y esto implica hacerme solidaria con ella, consciente de mi finitud y, a la vez, de mi estar en el mundo.

De ninguna manera quiero afirmar que lo que no se inscribe en una narración pierde capacidad comunicativa, pero quiero resaltar cómo es instrumentalizada por el poder la supuesta a-cientificidad de la narración. De hecho, parece pretender esta posición, lo que no es narrativo es necesario y lo necesario es verdad absoluta. En la negación de una razón narrativa se esconden posiciones tan divergentes como la de un posible fin de la historia, que no es lo mismo que el fin de los tiempos de la Biblia que es un gran relato, y las exigencias de una necesidad. Hoy en día me provocan el mismo sentimiento de peligro las ideas de que el desarrollo técnico y la democracia son necesarios para todas las personas de todas las culturas en todo el mundo, como en el análisis histórico me lo provocaban la “necesidad” de que, en diferentes momentos, se impusiera la pax romana, el monoteísmo, la inquisición, el absolutismo y el progreso de la India vía la colonización británica. La idea de necesidad, que al ser absoluta no acepta ser narrada, siempre se ha sostenido en una razón demostrativa no narrativa y ha impuesto el pensamiento necesario a un grupo para alcanzar la hegemonía. Partiendo de una premisa aceptada como verdadera siempre puede demostrarse una necesidad. Asumamos, por ejemplo, que la agricultura implica un estadio superior y necesario de la humanidad y justifiquemos la imposición del sedentarismo a los pueblos nómadas: las armas, el terror, la destrucción ambiental que obligaron a 152 pueblos chichimecas a dedicarse a la agricultura, hoy siguen siendo justificados como medios necesarios para lograr que se dedicaran a sembrar, desarrollando el México que primero los mexicas, luego los españoles y los criollos querían gobernar de manera absolutista. La idea de necesidad impide ver o justifica que el desarrollo de la agricultura signifique también la imposición de otras necesidades, todas ellas comprables a cambio del fruto de su trabajo: calzones, azadones, arados, sombreros innecesarios en el modo de vida nomádico.

Algunos grandes historiadores han presentado momentos, culturas y problemas de manera no narrativa, esto es, para decirlo con Dumezil[12], de una manera diferente de las versiones novelescas en que mitos e historias se transmiten a lo largo del tiempo, incorporando sus propias transformaciones. En México, pienso en O’Gorman, capaz de describir la “invención” de la idea de América mediante una reflexión acerca de las ideas y referencias ideológicas de la época previa a la invasión, idea “necesaria” para los europeos de ambos lados del Atlántico y que continuó “inventándose” a sí misma de los siglos XV al XX[13], y, en Francia, en la monumental historia del Mediterráneo en la época de Felipe II de Fernand Braudel[14], para darme cuenta de cómo la comparación, el análisis sincrónico, el fijarse en un punto y no en el desarrollo de una situación o una idea, puedan servir para la comprensión de un fenómeno que, a la larga, nos concierne a todos en cuanto seres humanos en el tiempo (y que es relatado en su estructura y no en su devenir, logrando de todas formas la historia-story-narración de una acción completa en el tiempo). Más aún, considero muy positivo que la historia de las mujeres, que se ha desarrollado a partir de la afirmación política de las mujeres en el siglo XX, mezcle la historia narrativa con las historias comparativa y reflexiva, sacando provecho de la antropología, la lingüística, la sociología. En filosofía, la teoría política feminista busca la conexión entre la acción práctica de sus militantes y las ideas que de ésta se derivan en la narración de un hecho fundamental: cómo las ideas se generan de un diálogo y cómo las feministas construyen los espacios para volver posible ese diálogo, hecho que ha acompañado un siglo de historia del feminismo. Al ser constantemente vuelto a proponer, el diálogo es narrado por las mujeres a las mujeres como un detenerse sobre sí mismas, un actuar a través del dejar de hacer lo que de ellas se espera, un permitirse la suspensión; constituye de esa manera un oxímoron fenomenal: un intimismo épico.

En estos casos, que no son los únicos, la suspensión de la narrativa de trama cronológica no implica la desvalorización del conocer-narrar la comparación, la estructura, la explicación intelectual del proceso seguido por la autora o autor. La rigidez del fin de la narrativa no se manifiesta siempre cuando no se narra la unidad temporal de una acción total y completa, sino cuando el no narrarla es asumido como una prueba de cientificidad o de validez de un discurso político, histórico o sociológico. Su peligro se resume en la negación del valor de la palabra como instrumento de comunicación de algo tan inextricablemente unido que sus partes se entienden sólo en el conjunto. Personalmente, no puedo dejar de contar la historia de una resistencia sin sentir una profunda simpatía hacia quien resiste. Contar es parte de esa resistencia contra la opresión que yo asumo políticamente de otro pueblo y otra persona, cuando no de otra época, con la que yo con-siento. Lo que yo cuento no es menos verdadero porque yo siento algo, más bien si yo no sintiera nada no lo contaría, haciendo perder a la historia una versión de la realidad reconstruida con base en pocos datos. Como toda la historia, como todo el conocimiento.

El siglo XIX occidental veneró a tal punto las ciencias que tenían por objeto el estudio de la naturaleza y las exactas, en las que incluía a la medicina obviando su carácter humanístico, al punto de empujar a los académicos alemanes a forjar la expresión “ciencias del espíritu” para no condenar a la filosofía, la historia, la antropología, la psicología a la misma condición de mentira a la que el racionalismo moderno dos siglos antes había condenado al mito y con él a todo el conocimiento que la literatura y las artes podían generar.

Ahora bien, la palabra ciencia es una de aquellas que me llevan a dudar del valor histórico de las derivaciones etimológicas. La palabra latina scientia y la griega episteme significaban la posesión de un conjunto de conocimientos (cognitio en latín y gnosis en griego) muy diversos entre sí: los adquiridos a través del estudio de una cosa en particular, “la ciencia de sembrar la viña”; los obtenidos mediante el escucha, la observación, el razonamiento deductivo, el entrenamiento de una habilidad; y aun aquellos que parecían provenir directamente de las divinidades, “la ciencia infusa”. Ciencia y conocimiento eran de alguna manera sinónimos e implicaban la capacidad del ser humano de apropiarse de cualquier noticia, técnica, saber y práctica para ponerlas a su servicio, desde la astronomía y la magia para beneficiarse de los secretos de la naturaleza hasta el canto y la danza para alegrarse la vida. El conocimiento de los mitos era científico en el sentido que permitía explicarse algo de manera práctica, útil para la vida en comunidad, tanto como la herbolaria, la fabricación de las velas y la construcción de los puentes. Era común escuchar una expresión que se sigue usando en el lenguaje popular italiano y español, eso es que para hacer tal cosa no es necesaria mucha ciencia, es decir ninguna habilidad, talento, conocimiento o esfuerzo particular. Entre todas, la ciencia de narrar era enormemente apreciada y reunía a comediantes, historiadores, oradores y filósofos. Sabemos que algunos discursos pudieron hacer cambiar de opinión a las masas de los escuchas. La scientia del orador se contraponía así a la opinio o doxa del escucha, demostraba su certera validación en la práctica, pero también la opinión implicaba un conocimiento, sólo que éste no incluía ninguna práctica garantía de validez. Hoy se estudia la ciencia de la presentación de las imágenes y el discurso para cambiar/moldear la opinión del televidente. La cientificidad del formato del noticiario la confirma su efectividad, que según una idea ilustrada, newtoniana, de ciencia sostiene que una vez colocadas las causas como principios es muy fácil explicar los fenómenos partiendo de tales principios y considerando como prueba la explicación misma. Esta idea de ciencia no es clásica, pues no puede demostrar la necesidad de sus afirmaciones en un sistema en que ninguna pueda ser cambiada; ni es crítica, pues es incapaz de abandonar la pretensión de la garantía absoluta para entrar en un proceso de revisión continuo de la falibilidad del conocimiento humano, que la narración propone de continuo.

Sin embargo, la ciencia de la manipulación de la opinión puesta en práctica por las grandes corporaciones televisivas vuelve a proponer el principio que la opinión no es conocimiento porque nunca obtiene una validación social. De hecho, en el mundo urbano contemporáneo no hay manera de compartir los conocimientos, de narrar las propias reflexiones a un vecino, tan encerrado como la posible narradora en el mundo de verdad necesaria construido por los aparatos de uso doméstico.

Volviendo al origen de la palabra scientia, ésta es tal porque es un conocimiento práctico, útil, no apriorísticamente superior ni ligado a un tipo de conocimiento específico, por ejemplo el de los fenómenos naturales o las matemáticas. ¿Por qué, entonces, la ciencia ha terminado por ser un sinónimo del conocimiento de éstos, implicando su necesidad y proponiéndose como único modelo de consecución de cualquier verdad? ¿Por qué la ciencia así entendida rechaza la narración, reduce la dialogicidad y niega valor a las pruebas que no se obtienen según su método?

La razón narrativa es relacional, responde a un esquema, sin lugar a dudas, y, como escribe Hayden White es intrínsecamente portadora de una visión moral (la que sea), sin embargo es capaz de responder a las preguntas que la distraen del modelo y brotan de, están en, responden a las opiniones, las dudas, el deseo de saber de un público (real o prefigurado por la narradora). Según la escritora  india Arundhati Roy, narrar historias diversas implica contraponer muchos mundos al mundo del fundamentalismo neoliberal que descansa en la repetición continua de mensajes breves e indudables; este fundamentalismo globalizante sostiene que es necesaria la aceptación – y hasta la imposición cuando ésta no se da de manera voluntaria- de la democracia representativa entre todos los pueblos del mundo, a la vez que fomenta la elección de los sectores más conservadores de la sociedad.[15] Narrar es, por lo tanto, una actividad política urgente, en cuanto se revela antisistémica, ahí donde el sistema propone un solo discurso de lo que es políticamente correcto y de lo que no lo es: matar niños en los brazos de madres campesinas no es incorrecto si se va a imponer la libertad de elección al pueblo iraquí, por ejemplo[16].

Quiero exasperar un poco esta idea, para ver si llego a acercarme a una idea de la organización mental de la narrativa y su práctica utilidad política e histórica. Cada vez que contamos una historia reconstruimos el mundo según nos lo permiten las limitaciones de nuestras prefiguraciones, poéticas y tropos, que siempre serán menos que las que impone un modelo único. Cada vez que volvemos a contar un acontecimiento nos damos cuenta de la imperfección de la narración anterior (lo cual habla en contra de la obsesión moderna por la “originalidad” del artista). Cada vez que exordiamos con un “érase una vez”, empezamos a sanar las heridas que en la inteligencia de nuestra propia temporalidad introducen los cambios históricos no deseados, la falta de comprensión del presente y el abrumador sin sentido de la vida contemporánea.

Gracias a las diferencias culturales irreductibles a un modelo, los contenidos y las tramas de las narraciones cambian de una estructura lingüística y narrativa a otra, los modos lineales de contar de las y los escritores y cuentacuentos árabes no son los mismos que entre los cíclicos mesoamericanos, los relacionales alemanes, los excéntricos argentinos, los universalistas franceses, los inmediatistas estadounidenses y los introspeccionistas japoneses, pero todos constituyen un objeto (la narración en sí) que atrae la atención (siempre crítica) de la o las personas a las que está destinado y la (menos crítica pero inteligente) escucha de las personas de otras culturas que entran en contacto con él[17].

Estoy banalizando, obviamente, pero, y a pesar de que todos los pueblos del mundo narran de manera personal y apersonal y de que la comunicación narrativa en todo el mundo recoge estas dos formas, es cierto que para una mujer que habla chino mandarín es inmediata la sensación de un instante narrado en un haikú, tanto como a mí un cuento de Virginia Wolf me remite a una observación de mi propio mundo interior y la narración de la derrota y ejecución del desgraciadísimo Corradino de Suabia hace sangrar mi corazón de siciliana.

Reconsiderar la relación entre resistencia y narratividad, entendida como la relación entre una persona o un conjunto de personas que cuentan y otras que escuchan con la opción de participar, implica hoy revisar de facto las ideas clásica e iluminista de ciencia, volver los ojos a los conocimientos que la ciencia moderna desechó como constitutivos de un saber académico (propiamente “científico”) y enfrentar políticamente el modelo globalizador, con sus correlativas imposiciones de una idea de necesidad. Narrar implica transmitir los diversos conocimientos de manera generosa, sumar hechos en una trama, divagar sobre sus posibles relaciones y también sintetizar; seguir un esquema y revisarlo sobre la marcha, responder a lo imprevisto.

En un mundo determinado por una economía especulativa sectorializada, que únicamente confía en un método deductivo para producir conocimientos, narrar es una actividad vital, antisistémica, semejante a sembrar con métodos tradicionales o a migrar demostrando la mentira de la globalización. Mentira, no mitos o fábulas. Mentira: sistemática sustitución de elementos de la verdad para impedir el relato de los sucesos y construir una demostración que la observación directa desmiente: hoy es importante narrar cómo los bienes producidos para el mercado internacional no tienen fronteras, pero las personas son arrestadas en lugares geográficos específicos en nombre de prejuicios elevados iluministamente a causas y principios de la ciencia de la represión y el dominio: límites infranqueables del estado-nación decimonónico reelaborados en nombre de supuestas amenazas a la seguridad nacional.

Que vengan esos cuentos, novelas, películas, tiras cómicas, historias. La verdad de las narraciones, como las formas de organizar el pensamiento, es una síntesis de diferencias, es el reconocimiento de lo heterogéneo, y no necesariamente la reducción de lo múltiple a una unidad arquetípica inexistente. El conocimiento no es sólo uno y nunca se reduce a un solo modo de expresión.


[1] Aunque aprendida, pues pertenece a lo que Gadamer llamaría mi bildung, mi formación. ¡Ya Aristóteles se interesaba en esta relación!

[2]  Amén de que las pocas que les cuentan, se las cuentan en masculino volviéndoselas ajenas.

[3]  “El relato se burla de la buena y de la mala literatura: internacional, transhistórico, transcultural, el relato está ahí, como la vida”, p.7. Esto implica que sea  de alguna manera indefinible, o peor aún que de tan universal sea insignificante; Barthes se apresura a decir que es sustancialmente diferente (y aquí no estoy segura si este “diferente” no signifique desigual, de menor peso, o si realmente exprese la verdadera, positiva diferencia) de la poesía y el discurso filosófico. Roland Barthes, “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en AA. VV, Análisis estructural del relato, México, Ediciones Coyoacán, 1997, pp. 7-38

[4] Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 2001 (primera edición en inglés, 1973); y sobre todo los ensayos reunidos en El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica, Barcelona, Paidós, 1992

[5] “si logramos demostrar que un texto escrito es una forma de discurso, el discurso bajo la inscripción de una inscripción, entonces las condiciones de la posibilidad del discurso también son las del texto”, Paul Ricoeur, Teoría de la Interpretación. Discurso y excedente de sentido, México, Siglo XXI, 2001, p. 37. “En la narración, la innovación semántica consiste en la invención de una trama, que también es una obra de síntesis: en virtud de la trama, fines, causas y azares se reúnen en la unidad temporal de una acción total y completa”, en “Introducción”, Tiempo y narración, I, Configuración del tiempo en el relato histórico, México, Siglo XXI, 2000, p.31

[6]  “Doy  al término ficción una extensión menor de la que adoptan numerosos autores, que la consideran sinónimo de configuración narrativa. Tal identificación  no carece de fundamento, dado que el acto configurador es, como hemos defendido nosotros mismos, una operación de la imaginación creadora”. Paul Ricoeur, Tiempo y Narración, II, Configuración del tiempo en el relato de ficción, México, Siglo XXI, 2001, p.377

[7] Paul Ricoeur,  Tiempo y narración, III, El tiempo narrado, México, Siglo XXI, 1999, p.917

[8] Braudel afirma en El Mediterráneo. El espacio y la historia (México, Fondo de Cultura Económica, 1995) que el Mediterráneo como vórtice mundial ha alimentado muchas historias que se convirtieron en narrativa (literatura), mientras él pretende armar la gran historia reflexiva de lo que ha sido ese gran mar histórico y a él contemporáneo.

[9] Temps et récit, vol. II, París, 1984

[10] Hannah Arendt, “La brecha entre el pasado y el futuro” en De la historia a la acción, Barcelona, Paidós, 1995, p.82

[11] Paul Ricoeur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, México, Siglo XXI, 2001

[12] Ver: Georges Dumezil, Del mito a la novela, México, Fondo de Cultura Económica, 1973

[13] Edmundo O’ Gorman, La invención de América, México, Fondo de Cultura Económica, 1975 XE «1975, Año Internacional de la Mujer»

[14] Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949, 2ª. Edición  corregida y aumentada 1966), México, Fondo de Cultura Económica, 1987

[15] Este fue el sentido de su discurso en el Foro Social de Porto Alegre en 2003. Siendo una novelista cuya fama internacional está ligada al éxito de El dios de las pequeñas cosas (Barcelona, Anagrama, 2002 –quinta edición en castellano), escribe pequeños, fuertísimos ensayos políticos: El final de la imaginación (Barcelona, Anagrama, 1998), contra el uso, la construcción y la idea nacionalista de la necesidad de una bomba atómica en India, y El álgebra de la injusticia infinita (Barcelona, Anagrama, 2001), contra el militarismo que acompaña la globalización.

[16] Una contradictoria e inexistente libertad acotada, que impediría la elección de un dirigente religioso, mismo que sería probablemente capaz de narrar una historia global del sentir de una invasión.

[17] Pensemos en el éxito de Las mil y una noches entre los europeos, siendo un libro abiertamente adverso a los invasores de las culturas de Medio Oriente durante esas guerras medievales que los occidentales llamamos cruzadas.

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