Francesca GARGALLO, «Los espacios cotidianos de Rosendo Pérez Pinacho», Ciudad de México, junio de 2006.

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Los espacios cotidianos de Rosendo Pérez Pinacho

Francesca Gargallo

Ciudad de México, junio de 2006

 

Lo primero que salta a la vista en la obra de Rosendo Pérez Pinacho es la pasión por la composición cuidadosa y las referencias míticas, una especie de profesionalismo enamorado, de pintor decimonónico que hubiese aprendido todas las técnicas antes de dar el salto a la expresión de una experiencia que lo desborda. No hay barroquismos; aun el pesado material de fondo es utilizado con un equilibrio sorprendente. A la vez, la composición es clásica, sin obviar un clima más melancólico que atormentado, una suerte de lirismo en pleno estío. Su sed de permanencia y el temor ante la vulgaridad lo llevan al placer, a la sensualidad que esconde el contrapeso: desde el centro en que converge la imagen más contundente o el vacío, se distribuyen las poses de personajes como comparsas teatrales, aunque los colores estallen por doquier.

El gesto sideral de los amantes ansía llenar lo vacuo del paso individual por la tierra, las ataduras se debilitan y todos los espacios cotidianos, habitados por los pigmentos y las emociones, se condensan sin que la palabra pueda expresarlos. Así, sobre la tela preparada a media creta, con su fondo de óleo en el que esparce diligentemente arena y pigmentos, Rosendo Pérez Pinacho retrata el silencio del hombre que mira su melancolía en la silueta de un tallo de maíz contra el sol embravecido o que se esconde en la corteza del árbol de los amores. Su dibujo, fértil como los ríos que lo esperaban a la salida de la escuela en Candelaria Loxicha, Oaxaca, para brindarle sus langostinos y las primeras ojeadas de deseo a la muchacha que se revelaba detrás de los troncos de los pochotes, o se acostaba en la voluptuosidad del descanso en la arena, rebosa de una alegría contenida, una especie de largo poema a las hojas que se mecen en el viento y que, a la vez, sostiene figuras geométricas a medio camino entre una danza estilizada y un papalote caído.

Una ternura de recuerdo feliz e íntimo interviene en el trazo que repite sin obsesiones acercamientos distintos al cuerpo de la mujer, a la soledad de los astros, a la dualidad femenina-masculina que se junta y se separa alrededor del emblema eterno del árbol de la vida, cuerpo azul de hojas doradas. A diferencia de la humedad que trasudaba en los óleos salvajes de Constelación plenaria (Oaxaca, 2004), en Espacios cotidianos (México, 2006) sucesivas memorias de sol y viento parecen detenerse en un instante, o más bien en un espacio que el ojo abarca en su totalidad. En apenas diecinueve telas, Rosendo Pérez Pinacho retrata los más primarios sentimientos humanos, mezcla de asombro y deseo, terror frente a lo desconocido y entrega, espera y ofrecimiento, tan universales que hasta el monoteísmo cristiano tuvo que reinventarlos en la imagen de Eva y Adán tentados por la sabiduría de la serpiente enroscada en un tronco.

La suavidad de las formas, sin embargo, contrasta con la dramática intensidad de los colores y las texturas. Unida a los rojos de atardeceres desesperados y a la capa de arenas ocre delata una madurez de la composición plástica poco común en un artista de  34 años. Pérez Pinacho es un pintor comprometido con su oficio y con sus deseos de expresar la íntima percepción de las formas y las emociones de una cultura ancestral que no deja de investigar y respetar. A la más primaria forma del cuerpo-vulva, rojo y curvilíneo, cargado de volumen y transfigurado por la luz amarilla que lo rodea, se acoplan simbólicas reminiscencias de la noche, dibujos planos sobre una densa abstracción, o cálidas y secas esperas diurnas. Cada una de sus obras renueva un sentimiento y un conocimiento, como ese maíz que brota solitario en la rara luz de la intensidad cotidiana, y que hay que expresar aun cuando no puede decirse.

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