Francesca GARGALLO, Presentación del libro Nuevas formas de relación en la sexualidad humana: Textos para la reflexión [Andrés de Navarro Zamora (comp.), Universidad Iberoamericana, Ciudad de Méxio, 2013. ISBN: 9786074172119], que se llevó a cabo en la librería y foro cultural Voces en tinta, Zona Rosa de la Ciudad de México, el miércoles 11 de abril de 2013. Disponible en: http://wp.me/P1Mnan-oG
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PRESENTACIÓN DE NUEVAS FORMAS DE RELACIÓN EN LA SEXUALIDAD HUMANA. TEXTOS PARA LA REFLEXIÓN, DE ANDRÉS NAVARRO ZAMORA (COMP.)
Francesca Gargallo Celentani
Resulta muy difícil presentar un libro con cuya terminología y construcción ideológica se está básicamente en desacuerdo y, a la vez, intentar dar visibilidad a los aportes reales que algunos de sus artículos contienen. Esto es lo que me pasa con Nuevas Formas de Relación en la Sexualidad Humana. Textos para la reflexión, que introduce y compila Andrés Navarro Zamora (Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, 2013). Este libro sostiene, al criticarlo sólo aparentemente, que la familia o -como hoy es políticamente más correcto decir- “las familias” son la estructura básica de las formas de convivencia en una sociedad, cuando en realidad las familias no son sino formas que la convivencia, entendida como la pulsión y la práctica que nos humaniza, asume para garantizar algunos patrones –cambiantes, pero bastante estables- de reproducción y propiedad en casi todas las sociedades.
Insistir en que las familias son la estructura primordial para el aprendizaje de la convivencia, es insistir en reproducirlas acomodándolas a los cambios socio-económicos en acto, porque para que este sistema económico sobreviva la/s familia/s sigue/n siendo el espacio donde la reposición de la vida, o la mayoría de los actos que la garantizan, se desarrollan de forma gratuita (esclava, dirían algunas amigas más radicales que yo).
Por ejemplo, Edgar Antonio Navarro Garfias, en un artículo que demuestra su capacidad de sintetizar el estado actual de la reflexión sobre “Masculinidades, hegemonía e inequidad” en México, afirma justamente que durante las diversas etapas de la vida de las personas en sociedad, los roles de género se fijan y diferencian. Desde la gestación hasta la vejez, la sociedad que nos rodea, cada uno de sus miembros, nos presenta o refuerza patrones de comportamiento del ser mujeres u hombres que redundan en una construcción personal de la propia subjetividad e identidad sexo-genérica. De alguna manera nos vuelve a recordar el histórico descubrimiento de Jean Jacques Rousseau cuando sostuvo que todo educa.
Navarro Garfias nos recuerda que es “durante la niñez cuando los niños construyen a través de su entorno y de su propia historia las bases fundamentales de la masculinidad, ya que en la niñez existe un apego importante a las figuras masculinas mayores, en especial la del padre (o sustituto), y es en primer plano la familia -de acuerdo con su historicidad- la que reproduce el sistema de dominación de hombres sobre mujeres al mostrar los roles de la madre y el padre, donde se expone a la primera como inferior y al segundo como superior, de modo que esto último es lo que el niño comienza a introyectar como su rol y estereotipo social hacia su género” (p. 52). Perfecto; no obstante, omite decir que hay otros espacios de socialización de las niñas y los niños que pueden cuestionar, cambiar y hasta revertir las enseñanzas que los padres y sustitutos paternos imponen acerca de cómo lograr una identidad masculina.
En particular deja fuera de la reflexión el papel de la escuela como espacio público de convivencia inter-etaria y la función de las relaciones de enseñanza-aprendizaje que se establecen en sus grupos. Habla con más convicción del reforzamiento de los papeles genérico por parte de los medios de comunicación que de la posibilidad de una escuela incluyente.
Igualmente Laura Elena Martínez y María Antonia Cerna Trujillo, autoras de “Familias ampliadas o reconstruidas: mitos, falacias y realidades”, al recordarnos algo tan importante como que la reconstrucción familiar es no es un fenómeno reciente ya que se ha dado siempre, vuelven a insistir que la familia “es el manantial de donde surgen los contenidos básicos y esenciales que se instalan en todo ser humano”. Es decir, para ellas es la familia, tradicional o reconstruida, la que genera los más intensos odios y amores, donde se producen las más violentas frustraciones y satisfacciones, pues en ella se generan todas las representaciones mentales (p.88).
Esta actitud intelectual ¿responde acaso a la voluntad del neoliberalismo de hacer coincidir la educación escolar con la transmisión de una información sistematizada? No obstante, en sociedades tan masculinas –es decir, por lo menos según la terminología y las inferencias de este libro, tan educadas a la violencia y por ende insensibles, externadoras de sus enojos y riesgosas- ¿es ético desechar un espacio de socialización no familiar que puede -o más bien tiene la obligación de- repensar las formas de comportamiento entre los miembros de la sociedad? Insisto: ¿es ético renunciar a que la escuela se convierta en el espacio de convivencia que educa a otras formas de saberse relacionar para no hacerse daño repitiendo patrones de género?
Este libro es muy sensible a la sexualidad como juego psíquico y físico de relación, define a la homosexualidad como “una atracción primaria de tipo erótico-afectivo hacia personas del mismo sexo” (p.108) y se aproxima a una amplia gama de orientaciones (María Enriqueta Ruiz Esparza, por ejemplo, afirma contundentemente que “las relaciones homoeróticas han existido desde los orígenes de la humanidad”, p. 101). Pero, una y otra vez, con una apertura importante considerando que es un libro editado por una editorial universitaria católica, la reconduce a su aspecto de relación entre dos o más personas, a su aspecto matrimonial digamos, para evitar asumirla como una condición que atraviesa todos los momentos de nuestra vida, se ejerza o no en su genitalidad, educando nuestra convivialidad. En otras palabras, me temo que vuelve a proponer que entre sexualidad y familia hay un vínculo de continuidad y estabilidad que implica la auto-represión de sus ejercicios eventuales, consecutivos, alternos, en soledad, de colectivo, que disienten de los cánones tradicionales de la moral sexual.
Pero ¿qué es lo que lleva constantemente la reflexión acerca de la sexualidad a la familia? Algo que no es inherente a la sexualidad pero que es una de sus consecuencias posible: la reproducción de la vida. Es la posibilidad de engendrar la que ha atado primeramente la idea de sexualidad a la heterosexualidad y luego ésta a la legalidad de la filiación, con todas sus secuelas de reconocimiento, herencia, responsabilidad, adopción, etcétera.
No es casual que Isabel Barranco Lagunas inicie, por lo tanto, su artículo sobre “Familias homoparentales: entre el prejuicio y el reconocimiento social” recordando la situación de las mujeres mexicanas en relación con el parentesco y la centralidad en sus vidas, por motivos de origen colonial, del matrimonio y la maternidad. Según Barranco, todavía hoy el lugar que ocupan en la constitución familiar define el ejercicio de su sexualidad: hasta la década de 1960, las madres solteras eran estigmatizadas y las jóvenes esposas exaltadas, a la vez que la homosexualidad era condenada como “fenómeno antinatural”. De ahí que los planteamientos de las feministas y de las feministas lesbianas, desde la década de 1970, hayan sido tan importantes para desplazar la mirada social de la reproducción a la producción de las mujeres, de su maternidad forzada a la maternidad voluntaria, acompañándola necesariamente de la demanda de una vida sin violencias.
Las lesbianas feministas orientaron “sus esfuerzos hacia la labor de autoconciencia en círculos de estudio en torno a la sexualidad, la educación sexual y el derecho a la autodeterminación sexual de las mujeres en general”, porque sólo definiendo los derechos humanos de las mujeres era posible tener una perspectiva para la liberación de los históricos roles del género femenino. Y con ello liberar la filiación de la necesidad de la figura paterna.
Barranco Lagunas podría habernos hecho una hermosa apología de la maternidad de las mujeres, en particular de las mujeres que no necesitan de la relación con hombres para gozar de su sexualidad y su reproductividad, pero es arrastrada por la idea de familia y se siente obligada a reivindicar los matrimonios entre personas del mismo sexo y las familias homoparentales. Asume la posición del heroico Grupo de Madres Lesbianas (Grumale) que durante 13 años enfrentó a la ley machista y patriarcal que tendía a separar las madres lesbianas de sus hijas/os a la hora del divorcio y la custodia. La lesbofobia como discriminación se lee, en efecto, en la violencia legal contra las madres lesbianas.
La respuesta que muchas mujeres y algunos hombres se vieron obligados a darle al entonces presidente Vicente Fox cuando en 2004 instituyó el Día de la Familia, definiendo por los menos cinco formas de convivialidad como familias, influyó también en la separación de la vivencia y gozo de la sexualidad como actividad per sé de la reivindicación del derecho de “las familias homoparentales integradas por personas con preferencias sexuales diversas, no heterosexuales, como homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales y transgénero que comparten un hogar en común ya sea que tengan o no relación biológica” (p.138).
La diversidad de propuestas y definiciones que las lesbianas dieron desde entonces a la idea feminista de maternidad libre y voluntaria ha redundado seguramente en la ampliación de las filiaciones y sus derechos, en la defensa del acceso a la reproducción asistida, en la maternidad conjunta y en el reconocimiento de la diversidad de orientaciones sexuales de las mujeres-madres.
Ahora bien, y para terminar, si la sexualidad humana se relacionara sólo con la legalidad, yo diría que a las madres lesbianas que han peleado por el reconocimiento de sus derechos familiares les debemos una definición de familia que coincide con un acceso más amplio a los derechos humanos, como lo hace Isabel Barranco. A mí, sin embargo, la relación entre sexualidad y familia me sigue haciendo ruido. No la niego, sería absurdo, pero tampoco acepto reducir la subjetividad de la persona que ejerce su sexualidad a la necesidad de constituir una familia.
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